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El Domingo de Resurrección, Romeo y su equipo de cuatro hombres y tres mujeres, embutidos en su vestimenta operativa, descendieron de una camioneta. Se encaminaron por las calles de Roma en dirección a la plaza de San Pedro y se mezclaron con las multitudes ataviadas para la Pascua; las mujeres estaban resplandecientes, con los colores pastel de la primavera, con aspecto operístico a causa de sus sombreros; los hombres, elegantes con sus trajes de seda de color crema y las pequeñas cruces sujetas en las solapas. Los niños tenían un aspecto aún más deslumbrante, las niñas con guantes y faldas con volantes, los niños con los trajes azul marino de la confirmación, con corbatas rojas biseccionando las camisas, blancas como la nieve. Mezclados entre todos ellos estaban los sacerdotes, sonrientes, repartiendo bendiciones entre los fieles.

Pero Romeo era un peregrino más sobrio, un testigo más serio de la Resurrección que se celebraba en esta mañana de domingo. Se había vestido con un traje negro, una camisa blanca fuertemente almidonada y una simple corbata blanca, casi invisible sobre la camisa. Sus zapatos eran negros, con suelas de goma. Bajo el abrigo de piel de camello abotonado ocultaba el rifle que colgaba de un portafusil especial. Se había pasado los tres últimos meses practicando el manejo de esta arma, hasta que su puntería terminó por ser mortal.

Los cuatro hombres de su equipo iban vestidos como monjes de la orden de los Capuchinos; largas túnicas amplias de un marrón deslucido, sujetas por cinturones de paño grueso, las cabezas tonsuradas, pero cubiertas con casquetes. Ocultas entre las amplias vestiduras llevaban granadas y revólveres.

Las tres mujeres, una de ellas Annee, se habían vestido de monjas y también portaban armas debajo de sus ropas sueltas. Annee y las otras dos monjas caminaban por delante y la gente se apartaba para abrirles paso, seguidas con facilidad por Romeo, con su vestimenta negra y blanca. Después de él venían los cuatro monjes del equipo, observándolo todo, preparados para intervenir en caso de que la policía pontificia le detuviera.

La banda se dirigió hacia la plaza de San Pedro, invisible entre la enorme multitud que iba reuniéndose. Finalmente, como corchos oscuros ondeando sobre un océano de seda multicolor, Romeo y su equipo se detuvieron en el extremo más alejado de la plaza, con las espaldas protegidas por las columnas de mármol y las paredes de piedra. Romeo se mantuvo algo más alejado. Esperaba percibir una señal que le harían desde el otro lado de la plaza, donde Yabril y su equipo se hallaban ocupados colocando estatuillas en las paredes.

Yabril y su equipo de tres hombres y tres mujeres iban vestidos de manera informal, con chaquetas sueltas. Los hombres llevaban las armas ocultas y las mujeres se encargaban de colocar las estatuillas que representaban a Cristo y que, en realidad, estaban cargadas de explosivos que se activarían por una señal de radio. La parte posterior de las estatuillas tenía un adhesivo tan fuerte que ningún curioso de entre la multitud podría arrancarlas de la pared. Las estatuillas eran de hermoso diseño y aspecto caro, de terracota, blancas y modeladas sobre un armazón de alambre. Parecían formar parte de la decoración propia de la Pascua y, como tal, eran inviolables.

Una vez terminado este trabajo, Yabril condujo a su equipo a través de la multitud, salieron de la plaza de San Pedro y se dirigieron hacia su propia camioneta. Envió a uno de sus hombres a Romeo, para entregarle el aparato desde el que se emitiría la señal de radio que haría explotar las estatuillas. Luego, Yabril y su equipo subieron a la camioneta y se dirigieron hacia el aeropuerto de Roma. El papa Inocencio no aparecería en el balcón hasta tres horas más tarde. Lo habían hecho todo dentro del tiempo previsto.

En el interior de la camioneta, aislado del mundo de la Pascua de Roma, Yabril pensó en cómo se había iniciado todo este ejercicio…

Durante una misión conjunta llevada a cabo hacía pocos años, Romeo mencionó que el papa disponía de la más nutrida guardia de seguridad que tuviera cualquier gobernante en Europa. Yabril se echó a reír y dijo:

—¿Quién iba a querer matar a un papa? Eso sería como matar a una serpiente no venenosa. No es más que una cabeza visible, vieja e inútil, rodeada de ancianos igualmente inútiles dispuestos a reemplazarlo. Novios de Cristo, un total de doce estúpidos con bonete rojo. ¿Qué cambiaría en el mundo con la muerte de un papa? Una cosa diferente sería raptarlo, ya que es el hombre más rico del mundo. Pero asesinarlo sería como matar a una lagartija que estuviera tomando el sol.

Romeo argumentó bien sus ideas y llegó a intrigar a Yabril. El papa era reverenciado por cientos de millones de católicos en todo el mundo. Y, desde luego, era un símbolo del capitalismo, sostenido por los Estados cristianos occidentales y burgueses. El papa era una de las mayores piedras de autoridad que configuraban el edificio de esa sociedad. Así pues, con su asesinato se asestaría un tremendo golpe psicológico al mundo enemigo. Además, se habría matado al representante de ese Dios sobre la Tierra en el que ellos no creían. La realeza de Rusia y Francia había sido asesinada porque también gobernaban por derecho divino, y aquellos asesinos habían permitido el progreso de la humanidad. Dios no era más que un fraude de los ricos, el estafador de los pobres, y el papa era el representante terrenal de ese poder malvado. Pero eso no conformaba más que la mitad de la idea. Yabril amplió el concepto. Ahora, la operación poseía una grandeza que imponía respeto al propio Romeo y llenaba a Yabril de autoadmiración.

A pesar de todas sus palabras y sacrificios, Romeo no era lo que Yabril consideraba un verdadero revolucionario. Yabril había estudiado la historia de los terroristas italianos. Eran muy buenos asesinando a jefes de estado, habían estudiado muy bien a los rusos que finalmente asesinaron a su zar, después de muchos intentos, y habían tomado de ellos aquel nombre que tanto detestaba Yabril: los Cristos de la Violencia.

Yabril había conocido en cierta ocasión a los padres de Romeo. El padre era un hombre inútil, un parásito de la humanidad. Tenía a su servicio un chófer, un ayuda de cámara y un gran perro, como un cordero, que utilizaba como señuelo para atraer a las mujeres en las avenidas. Pero era un hombre de porte distinguido. Era imposible que no gustara a los demás, a menos que se fuera su hijo. En cuanto a la madre, era otra belleza del sistema capitalista, voraz para el dinero y las joyas, pero una devota católica. Magníficamente vestida, siempre servida por hileras de doncellas, acudía a misa todas las mañanas. Una vez cumplida esa penitencia, dedicaba el resto del día al placer. Al igual que su marido, se permitía excesos en la comida, era infiel y sólo estaba dedicada en cuerpo y alma a su único hijo: Romeo.

Ahora, esta familia feliz se vería castigada. El padre, un caballero de la Orden de Malta; la madre, una persona que comulgaba a diario con Cristo; y su hijo sería el asesino del papa. «Qué traición —pensó Yabril—. Pobre Romeo, vas a pasar una semana muy mala cuando sea yo el que te traicione».

Romeo conocía con exactitud todo el plan, a excepción del giro final añadido por Yabril.

—Es como en el ajedrez —había dicho Romeo—. Jaque al rey, jaque al rey, y jaque mate. Hermoso.

Yabril miró su reloj; sería dentro de otros quince minutos. La camioneta avanzaba a velocidad moderada por la autopista que conducía al aeropuerto.

Era hora de empezar. Reunió las armas y granadas de su equipo y las metió todas en una maleta. Cuando la camioneta se detuvo delante de la terminal del aeropuerto, Yabril fue el primero en bajar. Luego, la camioneta se alejó, y los demás bajaron en otro lugar. Yabril caminó con lentitud por la terminal, llevando la maleta, buscando con la mirada a la policía secreta de seguridad. Poco antes del puesto de control, se desvió hacia una floristería y tienda de regalos. Por detrás de la puerta, colgado de una chaveta, había un cartel de letras rojas y verdes que decía: «Cerrado». Aquel cartel indicaba que era seguro entrar allí sin que lo hicieran los clientes.

La mujer que había en la tienda era una rubia teñida, muy maquillada y de aspecto ordinario, pero con una voz cálida e insinuante y un cuerpo exuberante, realzado por un sencillo vestido de lana sujeto por un cinturón apretado.

—Lo siento —le dijo a Yabril—, pero como puede ver por el cartel, hemos cerrado. Después de todo, es Domingo de Resurrección.

Su voz, sin embargo, tenía un tono amistoso, no de rechazo. Y le sonreía cálidamente. Yabril pronunció la frase código, que empleaba simplemente como forma de darse a conocer.

—Cristo ha resucitado, pero yo tengo que viajar por cuestión de negocios.

La mujer extendió la mano y se hizo cargo de la maleta.

—¿Saldrá el avión a su hora? —preguntó Yabril.

—Sí —contestó ella—. Dispones de una hora. ¿Hay algún cambio?

—No, pero recuerda que todo depende de ti.

Luego, salió de la tienda. Nunca había visto antes a la mujer y jamás volvería a verla, y ella sólo conocía esta fase de la operación. Comprobó los horarios de salida en el tablero electrónico. Sí, el avión saldría a su hora.

La mujer era uno de los pocos miembros femeninos de los Cien. Había sido colocada en la tienda tres años antes, como propietaria, y durante ese tiempo había desarrollado cuidadosa y seductoramente relaciones con el personal de la terminal aérea y los guardias de seguridad. Había establecido astutamente la práctica de evitar los escáners y los puestos de control para entregar paquetes a la gente que se disponía a subir a los aviones. No lo había hecho con mucha frecuencia, pero sí con la suficiente. Durante el tercer año inició una relación amorosa con uno de los guardias armados que podía hacerla pasar por la entrada sin escáner. Hoy, su amante estaba de servicio y ella le había prometido un almuerzo y una siesta en la pequeña habitación del fondo de su tienda. De ese modo, el hombre se había presentado voluntario para estar de servicio el Domingo de Resurrección.

El almuerzo ya estaba preparado sobre la mesa de la habitación del fondo, donde ella vació la maleta, para introducir las armas en cajas de regalo de Gucci, envueltas en papel de alegres colores. Colocó después las cajas en una bolsa de color malva y esperó a que sólo faltaran veinte minutos para la hora de partida. Luego, sosteniendo la bolsa entre los brazos, por temor a que pudiera romperse el papel por el peso, corrió con paso torpe hacia el pasillo que conducía a la entrada sin escáner. Su amante le dirigió una sonrisa afectuosa y de disculpa. Al subir al avión, la azafata la reconoció.

—Otra vez, Livia —le dijo con una risita. La mujer se dirigió hacia la sección turista hasta que vio a Yabril sentado con otros tres hombres y mujeres de su equipo cerca de él. Una de ellas levantó los brazos para recibir el pesado paquete.

La mujer conocida como Livia dejó la bolsa entre los brazos que se levantaron hacia ella, luego se volvió y salió rápidamente del avión. Regresó a la tienda y terminó de preparar el almuerzo en la habitación del fondo.

Aquel guardia de seguridad, Faenzi, era uno de esos magníficos especímenes de la masculinidad italiana, que parecía creado deliberadamente para hechizar a las mujeres. El hecho de que fuera agraciado no era la menor de sus virtudes. Más importante aún era que se tratara de uno de esos hombres de carácter dulce, extraordinariamente satisfecho con sus propios talentos y el ámbito de su ambición. Livia lo descubrió enseguida, durante su primer día de servicio como guardia de seguridad en el aeropuerto.

Faenzi llevaba el uniforme con la solemnidad de un mariscal de campo de Napoleón, y su bigote estaba tan recortado y era tan pulcro como la nariz inclinada de una actriz cómica. Daba toda la impresión de creer que estaba efectuando un trabajo o una misión importante al servicio del Estado. Contemplaba a las mujeres que pasaban con cariño y benevolencia, puesto que, al fin y al cabo, estaban bajo su protección. Livia se dio cuenta inmediatamente de que aquél era su hombre. Al principio, él la había tratado con una cortesía exquisitamente filial, pero ella no tardó en poner fin a esa situación con un torrente de lisonjas, unos pocos regalos encantadores que indicaban la existencia de una riqueza oculta, y las cenas ligeras que le ofreció en su tienda por las noches. Ahora, él la amaba, o sentía por ella tanta devoción como un perro con un amo indulgente. Ella era una fuente de recompensas.

Y Livia disfrutaba de él. Faenzi era un amante maravilloso y alegre, sin un solo pensamiento serio en su cabeza. Lo prefería en la cama mucho más que a aquellos jóvenes y sombríos revolucionarios consumidos por la culpabilidad y maltratados por la conciencia con los que ella se acostaba sólo porque eran sus camaradas políticos.

Faenzi se convirtió en su animal de compañía; ella le llamaba cariñosamente Zonzi. Cuando entró en la tienda y cerró la puerta, ella se le acercó con el mayor afecto y deseo, impulsada por su mala conciencia. Pobre Zonzi, la Brigada Antiterrorista Italiana lo descubriría todo y observaría el hecho de que ella hubiera desaparecido de la escena. Sin lugar a dudas, Zonzi habría fanfarroneado acerca de su conquista; después de todo, ella era una mujer mayor y experimentada y no necesitaba proteger su honor. De ese modo, se descubrirían sus relaciones. Pobre Zonzi, este almuerzo sería su última hora de felicidad.

Hicieron el amor, con rapidez y movimientos expertos por parte de ella, con entusiasmo y alegría por parte de él. Livia sopesó la ironía de que allí se hubiera desarrollado un acto del que ella había disfrutado por completo y que, sin embargo, había servido para sus propósitos como mujer revolucionaria. Zonzi sería castigado por su orgullo y su presunción, por su amor condescendiente para con una mujer mayor, y ella habría alcanzado una victoria táctica y estratégica. Y, no obstante, pobre Zonzi. Qué hermoso era desnudo, con su piel de color oliváceo, los grandes ojos de conejo y el cabello tan negro, el elegante bigote, el pene y los testículos firmes como el bronce.

—Ah, Zonzi, Zonzi —le susurró entre sus muslos—. Recuerda siempre que te amo.

Lo que no era cierto, pero quizá pudiera reparar el ego hecho pedazos mientras pasara su tiempo en prisión.

Le sirvió una cena maravillosa, bebieron una excelente botella de vino y luego volvieron a hacer el amor. Zonzi se vistió, le dio un beso de despedida y tuvo el grato sentimiento de creerse merecedor de tan buena fortuna. Una vez que se hubo marchado, ella echó un prolongado vistazo a la tienda. Recogió todas sus pertenencias, junto con algunas ropas extra, y utilizó la maleta de Yabril para transportarlas. Eso era parte de las instrucciones. No debía quedar el menor rastro de Yabril. Su última tarea consistía en borrar todas las huellas evidentes que hubiera podido dejar en la tienda, aunque eso no era más que una pérdida de tiempo, ya que, probablemente, no las borraría todas. Luego, llevando la maleta, salió, cerró la tienda con llave y abandonó la terminal. En el exterior, bajo el brillante sol dominical, una mujer de su propio equipo la esperaba ya en un coche. Subió al vehículo, le dio un fugaz beso de saludo a la conductora y dijo casi con pena:

—Gracias a Dios, esto ya se ha terminado.

—No fue tan malo —dijo la otra mujer—. Hemos ganado dinero con la tienda. Yabril y los miembros de su equipo viajaban en la cabina turista porque Theresa Kennedy, la hija del presidente de Estados Unidos, viajaba en primera clase acompañada por los seis hombres del destacamento de seguridad del servicio secreto. Yabril no quería que ninguno de ellos viera la entrega de las armas contenidas en la bolsa de regalo. También sabía que Theresa Kennedy no subiría al avión hasta poco antes del despegue, y que los guardias de seguridad tampoco estarían allí con anterioridad, porque nunca sabían en qué momento podría cambiar ella de idea, y Yabril pensó que eso era así porque aquellos hombres se habían vuelto perezosos y descuidados.

El avión, un Jumbo a reacción, apenas si estaba ocupado. En Italia no había mucha gente dispuesta a viajar un Domingo de Resurrección y Yabril se preguntó por qué la hija del presidente había decidido hacerlo así. Después de todo, ella era católica romana, aunque se hubiera dejado arrastrar hacia la nueva religión de la izquierda liberal, aquella división política que resultaba de lo más despreciable. Pero la escasez de pasajeros convenía a sus planes, ya que cien rehenes eran mucho más fáciles de controlar.

Una hora más tarde, con el avión en pleno vuelo, Yabril se hundió en su asiento mientras las mujeres empezaban a desgarrar el papel Gucci en el que estaban envueltos los paquetes. Los tres hombres del equipo utilizaron sus cuerpos como escudos, inclinándose sobre los asientos y hablando con las mujeres. No había pasajeros sentados cerca de ellos, y así formaron un pequeño círculo de intimidad. Las mujeres entregaron a Yabril las granadas envueltas en papel de regalo y él se adornó rápidamente el cuerpo con ellas. Los tres hombres aceptaron las pequeñas pistolas y se las ocultaron en los bolsillos de las chaquetas. Yabril tomó a su vez una pequeña pistola y las tres mujeres se armaron también.

Una vez que todo estuvo preparado, Yabril interceptó a una azafata que se dirigía hacia la cabina, avanzando por el pasillo. La mujer vio las granadas y el arma incluso antes de que Yabril le susurrara sus órdenes y la tomara de la mano. Le resultó familiar aquella mirada de conmoción, de aturdimiento y luego de temor. Le sostuvo la mano sudorosa y le sonrió. Dos de sus hombres tomaron posiciones para controlar la sección turística. Yabril aún sostenía a la azafata por una mano cuando entraron en primera clase. Los guardaespaldas del servicio secreto lo vieron al instante, reconocieron las granadas y observaron las armas. Yabril les dirigió una sonrisa.

—Permanezcan sentados, caballeros —dijo.

Lentamente, la hija del presidente giró la cabeza y miró a Yabril a los ojos. Su rostro se puso tenso, pero no asustado. Era una mujer valiente, pensó Yabril, y bonita. Realmente, era una pena. Esperó a que las tres mujeres de su equipo tomaran sus posiciones en la cabina de primera clase y luego hizo que la azafata abriera la puerta que daba a la cabina del piloto. Yabril tuvo la sensación de entrar en el cerebro de una enorme ballena, al tiempo que inutilizaba el resto del cuerpo.

Cuando Theresa Kennedy vio por primera vez a Yabril, su cuerpo se estremeció de repente con una náusea de reconocimiento inconsciente. Aquél era el demonio contra el que había sido advertida. Había una expresión de ferocidad en su rostro oscuro, y su mandíbula inferior, maciza y brutal, le daba la calidad de un rostro visto en una pesadilla. Las granadas que llevaba colgadas de la chaqueta y en la mano parecían como sapos verdes y rechonchos. Luego vio a las tres mujeres vestidas con pantalones oscuros y chaquetas blancas, con las aceradas armas en sus manos. Después de aquel primer temor animal, la segunda reacción de Theresa Kennedy fue la de una niña culpable. Mierda, había metido a su padre en problemas, y ya nunca podría librarse de su destacamento de seguridad del servicio secreto. Observó a Yabril dirigirse hacia la puerta de la cabina del piloto, asiendo a la azafata por la mano. Volvió la cabeza para observar al jefe de su destacamento de seguridad, pero él vigilaba muy atentamente a las mujeres armadas.

En ese momento, uno de los hombres de Yabril entró en la cabina de primera clase sosteniendo una granada en la mano. Una de las mujeres obligó a otra azafata a tomar el micrófono de intercomunicación. La voz sonó por los altavoces y sólo tembló muy ligeramente al hablar.

—Todos los pasajeros deben abrocharse los cinturones de sus asientos. El avión está siendo dirigido ahora por un grupo revolucionario. Permanezcan tranquilos, por favor, y esperen nuevas instrucciones. No se levanten. No toquen su equipaje de mano. No abandonen sus asientos por ninguna razón. Permanezcan tranquilos, por favor. Permanezcan tranquilos.

En la cabina de mando, el piloto vio entrar a la azafata y le dijo con voz excitada:

—Eh, la radio acaba de anunciar que alguien ha disparado contra el papa.

Entonces vio a Yabril, que entró tras la azafata y su boca se abrió en un «Oh» silencioso de sorpresa, con las palabras congeladas allí, como en una película de dibujos animados, pensó Yabril al tiempo que levantaba la mano en la que sostenía la granada. Pero el piloto había dicho: «disparado contra el papa». ¿Significaba eso que Romeo había fallado? ¿Acaso había fracasado ya la misión? En cualquier caso, Yabril no tenía alternativa. Ordenó al piloto que cambiara su rumbo para dirigirse al estado árabe de Sherhaben.

En el mar de humanidad que llenaba la plaza de San Pedro, Romeo y los miembros de su equipo casi flotaron hacia una esquina, con las espaldas protegidas por una pared de piedra y formaron su propia isla asesina. Annee, con su hábito de monja, estaba justo delante de Romeo, con el arma preparada debajo del hábito. Su obligación era protegerlo, darle tiempo para efectuar el disparo. Los otros miembros del equipo, con sus disfraces religiosos, formaron un círculo, dejando un perímetro para proporcionarle espacio suficiente. Tendrían que esperar tres horas hasta que apareciera el papa.

Romeo se apoyó contra la pared de piedra y cerró los ojos bajo el sol del domingo. Su mente repasó con rapidez los movimientos ensayados de la operación. En cuanto apareciera el papa, tocaría el hombro del compañero situado a su izquierda. Éste emitiría la señal de radio que haría explotar las estatuillas santas adosadas en la pared opuesta de la plaza. En el momento en que se produjeran las explosiones, él sacaría su rifle y haría fuego. La coordinación tenía que ser precisa para que su disparo no fuera más que una reverberación de las otras explosiones. Luego dejaría caer el rifle, y sus monjas y monjes formarían un círculo a su alrededor para huir junto con el resto de los asistentes. Las estatuillas también eran bombas de humo y la plaza de San Pedro se vería envuelta en densas nubes. Se produciría una confusión enorme y habría escenas de pánico. De ese modo, él podría escapar. Los espectadores que se encontraran cerca de él, entre la multitud, podrían ser peligrosos, si se daban cuenta; pero los movimientos de la gente en desbandada no tardarían en separarlo de ellos, y aquellos que fueran lo bastante estúpidos como para perseguirle, serían abatidos a balazos.

Romeo sentía el sudor frío sobre su pecho. La enorme multitud, que levantaba las manos con ramilletes de flores, formaba un mar de colores blanco y púrpura, rosado y rojo. Le maravilló su alegría, su creencia en la resurrección, su éxtasis de esperanza ante la muerte. Se limpió las palmas de las manos contra el abrigo y sintió el peso de su rifle colgado del portafusil. Se dio cuenta de que las piernas empezaban a dolerle y de que se le entumecían. Trató de apartar la mente de su cuerpo para aliviar las largas horas que aún tendría que esperar antes de que el papa apareciera en el balcón.

Numerosas escenas de su niñez volvieron a formarse en su mente. Instruido para la confirmación por un sacerdote romántico, sabía que un anciano cardenal de sombrero rojo certificaba siempre la muerte de un papa golpeándole en la frente con un mazo de plata. ¿Aún seguía haciéndose eso? En esta ocasión sería un mazo muy sangriento. Pero ¿de qué tamaño sería el mazo? ¿Del tamaño de un juguete? ¿Lo bastante grande y pesado como para introducir un clavo? Desde luego, se trataría de una preciosa reliquia de la época del Renacimiento, embutido de joyas, una verdadera obra de arte. No importaba, porque de la cabeza del papa quedaría muy poco para golpear, ya que el rifle que llevaba bajo el abrigo contenía balas explosivas. Y Romeo estaba seguro de no fallar. Creía en la habilidad de su zurda; ser «siniestro» significaba tener éxito, en el deporte, en el amor y, según todas las supersticiones, también en el asesinato.

Mientras esperaba, a Romeo le extrañó no tener la sensación de estar cometiendo un sacrilegio; después de todo, había sido educado como un católico estricto en una ciudad cuyas calles y edificios le recordaban a uno los principios del cristianismo. Incluso ahora podía ver los techos abovedados de los edificios religiosos, como discos de mármol destacándose en el cielo, y escuchar las campanas de las iglesias, profundamente consoladoras y, sin embargo, intimidantes. En esta gran plaza santificada se veían las estatuas de los mártires, se olía el aire impregnado por las incontables flores primaverales ofrecidas por los verdaderos creyentes en Cristo. La abrumadora fragancia de las flores de la multitud parecía cernerse sobre él, haciéndole recordar a sus padres y los fuertes perfumes que se ponían para enmascarar el hedor de su carne mediterránea, mimada y envuelta por el lujo.

Entonces, la enorme multitud, engalanada con sus ropas dominicales, empezó a gritar: «Pappa, Pappa, Pappa». De pie a la luz alimonada de la primavera incipiente, con los ángeles de piedra sobre sus cabezas, la multitud gritaba incesantemente al unísono, pidiendo la bendición de su papa. Finalmente, aparecieron dos cardenales de ropajes rojos y extendieron los brazos en señal de bendición. El papa Inocencio estaba en el balcón.

Era un hombre muy viejo, vestido con una capa de un blanco deslumbrante; sobre ella llevaba una cruz de oro, con el palio bordado de cruces. Sobre la cabeza portaba un casquete blanco y en los pies los tradicionales zapatos abiertos y bajos, de color rojo, con cruces doradas bordadas sobre el empeine. En una de las manos, levantada para saludar a la multitud, llevaba el anillo de pescador de san Pedro.

La multitud lanzó las flores al aire, las voces rugieron, como un gran motor de éxtasis, el balcón resplandeció bajo el sol, como si fuera a caer como las flores que descendían.

En ese momento, Romeo percibió el terror que todos aquellos símbolos le habían inspirado en su juventud, el cardenal de sombrero rojo de su confirmación, con la cara llena de viruelas como el diablo, y luego experimentó un júbilo que pareció llenar todo su ser de un bendito y definitivo orgullo. Romeo tocó el hombro de su compañero, indicándole que enviara la señal de radio.

El papa levantó los brazos, envueltos en mangas blancas, para contestar a los gritos de «Pappa, Pappa», para bendecirlos a todos, alabar el Domingo de Resurrección, la resurrección de Cristo, para saludar a los ángeles de piedra que se elevaban sobre los muros. Romeo sacó el rifle de debajo del abrigo, y dos de los monjes de su equipo se arrodillaron delante de él para dejarle más espacio para apuntar. Annee se situó de tal forma que él pudiera apoyar el rifle sobre su hombro. El compañero de su izquierda envió la señal de radio que hizo explotar las estatuillas del otro lado de la plaza.

Las explosiones conmocionaron los cimientos de la plaza, una nube de humo rosado flotó en el aire y la fragancia de las flores se hizo corrupta con el hedor de la carne quemada. En ese momento, Romeo, con el rifle ya apuntado, apretó el gatillo. Las explosiones del otro lado de la plaza convirtieron los rugidos de bienvenida de la multitud en gritos de incontables gaviotas.

En el balcón, el cuerpo del papa pareció elevarse por un instante del suelo, el casquete blanco salió lanzado por los aires, se retorció en violentos remolinos de aire comprimido y luego cayó hacia la multitud, convertido en un harapo sanguinolento. La plaza se llenó de un terrible gemido de horror, de terror y de rabia animal cuando el cuerpo del papa se dobló, cayendo sobre la barandilla del balcón. La cruz de oro quedó colgando libremente, y el palio se manchó de rojo.

Nubes de polvo de piedra se extendieron sobre la plaza. Cayeron fragmentos de mármol de los ángeles y los santos hechos pedazos. Por un momento se produjo un terrible silencio, con la multitud congelada ante la vista del papa asesinado. Todos pudieron ver que le habían volado la cabeza. Luego se inició el pánico. La gente empezó a huir de la plaza, arrollando a la guardia suiza, que trataba de cerrar todas las salidas. Los vistosos uniformes renacentistas fueron enterrados por la masa de fieles atenazados por el terror.

Romeo dejó caer el rifle al suelo. Rodeado por su cuadro de monjes y monjas armados, dejó que le llevaran casi en volandas fuera de la plaza, hacia las calles de Roma. Parecía haber perdido la visión, y miraba ciegamente de un lado a otro. Annee le agarró por el brazo y lo introdujo en la camioneta. Romeo se llevó las manos a las orejas para intentar apagar los gritos; su cuerpo temblaba, conmocionado, para experimentar después una sensación de exaltación y luego de maravilla, como si el asesinato hubiera sido un sueño.

En el avión Jumbo con destino a Nueva York, Yabril y su equipo se habían hecho cargo del control de la situación, y todos los pasajeros de primera clase fueron obligados a salir de allí, excepto Theresa Kennedy.

La joven se sentía ahora más interesada que asustada. Le fascinaba que los secuestradores hubieran podido intimidar con tanta facilidad a su destacamento del servicio secreto, limitándose a mostrar las granadas que colgaban de sus propios cuerpos, de tal modo que cualquier bala hubiera podido hacer pedazos el avión. Observó que los tres hombres y las tres mujeres terroristas eran delgados y con los rostros apretados por la tensión propia de los grandes atletas, con diversas expresiones de emoción en sus rasgos. Uno de los secuestradores dio un violento empujón a uno de los agentes del servicio secreto, haciéndolo salir de la cabina de primera clase, y siguió empujándolo a lo largo del pasillo de la sección turista. Una de las secuestradoras mantuvo la distancia, con el arma preparada. Cuando otro de los agentes del servicio secreto se mostró reacio a dejar a Theresa Kennedy, la mujer levantó el arma y apretó el cañón contra su cabeza; sus ojos mostraron con claridad que se disponía a disparar. Tenía los ojos entrecerrados, arrugas en la cara, y mostraba los dientes desde la extremada compresión de los músculos alrededor de la boca, que abrían ligeramente los labios para aliviar la presión. En ese momento, Theresa Kennedy apartó a su guardia a un lado y colocó su propio cuerpo delante de la secuestradora, quien le sonrió con alivio y le indicó que se sentara.

Theresa Kennedy observó cómo Yabril dirigía la operación. Parecía casi distante, como si fuera un director dedicado a contemplar el trabajo de sus actores, sin apenas dar órdenes, sino sólo indicaciones, sugerencias. Se dio cuenta de que utilizaba a los miembros de su equipo como un lazo corredizo para estrangular y separar la clase turista del avión, de su cabeza. Con una sonrisa ligeramente tranquilizadora le indicó que permaneciera en su asiento. Era la acción de un hombre que se ocupa de alguien puesto bajo su cuidado especial. Luego entró en la cabina del piloto. Uno de los secuestradores vigilaba la entrada a la cabina de primera clase desde la clase turista. Dos de las secuestradoras permanecían junto a ella, espalda contra espalda, con las armas preparadas. Había una azafata enviando mensajes a los pasajeros, bajo la supervisión directa de uno de los secuestradores, a través del intercomunicador. Todos ellos parecían demasiado pequeños como para causar tanto terror.

En la cabina de mando, Yabril dio permiso al piloto para comunicar por radio que su avión había sido secuestrado y transmitir su nuevo plan de vuelo a Sherhaben. Las autoridades estadounidenses pensarían que su único problema consistiría en negociar las habituales exigencias de los terroristas árabes. Yabril permaneció en la cabina para escuchar los comunicados por radio. Mientras el avión estuviera en vuelo, no podía hacerse otra cosa más que esperar. Yabril soñó con Palestina, tal y como la había conocido de niño, con su hogar convertido en un oasis verde en el desierto, sus padres como ángeles de luz, el hermoso Corán sobre la mesa del despacho de su padre, siempre preparado para renovar la fe. Y todo eso había terminado en mortales humaredas grises, fuego y el azufre de las bombas cayendo desde el aire. Los israelíes llegaron y pareció como si él se hubiera pasado toda la infancia en un gran campo de prisioneros compuesto por destartaladas barracas, un vasto asentamiento humano unido sólo para una cosa: el odio de todos contra los judíos. Aquellos mismos judíos que el Corán alababa.

Recordó incluso la universidad, y cómo algunos de los profesores hablaban de un trabajo chapucero como «trabajo árabe». El propio Yabril había utilizado la expresión para dirigirse a un fabricante de armas que le había entregado una partida de armas defectuosas. Ah, pero lo ocurrido en este día no sería considerado como un «trabajo árabe».

Siempre había odiado a los judíos, no, no a los judíos, sino a los israelíes. Recordaba que, a la edad de cuatro o quizá cinco años, pero no más tarde, los soldados de Israel habían efectuado una incursión por el asentamiento en el que él iba a la escuela. Habían recibido información falsa, «trabajo árabe», en el sentido de que unos terroristas se ocultaban en el campamento. Se ordenó que todos los habitantes salieran de sus casas y se quedaran en las calles, con las manos en alto. Incluidos los niños del largo cobertizo de hojalata pintado de amarillo que era la escuela, y que se hallaba situado un poco alejado del campamento. Yabril, junto con otros niños y niñas de su misma edad, se arremolinaron gimiendo, con los pequeños brazos y diminutas manos levantadas al aire, lanzando gritos de rendición, gritos de terror. Y Yabril siempre recordaba a uno de los jóvenes soldados israelíes, la nueva generación de judíos, rubio como un nazi, que contemplaba a los niños con una especie de horror hasta que resbalaron las lágrimas por la piel rubia de aquel rostro tan extraño a la raza semita. El israelí bajó su arma y les gritó a los niños que se callaran y que bajaran las manos. Les dijo que no tenían nada que temer, que los niños pequeños no tenían nada que temer. El soldado israelí hablaba un árabe casi perfecto, y cuando los niños continuaron con los brazos levantados al aire, el soldado caminó entre ellos, tratando de bajárselos, sin dejar de llorar. Yabril, que nunca había olvidado a aquel soldado, decidió que más tarde, en la vida, jamás sería como él, jamás permitiría que la piedad lo destrozara.

Ahora pudo ver los desiertos de Arabia extendiéndose por debajo del avión. El vuelo no tardaría en terminar y él se encontraría pronto en el sultanato de Sherhaben.

Sherhaben era uno de los países más pequeños del mundo, pero poseía tal riqueza petrolífera que su sultán, que antes se había desplazado en camello, hizo que sus numerosos hijos y nietos condujeran Mercedes y fueran educados en las mejores universidades extranjeras. Poseía también enormes compañías industriales en Alemania y Estados Unidos, y murió siendo una de las personas más ricas del mundo. Sólo uno de aquellos nietos logró sobrevivir a las intrigas asesinas de sus hermanastros, para convertirse en el actual sultán: Maurobi.

Maurobi era un devoto musulmán, militante y fanático, y los ciudadanos de Sherhaben, ahora ricos, eran igualmente devotos. Ninguna mujer podía ir sin velo, no se podía prestar dinero con interés, no había una sola gota de alcohol en aquel sediento territorio desértico, como no fuera en las embajadas.

Hacía ya mucho tiempo, Yabril había ayudado al sultán a establecer y consolidar su poder, asesinando a cuatro de sus hermanastros más peligrosos. Debido a estas deudas de gratitud, y a su propio odio contra las grandes potencias, el sultán había estado de acuerdo en ayudar a Yabril en esta operación.

El avión que los transportaba a él y a sus rehenes aterrizó y rodó lentamente hacia la pequeña terminal de cristal, de un amarillo pálido bajo el sol del desierto. Más allá del aeropuerto había una infinita extensión de arena tachonada de torres de perforación petrolífera. Cuando el avión se detuvo, Yabril se dio cuenta de que el campo de aviación se hallaba rodeado al menos por mil hombres de las tropas del sultán Maurobi.

Ahora empezaría la parte más intrincada y satisfactoria de la operación. Y también la más peligrosa. Tendría que tener mucho cuidado y esperar a que Romeo estuviera finalmente situado en su puesto. Jugaría con la reacción del sultán ante su secreto, preparándose para dar su jaque mate final. No, esta vez no se trataba de un «trabajo árabe».

Debido a las diferencias horarias con Europa, Francis Kennedy recibió el primer informe sobre el asesinato del papa a las seis de la mañana del Domingo de Resurrección. Se lo entregó Matthew Gladyce, secretario de prensa, que estaba de guardia en la Casa Blanca durante la fiesta. Eugene Dazzy y Christian Klee ya habían sido informados y se encontraban en la Casa Blanca.

Francis Kennedy abandonó sus alojamientos, bajó la escalera y entró en el despacho Oval, encontrándose con que Dazzy y Christian ya le estaban esperando. Ambos parecían tener un aspecto muy sombrío. Allá lejos, en las calles de Washington, se escuchaba el prolongado ulular de las sirenas. Kennedy se sentó tras su mesa y miró a Eugene Dazzy, quien, como jefe de estado mayor, tendría que informarle. Pero, ante la sorpresa de Kennedy, Christian fue el primero en hablar.

—Señor presidente, el papa ha muerto —dijo—. Pero acabamos de recibir noticias aún peores. El avión en que volaba Theresa ha sido secuestrado y ahora va camino de Sherhaben.

Francis Kennedy sintió que una oleada de náuseas se apoderaba de él. Luego, escuchó la voz de Eugene Dazzy.

—Los secuestradores lo tienen todo controlado. No ha habido incidentes en el avión. En cuanto aterrice iniciaremos las negociaciones; haremos valer todos los favores que les hemos hecho y el resultado será positivo. No creo que sepan siquiera que Theresa estaba en el avión.

—Arthur Wix y Otto Gray se han puesto en camino —añadió Christian—. También lo están representantes de la CÍA, y Defensa, así como la vicepresidenta. Dentro de media hora le estarán esperando todos en la sala de gabinete.

—Muy bien —asintió Kennedy haciendo un esfuerzo por sonreír a los dos hombres—. ¿Hay alguna conexión? —preguntó. Vio que a Christian no le sorprendía la pregunta, aunque Dazzy no la comprendió al principio—. Entre lo del papa y el secuestro —añadió. Cuando ninguno de los dos contestó, terminó diciendo—: Espérenme en la sala de gabinete. Quiero estar un momento a solas. Ambos se marcharon. Francis Kennedy era casi invulnerable a los asesinos, pero siempre había sabido que no podría proteger por completo a su hija. Ella era demasiado independiente, y no permitía que él restringiera su vida. No le había parecido que eso constituyera un grave peligro. No podía recordar ningún caso en el que se hubiera atacado a la hija del jefe de una nación. Sería una mala iniciativa política y de relaciones públicas para cualquier organización terrorista o revolucionaria.

En cuanto su padre asumió el cargo, Theresa siguió su propio camino, prestando su nombre a grupos políticos radicales y feministas, afirmando su propia posición en la vida y distinguiéndola claramente de la de su padre. Él nunca había tratado de convencerla para que actuara de otro modo, para que presentara ante el público una imagen falsa de sí misma. Era suficiente con que él la quisiera. Y cuando ella visitaba la Casa Blanca para una breve estancia, siempre se lo pasaban bien juntos, discutiendo de política, analizando los usos del poder.

Los conservadores, la prensa republicana, los periodicuchos de mala fama, habían tomado fotografías con la esperanza de dañar a la presidencia. Theresa fue fotografiada participando en manifestaciones feministas, contra las armas nucleares y, en cierta ocasión, incluso manifestándose en favor de la creación de un Estado para los palestinos. Algo que ahora inspiraría artículos irónicos en la prensa.

Por extraño que pudiera parecer, el público estadounidense respondió con afecto a las actitudes de Theresa Kennedy, incluso cuando se supo que vivía con un radical italiano en Roma. Se publicaron fotografías de ambos paseando por las antiguas calles empedradas, besándose y cogidos de la mano, así como fotos del balcón del piso que ambos compartían. El joven amante italiano era agraciado, y Theresa Kennedy estaba muy bonita, con su cabello rubio, su sedosa piel pálida irlandesa, y los ojos azules y satinados de los Kennedy. Y su constitución larguirucha, envuelta en ropas italianas deportivas, la hacía tan atractiva que en los epígrafes que acompañaban a las fotografías nunca había mucho veneno.

Una foto de prensa en la que se la veía protegiendo a su joven amante italiano de las porras de la policía italiana, despertó sentimientos atávicos en los estadounidenses más viejos, con recuerdos de aquel largo y terrible día en Dallas. Ella era una heroína simpática. Durante la campaña, los reporteros de la televisión la habían arrinconado, preguntándole: «¿Está usted políticamente de acuerdo con su padre?». Si hubiera contestado que sí habría aparecido como una hipócrita, o como una niña dirigida por un padre ávido de poder. Si hubiera contestado que no, los titulares habrían indicado que ella no apoyaba a su padre en la carrera por la presidencia. Pero en ese momento demostró el genio político de los Kennedy. «Desde luego, él es mi padre —contestó, abrazando a su padre—. Y sé que es una buena persona. Pero si hace algo que no me guste, se lo criticaré lo mismo que hacen ustedes». Salió estupendamente por la televisión. Y a su padre le encantó. Ahora, ella se encontraba en un peligro mortal.

Mientras recorría el despacho Oval de un lado a otro, Francis Kennedy se dio cuenta de que daría a los secuestradores cualquier cosa que le pidieran. Ese sería el mensaje que transmitiría, sin que importara lo que le dijeran sus asesores. Al infierno con el equilibrio político mundial, o con cualquiera de los otros argumentos que le expusieran. Este era el momento más adecuado para utilizar todo su poder, sin que importara lo que eso le costase. De repente, sintió un leve mareo y tuvo que apoyarse sobre la mesa, con una temerosa angustia. Pero luego, ante su sorpresa, supo que lo que sentía era rabia contra su propia hija.

Nada de todo esto habría sucedido si al menos hubiera permanecido cerca de él, si hubiera sido una hija más cariñosa y hubiera estado dispuesta a vivir con él en la Casa Blanca, si hubiera sido menos radical. ¿Y por qué había tenido un amante extranjero, un estudiante radical que quizá había dado información crucial a los secuestradores? Se rió de sí mismo. Estaba sintiendo la exasperación propia de un padre que deseaba evitarle problemas a su hija. La quería, y la salvaría. Esto, al menos, era algo contra lo que podía luchar; esto no era como la terrible, larga y dolorosa muerte de su esposa.

Eugene Dazzy apareció y le comunicó que ya estaban todos preparados. Le estaban esperando en la sala de gabinete.

Cuando Kennedy entró, todos los presentes se levantaron de sus asientos. Les hizo rápidamente señas para que volvieran a sentarse, pero ellos se arremolinaron a su alrededor, ofreciéndole su solidaridad. Kennedy se abrió paso hacia la cabecera de la larga mesa oval y se sentó en la silla, cerca de la chimenea.

Dos candelabros de luz blanca y pura blanqueaban el rico marrón de la mesa, arrancando destellos del negro de las sillas de cuero, seis a cada lado de la mesa, y de las otras sillas colocadas a lo largo de la pared del fondo. Había otros candelabros de luz blanca, encendidos en las paredes. Cerca de las dos ventanas que daban al Jardín Rosado había dos banderas, la de barras y estrellas de Estados Unidos y la bandera del presidente, un campo de azul oscuro lleno con estrellas pálidas.

El equipo de Kennedy tomó asiento cerca de él, dejando sobre la mesa oval sus cuadernos de información y sus hojas de memorándums. Más al fondo estaban los secretarios del gabinete y el jefe de la CÍA. Y en el otro extremo de la mesa se sentaba el jefe del Estado Mayor Conjunto, un general del ejército, con su uniforme completo que constituía un toque de color alegre entre los presentes, vestidos con colores más bien fúnebres. La vicepresidenta, Helen du Pray se sentaba en el extremo más alejado de la mesa, lejos de Kennedy, y era la única mujer presente en la sala. Llevaba un traje azul oscuro a la moda, con una blusa de seda de un blanco puro. Su agraciado rostro mostraba una expresión rígida. El olor del Jardín Rosado llenaba la habitación, introduciéndose a través de las pesadas cortinas y cortinajes que cubrían las puertas, con paneles de cristal. Por debajo de los cortinajes, la alfombra de color aguamarina reflejaba la luz verde en el interior de la sala.

Fue Theodore Tappey, el jefe de la CÍA, quien dio el informe. Tappey había sido en otro tiempo director del FBI, y no era una persona destacable ni con ambiciones políticas. Nunca sobrepasaba las atribuciones de la CÍA con proyectos arriesgados, ilegales o tendentes a construir un imperio. Estaba muy bien considerado entre el equipo personal de Kennedy, sobre todo por parte de Christian Klee.

—En las pocas horas de que hemos podido disponer, hemos reunido alguna información importante —dijo Theodore Tappey—. El asesinato del papa lo llevó a cabo un grupo italiano. El secuestro del avión de Theresa lo realizó un equipo mixto, dirigido por un árabe conocido con el nombre de Yabril. El hecho de que ambos incidentes hayan ocurrido el mismo día y se hayan originado en la misma ciudad parece ser una simple coincidencia. Algo de lo que, desde luego, siempre debemos desconfiar.

—En este momento no es primordial el asesinato del papa —dijo Francis Kennedy con voz suave—. Nuestra preocupación principal debe ser manejar el problema del secuestro. ¿Han planteado ya alguna exigencia?

—No —se apresuró a contestar Tappey con firmeza—. Eso, en sí mismo, constituye una circunstancia extraña.

—Utilice a sus contactos para la negociación e infórmeme personalmente de cada paso —dijo Kennedy. Luego se volvió hacia el secretario de Estado y preguntó—: ¿Qué países nos ayudarán?

—Todo el mundo —contestó el secretario de Estado—. Los otros países árabes están horrorizados y rechazan la idea de que se haya tomado a su hija como rehén. Eso ofende a su sentido del honor, y también piensan en sus propias costumbres de odio y de sangre. Están convencidos de no poder conseguir nada bueno con esto. Francia mantiene una buena relación con el sultán. Nos han ofrecido enviar observadores. Gran Bretaña e Israel no pueden ayudar, ya que no se confía en ellos. Pero hasta que los secuestradores no planteen sus exigencias, nos encontramos en una especie de limbo.

—Chris —dijo Francis Kennedy volviéndose hacia Christian—, ¿qué conclusión saca del hecho de que no hayan planteado todavía ninguna exigencia?

—Es posible que aún sea demasiado pronto. O bien tienen alguna otra carta que jugar.

La sala de gabinete permaneció en silencio, y en la negrura de las numerosas sillas pesadas y de respaldo alto, los candelabros de luz blanca de las paredes convirtieron la piel de todos los presentes en un gris muy ligero. Kennedy esperó a que hablaran todos y cerró su mente a la exposición de las diversas opciones, a la amenaza de sanciones, de un bloqueo naval o la congelación de las propiedades de Sherhaben en Estados Unidos. Se esperaba que los secuestradores extendieran interminablemente la negociación para sacar provecho de la televisión y los noticiarios de todo el mundo. Al cabo de un rato, Francis Kennedy se volvió hacia Oddblood Gray.

—Organice una reunión con los líderes del Congreso —le ordenó abruptamente—, con la presencia de los presidentes de los comités más importantes, y en la que participaremos yo y mi equipo. —Luego se volvió hacia Arthur Wix—. Ponga a trabajar a su servicio de seguridad nacional para que trace planes por si esto resulta ser algo de un ámbito más amplio. —Después se levantó, dispuesto para marcharse, y se dirigió a todos los presentes—. Caballeros, debo decirles que no creo en las coincidencias. No creo que el papa de la Iglesia Católica pueda ser asesinado el mismo día y en la misma ciudad en que se secuestra a la hija del presidente de Estados Unidos.

Fue un largo Domingo de Resurrección. La Casa Blanca se fue llenando con el personal de los diferentes comités de acción establecidos por la CÍA, el Ejército, la Marina y el departamento de Estado. Todos estuvieron de acuerdo en que el hecho más desconcertante era que los terroristas no hubieran planteado aún sus exigencias para la liberación de los rehenes.

En el exterior, las calles estaban congestionadas de tráfico. Los periodistas y reporteros de televisión acudían a Washington. A pesar de ser Semana Santa, se llamó a los miembros de los equipos del gobierno para que acudieran a sus despachos. Christian Klee ordenó que mil hombres suplementarios del servicio secreto y el FBI ofrecieran protección adicional para la Casa Blanca.

El tráfico telefónico de la Casa Blanca incrementó su volumen. Había una cierta confusión, gente que iba de un lado a otro, desde la Casa Blanca hasta el edificio de despachos ejecutivos. Eugene Dizzy trataba de tenerlo todo controlado.

Kennedy se pasó el resto del domingo en la Casa Blanca, recibiendo informes desde la sala de Situación, celebrando largas y solemnes conferencias acerca de cuáles eran las opciones posibles, manteniendo conversaciones telefónicas con los jefes de países extranjeros y con los miembros del gabinete de Estados Unidos.

Por la noche de ese mismo domingo los miembros del equipo del presidente cenaron con él y se prepararon para el día siguiente. Revisaron los noticiarios de televisión, que eran continuos.

Finalmente, Kennedy decidió acostarse. Un hombre del servicio secreto fue delante, mientras Kennedy subía la pequeña escalera que conducía a sus alojamientos, en el cuarto piso de la Casa Blanca. Otro hombre del servicio secreto iba detrás. Ambos sabían que al presidente no le gustaba utilizar los ascensores de la Casa Blanca. La parte superior de la escalera se abría a un salón donde había un panel de comunicaciones atendido por otros dos hombres del servicio secreto. Una vez hubo cruzado ese salón, Kennedy se encontró en sus alojamientos privados, con sólo sus sirvientes personales: una doncella, un mayordomo y un ayuda de cámara, cuya tarea consistía en mantener el amplio guardarropa del presidente.

Lo que él no sabía era que hasta estos sirvientes personales pertenecían al servicio secreto. El propio Christian Klee había creado esta disposición. Formaba parte de su plan general el mantener al presidente libre de todo daño personal, como parte del intrincado escudo que Christian había tejido alrededor de Francis Kennedy.

Cuando Christian introdujo este dispositivo en el sistema de seguridad, él mismo habló con el grupo especial de hombres y mujeres del servicio secreto.

—Van a ser ustedes los sirvientes más condenadamente buenos del mundo, hasta el punto de que puedan salir de aquí y conseguir inmediatamente un trabajo en el palacio de Buckingham. Recuerden que su primer deber consiste en recibir cualquier posible bala que se dispare contra el presidente. Pero su deber también consistirá en conseguir que la vida personal del presidente sea cómoda.

El jefe de este destacamento especial era el sirviente que estaba de servicio esta noche. Se trataba de un camarero negro, llamado Jefferson, con rango de suboficial de Marina. En realidad, tenía un alto rango en el servicio secreto y estaba excepcionalmente bien entrenado en el combate cuerpo a cuerpo. Era un atleta natural y había formado parte del equipo estadounidense de fútbol. Su CI era de 160. También poseía un sentido del humor que le permitía hallar un placer especial en el hecho de convertirse en el sirviente perfecto.

Ayudó a Kennedy a quitarse la chaqueta y la colgó con todo cuidado. Entregó al presidente un batín de seda, ya que sabía que al presidente no le gustaba que le ayudaran a ponérselo. Cuando Kennedy se dirigió al pequeño bar que había en el salón de la suite, Jefferson ya estaba allí, mezclando vodka con tónica y hielo.

—Señor presidente —dijo luego Jefferson—, su baño está preparado.

Kennedy lo miró con una ligera sonrisa en el rostro. Jefferson era un poco demasiado bueno como para que fuese cierto.

—Desconecte todos los teléfonos, por favor —le dijo—. Podrá usted despertarme personalmente si me necesitan. Permaneció en el baño caliente durante casi media hora. La bañera disponía de chorros de agua que le daban en la espalda y en los muslos y que disipaban el cansancio de sus músculos. El agua del baño tenía un agradable perfume masculino y la repisa que rodeaba la bañera estaba llena de toda clase de jabones, linimentos y revistas. Había incluso una cesta de plástico con un montón de memorándums.

Cuando Kennedy salió del baño se puso un batín de paño blanco que tenía un monograma en letras rojas, blancas y azules que decía: «EL JEFE». Eso había sido un regalo del propio Jefferson, a quien le pareció que formaba parte del personaje que representaba el hacerle tal regalo. Francis Kennedy se secó, frotándose el cuerpo blanco y casi sin pelo con el paño del batín, y pensó que debía dirigirse en algún momento hacia el sur y conseguir un buen bronceado solar. Siempre se había sentido insatisfecho con la palidez de su piel y su falta de pelo en el cuerpo.

En el dormitorio, Jefferson ya había corrido las cortinas y encendido la pequeña lámpara de lectura. También había echado hacia un lado las sábanas. Cerca de la cama había una pequeña mesita de mármol, con ruedas especialmente adosadas, y un poco más allá un cómodo sillón. La mesita estaba revestida con una tela de color rosa pálido, hermosamente bordada, y sobre la mesa se había dejado una jarra de color azul oscuro que contenía chocolate caliente. Ya le había servido el chocolate en una taza de un ligero azul celeste. También había un plato intrincadamente pintado, con seis variedades de bizcochos. La bandeja que acompañaba al juego estaba tan pulida que daba la impresión de ser de pesado marfil. Había un pequeño recipiente blanco con mantequilla sin sal y cuatro tarros de mermelada diferente de varios colores: verde para la de manzana, azul moteada de blanco para la de frambuesa, amarillo para la de naranja y rojo para la de fresa.

—Esto tiene muy buen aspecto —dijo Francis Kennedy.

Jefferson abandonó la habitación. Por alguna razón, Kennedy tenía la sensación de que estas pequeñas atenciones lo reconfortaban mucho más de lo que él pensaba. Se sentó en el sillón y se tomó el chocolate, trató de terminarse un bizcocho y no pudo. Apartó la mesita con ruedas y se acostó. Intentó leer tomando documentos de un montón de memorándums, pero estaba demasiado cansado. Apagó la luz y trató de dormir. Por entre los espesos cortinajes, justo delante de la Casa Blanca, pudo escuchar un murmullo que paulatinamente se convirtió en estrépito. Los medios de comunicación de todo el mundo se reunían para montar una guardia de veinticuatro horas al día. Había cientos de vehículos de comunicación, cámaras y equipos de televisión, y todo un batallón de la Marina como medida extra de seguridad.

Francis Kennedy experimentó aquella profunda sensación de presentimiento que sólo le había asaltado una sola vez en la vida. Se permitió pensar directamente en su hija Theresa. Ella estaría durmiendo en aquel avión, rodeada de asesinos. Y no se trataba de mala suerte. El destino le había dirigido muchas advertencias. Sus dos tíos habían sido asesinados cuando él apenas era un muchacho. Y luego, hacía poco más de tres años, su esposa, Catherine, había muerto de cáncer.

La primera gran derrota en la vida de Francis Kennedy se produjo cuando Catherine se descubrió el bulto en el pecho, seis meses antes de que su esposo ganara la nominación para la presidencia. Después de que se le diagnosticara cáncer, Francis le ofreció retirarse de la lucha política, pero ella se lo prohibió. Dijo que deseaba vivir en la Casa Blanca, que se pondría bien, y su esposo nunca lo dudó. Al principio les preocupó el hecho de que ella tuviera que perder el pecho; Francis consultó con oncólogos de todo el mundo acerca de la mastectomía que eliminaba el cáncer pero permitía conservar el pecho. Finalmente, él y Catherine terminaron por acudir a uno de los mejores oncólogos de Estados Unidos. El médico estudió su ficha médica y aconsejó la extirpación.

—Es un tipo de cáncer muy agresivo —dijo.

Francis nunca olvidaría sus palabras.

Ella estaba siendo sometida a quimioterapia el mes de julio, cuando él ganó la nominación demócrata para la presidencia y los médicos la enviaron de regreso a casa. El mal parecía hallarse en remisión. Aumentó de peso y su esqueleto volvió a quedar oculto tras una muralla de carne.

Descansaba mucho y no podía abandonar la casa, pero siempre se levantaba para saludarle cuando él regresaba. Theresa volvió a la escuela, Francis continuó su carrera política, haciendo campaña para la presidencia. Pero organizó su programa de tal modo que siempre pudiera volar de regreso a casa para estar con ella. Cada vez que volvía, ella parecía sentirse más fuerte; esos días fueron muy bellos; nunca se habían amado tanto. Él le llevaba regalos, ella le tejía bufandas y guantes, y un día dio fiesta a las enfermeras y los sirvientes para poder estar a solas con su esposo y tomar una cena sencilla que ella misma había preparado. Se estaba poniendo bien.

Fue el momento más feliz en la vida de Francis Kennedy; nada podía comparársele; derramó lágrimas de alegría, aliviado de toda sensación de angustia y temor. A la mañana siguiente salieron a dar un paseo por las verdes colinas que rodeaban su casa, y ella le rodeó la cintura con el brazo. Al regresar, él preparó el desayuno y ella comió con buen apetito, más de lo que él recordaba haberla visto comer nunca. Siempre se había mostrado presumida en cuanto a su aspecto, angustiada por cómo le sentaban los vestidos nuevos, los trajes de baño, preocupada por la papada que colgaba bajo la barbilla. Pero ahora trataba de ganar peso. Mientras caminaban, entrelazados, él percibía cada uno de los huesos de su cuerpo.

La remisión de la enfermedad le proporcionó la energía necesaria para alcanzar la cumbre de su poder personal, mientras continuaban haciendo campaña para la presidencia. Arrolló todo ante él; se mostró ingenioso, encantador, sincero, y estableció una buena relación con los votantes, hasta el punto de que las encuestas le señalaban como favorito. Superó a sus oponentes en los debates, los destruyó con sus estrategias, escapó con habilidad a las trampas tendidas por los medios de comunicación, ganó a sus enemigos y cimentó las relaciones con sus aliados. Todo era maleable, todo se podía configurar de acuerdo con su destino afortunado. Su cuerpo generaba una energía enorme, su mente trabajaba con extraordinaria precisión.

Y entonces, durante uno de sus viajes de regreso a casa, se vio lanzado de pronto a las regiones del infierno. Catherine se había vuelto a sentir enferma y no estaba en casa para saludarlo. Todos los dones y la fortaleza de él de nada sirvieron.

Catherine había sido para él la esposa perfecta. No es que fuera una mujer extraordinaria, sino que más bien se trataba de una de esas mujeres que parecían casi genéticamente dotadas para el arte del amor. Poseía lo que parecía ser una dulzura natural de disposición y de carácter que resultaba extraordinaria. Él nunca la había escuchado decir una palabra de desprecio contra nadie, disculpaba los defectos y errores de otras personas, y nunca se sentía insultada o herida por nadie. Desconocía lo que era el rencor.

Era agradable en todos los sentidos. Tenía un cuerpo esbelto y su rostro poseía una serena belleza que inspiraba afecto en casi todos los demás. Tenía sus debilidades, desde luego: le encantaba la ropa elegante y era un tanto vanidosa. Pero también se le podían hacer bromas al respecto. Era ingeniosa, sin ser ni insultante ni mordaz, y nunca estaba deprimida. Poseía una excelente educación —antes de casarse se había ganado la vida como periodista— además de tener otras habilidades. Era una pianista apreciable, aunque aficionada, y también pintaba como distracción. Había educado muy bien a su hija. Los dos se querían mucho; ella se mostraba comprensiva con su esposo, y nunca celosa de sus logros. Era uno de esos raros accidentes que suceden a veces: un ser humano contento consigo mismo y feliz. Y por todo ello era lo más precioso en la vida de él.

Llegó el día en que el médico se reunió con Francis en el pasillo del hospital y, con bastante brutalidad y franqueza, le dijo que su esposa iba a morir, que no se podía apelar a ningún tribunal superior, que no habría revisión, ni circunstancias atenuantes. Estaba condenada con mayor seguridad de lo que pudiera estarlo un asesino.

El doctor se explicó. Había lesiones en los huesos del cuerpo de Catherine Kennedy, y su esqueleto se desmoronaría. Había tumores en el cerebro, aún diminutos pero que se expandirían inevitablemente. Y su sangre fabricaba despiadadamente venenos que la conducirían a la muerte.

Francis Kennedy no podía comunicar todo aquello a su esposa. No podía decírselo porque ni él mismo lo creía. Echó mano de todos sus recursos, contactó con todos sus poderosos amigos, consultó incluso con El Oráculo. No había esperanza. En centros médicos y de investigación diferentes, repartidos por todo Estados Unidos, había en marcha programas que experimentaban con medicamentos nuevos y peligrosos, únicamente disponibles para quienes ya eran enfermos terminales. Como esos medicamentos nuevos eran peligrosamente tóxicos, sólo se suministraban a aquellos que los aceptaban por propia voluntad. Y eran tantas las personas condenadas que para cada tratamiento en los programas se disponía de cien voluntarios.

Así, Francis Kennedy cometió lo que se podría haber calificado como un acto inmoral. Utilizó todo su poder para incluir a su esposa en estos programas de investigación, tiró de todos los hilos disponibles para que a su esposa se le suministraran esos venenos letales, pero preservadores de la vida. Y tuvo éxito. Se sintió invadido por una nueva confianza. En aquellos centros de investigación se había curado a algunas personas. ¿Por qué no a su esposa? ¿Por qué no podía él salvarla? Había triunfado a lo largo de toda su vida; también ahora podría triunfar.

Y entonces se inició una etapa de sombras. Al principio fue un programa de investigación en Houston. La hizo ingresar en un hospital de allí. Se quedó con ella durante el tratamiento, que la debilitó tanto que quedó confinada en la cama. Ella le obligó a dejarla allí para que pudiera continuar su campaña por la presidencia. Voló desde Houston a Los Ángeles para pronunciar sus discursos, confiado, ingenioso y alegre. Luego, a últimas horas de la noche, voló de regreso a Houston para pasar unas pocas horas con su esposa. A continuación, voló hasta la siguiente ciudad donde se desarrollaba su campaña, para representar el papel de candidato.

El tratamiento aplicado en Houston fracasó. En Boston le extirparon el tumor del cerebro y la operación fue un éxito, aunque las pruebas efectuadas demostraron que se trataba de un tumor maligno. También eran malignos otros tumores aparecidos en sus pulmones. Los agujeros de los huesos, vistos por rayos X, eran cada vez de mayor tamaño y esculpidos en formas caprichosas. En otro hospital de Boston, el empleo de nuevos medicamentos y terapias obró un milagro. Un nuevo tumor en el cerebro dejó de crecer y los tumores que le quedaban en el pecho se encogieron. Cada noche, Francis Kennedy volaba desde la ciudad donde hubiera estado haciendo campaña, para pasar unas pocas horas a su lado, leerle y bromear con ella. A veces, Theresa volaba desde su escuela en Los Ángeles para visitar a su madre. Padre e hija cenaban juntos y luego visitaban a la paciente en la habitación del hospital, para permanecer sentados en la oscuridad, a su lado. Theresa contaba historias divertidas de sus aventuras en la escuela, y Francis relataba sus aventuras en su campaña hacia la presidencia. Catherine Kennedy se reía.

Él, desde luego, volvió a hablar de abandonar la campaña para quedarse junto a su esposa. Theresa también quiso abandonar la escuela para estar constantemente junto a su madre. Pero ella les dijo que no lo permitiría, que no podría soportar que hicieran eso. Podría estar enferma durante mucho tiempo. Cada uno de ellos debía continuar con su vida. Sólo eso le daría esperanzas, sólo eso le daría las fuerzas necesarias para soportar su tortura. Y ninguno de ellos pudo hacerle cambiar de opinión. Ella amenazó con darse de baja en el hospital y regresar a casa si ellos no continuaban como si las cosas fueran normales.

Durante los largos viajes nocturnos que hacía Francis Kennedy para estar junto a su cama, no podía dejar de maravillarse ante la tenacidad de su esposa. Catherine, con el cuerpo lleno de veneno químico para luchar con los venenos de su cuerpo, se agarraba con ferocidad a la creencia de que se pondría bien y de que no arrastraría con ella a las dos personas que más amaba en el mundo.

Finalmente, la pesadilla pareció tocar a su fin. El mal volvió a remitir y Francis pudo llevársela a casa. Habían estado en todo Estados Unidos; ella había ingresado en siete hospitales diferentes, sometiéndose a sus tratamientos experimentales, y el gran flujo de productos químicos que se le administró parecía haber actuado. Francis Kennedy se sintió exultante, seguro de que había vuelto a tener éxito. Se llevó a su esposa a la casa de Los Ángeles y luego, una noche, él, Catherine y Theresa salieron a cenar, antes de reanudar la campaña. Era una encantadora noche de verano, y el aire suave y balsámico de California les acariciaba la piel. Pero pasó algo extraño. El camarero derramó una gota diminuta de salsa sobre la manga del vestido nuevo de Catherine. Ella se echó a llorar y cuando el camarero se marchó, preguntó entre sollozos:

—¿Por qué ha tenido que hacerme eso?

Era una actitud muy poco característica de ella. Antes se hubiera echado a reír, quitándole importancia al incidente. Y eso hizo que Francis sintiera una extraña premonición. Había pasado por la tortura de todas aquellas operaciones, por la extirpación del pecho, la delicada escisión de su cerebro, el dolor de todos aquellos tumores en crecimiento, y nunca había llorado ni se había quejado. Ahora, evidentemente, esta pequeña mancha sobre la manga de su vestido parecía haberle hundido el ánimo. Se sentía inconsolable.

Al día siguiente, Francis tenía que volar a Nueva York para continuar su campaña. Por la mañana, Catherine le preparó el desayuno. Estaba radiante y su belleza aún parecía mayor, con los hermosos huesos de su rostro sólo esculpidos por la piel. Todos los periódicos publicaban encuestas en las que se indicaba que Francis Kennedy llevaba la delantera, que ganaría la carrera por la presidencia. Catherine las leyó en voz alta.

—Oh, Francis —dijo—, viviremos en la Casa Blanca y dispondré de personal propio. Y Theresa podrá traer a sus amigos para quedarse allí los fines de semana y las vacaciones. Piensa en lo felices que seremos. Y no volveré a ponerme enferma. Te lo prometo. Harás grandes cosas, Francis; sé que las harás. —Ella le rodeó con sus brazos y lloró de felicidad y de amor—. Yo te ayudaré. Pasaremos juntos por todas esas maravillosas habitaciones y te ayudaré a trazar tus planes. Serás el presidente más grande. Yo voy a estar bien, querido, y tendré muchas cosas que hacer. Seremos tan felices. Estaremos muy bien. Somos afortunados. ¿Verdad que somos muy afortunados?

Ella murió en otoño. La luz de octubre se convirtió en su sudario. Francis, de pie entre colinas de un verde desvaído, lloró. Los árboles plateados velaban el horizonte y, en una muda agonía, se llevó las manos a los ojos cerrados para alejar el mundo de sí. En ese momento, sin luz, sintió como si se le quebrara el valor de su mente.

Y con él huyó una preciosa célula de energía. Por primera vez en la vida su inteligencia extraordinaria no le sirvió de nada. Su riqueza no significaba nada. Su poder político, su posición en el mundo no significaban nada. No había podido salvar a su esposa de la muerte. Y, en consecuencia, todo se convirtió en nada.

Se apartó las manos de los ojos y, haciendo un esfuerzo supremo de voluntad, luchó contra aquella sensación de vacío. Volvió a reunir lo que le quedaba del mundo, convocó el poder para luchar contra el dolor. Faltaba menos de un mes para que se celebraran las elecciones, y en ese tiempo hizo el esfuerzo final.

Entró en la Casa Blanca sin su esposa, acompañado únicamente por su hija Theresa, que había tratado de mostrarse feliz, pero que se pasó aquella primera noche llorando porque su madre no podía estar con ellos.

Y ahora, tres años después de la muerte de su esposa, Francis Kennedy, presidente de Estados Unidos, uno de los hombres más poderosos de la Tierra, se hallaba solo en la cama, temeroso por la vida de su hija e incapaz de quedarse dormido. Era el lamento de los poderosos, que nunca pueden encontrar ningún dulce santuario.

Al no poder dormir, trató de ahuyentar el terror que se lo impedía. Se dijo a sí mismo que los secuestradores no se atreverían a hacerle daño alguno a Theresa, que su hija terminaría por regresar a casa sana y salva. Él no dejaba de tener cierto poder en esto, ahora no se veía obligado a confiar en los dioses débiles y falibles de la medicina, no tenía que luchar contra aquellas células cancerígenas terribles e invencibles. Podía movilizar todo el poderío de su país, emplear su autoridad. Ahora todo estaba en sus manos y, gracias a Dios, no tenía escrúpulos políticos. Su hija era lo único que quería y que le quedaba en el mundo. La salvaría.

Pero la angustia, y una oleada de temor, pareció detener su corazón y le obligó a encender la luz, por encima de su cabeza. Se levantó y se sentó en el sillón. Se acercó la mesa de mármol y tomó el resto del chocolate frío que quedaba en la taza.

Estaba convencido de que se había secuestrado el avión porque su hija volaba en él. El secuestro había sido posible debido a la vulnerabilidad de la autoridad establecida para con unas pocas personas decididas, unos terroristas despiadados y posiblemente muy resueltos. Y les había inspirado el hecho de que él, Francis Kennedy, presidente de Estados Unidos, era el símbolo más destacado de aquella autoridad establecida. Así pues, con su deseo de llegar a ser presidente de Estados Unidos, era responsable de haber colocado a su hija en peligro.

Volvió a recordar las palabras del médico: «Es un tipo de cáncer muy agresivo». Y ahora lo comprendió. Todo era mucho más peligroso de lo que parecía. Esta era una noche para planificar, para defenderse; él contaba con el poder para hacer a un lado el destino. El sueño no llegaría a las cámaras de su cerebro, tan sembradas de minas.

¿Cuál había sido su deseo? ¿Alcanzar el destino de éxito del nombre de los Kennedy? Pero si sólo era primo, pariente alejado de línea troncal. Recordó al gran tío Joseph Kennedy, un mujeriego legendario, capaz de convertir en oro todo lo que tocaba, con una mente muy aguda para el momento, pero ciega para el futuro. Recordó con agrado al viejo Joe, aunque, de haber estado vivo, se habría situado políticamente en el extremo opuesto a él. Pero el gran tío Joe siempre le había dado a Francis monedas de oro en sus cumpleaños, y había creado un fideicomiso para él, aunque sólo era un pariente secundario. Qué vida más egoísta había llevado aquel hombre, yendo detrás de las estrellas de Hollywood, encumbrando a sus hijos. No importaba que hubiera sido un dinosaurio político. Y qué final tan trágico. Una vida afortunada hasta el último capítulo. Luego llegaron los asesinatos de sus dos hijos, tan jóvenes, tan altos, y el viejo se sintió derrotado. Un ataque final explotó en su cerebro.

Hacer presidente a su hijo, ¿podía un padre sentir tal alegría? ¿Acaso el viejo creador de reyes había sacrificado a sus hijos para nada? ¿O es que los dioses lo habían castigado, no tanto por su orgullo, sino por su placer? ¿O había sido todo un accidente? Sus hijos, Jack y Robert, tan ricos, tan agraciados, tan bien dotados, asesinados por aquellos donnadies sin poder que se inscribían en la historia con el asesinato de sus mejores. No, no podía haber propósito alguno en ello, tenía que tratarse de un accidente. Así, muchas cosas pequeñas eran capaces de apartar al destino; muchas precauciones diminutas transformaban la tragedia en pequeñas abolladuras del destino.

Así que ahora no dejaría nada en manos del destino, pensó Francis Kennedy. Traería a su hija a casa, sana y salva, con su propia sensación de terror. Entregaría a los secuestradores todo lo que quisieran y, sin duda, eso los dejaría satisfechos, aunque Estados Unidos se viera humillado a los ojos del mundo. Un pequeño precio que pagar por Theresa.

Y, sin embargo… allí estaba la extraña sensación de perdición. ¿Cuál era la conexión entre el asesinato del papa y el secuestro de la hija del presidente? ¿Por qué aquel retraso para plantear sus exigencias? ¿De qué otros hilos había que tirar allí, en el laberinto?

En la oscuridad de su habitación, se sintió aterrorizado al pensar en cómo podría acabar todo. Sintió la rabia familiar, siempre comenida, el pavor. Recordó el día terrible en que, siendo un niño que jugaba en el prado de la Casa Blanca con sus primos pequeños, escuchó los primeros susurros sobre la muerte de su tío John, y desde el interior de la Casa Blanca llegaron hasta él los prolongados y terribles gritos de una mujer angustiada.

Luego, misericordiosamente, las cámaras de su cerebro se abrieron, sus recuerdos huyeron, y se quedó dormido en el sillón.