LUNES
La huida de Romeo de Italia se había planeado meticulosamente. Desde la plaza de San Pedro, la camioneta condujo a su equipo a un «piso franco» donde se cambió de ropa, se le entregó un pasaporte falso casi perfecto, tomó una bolsa de viaje ya preparada y fue conducido por rutas clandestinas a través de la frontera, hasta el sur de Francia. Allí, en la ciudad de Niza, subió a un vuelo con destino a París, que continuaba hasta Nueva York. Romeo permaneció alerta, a pesar de no haber dormido durante las últimas treinta horas. Todo aquello no eran más que los detalles bien planeados que configuraban la parte más sencilla de una operación, que sólo podría salir mal por un momento de mala suerte o por un fallo en la planificación.
La cena y el vino servidos en los aviones de Air France siempre eran buenos y Romeo se fue relajando poco a poco. Contempló los infinitos océanos de un verde pálido y horizontes de un cielo blanco y azul. Tomó dos fuertes somníferos, pero algo de nervios o de temor le mantuvo despierto. Pensó en el momento en que tuviera que pasar por la aduana estadounidense, ¿saldría allí algo mal? Pero, aun cuando lo detuvieran en aquel momento y lugar, no representaría ninguna diferencia para los planes de Yabril. Un traicionero instinto de supervivencia lo mantuvo despierto. Romeo no se hacía ilusiones acerca del sufrimiento que tendría que soportar. Había estado de acuerdo en cometer un acto de sacrificio inmolador para expiar los pecados de su familia, su clase social y su país, pero ahora aquel misterioso nervio de temor le ponía el cuerpo en tensión.
Finalmente, las pastillas hicieron su efecto y se quedó dormido. En sus sueños, hizo el disparo y salió corriendo de la plaza de San Pedro, y ahora, mientras aún seguía corriendo, se despertó. El avión se disponía a aterrizar en el aeropuerto Kennedy de Nueva York. La azafata le entregó su chaqueta y él se incorporó para recoger la bolsa de viaje que había dejado en el compartimiento superior. Al pasar por la aduana representó su papel a la perfección y llevó la bolsa hacia la plaza central que daba al exterior, en la terminal del aeropuerto.
Distinguió inmediatamente a sus contactos. La muchacha llevaba una gorra de esquiar de color verde con rayas blancas. El joven sacó una gorra roja y se la puso en la cabeza, poniendo al descubierto las letras azules de la visera, que decían: «Yankees». El propio Romeo no llevaba señal alguna que lo distinguiera, ya que había querido dejar abiertas sus opciones. Se inclinó, dejó la bolsa en el suelo, abrió la cremallera y fingió buscar algo mientras estudiaba a sus dos contactos. No observó nada que le pareciera sospechoso. Aunque eso, en realidad, no importaba.
La joven era delgada y rubia y demasiado angulosa para el gusto de Romeo, pero su rostro poseía la firmeza femenina que tienen algunas jóvenes decididas, y eso era algo que le gustaba en una mujer. Se preguntó cómo sería en la cama y confió en permanecer en libertad el tiempo suficiente como para seducirla. No le sería muy difícil. Siempre había sido atractivo para las mujeres. En ese sentido, era mucho más hombre que Yabril. Ella supondría que él estaría relacionado con el asesinato del papa y, para una joven revolucionaria y decidida, compartir la cama con una persona como él sería como la realización de un sueño romántico. Observó que ella ni se inclinó ni tocó al joven que la acompañaba.
El joven tenía un rostro tan cálido y abierto, irradiaba tal amabilidad estadounidense, que a Romeo le disgustó de inmediato. Los estadounidenses eran mierdas sin valor alguno y llevaban una vida demasiado cómoda. Sólo había que pensar que en más de doscientos años nunca habían tenido un partido revolucionario. Y eso en un país que había nacido gracias a una revolución. El joven que le habían enviado a recibirlo era el típico blando. Romeo tomó la bolsa de viaje y se dirigió directamente hacia ellos.
—Disculpen —dijo con una sonrisa y en un inglés con fuerte acento—. ¿Pueden decirme de dónde sale el autobús a Long Island?
La joven volvió el rostro hacia él. De cerca resultaba mucho más bonita. Observó una pequeña cicatriz en la barbilla y eso despertó aún más su deseo.
—¿Quiere ir a la costa norte o a la costa sur?
—A East Hampton —contestó Romeo.
La joven sonrió. Fue una sonrisa cálida, incluso con un matiz de admiración. El joven se hizo cargo de la bolsa de viaje y le dijo:
—Síguenos.
Le indicaron el camino para salir de la terminal. Romeo los siguió. Casi se sintió apabullado por el ruido del tráfico y la gran cantidad de gente. Había un coche esperándoles, con un conductor que también llevaba una gorra roja. Los dos jóvenes se sentaron delante y la muchacha en el asiento de atrás, con Romeo. Mientras el vehículo se introducía en la corriente de tráfico, la joven extendió la mano y se presentó:
—Me llamo Dorothea. No te preocupes, por favor. —Los dos jóvenes también murmuraron sus nombres. Luego la muchacha añadió—: Estarás muy cómodo y muy seguro.
Y en ese momento Romeo sintió la angustia de un Judas.
Aquella noche, la joven pareja de estadounidenses se tomó mucho trabajo para prepararle una buena cena. Disponía de una habitación cómoda desde la que se veía el océano, aunque el colchón tenía algunos bultos, algo que no importaba demasiado, puesto que Romeo sabía que sólo dormiría allí una noche, si es que lograba dormir. La casa estaba decorada con muebles caros, pero sin gusto; era todo moderno y playero, muy estadounidense. Los tres pasaron una velada tranquila, hablando en una mezcla de italiano e inglés.
Dorothea fue una verdadera sorpresa. Era extremadamente inteligente, así como bonita. También resultó que no le gustaba flirtear, lo que destruyó las esperanzas de Romeo de pasar su última noche de libertad practicando juegos sexuales. El joven, Richard, también era bastante serio. Evidentemente, ambos pensaban que él estaba implicado en el asesinato del papa, pero no le hicieron preguntas específicas al respecto. Se limitaron a tratarlo con el temeroso respeto que muestra la gente ante alguien que se está muriendo lentamente de una enfermedad terminal. Romeo se sintió impresionado por ellos. Sus cuerpos se movían con agilidad. Hablaban con inteligencia, demostraban compasión por el infortunado e irradiaban confianza en sus creencias y habilidades. El hecho de pasar una noche tranquila en compañía de aquellos dos jóvenes, tan sinceros en sus ideas, tan inocentes acerca de la necesidad de una verdadera revolución, hizo que Romeo sintiera un poco de náusea por toda su vida. ¿Era necesario que aquellos dos fueran traicionados con él? En último término, a él lo soltarían. Creía en el plan de Yabril; en su opinión, era muy sencillo, muy elegante. Y se había presentado voluntario para colocarse en el lazo. Pero estos dos jóvenes también eran verdaderos militantes, gente que estaba de su lado. Y les pondrían esposas, conocerían los sufrimientos de los revolucionarios. Por un momento, pensó en advertírselo. Sin embargo, era imprescindible que el mundo supiera que también había estadounidenses implicados en el complot, y aquellos dos eran los chivos expiatorios. Finalmente, se enojó consigo mismo por tener un corazón demasiado blando. Claro que nunca podría arrojar una bomba a un jardín de infancia, como Yabril, pero sí podía sacrificar a unos pocos adultos. Después de todo, había matado al papa.
¿Y qué les harían a estos dos? Pasarían unos cuantos años en prisión. Los estadounidenses eran tan blandos, desde lo más alto hasta lo más bajo, que hasta podrían quedar en libertad. Estados Unidos era el país de los abogados, tan temibles como los caballeros de la Tabla Redonda. Eran capaces de sacar a cualquiera de la cárcel.
Así pues, trató de quedarse dormido. Pero todos los terrores de los últimos días parecieron acudir con el aire que, desde el océano, penetraba por la ventana abierta. Volvió a levantar el rifle en sueños, volvió a ver cómo caía el papa, a salir precipitadamente de la plaza, y escuchó a los peregrinos lanzando gritos de horror.
A primeras horas de la mañana siguiente, la del lunes, veinticuatro horas después de haber asesinado al papa, Romeo decidió salir a dar un paseo por la costa y disfrutar de sus últimos momentos de libertad. La casa estaba en silencio cuando bajó la escalera, pero encontró a Dorothea y a Richard durmiendo en dos divanes, en la sala de estar, como si hubieran permanecido de guardia. El veneno de su traición le impulsó a salir hacia la brisa salada de la playa. A primera vista, le disgustó esta playa extraña, con aquellos bárbaros matojos grises y las altas hierbas amarillentas, con la relampagueante luz del sol arrancando destellos de las latas de soda de color plateado y rojizo. Hasta la salida del sol era acuosa, con el frío propio del principio de la primavera en este país extraño. Pero se alegró de encontrarse en el exterior, mientras la traición seguía su curso. Un helicóptero pasó sobre su cabeza y desapareció de la vista. Había dos motoras inmóviles en el agua, sin nadie a bordo. El sol adquirió la tonalidad de una naranja sanguinolenta para irse amarilleando después y convertirse en dorado, al tiempo que se iba elevando en el cielo. Caminó durante largo rato, rodeó una protuberancia de la bahía y perdió de vista la casa. Por alguna razón, eso le produjo pánico, o quizá fuera la visión de un gran bosque de hierba alta moteada de gris, que casi llegaba hasta la orilla del agua. Inició el camino de regreso.
Fue entonces cuando escuchó las sirenas de los coches de policía. Allá abajo, en la playa, distinguió las luces parpadeantes y se encaminó con rapidez hacia ellas. No sintió ningún temor, ni la menor duda con respecto a Yabril, a pesar de que aún podría haber huido. Sentía desprecio por esta sociedad que ni siquiera era capaz de organizar debidamente su captura. Qué estúpidos eran. Pero el helicóptero reapareció entonces en el cielo y las dos motoras que le habían parecido vacías se aproximaban ahora a la costa. Entonces sintió el temor y el pánico. Ahora que ya no tenía la posibilidad de escapar, hubiera querido echar a correr y correr. Pero, haciendo un esfuerzo de voluntad, caminó hacia la casa, rodeada por hombres y armas. El helicóptero permanecía suspendido sobre el techo de la casa. Por ambos lados de la playa llegaban más hombres. Romeo se preparó para representar su espectáculo de culpabilidad y huida. Echó a correr de pronto hacia el océano, pero unos hombres ranas se levantaron ante él, surgiendo de las aguas. Romeo se volvió y echó a correr hacia la casa, y entonces vio a Richard y a Dorothea.
Les habían encadenado y puesto esposas, de tal modo que las cadenas parecían sujetar sus cuerpos a la tierra. Y estaban llorando. Romeo sabía cómo se sentían, tal como él mismo se había sentido hacía mucho tiempo. Lloraban de vergüenza, de humillación, privados de su sentido de poder, derrotados de una forma desconcertante. Y abrumados por el terror insoportable y la pesadilla de saberse completamente impotentes. Su destino ya no estaba en manos de los dioses caprichosos y quizá misericordiosos, sino en las manos de otros seres humanos implacables.
Romeo les dirigió a ambos una sonrisa de impotente lástima. Sabía que él estaría en libertad en cuestión de días, que había traicionado a estos verdaderos creyentes en su propia fe, pero, después de todo, había sido una decisión táctica, no una decisión malvada ni maliciosa. Entonces se vio rodeado por hombres armados, sujeto por el pesado acero y hierro.
Yabril desayunaba con el sultán de Sherhaben en su palacio, situado al otro lado del mundo, ese mundo cuyo cielo se veía surcado por satélites espías, cuya capa de ozono se veía patrullada por el radar, al otro lado de los mares repletos de barcos de guerra estadounidenses que acudían presurosos hacia Sherhaben, a través de continentes abarrotados de silos de misiles y ejércitos pegados a la tierra, para actuar como pararrayos de la muerte.
El sultán de Sherhaben creía en la libertad del pueblo árabe, en el derecho de los palestinos a tener su propio país. Consideraba a Estados Unidos como el baluarte de Israel, un país que no podría sostenerse sin el apoyo estadounidense. En consecuencia, Estados Unidos era el enemigo fundamental. Y su mente sutil se había sentido atraída por el complot de Yabril para desestabilizar la autoridad de aquel país. Le encantaba la idea de que el sultanato de Sherhaben, militarmente impotente, pudiera humillar a una gran potencia.
El sultán ejercía el poder absoluto en Sherhaben. Poseía vastas riquezas y podía disfrutar de cualquier placer en la vida con sólo pedirlo. Pero todo eso había terminado por no ser suficiente para él. No tenía ningún vicio concreto que pudiera estimular su vida. Observaba la ley musulmana y llevaba una vida virtuosa. El nivel de vida en Sherhaben, con sus enormes ingresos por el petróleo, era uno de los más elevados del mundo, porque el sultán construía nuevas escuelas, nuevos hospitales. Su sueño consistía en convertir Sherhaben en la Suiza del mundo árabe, y su única excentricidad era la manía por la limpieza, tanto en su persona como en su Estado.
Había tomado parte en esta conspiración porque echaba de menos el sentido de la aventura, el juego por apuestas altas, el esfuerzo por alcanzar altos ideales. Por ello, esta acción de Yabril le había atraído. Él mismo o su país correrían un riesgo muy pequeño, ya que poseían el escudo mágico de miles de millones de barriles de petróleo perfectamente conservados bajo su país desértico. Otra fuerte motivación la constituía su amor y su sentido de la gratitud para con Yabril. Cuando el sultán no era más que un pequeño príncipe, en Sherhaben se había producido una lucha feroz por el poder, sobre todo después de que se supiera la importancia de sus campos petrolíferos. Las compañías petrolíferas estadounidenses apoyaron a los oponentes del sultán, quienes, naturalmente, favorecerían la causa de Estados Unidos. Aquél, educado en el extranjero, era el único capaz de comprender el verdadero valor de los campos petrolíferos, y luchó por conservarlos. Estalló la guerra civil. Y fue el entonces muy joven Yabril quien ayudó al sultán a alcanzar el poder asesinando a sus oponentes. A pesar de sus virtudes personales, el sultán reconocía que la lucha política tenía sus propias reglas.
Tras haber asumido el poder, concedió refugio a Yabril cada vez que lo necesitó. De hecho, en los últimos diez años Yabril había pasado en Sherhaben más tiempo que en cualquier otro lugar. Estableció una identidad aparte, con un hogar, sirvientes, una esposa e hijos. En esa identidad, también era un funcionario menor y especial del gobierno. Esa identidad nunca llegó a ser conocida por ningún servicio de inteligencia extranjero. Él y el sultán intimaron mucho durante aquellos diez años. Ambos eran estudiantes del Corán, habían sido educados por profesores extranjeros, y estaban unidos en su odio contra Israel. Y en eso establecían una distinción especial: no odiaban a los judíos como tales, sino que odiaban al Estado oficial de los judíos.
El sultán de Sherhaben abrigaba un sueño secreto, tan extraño que no lo compartía con nadie, ni siquiera con Yabril. Que un día, Israel fuera destruido y que los judíos volvieran a verse dispersados por todo el mundo. Entonces él, el sultán, atraería a los científicos y eruditos judíos a Sherhaben. Establecería una gran universidad en la que se reuniría lo más florido de la inteligencia judía. ¿Acaso la historia no había demostrado que esta raza poseía los genes de la grandeza de mente? Einstein y otros científicos judíos habían dado al mundo la bomba atómica. ¿Qué otros misterios de Dios y de la naturaleza no podrían resolver? ¿Y acaso no eran hermanos semitas? El tiempo erosiona el odio, y los judíos y los árabes podrían vivir en paz juntos y convertir Sherhaben en una gran nación. Los atraería con riquezas y dulce cortesía, respetaría todos sus tenaces caprichos culturales, y crearía para ellos un paraíso del cerebro. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir? Sherhaben podría convertirse en otra Atenas. Ese pensamiento hacía que el sultán sonriera ante su propia estupidez, pero, a pesar de todo, ¿a quién le hacía daño aquel sueño?
Ahora, sin embargo, Yabril se había convertido quizá en una pesadilla. El sultán lo había convocado a palacio, alejándolo del avión, para asegurarse el control de su ferocidad. Yabril era conocido por añadir siempre sus propios y pequeños cambios en todas sus operaciones.
El sultán insistió en que Yabril fuera bañado, afeitado y que disfrutara de una hermosa bailarina del palacio. Luego se acomodaron en la terraza acristalada y dotada con aire acondicionado adosada a la habitación de Yabril. El sultán creyó poder hablar con toda franqueza.
—Debo felicitarte —le dijo a Yabril—. Tu coordinación ha sido perfecta, y debo decir que afortunada. Sin lugar a dudas, Alá se ocupa de ti. —Le dirigió una sonrisa afectuosa antes de continuar—. He recibido noticias por adelantado en el sentido de que Estados Unidos aceptará todas las exigencias que plantees. Puedes estar contento. Has humillado a la mayor potencia del mundo. Has asesinado al líder religioso más importante del mundo. Conseguirás que dejen en libertad al asesino del papa y eso será como haberles escupido a la cara. Pero no vayas más lejos. Piensa en lo que puede suceder después. Serás el hombre más perseguido en la historia de este siglo.
Yabril sabía lo que se le avecinaba: el tanteo para obtener más información acerca de cómo pensaba manejar las negociaciones. Por un momento se preguntó si el sultán no intentaría hacerse cargo de la operación.
—Estaré a salvo aquí, en Sherhaben. Como siempre.
—Sabes tan bien como yo que, una vez haya pasado esto, se concentrarán sobre Sherhaben —dijo el sultán sacudiendo la cabeza—. Tendrás que encontrar otro refugio.
—Me convertiré en un mendigo en Jerusalén —dijo Yabril echándose a reír—. Pero tú deberías preocuparte por ti mismo. Sabrán que has formado parte de todo esto.
—No es probable —replicó el sultán—. Y, de todos modos, estoy sentado sobre el océano de petróleo más grande y barato del mundo. Los estadounidenses tienen invertidos aquí cincuenta mil millones de dólares, el coste de la ciudad petrolera de Dak, e incluso más. Además, cuento con el ejército soviético, que resistirá cualquier intento estadounidense por controlar el Golfo. No, creo que a mí se me perdonará con mucha mayor rapidez que a ti o a Romeo. Y ahora, Yabril, amigo mío, te conozco bien y sé que esta vez has ido muy lejos. Realmente, ha sido una ejecución magnífica. Te ruego que no lo eches todo a perder con una de tus pequeñas fiorituras al final del juego. —Se detuvo un momento y añadió—: ¿Cuándo quieres que presente tus exigencias?
—Romeo está en su sitio —dijo Yabril con suavidad—. Puedes transmitir el ultimátum esta misma tarde. Deben haber dado su conformidad el martes a las once de la mañana, hora de Washington. No negociaré.
—Lleva mucho cuidado, Yabril —le advirtió el sultán—. Dales más tiempo.
Se abrazaron antes de que Yabril fuera conducido de nuevo al avión, ahora en poder de los tres hombres de su equipo y otros cuatro que habían subido a bordo en Sherhaben. Todos los rehenes se encontraban en la clase turista del avión, incluyendo a la tripulación. El aparato estaba aislado en medio del campo de aterrizaje, rodeado por una multitud de espectadores, reporteros de televisión con sus equipos móviles procedentes de todo el mundo, situados a quinientos metros del aparato, donde el ejército del sultán había establecido un cordón de seguridad.
Yabril fue introducido de nuevo en el avión como miembro del equipo de un camión de aprovisionamiento que llevaba suministros de comida y agua para los rehenes.
En Washington DC eran las primeras horas de la mañana del lunes. Lo último que Yabril le había dicho al sultán de Sherhaben fue:
—Ahora veremos de qué está hecho ese Kennedy.