Suele ser peligroso para todos los implicados el que un hombre rechace todos los placeres de este mundo y dedique su vida a ayudar a sus semejantes. Francis Xavier Kennedy, presidente de Estados Unidos, era uno de esos hombres.
Demostró ser una persona especial por primera vez después de haber ingresado en la universidad de Harvard. Allí no tardó en ponerse de manifiesto que la gente se sentía atraída hacia él. A eso ayudó el hecho de ser un buen atleta. La prestancia física, a diferencia de la fuerza intelectual, es uno de los pocos rasgos admirados umversalmente. También le ayudó el hecho de ser un estudiante brillante y una persona virtuosa, sobre todo con las gentes poco mundanas.
Las amistades que hizo y los seguidores que ganó se debieron a su carisma, a su generosidad de espíritu. Nunca se mostró crítico de una forma personal, pero tampoco fue el perfecto profesional. Discutía de política con contundencia, pero siempre con sentido del humor. A pesar de tener un temperamento un tanto solemne, su sangre de origen irlandés transmitía una alegre animación que le hacía irresistible. Pero, por encima de todo, sabía escuchar y hacía verdaderos esfuerzos por comprender aquello que alguien trataba de decirle, buscando después la respuesta adecuada. Tenía un humor alegre que solía utilizar para aguijonear las hipocresías comunes.
Por encima de todo ello, poseía una honradez y una sinceridad naturales. Los jóvenes, que suelen tener un olfato tan agudo, aunque injusto, para la hipocresía, no encontraban ninguna en él. Cierto que era un católico practicante, pero nunca discutía de su religión. Decía, sencillamente, que eso era una cuestión de fe. Y ésa era su única irracionalidad.
Nadie puede ocultar sus defectos durante un período demasiado largo de tiempo; la existencia de Yago[3] es un engaño. Nadie puede hacerlo, aunque los defectos se perdonan o se explican con facilidad. La verdadera virtud puede ser tan deslumbradora que ciega al sentido común, sobre todo en el caso de los jóvenes. Nadie se había dado cuenta de que Francis Kennedy caía en una depresión cada vez que se veía derrotado en alguna empresa. Después de todo, ¿qué otra cosa podía ser más natural? Tampoco se había observado que podía ser extraordinariamente resuelto, no exactamente despiadado, pero sí quizá temerario.
Desde el principio de su carrera política, Francis Kennedy se planteó una pregunta muy sencilla que se convertiría en su lema. ¿Cómo es posible que después de cada guerra que consume cientos de miles de millones de dólares se haya producido siempre un período de prosperidad económica? Comparó el hecho con un banco al que le hubieran robado sus millones y después hubiera dado más beneficios.
¿Y si todos esos cientos de miles de millones se gastaran en construir casas para la gente, en proporcionar asistencia médica y educación? ¿Y si todo ese dinero se gastara en ayudar a los necesitados? Qué país más glorioso podría ser éste y, de hecho, cómo mejoraría el mundo.
Según dijo, cuando fuera elegido presidente su Administración declararía una especie de guerra interna contra todas las miserias del pueblo. Él representaría a los trescientos millones de personas que no se podían permitir formar parte de los lobbies y otros grupos de presión.
En circunstancias normales, todo esto habría sido demasiado radical para obtener el voto popular en Estados Unidos, de no haber sido por la presencia mágica de Kennedy en la pantalla de televisión. Era mucho más elegante que sus dos famosos «tíos», y les superaba a ambos como actor. También poseía una mayor inteligencia y era muy superior a ellos en cuanto a educación, ya que se había convertido en un verdadero profesor universitario. Era capaz de apoyar su retórica con cifras y reglas económicas. Podía presentar el esqueleto de los planes preparados por hombres eminentes en los diferentes campos de actividad, y hacerlo con una extraordinaria elegancia. Y, de algún modo, con un humor cáustico.
—Dotado de una buena educación —dijo Francis Kennedy—, cualquier ladrón, cualquier atracador, cualquier contrabandista, sabrá lo suficiente como para robar sin hacer daño a nadie. Aprenderán a robar como lo hace la gente de Wall Street, aprenderán a evadir sus impuestos como hace la gente respetable de nuestra sociedad. Es posible que creemos más crímenes de guante blanco, pero, de ese modo, al menos, nadie saldrá herido.
Francis Xavier Kennedy ganó por abrumadora mayoría las elecciones presidenciales con un programa político demócrata y con un Congreso demócrata.
Pero la presidencia y la rama legislativa se convirtieron en enemigos ya desde el principio. Kennedy perdió el apoyo de la extrema derecha del Congreso debido a que se mostró a favor del aborto. Perdió también el apoyo del ala izquierda porque apoyó la aplicación de la pena de muerte para ciertos crímenes. Afirmó que él era consecuente. Decía que los mismos que estaban a favor del aborto solían estar en contra de la pena de muerte, mientras que quienes estaban en contra del aborto, que consideraban como una forma de asesinato, solían estar a favor de la pena de muerte.
Kennedy también se ganó varios enemigos en el Congreso porque propuso imponer fuertes restricciones a las enormes corporaciones estadounidenses, a la industria petrolera, a la de los granos y a la industria médica. Propuso también que una sola empresa no pudiera ser propietaria de cadenas de televisión, periódicos y revistas al mismo tiempo. Esta última propuesta fue entendida como un intento por destruir la libertad de prensa. Se enarboló la primera enmienda en toda su plenitud.
Ahora, durante su último año de presidencia, el lunes después de Pascua, los miembros del equipo del presidente Francis Kennedy, su gabinete y la vicepresidenta Helen du Pray se reunieron con él en la sala del gabinete de la Casa Blanca, a las siete de la mañana. Y todos temían la acción que él pudiera emprender esta mañana.
Theodore Tappey, el jefe de la CÍA, esperó las indicaciones del presidente para abrir la sesión.
—Permítame decir, antes que nada, que Theresa está bien. Nadie ha sido herido. Por el momento no se ha planteado ninguna exigencia específica, pero eso se hará esta tarde, y se nos ha advertido que tendremos que cumplirlas inmediatamente, sin negociación. Eso es algo habitual. Yabril, el jefe de los secuestradores, es un nombre famoso en los círculos terroristas, y bien conocido en nuestros ficheros. Actúa por su cuenta, y habitualmente lleva a cabo sus operaciones con ayuda de algunos de los grupos terroristas organizados, como el de los míticos Cien.
—¿Por qué míticos, Theo? —le interrumpió Klee.
—No es como Alí Baba y los cuarenta ladrones —contestó Theodore Tappey—. Sólo se trata de acciones conjuntas entre terroristas de diferentes países.
—Continúe —dijo Francis Kennedy con brusquedad.
—No cabe la menor duda de que el sultán de Sherhaben está cooperando con Yabril —siguió diciendo Theodore Tappey después de consultar sus notas—. Su ejército protege el campo de aviación para impedir cualquier intento de rescate. Mientras tanto, el sultán aparenta ser nuestro amigo y ofrece voluntariamente sus servicios como negociador. Sea cual fuere su propósito en esto, no podemos saberlo, pero, en cualquier caso, juega a favor de nuestros intereses. El sultán es razonable y vulnerable a la presión. Yabril, en cambio, es una carta loca. —El jefe de la CÍA vaciló y luego, tras un gesto de asentimiento por parte de Kennedy, continuó de mala gana—. Yabril intenta hacerle a su hija un lavado de cerebro, señor presidente. Han mantenido varias conversaciones prolongadas. Parece creer que ella es una revolucionaria en potencia, y que sería un golpe espectacular el que ella pudiera hacer alguna declaración a su favor. Ella no parece tenerle ningún miedo.
Todos los presentes permanecieron en silencio. Sabían que no debían preguntarle a Tappey cómo había conseguido aquella información.
En el vestíbulo situado fuera de la sala de gabinete se escuchaban murmullos de voces, y también escucharon los gritos excitados de los equipos de televisión que esperaban en el prado de la Casa Blanca. Entonces, a uno de los ayudantes de Eugene Dazzy se le permitió entrar en la sala y entregó a éste un memorándum escrito a mano. El jefe del estado mayor de Kennedy lo leyó de un solo vistazo.
—¿Ha sido confirmado todo esto? —le preguntó al ayudante.
—Sí, señor —asintió éste.
Dazzy miró directamente a Francis Kennedy.
—Señor presidente —dijo—. Tengo una noticia de lo más extraordinario. El asesino del papa ha sido capturado aquí, en Estados Unidos. El prisionero ha confesado y declara que su nombre en clave es Romeo. Se niega a dar su verdadero nombre. Se ha comprobado con la gente de la seguridad italiana, y el prisionero ha dado detalles que confirman su culpabilidad.
Arthur Wix explotó, como si alguien no invitado hubiera llegado de pronto a una fiesta íntima.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? No me lo creo.
Pacientemente, Eugene Dazzy explicó las verificaciones que se habían hecho. La seguridad italiana ya había capturado a algunos de los componentes del grupo de Romeo, quienes habían confesado e identificado a éste como su jefe. Franco Sebbediccio, jefe de la seguridad italiana, era famoso por su habilidad para obtener confesiones. Pero no pudo saber por qué Romeo había volado a Estados Unidos y cómo se le había capturado con tanta facilidad.
Francis Kennedy se dirigió hacia las puertas de cristal que daban al Jardín Rosado. Observó los destacamentos militares que patrullaban por los terrenos de la Casa Blanca y las calles adyacentes de Washington. Y percibió una sensación familiar de horror. Nada en su vida había sido un accidente, la vida era una conspiración mortal, no sólo entre seres humanos sino también entre la fe y la muerte. En un instante de adivinación paranoide comprendió todo el plan que Yabril había creado con tanto orgullo y astucia. Y entonces temió por primera vez por la seguridad de su hija.
Francis Kennedy se apartó de la ventana y regresó a la mesa de conferencias. Recorrió la mesa con la mirada, ante la que se sentaban las personas de rango más alto del país, las más astutas, inteligentes y planificadoras. Ninguna de ellas lo sabía. Casi en broma, dijo:
—¿Qué se apuestan ustedes a que hoy recibiremos s una serie de exigencias del secuestrador? Y que una de ellas será que dejemos en libertad al asesino del papa.
Los demás miraron a Kennedy con asombro.
—Señor presidente —dijo Otto Gray—, eso sería llegar muy lejos. Es una exigencia escandalosa, y no sería negociable.
—Los informes de inteligencia no demuestran que exista conexión alguna entre los dos hechos —dijo Theodore Tappey con precaución—. De hecho, sería inconcebible que cualquier grupo terrorista pusiera en marcha dos operaciones de tal envergadura en la misma ciudad y el mismo día. —Se detuvo un momento y se volvió a mirar al fiscal general—. Señor fiscal general, ¿cómo se ha capturado a este hombre? —Y luego, con desprecio, añadió—: A ese tal Romeo.
—A través de un informador que hemos estado utilizando desde hace años —dijo Christian Klee—. Pensamos que era imposible, pero Peter Cloot, mi subdirector, puso en marcha una operación a gran escala que, al parecer, ha tenido éxito. Debo decir que yo también estoy sorprendido. Esto no tiene ningún sentido.
—Aplacemos esta reunión hasta que los secuestradores planteen sus exigencias —dijo el presidente con serenidad—. Pero antes les comunicaré mis instrucciones preliminares. Les daremos lo que desean. El secretario de Estado y el fiscal general se desharán con algún pretexto de los italianos cuando soliciten la extradición de Romeo. Wix, usted, así como los departamentos de Defensa y Estado, prepárense para conseguir que Israel haga concesiones, si entre las exigencias se incluye la liberación de los prisioneros árabes que ellos tienen. Otto, encárguese de preparar al Congreso y a todos los amigos de que podamos disponer allí, para lo que nuestros oponentes llamarán una capitulación completa. —Luego, volviéndose hacia él, Kennedy se dirigió directamente a su jefe de estado mayor—. Euge, dígale al secretario de Prensa que no tendré ningún contacto personal con los medios de comunicación hasta que no haya terminado la crisis. Y que todos los comunicados de prensa tendrán que pasar antes por mí, no por usted.
—Sí, señor —asintió Eugene Dazzy.
Después, Francis Kennedy se dirigió casi con brusquedad a todos los presentes en la sala:
—Ninguno de ustedes hará comentario alguno a la prensa. Y espero que no haya filtraciones. Eso es todo, caballeros. Les ruego que se mantengan localizables.
Las exigencias de Yabril llegaron el lunes por la tarde a través del centro de comunicaciones de la Casa Blanca, transmitidas a su vez a través del sultán de Sherhaben, que aparentemente se mostraba dispuesto a ayudar. La primera exigencia era un rescate de cincuenta millones de dólares por el avión. La segunda, la liberación de seiscientos prisioneros árabes de las cárceles israelíes. La tercera, la liberación de Romeo, el asesino del papa recientemente capturado, y su transporte a Sherhaben. También se decía que, en el caso de que no se cumplieran las exigencias en el término de veinticuatro horas, se daría muerte a uno de los rehenes.
El presidente, su estado mayor, su gabinete y sus asesores especiales se reunieron inmediatamente para discutir las exigencias de Yabril. Kennedy intentó asimilar la mentalidad de los terroristas, un don de empatía que siempre había tenido. Su objetivo principal consistía en humillar a Estados Unidos, destruir su manto de poder a los ojos del mundo, e incluso de las naciones amigas. Y pensó que se trataba de un golpe psicológico maestro. ¿Quién volvería a tomarse en serio a Estados Unidos después de que unos pocos hombres armados y un pequeño sultanato petrolífero les hubiera hecho claudicar? Pero Kennedy sabía que debía permitir que eso sucediera para conseguir que su hija regresara a casa sana y salva. No obstante, en su empatía adivinó que el escenario todavía no estaba completo, que aún se recibirían más sorpresas. Sin embargo, no dijo nada. Dejó que los miembros de su gabinete siguieran con sus informes y deducciones.
El secretario de Estado dio a conocer las recomendaciones del equipo de su departamento, consistentes en enviar al asesino del papa a Roma y dejar que fueran las autoridades italianas las que afrontaran la situación. Los secuestradores tendrían que dirigir al Gobierno italiano su exigencia acerca de la liberación de Romeo.
Todos observaron que Francis Kennedy volvió la cabeza hacia un lado ante esta sugerencia.
Todos los asesores descartaron la amenaza de los secuestradores de ejecutar a uno de los rehenes si no se cumplían las exigencias en el término de veinticuatro horas. Se podía ganar tiempo; la amenaza no era más que una estratagema habitual.
Uno de los líderes del Congreso, presente en la reunión, sugirió que el presidente Kennedy se disociara por completo de toda decisión en el asunto, debido a que su hija estaba implicada, lo que le incapacitaba, emocionalmente, para tomar decisiones efectivas. El congresista que hizo la sugerencia era un republicano veterano, con veinte años de servicios en la Cámara. Se llamaba Alfred Jintz y durante los tres años de la administración Kennedy había sido uno de los que habían bloqueado con mayor efectividad las leyes de bienestar social propuestas por la Casa Blanca. Al igual que la mayoría de los congresistas que pasaban por sus primeros mandatos y hacían lo necesario en favor de las grandes empresas, Jintz había sido reelegido automáticamente un mandato tras otro.
Kennedy no ocultó su disgusto ante la sugerencia y la presencia del congresista. Durante los tres años que llevaba como presidente, había desarrollado un cierto desdén hacia los miembros del Congreso. Tanto la Cámara de Representantes como el Senado se habían convertido en dos órganos que parecían perpetuarse a sí mismos. En la Cámara de Representantes, el poder de las posiciones, sobre todo las de presidentes de comités, les permitía ser reelegidos continuamente, a pesar de que los congresistas tenían que presentarse cada dos años a la elección. Una vez que un congresista hubiera dejado bien claro que creía en las virtudes y la importancia de los grandes negocios, siempre disponía de millones de dólares para sus campañas políticas, millones que se utilizaban para comprar el tiempo vital de la televisión y para ser reelegido. Ni uno solo de los 435 miembros de la Cámara era trabajador. En cuanto al Senado, con sus mandatos de seis años, un senador tendría que ser muy estúpido o muy idealista para no ser reelegido por dos o tres mandatos. A Kennedy eso le parecía una traición para la democracia.
En este momento, Kennedy experimentó una rabia fría contra Jintz, contra todos los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado.
Cuando Alfred Jintz sugirió que el presidente se desentendiera de las negociaciones, lo dijo con la mayor de las cortesías y tacto. Thomas Lambertino, senador por Nueva York, afirmó que el Senado también creía que el presidente debía quedar al margen del asunto.
Kennedy volvió a levantarse y se dirigió a todos los presentes en la sala, hablando en general.
—Les agradezco su ayuda y sus sugerencias. Mi equipo y yo nos reuniremos más tarde y todos ustedes serán informados de las decisiones que se tomen. Agradezco especialmente su sugerencia al congresista Jintz y al senador Lambertino. La consideraré. Pero, por ahora, debo decirles que todas las instrucciones y órdenes procederán de mí, personalmente. No habrá ninguna delegación. Eso es todo, caballeros. Les ruego que se mantengan localizables.
Francis Kennedy cenó con su equipo personal en el gran comedor noroccidental del segundo piso de la Casa Blanca. Se preparó la mesa antigua para Otto Gray, Arthur Wix, Eugene Dazzy y Christian Klee. El cubierto de Kennedy se colocó en un extremo de la mesa, y se dispuso de modo que tuviera más espacio que los demás.
Kennedy permaneció de pie mientras todos se sentaban, sonriéndoles con expresión severa.
—Olviden toda la mierda que han escuchado hoy. Dazzy, encárguese de comunicarle al sultán que cumpliremos con todas las exigencias de los secuestradores antes de que expire el límite de veinticuatro horas. No vamos a enviar a Italia al asesino del papa, sino que lo enviaremos a Sherhaben. Wix, usted se encarga de convencer a Israel. O liberan a todos esos prisioneros, o no vuelven a ver un arma estadounidense mientras yo ocupe la presidencia. Dígale al secretario de Estado que nada de conversaciones diplomáticas. Simplemente, exponer las condiciones. —Se sentó y dejó que el camarero le sirviera. Luego siguió diciendo—: Quiero que sepan que no importa todo lo que tengan que decir en esas reuniones, para mí sólo existe una prioridad: conseguir que Theresa regrese a casa sana y salva. No les daré ninguna excusa para que cometan otro crimen.
Arthur Wix mantuvo las manos sobre el regazo como si tuviera intención de rechazar la cena.
—Se está colocando en una posición muy vulnerable —dijo—. Debería haber alguna negociación. Eso es casi obligado en todos los casos de rehenes. Hay que pasar por alguna de las fases características en estas situaciones antes de hacer lo que desee hacer, y luego ya nos encargaremos nosotros de justificarlo.
—Lo sé —asintió Kennedy—. Pero no quiero correr ningún riesgo. Además, sólo me queda otro año en el cargo, y ya saben que no volveré a presentarme. Así que, ¿qué demonios pueden hacerme? Otto, ocúpese de tranquilizar a los líderes del Congreso, pero no pierda el tiempo con Jintz. Ese hijo de puta ha estado en contra de mí durante los tres últimos años. Todos empezaron a cenar con tranquilidad, pensando que Kennedy situaba a la Administración en una posición difícil.
Mientras tomaban el café, el oficial de servicio en la Casa Blanca entró presuroso y le entregó un mensaje a Christian Klee. Éste lo leyó y le dijo a Kennedy:
—Señor presidente, tengo que regresar a mi despacho. Este mensaje tiene la máxima clasificación, y no es algo que pueda hacer por teléfono. Volveré en cuanto haya sido informado. Evidentemente, debe tratarse de algo que exija su atención inmediata.
—Entonces, ¿por qué diablos no han venido a informarnos a los dos? —preguntó Francis Kennedy en tono duro.
—No lo sé —contestó Christian dirigiéndole una sonrisa—, pero tiene que haber alguna razón. Quizá no querían molestarle hasta que yo diera el visto bueno.
Estaba mintiendo. Su sistema estaba organizado de tal modo que el presidente nunca fuera informado antes que el propio Christian. Lo que sí sabía es que este mensaje era el primero que recibía de su despacho con el código ultrasecreto. Tenía que tratarse de una noticia devastadora.
Francis Kennedy lo despidió con un gesto de impaciencia. Sabía que en la respuesta de Christian había algo que no era del todo correcto, que lo estaban engañando de alguna forma, pero siempre llevaba mucho cuidado de no mostrarse crítico con la gente que trabajaba para él o con sus amigos. Kennedy sabía que el poder de su puesto daba demasiado peso a sus palabras y acciones, y no podía permitirse ninguna irritación menor.
Poco después de haber sido elegido presidente tuvo uno de los habituales y amistosos desacuerdos políticos con su hija Theresa. Le había encantado eludir los argumentos de ella con su habilidad superior para después lanzar un trallazo iluminador propio contra los amigos radicales de su hija. Se sorprendió mucho al ver que ella se echaba a llorar y salía corriendo de la habitación. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el peso público de su cargo no le permitía ninguna clase de esgrima verbal natural con sus más íntimos colaboradores y familiares. Tenía que llevar cuidado incluso con Christian. En los viejos tiempos, le habría dicho a Christian que se dejara de zarandajas y le dijera la verdad.
Fue Oddblood Gray quien interrumpió sus pensamientos.
—Señor presidente, ¿por qué no trata de dormir un rato? Nosotros nos mantendremos alerta por si algo exige su atención.
Kennedy observó las miradas de preocupación en sus rostros. Durante la cena habían hecho todo lo posible por tranquilizarlo acerca de la seguridad de su hija, tratando de hacerle comprender que ella no corría un verdadero peligro. Y se habían comportado con él de un modo más formal de lo habitual, como suele hacerse con las personas que atraviesan momentos de peligro o de tragedia.
—Así lo haré, Otto. Gracias a todos —dijo abandonando la sala.
Cuando Christian Klee abandonó la Casa Blanca se dirigió directamente al cuartel general del FBI. De acuerdo con el protocolo, le precedían dos vehículos de seguridad y otro más le seguía de cerca. Encontró al subdirector esperándole en el despacho. Era el hombre que se ocupaba del cuerpo administrativo del FBI.
Peter Cloot era un hombre al que Christian comprendía, aunque no lograba que le gustara. Cloot formaba parte del paquete que Kennedy había tenido que negociar con el Congreso cuando Christian Klee fue nombrado fiscal general, director del FBI y jefe del servicio secreto. Cloot fue el hombre designado por el Congreso para vigilar a Klee. Era un hombre muy austero, con un cuerpo delgado y lleno de músculos. Lucía un pequeño bigote que no podía hacer nada para suavizar su rostro huesudo. Como subdirector del FBI, Cloot tenía sus deficiencias. Era demasiado inflexible y feroz a la hora de desempeñar sus responsabilidades y deberes, y creía demasiado en la seguridad interna. Estaba a favor de leyes más estrictas, de castigos draconianos para los traficantes de droga y los espías. Cada vez que podía, se saltaba los artículos de la ley en los que se hablaba de las libertades civiles. Pero siempre manifestaba buen juicio. Y, desde luego, nunca había hecho el fantasma. Durante los tres años que llevaba trabajando con Christian en la dirección del FBI, nunca había tenido que enviar un mensaje como éste.
Hacía más de tres años, Christian entrevistó a Peter Cloot para el puesto de subdirector del FBI, como parte de la lista de tres candidatos que le ofreció el Congreso, y llegó a la conclusión de que a aquel hombre no le importaba lo más mínimo conseguir el puesto o no. Había sido extraordinariamente franco.
—Soy un reaccionario para la izquierda, y un terrorista para la derecha —dijo Cloot—. Cuando un hombre comete lo que se denomina un acto criminal, yo tengo la sensación de que es un pecado. Mi teología es el imperio de la ley. Un hombre que comete un acto criminal ejerce el poder de Dios sobre otro ser humano. La decisión de la víctima consiste en aceptarlo así, o aceptar a Dios en su vida. Cuando la víctima o la sociedad aceptan de alguna forma el acto criminal, destruimos la voluntad de nuestra sociedad por sobrevivir. Ni la sociedad, ni siquiera el individuo, tienen derecho a perdonar o reducir el castigo. Eso sería como imponer la tiranía del criminal sobre un pueblo sometido por la ley que se adhiere al contrato social. En los casos terribles de asesinato, robo a mano armada y violación, el criminal proclama su divinidad.
—¿Qué sugiere usted, meterlos a todos en la cárcel? —preguntó Christian sonriendo.
—No disponemos de cárceles suficientes —contestó Peter Cloot con expresión hosca.
Christian le entregó el último informe estadístico computarizado sobre el crimen en Estados Unidos. Cloot lo estudió durante unos minutos.
—Nada ha cambiado —dijo finalmente. Y empezó a tener un acceso de rabia. Al principio, Christian pensó que se había vuelto loco. Cloot dijo muchas cosas—. Si la gente conociera estas estadísticas del crimen. Si supiera la gran cantidad de delitos que no llegan a quedar incluidos en las estadísticas. Los ladrones con delitos anteriores raras veces terminan en prisión. Ese hogar que el gobierno no debe invadir, esa libertad preciosa, ese contrato social sagrado, ese hogar igualmente sagrado, se ven invadidos cada día por ciudadanos armados con intenciones de robar, matar y violar. La lluvia puede entrar, el viento puede entrar, pero el rey no puede entrar. Esto es una verdadera mierda. Sólo en California se cometen seis veces más asesinatos que en toda Inglaterra en un solo año. En Estados Unidos, los asesinos cumplen menos de cinco años de condena. Siempre y cuando, por alguna especie de milagro, se logre demostrar su culpabilidad.
Cloot continuó hablando en voz alta, con un tono que molestó a Christian.
El Tribunal Supremo, en su majestuoso desconocimiento de la vida cotidiana, los tribunales inferiores con su venalidad, el ejército de abogados ávidos, preparados para la batalla como si fueran samuráis, los criminales protegidos de modo que el mal surja como de los cuentos de hadas de Grimm.
Y los científicos sociales, los psiquiatras, los eruditos de la ética envolviendo a todos esos criminales en el manto del medio ambiente y de la población general, que proporciona a su vez jurados demasiado cobardes como para condenar.
—El pueblo de Estados Unidos se siente aterrorizado por unos pocos millones de lunáticos —dijo Cloot—. Teme caminar de noche por las calles. Protegen sus casas con mecanismos de seguridad en los que se gasta treinta mil millones de dólares al año.
Cloot siguió diciendo que los blancos temían a los negros, los negros temían a los blancos, los ricos temían a los pobres. Los ciudadanos ancianos llevaban armas de fuego en la bolsa de la compra porque temían a los jóvenes. Las mujeres, temerosas de los violadores, practicaban para convertirse en cinturones negros, y millones de ellas llevaban armas.
—Nuestra jodida ley fundamental —siguió diciendo— permite que tengamos el índice de criminalidad más elevado del mundo civilizado. —Pero Cloot aborrecía sobre todo un aspecto—. ¿Sabe usted que el noventa y ocho por ciento de los delitos quedan impunes? Nietzsche dijo hace ya mucho tiempo que cuando una sociedad se vuelve blanda y tierna termina poniéndose del lado de quienes la dañan. Las organizaciones religiosas, con toda su mierda de misericordia, terminan por perdonar a los criminales. Esos hijos de perra no tienen ningún derecho a perdonar a los criminales. Lo peor que he visto en mi vida fue a una madre cuya hija fue violada y asesinada de una forma espantosa y que, cuando se la entrevistó en la televisión, declaró que perdonaba a quienes lo hicieron. ¿Qué jodido derecho tenía ella a perdonarlos? —Y luego, ante la sorpresa ligeramente esnobista de Christian, Cloot pasó a atacar la literatura—. Orwell se equivocó por completo en 1984. El individuo es la bestia, y Huxley lo presentó como una mala cosa en Un mundo feliz. Pero a mí no me importaría vivir en Un mundo feliz que fuera mejor que éste. El tirano es el individuo, no el gobierno.
Y continuó hablando. Cloot aborrecía sobre todo a los abogados, a pesar de que él mismo era licenciado en Derecho. Creía que el Tribunal Supremo era como una especie de chiste. Pensaba que los criminales tenían las cosas fáciles en la sociedad estadounidense, y se mostró favorable a utilizar todas las triquiñuelas que estuvieran en su mano para frustrar cualquier clase de restricción que se le quisiera imponer a su agencia. Afirmó que siempre tendría cuidado con no cometer ninguna ilegalidad, en sustituir pruebas o distorsionarlas de un modo demasiado evidente, pero que sería capaz de ocultar pruebas que no quisiera ver utilizadas.
Christian no acabó de decidirse acerca de la conveniencia o no de elegir a Cloot hasta su entrevista final. Le había entregado el enorme informe estadístico para que lo estudiara y tomara notas sobre él. Cloot tamborileó con los dedos sobre las páginas computarizadas.
—Esto es material antiguo —dijo—. ¿Es de esto de lo que quiere usted hablar?
—Me siento realmente sorprendido por esas cifras —dijo Christian con seriedad y un tanto de ingenuidad—. La población de este país está siendo aterrorizada. Quizá ésa sea una palabra demasiado fuerte, pero ¿es que el antiguo presidente nunca se ocupó de arreglar esta situación mientras usted estuvo en su puesto?
—Lo intentamos —dijo Cloot lanzando una bocanada de humo—. Pero el Congreso nunca quiso aprobar la legislación que necesitábamos. Los periódicos y otros medios de comunicación pusieron el grito en el cielo acerca de las leyes fundamentales, la sagrada Constitución. Y las organizaciones defensoras de las libertades civiles siempre nos están dando de puntapiés en el trasero. Por no hablar de los lobbies negros, para quienes la ley y el orden no son más que palabras sucias. Y los grupos especiales, y los liberales no organizados, y esas mujeres y tipos especiales que aman a los criminales que están entre rejas y piden que se los libere. Así que el Congreso se encontró en una situación en la que no pudo hacer nada.
Christian empujó hacia Cloot un enorme cenicero de cristal rojo, y éste dejó caer en él la ceniza de su puro. Christian tomó su copia del informe y preguntó:
—¿Las cosas estaban así de mal antes?
—Eran peor —contestó Cloot. El humo formó un círculo sobre su cabeza, como un halo, y él sonrió sardónicamente. Estaba digiriendo el excelente almuerzo que había tomado, disfrutando de su puro, así que se encontraba en el estado adecuado de relajación física como para pontificar—. Permítame decirle unas pocas cosas, las crea o no. Lo verdaderamente extraño es que he discutido esta situación con los hombres realmente poderosos de este país, los que tienen todo el dinero. Pronuncié un discurso ante el club Sócrates. Pensé que se sentirían preocupados. Pero me llevé una buena sorpresa. Ellos tenían capacidad para conmover al Congreso, pero no quisieron hacerlo. Y no podría imaginarse la verdadera razón ni en un millón de años. Yo no pude imaginármela. —Se detuvo un momento, como si esperara a que Christian expresara una suposición. Su rostro se contrajo en lo que pudo haber sido una sonrisa o una expresión de desprecio—. Los ricos y los poderosos de este país pueden protegerse a sí mismos. No dependen de la policía ni de las agencias gubernamentales. Se rodean de sistemas de seguridad caros. Disponen de guardaespaldas privados. Están aislados de la comunidad criminal. Y los más prudentes no se mezclan con los elementos que trafican con droga. Pueden dormir tranquilos por la noche, tras sus muros electrificados.
Cloot guardó un momento de silencio. Christian se removió inquieto en su asiento y tomó un sorbo de brandy, mientras Cloot se bebía la mitad de su copa de un solo trago. Luego continuó:
—Esto es una entrevista privada, así que puedo hablar con franqueza. En política no se le permite a uno decir que los negros cometen muchos más delitos proporcionalmente a su población. Claro que ambos conocemos las razones, de tipo económico y cultural, y en este país existe, además, una larga y escandalosa historia de represión de la población negra. Pero así es como están las cosas. —Cloot volvió a chupar el puro—. Y, a propósito, los blancos son los criminales más peligrosos. Nunca conocí a un negro que fuera asesino en masa, o que robara tanto dinero como los que hacen la vista gorda en Wall Street. Y tampoco ha habido negros que cometan asesinatos políticos.
—Está usted haciendo todo lo posible por no abordar el meollo de la cuestión —dijo Christian.
—De acuerdo —asintió Cloot echándose a reír—. El meollo de la cuestión es el siguiente: digamos que aprobamos leyes para aplastar el crimen. En tal caso, estaremos castigando a los criminales negros más que a nadie. ¿Y dónde van a ir esas personas sin capacidad, sin educación, sin poder? ¿Qué otro recurso les queda en contra de nuestra sociedad? Si no se destacaran por el crimen, se lanzarían a la acción política, se convertirían en radicales activos. Y en tal caso desestabilizarían el equilibrio político de este país y no tendríamos una democracia capitalista.
—¿Cree usted realmente en esa tontería? —preguntó Christian.
—Jesús, ¿quién sabe? —contestó Cloot—. Pero la gente que dirige este país lo cree así. Piensan que es mejor dejar que los chacales tengan su festín con los desposeídos. ¿Qué pueden robar? ¿Unos cuántos miles de millones de dólares? Es un precio muy bajo. Que se viole, se robe, se asesine o se chantajee a miles de personas no importa, porque siempre le sucede a gente sin importancia. Es mucho mejor un daño pequeño que un verdadero levantamiento político.
—Está usted yendo demasiado lejos —dijo Christian.
—Es posible —asintió Cloot.
—Y cuando se llega tan lejos, tendrá toda clase de grupos de vigilancia, de fascismo en forma estadounidense.
—Pues ésa es la clase de acción política que se puede controlar —afirmó Cloot—. Eso ayudaría realmente a la gente que dirige nuestra sociedad. —Ambos permanecieron en silencio. Luego, Cloot continuó—: Me ha enseñado usted ese jodido informe computarizado. ¿Creía acaso que me iba a desmayar? Durante mis primeros años de servicio vi esas mismas estadísticas, pero convertidas en sangre. Teníamos una guardia de veinticuatro horas al día y entonces, en plena noche, me llamaban a la calle. Esposos que les habían partido el cráneo a sus mujeres con un hacha y que luego sólo cumplían cinco años en prisión. Jóvenes drogados que asesinaban a las ancianas para cobrar su cheque de la seguridad social, por valor de noventa pavos. Después los asesinos salen en libertad porque no se han respetado sus derechos civiles. Ladrones que eran verdaderos artistas, ladrones de bancos, cuyos actos se celebraban como si hubieran ganado una medalla de oro. ¡Qué jodida broma! Y los periódicos citando 1984 y a ese jodido George Orwell. Mire, yo he visto llorar a los padres de muchachas asesinadas, cuyas vidas quedan arruinadas para siempre y, mientras tanto, el asesino tan sólo recibe una reprimenda porque cuenta con un abogado de mucho poder, un jurado compuesto por estúpidos y un retrasado de la Iglesia a quien se le ha ocurrido rezar por él. ¿Y qué castigo reciben esos asesinos si se logra condenarlos a todos? Tres años, cinco años. El sistema criminal de este país es una burla total. La gente que dirige este país, los ricos, la Iglesia, los políticos, mis compañeros abogados, a todos ellos les encanta que las cosas sigan como están. Nada de movimientos políticos radicales, y, además, salarios muy inflados y sobornos muy atractivos. Así pues, ¿qué importa que cientos de miles de personas corrientes sean asesinadas? ¿A quién demonios le importa que se las robe, se las maltrate, se las viole? —Cloot se detuvo y se secó el sudor de la frente con la servilleta. Luego añadió con un tono de voz hosco—: Esto nunca ha tenido ningún sentido. —Luego, le sonrió a Christian y tomó el informe computarizado—. De todos modos, me gustaría conservar esto —dijo—. No para limpiarme el trasero, como debería hacer, sino para enmarcarlo y colgarlo de la pared de mi despacho, donde estará seguro. Y sé que estará seguro porque alrededor de mi casa tengo instalado un sistema de seguridad de cincuenta mil dólares.
Pero Cloot había demostrado ser un subdirector muy eficiente a la hora de dirigir el FBI, y esta noche, con el rostro sombrío, saludó a Christian con un puñado de memorándums y una carta de tres páginas que le entregó aparte.
Se trataba de una carta compuesta con tipos de letra recortados de los periódicos. Christian la leyó. Era otra de aquellas enloquecidas advertencias de que en la ciudad de Nueva York explotaría una bomba atómica de fabricación casera.
—¿Y para esto me ha sacado del despacho del presidente? —preguntó Christian.
—He esperado hasta después de haber efectuado todos los procedimientos de comprobación rutinarios —dijo Cloot—. Esta amenaza ha sido calificada de posible.
—Oh, Cristo, ahora no —exclamó Christian.
Volvió a leer la carta, ahora con mayor atención. Los diferentes tipos de letra de imprenta le desorientaban. La carta en sí parecía como una extraña pintura vanguardista. Se sentó ante su mesa de despacho y la leyó con lentitud, palabra por palabra. La carta iba dirigida al New York Times. Primero leyó los párrafos marcados con un rotulador de color verde, de los utilizados para destacar la información más importante. Dichos párrafos decían:
«Hemos colocado un arma nuclear con un potencial mínimo de medio kilotón y máximo de dos kilotones, en una zona de la ciudad de Nueva York. Esta carta va dirigida a su periódico para que puedan publicarla y advertir a los habitantes de la zona de que la evacúen y escapen a todo daño.
»El ingenio está preparado para estallar dentro de siete días, a partir de la fecha indicada. Comprenderán lo necesario que es publicar esta carta inmediatamente. Hemos emprendido esta acción para demostrar al pueblo de Estados Unidos que el gobierno debe unirse con el resto del mundo, sobre una base de igualdad, para controlar la energía nuclear, ya que, en caso contrario, nuestro planeta se perderá.
»No hay forma alguna de que se nos compre con dinero o cualquier otra oferta. Con la publicación de esta carta y la evacuación de la ciudad salvarán ustedes miles de vidas.
»Para demostrar que no se trata de una broma, hagan analizar por laboratorios gubernamentales el sobre y el papel. Descubrirán en ellos residuos de óxido de plutonio.
«Publiquen la carta inmediatamente».
El resto de la carta era una proclama sobre moralidad política y una apasionada exigencia de que Estados Unidos dejara de fabricar armas nucleares. Christian Klee miró la fecha y dedujo que la explosión anunciada se produciría el jueves.
—¿La han examinado? —le preguntó a Cloot.
—Sí —asintió éste—. Y contiene residuos. Las letras han sido cortadas de diferentes periódicos y revistas hasta formar un mensaje, pero nos han proporcionado una pista. El autor o autores fueron lo bastante astutos como para utilizar periódicos procedentes de todo el país, pero entre ellos predominan sobre todo los de Boston. He enviado a cincuenta hombres extra para ayudar al jefe de la oficina de allí.
—Tenemos por delante una noche muy larga —dijo Christian con un suspiro—. Por el momento, mantengamos el asunto en secreto, y totalmente al margen de los medios de comunicación. El puesto demando para este caso será mi propio despacho, y se me entregarán todos los documentos relacionados con él. El presidente ya tiene suficientes dolores de cabeza, así que hagamos desaparecer este asunto. Se trata de una mierda como todas esas cartas de chiflados.
—Muy bien —asintió Peter Cloot—. Pero sepa que, algún día, una de ellas puede ser muy real.
Fue una noche muy larga. Los informes seguían llegando. Se informó al jefe de la Agencia de Energía e Investigación Nuclear, para que alertara a sus equipos de investigación. Dichos equipos estaban compuestos por personal reclutado especialmente y dotado de un equipo de detección muy complejo capaz de localizar bombas nucleares ocultas.
Christian ordenó que trajeran a su despacho la cena para él y Cloot y leyó los informes. Evidentemente, el New York Times no había publicado la carta y se había limitado a pasársela rutinariamente al FBI. Christian llamó por teléfono al editor del Times y le pidió que guardara silencio sobre el tema hasta que se hubiera terminado la investigación. Eso también fue una cuestión de rutina. Los periódicos habían recibido miles de cartas similares a lo largo de los años. Pero, debido precisamente a esa eventualidad, la carta no llegó a manos del FBI hasta el lunes, en lugar del sábado.
En algún momento antes de la medianoche, Peter Cloot regresó a su propio despacho para dirigir a su equipo, que estaba recibiendo cientos de llamadas de los agentes que trabajaban en el caso, la mayoría de ellos desde Boston. Christian continuó leyendo los informes a medida que se los entregaban. Lo más importante para él era que no quería aumentar la carga que ya tenía que soportar el presidente. Pensó por un momento en la posibilidad de que aquello pudiera ser otra jugada del complot de los secuestradores, pero ni siquiera ellos se habrían atrevido a jugar con apuestas tan altas. Esto tenía que ser alguna aberración vomitada por la propia sociedad. Alarmas de este tipo ya se habían producido en otras ocasiones, motivadas por locos que afirmaban haber colocado bombas atómicas de fabricación casera y que exigían rescates de diez a cien millones de dólares. Una de aquellas cartas había llegado a exigir incluso una cartera de acciones de Wall Street, con acciones de la IBM, la General Motors, Sears, Texaco y algunas de las empresas que trabajaban en tecnología genética. Cuando se entregó la carta al departamento de Energía para que se trazara un perfil psicológico del autor, el informe dio por sentado que la carta no representaba ninguna amenaza real de bomba, pero que el terrorista poseía un conocimiento excelente del mercado de valores. Lo que condujo a la detención de un pequeño broker de Wall Street que había utilizado los fondos de sus clientes y andaba buscando una forma de salir del embrollo.
Christian pensó que ésta tenía que ser otra de aquellas extravagancias, aunque, mientras lo descubrían, no dejaría de ser un problema. Se gastarían cientos de millones de dólares. Afortunadamente, los medios de comunicación no publicarían el contenido de la carta. Había ciertas cosas con las que no se atrevían a jugar aquellos hijos de perra de corazón frío. Sabían que en asuntos como éste se podían invocar ciertas leyes sobre aspectos clasificados relativos al control de la bomba atómica, y que eso podía representar un agujero en la sagrada libertad de las leyes constitucionales. Se pasó las horas siguientes rezando para que todo aquel asunto se disipara en la nada, para no tener que acudir a la mañana siguiente al presidente y presentarle esta nueva carga.