3

El fiscal general era el miembro del equipo del presidente que ejercía mayor influencia sobre él. Christian Klee había nacido en el seno de una familia rica, cuyos orígenes se remontaban a los primeros tiempos de la República. Sus fideicomisos tenían ahora un valor superior a los cien millones de dólares, gracias a la guía y el consejo de su padrastro, El Oráculo, Oliver Oliphant. Nunca había necesitado nada y llegó un momento en que tampoco deseó nada. Poseía demasiada inteligencia, demasiada energía como para convertirse en otro de aquellos ricos inútiles que invierten su dinero en películas, se dedican a cazar mujeres, abusan de las drogas y el alcohol o se hunden en los prejuicios religiosos. Dos hombres le condujeron finalmente a la política: El Oráculo y Francis Xavier Kennedy.

Christian conoció a Kennedy en Harvard, no como un compañero estudiante, sino con una relación de profesor y alumno. Kennedy había sido el profesor de Derecho más joven de Harvard. A los veinte años ya era un prodigio. Christian aún recordaba aquella conferencia de apertura de curso. Kennedy había empezado con las siguientes palabras: «Todo el mundo conoce o ha oído hablar de la majestad de la ley. Está dentro del poder del Estado el controlar a la organización política que permite la existencia de la civilización. Eso es cierto. Sin el imperio de la ley, todos estaríamos perdidos. Pero recuerden siempre que la ley también está llena de mierda. —Se quedó mirando a los estudiantes, sonrió y añadió—: Yo puedo esquivar cualquier ley que ustedes promulguen. Se puede retorcer la ley, deformarla, para servir a una civilización corrompida. El rico puede escapar a la ley y, a veces, hasta el pobre tiene suerte en ello. Algunos abogados tratan a la ley como los chulos tratan a sus mujeres. Los jueces venden la ley, y los tribunales la traicionan. Todoeso es cierto. Pero recuerden también que no disponemos de nada que funcione mejor. No existe otra forma de establecer un contrato social con nuestros semejantes».

Cuando Christian Klee se graduó en la facultad de Derecho de Harvard, no tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer con su vida. No le interesaba nada. Su riqueza superaba los cien millones de dólares, pero no tenía ningún interés por el dinero, ni tampoco sentía un verdadero interés por la ley. Abrigaba el romanticismo habitual en un hombre joven. Le gustaban las mujeres, tuvo fugaces relaciones amorosas, pero no pudo encontrar esa sensación de verdadera fe en el amor que conduce a un compromiso apasionado. Buscó desesperadamente algo a lo que dedicar su vida. Le interesaba el arte, pero no poseía impulso creativo, ni talento para la pintura, la música o la escritura. Se sentía paralizado por la seguridad de que disfrutaba en la sociedad. No es que se sintiera desgraciado, sino más bien desconcertado.

Desde luego, probó las drogas durante un breve período, ya que, después de todo, eso formaba parte integral de la cultura estadounidense, del mismo modo que en otro tiempo había formado parte de la del imperio chino[2]. Y por primera vez en la vida, descubrió algo asombroso acerca de sí mismo. No podía soportar la pérdida de control que causaban las drogas. No le importaba ser desgraciado, siempre y cuando conservara el control sobre su mente y su cuerpo. La pérdida de ese control significaba para él el último grado de la desesperación. Y las drogas ni siquiera le hacían sentir el éxtasis que percibían otras personas. Así que, a los veintidós años, teniendo el mundo entero a sus pies, no podía sentir que hubiera algo que valiese realmente la pena. Ni siquiera experimentaba el deseo de mejorar el mundo en el que vivía, algo que, al parecer, sentían todos los jóvenes.

Consultó con su padrastro, El Oráculo, que por entonces era un hombre «joven» de setenta y cinco años, que aún sentía un apetito inaudito por la vida, mantenía a tres amantes, tenía un dedo metido en cada pastel relacionado con los negocios y conferenciaba con el presidente de Estados Unidos por lo menos una vez a la semana. El Oráculo poseía el secreto de la vida.

—Elige lo que te parezca más inútil y dedícate a hacerlo durante los próximos años —le dijo El Oráculo—. Algo que a ti nunca se te haya ocurrido considerar, que no tengas ningún deseo de hacer. Pero que sea algo que te mejore, tanto física como mentalmente. Aprende a conocer una parte del mundo que tú jamás convertirías en una parte de tu vida. No malgastes tu tiempo. Aprende. Así me metí yo originalmente en la política. Y aunque esto sorprendería a mis amigos, lo cierto es que no tenía un verdadero interés por el dinero. Haz algo que no te guste hacer. Dentro de tres o cuatro años se habrá abierto tu horizonte de posibilidades, y lo que es posible se convierte en más atractivo.

Al día siguiente, Christian solicitó una cita para ingresar en West Point y se pasó los cuatro años siguientes intentando convertirse en oficial del ejército de Estados Unidos. Al principio, El Oráculo quedó asombrado, y luego se sintió encantado.

—Precisamente se trataba de eso —dijo—. Tú nunca serás un militar, pero desarrollarás el gusto por la abnegación.

Tras haber pasado cuatro años en West Point, Christian permaneció otros cuatro años en el ejército, recibiendo entrenamiento en brigadas especiales de asalto; destacó en el combate armado y cuerpo a cuerpo. La impresión de que su cuerpo era capaz de ejecutar cualquier tarea que se le exigiera le proporcionó una sensación de inmortalidad.

A la edad de treinta años renunció a su grado y aceptó un puesto en una de las divisiones operativas de la CÍA. Se convirtió en oficial de operaciones clandestinas y se pasó los cuatro años siguientes actuando en el teatro europeo. Desde allí se trasladó al Oriente Medio, donde pasó otros seis años, ocupando un alto puesto en la división operativa de la Agencia, hasta que una bomba le arrancó un pie.

Eso fue otro desafío para él. Aprendió a utilizar y manejar una prótesis, un pie artificial, de tal modo que ni siquiera cojeaba. Pero eso también acabó con su carrera en la CÍA y regresó a su país, donde pasó a formar parte de una prestigiosa firma de abogados.

Entonces se enamoró por primera vez en su vida y se casó con una joven que creyó sería la respuesta a todos sus sueños de juventud. Ella era inteligente, ingeniosa, muy agraciada y apasionada. Durante los cinco años siguientes, él se sintió feliz en el matrimonio, feliz con la paternidad de dos hijos, y también encontró satisfacción en el intrincado laberinto político a través del cual le iba guiando El Oráculo. Finalmente creyó haber llegado a ser un hombre que había encontrado su lugar en la vida. Entonces se produjo la desgracia. Su esposa se enamoró de otro hombre y pidió el divorcio.

Christian Klee se quedó atónito, y luego se puso furioso. Él era feliz, ¿cómo podía no serlo su esposa? ¿Qué era lo que la había cambiado? Él se había mostrado cariñoso y cortés hasta con sus menores deseos. Desde luego, siempre había estado ocupado con el trabajo, con la consolidación de su carrera. Pero era rico, y a ella no le faltaba de nada. Impulsado por su rabia, decidió resistir cada una de sus exigencias, luchar por la custodia de los niños, denegarle la casa que ella tanto deseaba, restringir todas las compensaciones económicas a que tiene derecho una mujer divorciada. Lo que más le asombró fue que ella tuviera la intención de vivir en la casa de ambos, pero con su nuevo esposo. Cierto que era una mansión palaciega, pero ¿qué sucedía con los recuerdos sagrados que ambos habían compartido en aquella casa? Después de todo, él había sido un marido fiel.

Acudió de nuevo a El Oráculo y le expresó su pena y su dolor. Ante su sorpresa, éste no demostró la menor solidaridad por su situación.

—¿El hecho de haber sido fiel te ha hecho pensar que tu esposa también debía serlo? ¿Cómo se concibe eso, si tú ya no le interesas? La infidelidad es la precaución de un hombre prudente, que sabe que su esposa puede privarle unilateralmente de su casa y de sus hijos, sin ninguna causa moral. Tú aceptaste ese compromiso al casarte; ahora tienes que cumplirlo. —Luego, El Oráculo se echó a reír—. Tu esposa ha tenido mucha razón para abandonarte —añadió—. Ella te ha comprendido a fondo, aunque debo decir que tu actuación ha sido completa. Ella sabía que tú nunca habías sido totalmente feliz. Pero, créeme, eso es lo mejor que puede haberte ocurrido. Ahora eres un hombre preparado para asumir su verdadera posición en la vida. Te has desembarazado de todo aquello que te lo impedía; la existencia de una esposa y de hijos no sería más que un obstáculo. Eres, esencialmente, un hombre que tiene que vivir solo para hacer grandes cosas. Lo sé muy bien, porque a mí me sucedió lo mismo. Las esposas pueden ser muy peligrosas para los hombres con verdadera ambición, y los hijos son el terreno abonado para la tragedia. Utiliza tu sentido común, emplea tu experiencia como abogado. Entrégale todo lo que ella te pida, ya que eso sólo será un pequeño pellizco para tu fortuna. Tus hijos son muy jóvenes, y te olvidarán. Piénsalo de este modo: ahora eres libre. Tú mismo serás quien dirija tu propia vida. Y así fue.

A últimas horas de la noche del Domingo de Resurrección, el fiscal general Christian Klee abandonó la Casa Blanca para visitar a Oliver Oliphant, con la intención de pedirle consejo y también de informarle de que el presidente Kennedy había aplazado la celebración del centésimo aniversario de aquél.

El Oráculo vivía en una amplia propiedad rodeada por una verja y vigilada a un coste muy elevado; su sistema de seguridad había logrado detener a cinco ladrones durante el último año. Entre el personal que le atendía, bien pagado y con buenas pensiones, se incluía un barbero, un ayuda de cámara, un cocinero y doncellas. Les necesitaba, pues aún había muchos hombres importantes que acudían a visitarle en busca de consejo, y había que prepararles cenas elaboradas y, en ocasiones, proporcionarles un dormitorio.

Christian esperaba con ansiedad su visita a El Oráculo. Disfrutaba mucho con la compañía del viejo, las historias que contaba sobre terribles guerras libradas en los campos de batalla del dinero, las estrategias de hombres que se enfrentaban a los padres, las madres, las esposas y amantes. Cómo defenderse contra el gobierno con una fortaleza tan prodigiosa, con una justicia tan ciega, con una ley tan traicionera, con unas elecciones libres tan corrompidas. No es que El Oráculo fuera un cínico de profesión; se trataba más bien de un hombre de visión clara. Insistía en que se podía llevar una vida feliz y llena de éxito y, al mismo tiempo, observar los valores éticos sobre los que se basa la verdadera civilización. El Oráculo podía ser deslumbrante.

Recibió a Christian en la suite de habitaciones del segundo piso, compuesta por un estrecho dormitorio, un enorme cuarto de baño de azulejos de color azul que contenía un jacuzzi y una ducha con un banco de mármol y escultóricos grifos incrustados en las paredes. También había un estudio con una chimenea impresionante, una biblioteca y una sala de estar muy agradable con un sofá y sillones de colores brillantes.

El Oráculo estaba en la sala, descansando en una silla de ruedas especialmente construida y motorizada. Junto a él había una mesa; delante, un sillón y una mesa preparada para tomar un té inglés.

Christian se acomodó en el sillón situado frente a El Oráculo y él mismo se sirvió el té y tomó uno de los pequeños bocadillos. Como siempre, se sentía encantado con el aspecto que ofrecía El Oráculo, por la intensidad de su mirada, tan notable en una persona que ya había vivido cien años. Le pareció lógico que El Oráculo hubiera evolucionado desde un viejo hogareño de sesenta y cinco años hasta alcanzar una ancianidad sorprendente. La piel era como una cascara, lo mismo que la cabeza calva, que mostraba manchas de color oscuro como la nicotina. Unas manos de piel de leopardo sobresalían de su traje exquisitamente cortado; la avanzada edad no había hecho desaparecer su relativa vanidad. El cuello, rodeado por una corbata de seda suelta, era escamoso y arrugado, la espalda ancha, curvada como un cristal. La parte delantera del cuerpo caía sobre un pecho diminuto y la cintura era tan delgada que daba la impresión de poderla rodear con los dedos; sus piernas no eran más que hilos de una telaraña. Pero los rasgos faciales aún no se veían festoneados por la proximidad de la muerte.

Se sonrieron el uno al otro durante un rato, mientras tomaban el té. Christian sirvió a El Oráculo su taza.

—Supongo que has venido para anunciarme la cancelación de mi fiesta de cumpleaños —dijo finalmente El Oráculo—. He estado viendo la televisión, junto con mis secretarias. Les dije que la fiesta sería aplazada.

Su voz era como un gruñido bajo surgido de una laringe demasiado gastada.

—Sí —asintió Christian—, pero sólo por un mes. ¿Crees que podrás resistir durante ese tiempo? —preguntó con una sonrisa.

—Seguro que sí —contestó El Oráculo—. Dan esa mierda en todas las emisoras de televisión. Acepta mi consejo, muchacho, compra acciones de las compañías de televisión. Ganarán una fortuna con esta tragedia y todas las que se avecinan. Son como los cocodrilos de nuestra sociedad. —Hizo una breve pausa y añadió con mayor suavidad—: ¿Cómo se toma todo esto tu querido presidente?

—Admiro más que nunca a ese hombre —contestó Christian—. Jamás había visto a nadie de su posición con una actitud tan serena ante una tragedia tan terrible. Ahora es mucho más fuerte que cuando murió su esposa.

—Cuando a uno le sucede lo peor que le puede suceder y lo soporta, se siente el hombre más fuerte del mundo. Lo que, en realidad, puede que no sea algo tan bueno. —Se detuvo un momento para tomar un sorbo de té. Sus labios descoloridos se cerraron en una línea blanca y pálida, como una grieta en la piel atezada de su rostro, del color de la nicotina—. ¿Por qué no me cuentas qué acciones piensa llevar a cabo, si es que no tienes la impresión de estar faltando a tu juramento para con el cargo y a tu lealtad para con el presidente?

Christian sabía que el viejo vivía para eso: para estar dentro de la piel del poder.

—Francis está muy preocupado por el hecho de que los secuestradores no hayan planteado aún ninguna exigencia. Ya han transcurrido diez horas y no le parece un proceder lógico.

—No lo es —admitió El Oráculo.

Permanecieron en silencio durante largo rato. Los ojos de El Oráculo habían perdido su vibración, y parecían como extinguidos por las bolsas de piel reseca que había debajo de ellos.

—Me siento realmente preocupado por Francis —dijo Christian—. No puede soportar mucho más. En estos momentos, sería capaz de ofrecer cualquier cosa con tal de recuperar a su hija. Pero si le sucede algo a ella… Es capaz de hacer saltar por los aires todo el sultanato de Sherhaben.

—No se lo permitirán —dijo El Oráculo—. Se produciría una confrontación muy peligrosa. ¿Sabes?, recuerdo a Francis Kennedy como un niño pequeño que solía jugar con sus primos en los jardines de la Casa Blanca. Incluso entonces me impresionó observar la forma que tenía de dominar a los otros niños.

El Oráculo se detuvo y Christian le sirvió algo más de té caliente, a pesar de que la taza aún estaba medio llena. Sabía que el anciano no podía probar nada a menos que estuviera o muy caliente o muy frío.

—¿Quién no se lo permitirá? —preguntó Christian.

—El gabinete, el Congreso, e incluso algunos miembros del propio equipo del presidente —contestó El Oráculo—. Quizá incluso la junta de jefes de Estado Mayor. Todos ellos se unirán.

—Si el presidente me pide que los detenga, eso es lo que haré —dijo Christian.

De pronto, los ojos de El Oráculo se hicieron muy brillantes y visibles.

—En estos últimos años te has convertido en un hombre muy peligroso, Christian. Pero eso no es para tanto. A lo largo de la historia siempre ha habido hombres, algunos de ellos considerados como «grandes», que han tenido que elegir entre Dios y el país. Y algunos de ellos, muy religiosos por cierto, han elegido el país antes que a Dios, creyendo que con ello irían a parar a un infierno eterno, pensando con nobleza. Pero Christian, hemos llegado a una época en la que tenemos que decidir si queremos dar la vida por nuestro país o ayudar a que la humanidad continúe existiendo. Vivimos en una era nuclear. Ésa es la pregunta nueva e interesante que se plantea, una pregunta que jamás se le había planteado a un hombre hasta ahora. Piensa en esos términos. Si te sitúas al lado de tu presidente, ¿pones en peligro a la humanidad? No se trata de algo tan sencillo como rechazar a Dios.

—Eso no importa —dijo Christian—. Sé que Francis es mucho mejor que el Congreso, el club Sócrates y los terroristas.

—Siempre me ha asombrado tu abrumadora lealtad para con Francis Kennedy —dijo El Oráculo—. Se oyen algunos rumores, un tanto maliciosos, que dicen que tú eres como un negro que hace todo el trabajo sucio. Lo que resulta extraño, porque tú tienes mujeres, y él no, no, al menos, desde la muerte de su esposa, hace tres años. Pero ¿por qué la gente que rodea a Kennedy le tiene una veneración tan peculiar, a pesar de que se le tiene por un zoquete político? Pensar en todas esas leyes reformistas y regulatorias que intentó hacer aprobar por ese dinosaurio de Congreso. Creía que tú eras más astuto, aunque me imagino que te viste arrollado. Sin embargo, para mí es un misterio el insólito afecto que sientes por él.

—Es el hombre que yo siempre hubiera querido ser —dijo Christian—. Es así de sencillo.

—En tal caso, tú y yo no podremos seguir siendo por mucho más tiempo amigos —replicó El Oráculo—. Yo nunca me he interesado por Francis Kennedy.

—Es mejor que cualquier otra persona —dijo Christian—. Le conozco desde hace más de veinte años y es el único político que ha sido honrado con el pueblo y que no miente a la gente. Es un hombre religioso, aunque no creo que lo sea por verdadera fe, sino más bien como una forma de humildad.

—El hombre al que acabas de describir jamás podría haber sido elegido presidente de Estados Unidos —dijo El Oráculo con sequedad. Pareció lanzar de pronto su cuerpo de insecto hacia adelante, y sus brillantes manos apergaminadas manejaron los controles de la silla de ruedas. El Oráculo se reclinó. Con su traje oscuro, la camisa marfileña y el sencillo nudo azul de su corbata, el rostro iluminado parecía un trozo de madera de caoba—. Su encanto se me escapa, pero nunca habíamos hablado de eso. Ahora debo advertirte. Todo hombre comete muchos errores durante su vida. Eso es humano e inevitable. El secreto consiste en no cometer nunca el error que te lleve a la destrucción. Ten cuidado con tu amigo Kennedy, tan bueno, y recuerda que el mal surge a menudo del deseo de hacer el bien. Los próximos días serán terriblemente peligrosos. Hazme caso.

—El carácter no es algo que se cambie —dijo Christian confiadamente.

—Sí, sí que cambia —replicó El Oráculo moviendo las manos como las alas de un pájaro—. El dolor puede cambiar el carácter. La pena también. El amor y el dinero, desde luego. Y el tiempo lo erosiona. Déjame contarte una pequeña historia. Cuando yo era un hombre de cincuenta años, tenía una amante treinta años más joven que yo. Ella tenía un hermano unos diez años mayor, es decir, de unos treinta años. Fui el guía de la joven, como lo he sido de todas mis mujeres jóvenes. Sus intereses me importaban mucho. Su hermano era un excelente corredor de bolsa en Wall Street, pero también era un hombre descuidado, algo que más tarde le acarreó grandes problemas. Yo nunca he sido celoso, y ella salía con hombres jóvenes. Pero el día que cumplió veintiún años, su hermano dio una fiesta y, como broma, contrató a un hombre para que hiciera una sesión de strip-tease delante de ella y de sus amigas. Aquello se comentó mucho, y ellos no mantuvieron en secreto el asunto. Yo siempre hesido un hombre muy consciente de mi fealdad, de mi falta de atractivo físico para las mujeres. Así que aquello me pareció una afrenta, algo indigno de mí. Todos seguimos siendo amigos y ella continuó su camino, se casó e hizo carrera. Yo continué teniendo amantes jóvenes. Diez años más tarde, el hermano tuvo graves problemas financieros, como suele suceder con muchos de esos tipos de Wall Street. Fue una cuestión de comisiones internas, del manejo fraudulento de un dinero que se le había confiado. El problema fue lo bastante grave como para que tuviera que pasar un par de años en prisión, lo que, desde luego, fue el final de su carrera.

»Para entonces yo ya tenía sesenta años y seguía siendo amigo de ambos. Nunca me pidieron ayuda, quizá porque, en realidad, no sabían todo lo que yo podía hacer. Podría haberle salvado, pero no moví un solo dedo. Le dejé caer por la cloaca. Diez años más tarde se me ocurrió pensar que no le había ayudado debido a aquella pequeña y estúpida ocurrencia suya de permitir que su hermana viera el cuerpo de un hombre mucho más joven que yo. No se trató de celos sexuales, sino de la afrenta causada a mi poder, o al poder que yo creía poseer. He pensado en eso a menudo. Y es una de las pocas cosas de las que me avergüenzo en la vida. Jamás me habría sentido culpable de un acto así a los treinta o a los setenta años. ¿Por qué a los sesenta? El carácter cambia. Ése es el verdadero triunfo del hombre, y también su tragedia.

Christian tomó un sorbo del brandy que El Oráculo había servido. Era delicioso, y muy caro. El Oráculo siempre servía lo mejor. Christian lo disfrutó, aunque nunca se le ocurriría comprarlo, pues por muy rico que fuera tenía la sensación de que no merecía tratarse tan bien a sí mismo.

—Yo te he conocido toda la vida —dijo—. Desde hace más de cuarenta y cinco años, y tú no has cambiado. Y vas a cumplir cien años dentro de una semana. Sigues siendo el gran hombre que yo siempre pensé que eras.

—Sólo me has conocido en mi vejez —replicó El Oráculo sacudiendo la cabeza—, desde los sesenta a los cien años. Eso no significa nada. El veneno ya ha desaparecido a esa edad, así como la fortaleza para imponerlo. No es nada extraño ser virtuoso en la ancianidad, como sabía muy bien ese charlatán de Tolstoi. —Hizo una pausa y suspiró—. Y ahora, ¿qué me dices de esa gran fiesta de cumpleaños? Creo que nunca le he caído muy bien a tu amigo Kennedy, y sé que fuiste tú quien expuso la idea de la fiesta en el Jardín Rosado de la Casa Blanca para convertirla en un gran acontecimiento entre los medios de comunicación. ¿Está aprovechando esta situación de crisis para librarse del compromiso?

—No, no —contestó Christian—. Él valora el trabajo que has hecho en tu vida. Y desea ofrecerte esa fiesta. Oliver, fuiste y aún eres un gran hombre. Continúa igual. Demonios, ¿qué significan unos pocos meses después de cien años? —Hizo una pausa, antes de añadir—: Pero si lo prefieres, y puesto que no te gusta Francis, podemos olvidarnos de sus grandes planes para tu fiesta de cumpleaños, las noticias en los medios de comunicación, y tu nombre y fotografía en todos los periódicos y en la televisión. Siempre puedo organizarte una pequeña fiesta privada y dar por zanjado el asunto.

Dirigió una sonrisa a El Oráculo, para demostrarle que estaba bromeando. A veces el anciano tomaba sus palabras demasiado literalmente.

—Gracias, pero no —dijo El Oráculo—. Quiero tener algo por lo que vivir. Y lo mejor es una fiesta de cumpleaños ofrecida por el presidente de Estados Unidos. Pero déjame decirte una cosa: tu Kennedy es muy perspicaz. Sabe que mi nombre todavía significa algo. La publicidad incrementará su imagen. Tu Francis Xavier Kennedy es tan habilidoso como lo era su tío Jack. En una situación así, Bobby me habría dado una bofetada.

—Ya no queda ninguno de tus contemporáneos —dijo Christian—, pero tus protegidos son algunos de los hombres y mujeres más grandes del país, y ellos tienen verdaderos deseos de hacerte este honor, incluido el presidente. No olvida que tú le ayudaste en su camino. Incluso ha invitado a tus compañeros del club Sócrates, a pesar de que los odia. Será tu mejor fiesta de cumpleaños.

—Y la última —asintió El Oráculo—. Por el momento sólo me mantengo agarrándome por las jodidas uñas. —Christian se echó a reír. El Oráculo nunca había utilizado palabras soeces hasta la edad de noventa años, y ahora lo hacía con la inocencia de un niño—. Bien, eso está arreglado —siguió diciendo—. Y ahora déjame decirte algo sobre los grandes hombres, incluidos Kennedy y yo mismo. Esa clase de personas terminan por consumirse a sí mismas y a quienes les rodean. No es que reconozca que tu Kennedy es un gran hombre. Después de todo, ¿qué ha hecho de notable, excepto convertirse en presidente de Estados Unidos? Y eso no es más que un truco de ilusionista. Y a propósito, ¿sabes que en el mundo del espectáculo se considera que el mago no tiene ningún talento artístico? —Al hacer la pregunta, El Oráculo ladeó la cabeza, pareciéndose asombrosamente a una lechuza—. Estoy dispuesto a admitir que Kennedy no es el político típico. Es un idealista, es mucho más inteligente y tiene moral, aunque me pregunto si la rigidez sexual resulta saludable. Pero todas esas virtudes son obstáculos para la grandeza política. ¿Un hombre sin vicios? ¡Es como un barco de vela sin vela!

—Si desapruebas sus acciones, ¿qué curso seguirías tú? —preguntó Christian.

—Eso no es importante —contestó El Oráculo—. En estos tres años aún está medio dentro y medio fuera, y eso siempre es fuente de problemas. —Ahora, los ojos de El Oráculo se pusieron vidriosos—. Espero que eso no interfiera durante demasiado tiempo en mi fiesta de cumpleaños. Qué vida he tenido, ¿eh? ¿Quién ha tenido una vida mejor que yo? Pobre al nacer, sólo pude disfrutar de la riqueza que gané después. Un hombre feo que aprendió a conquistar y a disfrutar de las mujeres hermosas. Dotado de un buen cerebro, aprendí lo que era la compasión mucho mejor que la genética; de una energía enorme, suficiente para ir más allá de la ancianidad; de una buena constitución, que me ha permitido no estar nunca realmente enfermo en mi vida. ¡Sí, ha sido una vida estupenda, y prolongada! Y quizá sea ése el problema, que ha sido un poco demasiado prolongada. No puedo soportar mirarme al espejo, pero, como ya te he dicho, nunca fui agraciado. —Guardó silencio durante un rato, antes de añadir con brusquedad—: Abandona el servicio del gobierno. Apártate de todo lo que está sucediendo ahora.

—No puedo hacer eso —dijo Christian—. Es demasiado tarde.

Estudió la cabeza del anciano, punteada por los cromosomas de la muerte, y se maravilló ante aquel cerebro que seguía estando tan vivo. Miró fijamente aquellos ojos cargados por la edad, envueltos como por un mar neblinoso e infinito. ¿Llegaría él alguna vez a ser tan viejo, con el cuerpo marchito como el de un insecto muerto?

Y mientras El Oráculo le observaba a su vez, pensó en lo transparentes que eran todos ellos, tan faltos de astucia como niños pequeños ante sus padres. Para El Oráculo era evidente que había dado su consejo demasiado tarde, que Christian se traicionaría a sí mismo y, en cierto modo, se sintió estimulado por ello.

Christian terminó de beberse el brandy y se levantó, dispuesto a marcharse. Arropó al anciano con las mantas y llamó para que acudiera una de las enfermeras. Luego se inclinó sobre la piel abrillantada de la oreja de El Oráculo y susurró:

—Dime la verdad sobre Helen du Pray, ya que ella fue una de tus protegidas antes de casarse. Sé que tú arreglaste lo de su primera entrada en la política. ¿Llegaste a tirártela o ya eras demasiado viejo?

—Nunca fui demasiado viejo hasta después de los noventa —contestó El Oráculo sacudiendo la cabeza—. Y déjame decirte que uno sólo empieza a sentirse realmente solo cuando deja de funcionar la polla. Ella no se encaprichó de mí. Yo no era ninguna belleza. Debo decir que me sentí desilusionado porque era muy hermosa y muy inteligente, y ésa siempre ha sido mi combinación favorita. Nunca pude amar a las mujeres inteligentes y feas, ya que se parecían demasiado a mí mismo. Podía amar a las mujeres hermosas y estúpidas, pero cuando, además, eran inteligentes, me sentía en el cielo. Helen du Pray…, ah, sabía que llegaría lejos. Era una mujer muy fuerte, con una voluntad poderosa. Sí, lo intenté, pero nunca lo conseguí, aunque debo decir que fue un raro fracaso en mí. Pero siempre hemos continuado siendo buenos amigos. Eso sí que fue una demostración de talento por su parte, rechazar sexualmente a un hombre y, sin embargo, seguir siendo amiga íntima de él. Es algo muy raro. Fue entonces cuando me di cuenta de que era una mujer realmente ambiciosa.

Christian le tocó la mano, sintiéndola como si fuera una cicatriz.

—Te llamaré o pasaré a verte todos los días —dijo—. Te mantendré al corriente de todo.

Una vez que Christian se hubo marchado, El Oráculo estuvo muy ocupado. Tenía que transmitir la información que Klee le había dado al club Sócrates, cuyos miembros eran figuras importantes dentro de la estructura de Estados Unidos. No consideró que eso fuera una traición para con Christian, a quien quería realmente. El amor siempre era algo secundario. Y tenía que hacer algo; su país estaba navegando por aguas peligrosas. Su deber consistía en ayudar a guiarlo hacia cauces tranquilos. ¿Y qué otra cosa podría hacer un hombre de su edad, algo por lo que mereciera la pena vivir? Además, y en honor a la verdad, siempre había despreciado la leyenda de los Kennedy. Ahora se le presentaba una oportunidad de destruirla para siempre.

Finalmente, El Oráculo permitió que la enfermera le mimara un poco y le preparara la cama. Recordaba a Helen du Pray con afecto, y ahora sin desilusión. Ella había sido muy joven, con poco más de veinte años y una belleza resaltada con una vitalidad tremenda. Él la había aleccionado a menudo acerca del poder, su adquisición y sus usos y, lo que era más importante, la abstención de utilizarlo. Y ella le había escuchado con la paciencia que se necesita para adquirir poder.

Le dijo que uno de los mayores misterios de la humanidad era la forma en que la gente actúa en contra de sus propios intereses. A menudo la gente arruina su vida por cuestiones de orgullo. La envidia y el autoengaño conducen a las personas por caminos que llevan directamente hacia la nada. ¿Por qué es tan importante para la gente conservar la autoimagen? Había quienes jamás se someterían servilmente, quienes nunca engañarían, mentirían, retrocederían o traicionarían. Había otros capaces de vivir inmersos en la envidia y los celos de los demás, más felices que ellos…

Le había ofrecido una argumentación muy densa, y ella la había comprendido a fondo. Luego lo rechazó y continuó adelante sin su ayuda, para alcanzar su propio sueño de poder.

Uno de los problemas de tener una mentalidad tan clara como una campana, sobre todo cuando se tienen cien años, es que se puede ver la incubación de la villanía inconsciente en uno mismo, descubriéndola a partir del pasado. Se había sentido mortificado cuando Helen du Pray se negó a hacer el amor con él. Sabía que ella tenía otros amantes, y que no era realmente una mujer remilgada. Pero él aún había sido vanidoso a los setenta años, por muy extraño que eso le pareciera.

Había acudido a un centro de rejuvenecimiento en Suiza, se había sometido a la extirpación quirúrgica de las arrugas, a la limpieza a fondo de la piel, a la inyección de pulpa de feto animal en sus propias venas. Pero nada podía hacerse respecto al encogimiento del esqueleto, a la congelación de las articulaciones, a la transformación de su sangre en agua.

Aunque eso ya no le servía de gran cosa, El Oráculo creía comprender a los hombres y las mujeres en el amor. Sus jóvenes amantes continuaron adorándole incluso después de los sesenta años. El secreto consistía en no imponer nunca ninguna regla sobre su comportamiento, en no mostrarse nunca celoso ni herir nunca sus sentimientos. Aceptaban a hombres más jóvenes como a sus verdaderos amores, y trataban a El Oráculo con una descuidada crueldad, pero eso no importaba. A pesar de todo, él las inundaba con regalos caros, pinturas y joyas de gusto refinado. Permitía que ellas hicieran uso de su poder para obtener de la sociedad favores que no se habían ganado, y que utilizaran su dinero en cantidades generosas, aunque sin despilfarrar. No obstante, él siempre había sido un hombre prudente y había tenido tres o cuatro amantes al mismo tiempo. Pues ellas también llevaban sus propias vidas. Se enamoraban y lo rechazaban, emprendían viajes, trabajaban duro para labrarse un porvenir, y él no les exigía demasiado de su tiempo. Pero cualquiera de las cuatro estaba disponible cada vez que él necesitaba compañía femenina (no sólo para el sexo, sino también para escuchar la música dulce de sus voces, lo intrincado e inocente de sus engaños). Y, desde luego, ser vistas en actos sociales importantes en su compañía les daba entrada a círculos a los que, de otro modo, les hubiera sido muy difícil acceder por sí mismas. Ése era uno de los valores de su poder.

No tenía secretos, y todas ellas se conocían. Creía que, en el fondo de sus corazones, a las mujeres no les gustan los hombres monógamos.

Qué cruel que recordara más las cosas malas jque había hecho, que las buenas. Con su dinero se habían construido centros médicos, iglesias, casas de reposo para los ancianos; sí, había hecho muchas cosas buenas. Pero los recuerdos que tenía de sí mismo no eran tan buenos. Afortunadamente, pensaba a menudo en el amor. De forma peculiar, éste había sido el aspecto más comercial de su vida. Y eso que había sido propietario de empresas en Wall Street, bancos y líneas aéreas.

Ungido por el dinero, había sido invitado a compartir los acontecimientos más importantes del mundo, y se había convertido en asesor de los poderosos. Había ayudado a configurar el mundo en el que hoy vivía la gente. Su vida había sido fascinante, importante y valiosa. Y, sin embargo, las relaciones con sus incontables amantes era algo que tenía mucho más vivido en su cerebro de cien años. Ah, aquellas beldades de mentalidad inteligente, qué encantadoras habían sido, y cómo habían justificado su propio juicio, al menos la mayoría de ellas. Ahora se habían convertido en juezas, jefas de revistas, poderes en Wall Street, reinas de la televisión. Qué astutas habían sido en sus relaciones amorosas con él y cómo las había burlado a todas. Pero sin engañarlas nunca. No abrigaba sentimientos de culpabilidad, sino sólo lamentaciones. Si una sola de ellas lo hubiera amado realmente, la habría encumbrado a los cielos. Pero su mente le recordó entonces que él nunca había merecido ser amado. Ellas se habían dado cuenta de que su amor era como un tambor vacío que sólo producía el ruido sordo de su cuerpo.

Fue a la edad de ochenta años cuando su esqueleto empezó a contraerse dentro de su envoltura de carne. El deseo físico amainó y su cerebro se vio inundado por un vasto océano de imágenes juveniles y perdidas. Fue entonces cuando le pareció necesario emplear a mujeres jóvenes para que se acostaran inocentemente en su cama, sólo para que él pudiera contemplarlas. Oh, aquella perversidad tan vilipendiada en la literatura, de la que tanto se burlan los jóvenes que habrán de convertirse en viejos. Y, sin embargo, qué paz proporcionaba a su marchito cuerpo el contemplar la belleza que ya no era capaz de devorar. Qué pura era. La boca redondeada de los pechos, la piel blanca y satinada, coronada por sus diminutas rosas rojas. Los muslos misteriosos, su carne redondeada de la que brotaba un brillo dorado, el sorprendente triángulo de vello de los colores más diversos, y luego, por el otro lado, las impresionantes nalgas, divididas en dos mitades exquisitas. Cuánta belleza para sus sentidos físicos ya muertos y perdidos, pero que aún despertaban el parpadeo de miles de millones de células en su cerebro. Y sus rostros, con las conchas misteriosas de sus orejas introduciéndose en espiral en algún mar interior, y los ojos, con sus fuegos de azul, y gris, y pardo y verde mirando desde sus células privadas y eternas, los planos de las caras descendiendo hacia los labios partidos, tan abiertos alplacer como a las heridas. Él las contemplaba antes de quedarse dormido. Extendía una mano y tocaba la carne cálida, el satinado de los muslos y las nalgas, los labios ardientes y, oh, el ensortijado pelo de la vulva, tan extraordinariamente suave, para percibir el pulso palpitante que latía por debajo. Experimentaba tanto bienestar que se quedaba dormido y aquellos latidos suavizaban el terror de sus sueños. En esos sueños, odiaba a los muy jóvenes y los devoraba. Soñaba con los cuerpos de hombres jóvenes apilados en las trincheras, con miles de marineros que flotaban como fantasmas en las profundidades de los mares, con cielos enormes nublados por los cuerpos vestidos de los exploradores espaciales, que giraban y giraban infinitamente hacia los agujeros negros del universo.

Soñaba despierto. Pero, estando despierto, reconocía sus sueños como una forma de locura senil, de repugnancia por su propio cuerpo. Aborrecía su piel, que brillaba como tejido cicatrizado, o las manchas marrones de sus manos y su calva, aquellas pecas de la muerte, su visión defectuosa, la debilidad de sus extremidades, el corazón acelerado, la maldad como un tumor en su cerebro tan claro como una campana.

Oh, qué lástima que las hadas madrinas acudieran a los pies de las cunas de los niños recién nacidos para otorgar allí sus tres deseos mágicos. Aquellos niños no tenían necesidades. Los ancianos como él, en cambio, deberían recibir tales dones. Especialmente los que tenían las mentes tan claras como campanas.