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En Roma, el día de Viernes Santo, antes de la Pascua de Resurrección, siete terroristas hacían sus preparativos finales para asesinar al papa de la Iglesia Católica. Esta banda de cuatro hombres y tres mujeres creían ser libertadores de la humanidad. Se denominaban a sí mismos «Cristos de la Violencia».

El líder de esta peculiar banda era un joven italiano, bien ejercitado en la técnica del terror. Para esta operación concreta había asumido el nombre en clave de «Romeo», lo que satisfacía su sentido juvenil de la ironía, y este sentimentalismo endulzaba su amor intelectual por la humanidad.

Durante la tarde del Viernes Santo, Romeo descansaba en un «piso franco» proporcionado por los Cien Internacionales. Tumbado sobre unas sábanas arrugadas y manchadas con ceniza de cigarrillo, y por el sudor de varias noches, leía una edición de bolsillo de Los hermanos Karamazov. Tenía contraídos los músculos de las piernas, a causa de la tensión, o quizá por el miedo; daba igual. Se le pasaría, como siempre. Pero esta misión era muy diferente, muy compleja e implicaba un considerable peligro, tanto para el cuerpo como para el espíritu. En esta misión sería un verdadero Cristo de Violencia, nombre tan jesuítico que siempre le inducía a risa.

Romeo había nacido como Armando Giangi, en una familia de padres ricos de la alta sociedad, que le sometió a una educación soporífera, lujosa y religiosa, una combinación tan ofensiva para su naturaleza ascética que a la edad de dieciséis años renunció a los bienes terrenales y a la Iglesia Católica. Así que ahora, a los veintitrés años, ¿qué mayor rebelión podía haber para él que asesinar al papa? Y sin embargo, Romeo seguía sintiendo un terror supersticioso. De niño había recibido la confirmación de manos de un cardenal de sombrero rojo. Siempre recordaría aquel ominoso sombrero rojo pintado en los mismos fuegos del infierno.

Confirmado así por Dios en el ritual, se preparaba para cometer un crimen tan terrible que cientos de millones de personas maldecirían su nombre, ya que para entonces se conocería su verdadero nombre. Sería capturado. Eso formaba parte del plan. Lo que ocurriera después dependería de Yabril. Pero con el tiempo, él, Romeo, sería aclamado como un héroe que ayudó a cambiar este cruel orden social. Lo que en un siglo constituía la mayor de las infamias, al siguiente podría convertirse en la mayor de las santificaciones. Y viceversa, pensó con una sonrisa. El primer papa en adoptar el nombre de Inocencio, hacía siglos, había publicado una bula pontificia autorizando la práctica de la tortura, y había sido aclamado por propagar la verdadera fe y rescatar a las almas heréticas.

La ironía juvenil de Romeo también se sentía atraída por la idea de que la Iglesia canonizaría al papa que tenía la intención de asesinar. Él crearía un nuevo santo. Y cómo los odiaba. A todos aquellos papas. Este papa, Inocencio IV, el papa Pío, el papa Benedicto; todos ellos santificaban a demasiados, estos amasadores de riquezas, estos supresores de la verdadera fe en la libertad humana, estos pomposos hechiceros que sofocaban a los desvalidos de la Tierra con su magia llena de ignorancia y sus ardientes insultos a la credulidad.

Él, Romeo, uno de los Cien, de los Cristos de la Violencia, ayudaría a erradicar aquella burda magia. Los Cien Primeros, vulgarmente denominados terroristas, se habían extendido por Japón, Alemania, Italia, España y hasta por la Holanda llena de tulipanes. Valía la pena observar que no había ninguno de los Cien Primeros en Estados Unidos. Aquella democracia, el lugar de nacimiento de la libertad, sólo contaba con revolucionarios intelectuales que se desmayaban a la vista de la sangre, y que hacían explotar sus bombas en edificios vacíos, después de haber advertido a la gente para que los abandonara; que pensaban que la fornicación pública en los escalones de los edificios institucionales era un acto de rebelión idealista. Qué despreciables eran. No era sorprendente que Estados Unidos no hubiera aportado nunca un solo hombre a los Cien Revolucionarios.

Romeo puso fin a sus ensoñaciones. Qué demonios, ni siquiera sabía si eran cien o no. Podían ser cincuenta, o sesenta; tan sólo era un número simbólico. Pero esos símbolos atraían a las masas y seducían a los medios de comunicación. El único hecho que conocía era que él, Romeo, era uno de los Cien, como también lo era Yabril, su amigo y compañero de conspiración.

Una de las muchas iglesias de Roma hizo repicar sus campanas. Eran casi las seis de la tarde de ese Viernes Santo. Dentro de una hora llegaría Yabril para revisar toda la mecánica de la complicada operación. El asesinato del papa sería el movimiento de apertura de una partida de ajedrez brillantemente concebida; una serie de actos atrevidos que encantaban al alma romántica de Romeo.

Yabril era el único hombre que sentía respeto por Romeo, tanto físico como mental. Yabril conocía las trapacerías de los gobiernos, las hipocresías de la autoridad legal, el peligroso optimismo de los idealistas, los sorprendentes engaños a la lealtad de los terroristas, incluso de los más comprometidos. Pero, por encima de todo, Yabril era un genio de la guerra revolucionaria. Sentía desprecio por las pequeñas compasiones y la piedad infantil que afectaban a la mayoría de los hombres. Yabril no tenía más que un solo objetivo: liberar el futuro.

Y era más despiadado de lo que Romeo hubiera podido soñar. Romeo había asesinado a gente inocente, traicionado a sus padres y amigos, asesinado a un juez que en cierta ocasión lo había protegido. Comprendía que el asesinato político podía convertirse en una especie de locura, y estaba dispuesto a pagar ese precio. Pero cuando Yabril le dijo: «Si no puedes arrojar una bomba en un jardín de infancia, entonces no eres un verdadero revolucionario», Romeo le replicó: «Eso no podría hacerlo nunca».

Pero sí podía asesinar al papa.

Sin embargo, en las últimas y oscuras noches romanas, una especie de pequeños y horribles monstruos, que sólo eran los fetos de los sueños, cubrieron el cuerpo de Romeo con un sudor destilado del hielo.

Romeo suspiró y se levantó de la sucia cama para ducharse y afeitarse antes de que llegara Yabril. Sabía que su compañero juzgaría su limpieza como una buena señal, reflejo de la moral alta que mantenía para la misión que se aproximaba. Yabril, al igual que muchos sensualistas, creía en un cierto nivel de limpieza, aunque fuera con saliva. Romeo, un verdadero asceta, era capaz de vivir rodeado de suciedad.

Por las calles de Roma, mientras se dirigía a visitar a Romeo, Yabril tomaba las precauciones habituales. Pero, en realidad, todo dependía de la seguridad interna, de la lealtad de los cuadros combativos, de la integridad de los Cien Primeros. Pero ellos no conocían en toda su amplitud la misión, ni siquiera el propio Romeo.

Yabril era un árabe que pasaba con facilidad por siciliano, como de hecho sucedía con muchos de ellos. Tenía un rostro delgado y oscuro, pero la parte inferior, la barbilla y la mandíbula, eran sorprendentemente más pesadas, más toscas, como si existiera allí una capa extra de hueso. En los períodos de descanso, se dejaba crecer una barba sedosa para ocultar aquella tosquedad. Pero cuando formaba parte de una operación, se afeitaba pulcramente. Y entonces, como el Ángel de la Muerte, mostraba al enemigo su verdadero rostro.

Sus ojos eran de un marrón pálido; el cabello tenía hebras aisladas de gris. Aquella pesadez de la mandíbula se repetía también en el pecho y en los compactos hombros. Tenía las piernas largas para la corta estatura de su cuerpo; en cierta manera ocultaban la potencia física que era capaz de generar. Sin embargo, nada podía enmascarar la mirada alerta e inteligente de sus ojos.

Yabril detestaba toda la idea de los Cien Primeros. Le parecía que aquello no era más que un truco de relaciones públicas, muy de moda, y desdeñaba su renuncia formal al mundo material. Aquellos revolucionarios de educación universitaria, como el propio Romeo, eran demasiado románticos en su idealismo, demasiado despectivos con respecto al compromiso. Yabril comprendía la necesidad de que hubiera un poco de corrupción en la levadura de la revolución.

Hacía tiempo que había abandonado toda pretensión moral. Tenía la clara conciencia de quienes creen y saben que se hallan dedicados con toda su alma al enriquecimiento moral de la humanidad. Pero nunca se reprochaba sus actos de egoísmo. Había establecido contratos personales con jeques del petróleo para asesinar a rivales políticos. Había realizado extraños trabajos de asesinato para aquellos nuevos jefes de Estado africanos que, educados en Oxford, habían aprendido a delegar; había cometido, además, actos ocasionales de terrorismo para jefes políticos de diversa respetabilidad. Había trabajado para aquellos hombres que lo controlan todo en el mundo, excepto el poder sobre la vida y la muerte.

Esos actos nunca habían llegado a conocimiento de los Cien Primeros y, desde luego, nunca se los había confiado a Romeo. Yabril recibía fondos de compañías petrolíferas holandesas, inglesas y estadounidenses, dinero de servicios secretos soviéticos y japoneses y en algún momento de su carrera había sido pagado incluso por la CÍA, para la que realizara una ejecución especialmente clandestina. Pero todo eso había sucedido en los primeros tiempos.

Ahora vivía bien, no era ascético, puesto que después de todo había sido pobre, aunque no naciera así. Le gustaba el buen vino, la comida de gourmet, prefería los hoteles lujosos, disfrutaba con el juego y a menudo sucumbía al éxtasis de la carne de una mujer. Siempre pagaba ese éxtasis con dinero, regalos o ejerciendo su encanto personal. Sentía verdadero terror por el amor romántico.

A pesar de estas debilidades «revolucionarias», Yabril era famoso en los círculos donde se movía por el poder de su voluntad. No temía a la muerte, algo que no resultaba tan extraordinario; pero sí lo era que no temiera al dolor. Quizá fuera por eso por lo que era capaz de ser tan despiadado.

Yabril se había puesto a prueba a lo largo de los años. Era absolutamente inquebrantable bajo cualquier clase de persuasión física o psicológica. Había sobrevivido a la prisión en Grecia, Francia y Rusia, además de a dos meses de interrogatorios efectuados por los servicios israelíes de seguridad, cuya experiencia inspiraba su admiración. Los había derrotado a todos, quizá porque su cuerpo poseía la capacidad de perder la sensibilidad bajo condiciones de extrema compulsión. Al final, todos acababan por reconocerlo. Yabril era de verdadero granito bajo el dolor.

Cuando era él quien apresaba, a menudo seducía a sus víctimas. Reconocía en sí mismo un cierto grado de locura como parte de su encanto y como parte del temor que inspiraba. O quizá no hubiera la menor malicia en sus crueldades. De hecho, disfrutaba de la vida, y era un terrorista de tenues convicciones. Incluso ahora, paseaba con gusto por las fragantes calles de Roma, del crepúsculo del Viernes Santo, colmado por el sonar de incontables campanas benditas, aunque estaba perfectamente preparado para llevar a cabo la operación más peligrosa de toda su vida.

Todo estaba a punto. El equipo de Romeo estaba listo. El de Yabril llegaría a Roma al día siguiente. Ambos se alojarían en casas «seguras» y separadas, y su único eslabón de contacto serían los dos líderes. Yabril sabía que éste era un gran momento. El próximo Domingo de Resurrección y los días siguientes verían una brillante creación.

Él, Yabril, dirigiría a las naciones por caminos que no querían seguir. Se quitaría de encima a todos sus maestros en las sombras, que se convertirían en sus peones, y los sacrificaría a todos, incluso al pobre Romeo. Sólo la muerte, o un fallo de los nervios, impediría la ejecución de sus planes. O, más concretamente, uno de los cien posibles errores de coordinación. Pero la operación era tan complicada, tan ingeniosa, que hasta le producía placer. Yabril se detuvo en la calle para disfrutar contemplando las agujas de las iglesias, los rostros felices de los ciudadanos de Roma, su propia especulación melodramática sobre el futuro.

Pero, al igual que todos los hombres que se creen capaces de cambiar el curso de la historia con su propia voluntad, inteligencia y fortaleza, Yabril no prestaba la debida atención a los accidentes y coincidencias de la historia, ni a la posibilidad de que pudiera haber hombres más terribles que él. Hombres incrustados en la estricta estructura de la sociedad, que llevaban la máscara de benignos legisladores, y que pudieran ser más despiadados y crueles que él mismo.

Al observar a los devotos y alegres peregrinos que llenaban las calles de Roma, creyentes en un Dios omnipotente, se sentía lleno de una sensación de invencibilidad propia. Orgullosamente trascendería la misericordia del Dios de ellos, porque el bien empezaría necesariamente a partir de aquel extremado ámbito del mal.

Yabril se encontraba ahora en uno de los barrios más pobres de Roma, allí donde se podía intimidar y sobornar a la gente con mayor facilidad. Llegó al «piso franco» de Romeo al caer la oscuridad. El viejo edificio de viviendas de cuatro pisos tenía un gran patio interior rodeado por una pared de piedra; todas las viviendas estaban controladas por el movimiento revolucionario clandestino. Le abrió la puerta una de las tres mujeres que formaban parte del equipo de Romeo. Se trataba de una mujer delgada, vestida con unos pantalones vaqueros y una camisa azul de algodón, desabrochada casi hasta la cintura. No llevaba sujetador pero tampoco se observaba la redondez de los pechos. Ya había participado antes en una de las operaciones de Yabril. A él no le gustaba, pero admiraba su ferocidad. Habían discutido antes, y ella no se había dejado amilanar.

La mujer se llamaba Annee. Tenía el cabello, oscuro como el azabache, con un corte a lo príncipe Valiente que no favorecía en nada su rostro desafiante y fuerte, pero observó aquellos ojos relampagueantes que escudriñaban a todos con una especie de furia, incluso a Romeo y Yabril. Aún no había sido plenamente informada de la misión, pero la aparición de Yabril le indicó que se trataba de algo de la máxima importancia. Ella le sonrió fugazmente, sin hablar, y luego cerró la puerta, después de que Yabril hubiera entrado.

Yabril observó con disgusto lo sucia que estaba la casa. Había vasos y platos con restos de comida por toda la habitación, el suelo cubierto de periódicos. El equipo de Romeo se componía de cuatro hombres y tres mujeres, todos ellos italianos. Las mujeres se negaban a limpiar; iba en contra de sus principios revolucionarios el realizar tareas domésticas durante una operación, a menos que los hombres las compartieran. Los hombres, todos ellos estudiantes universitarios y todavía jóvenes, también creían en los derechos de la mujer, pero eran los hijos mimados de madres italianas y sabían que, una vez que se marcharan, un equipo de apoyo limpiaría la casa de todas las pistas incriminadoras. El compromiso implícito consistía en ignorar la suciedad. Un compromiso que no hacía más que irritar a Yabril.

—Sois unos verdaderos cerdos —le dijo a Annee.

—Yo no soy una criada —replicó ella con un frío desprecio.

Yabril se dio cuenta inmediatamente de su valor. No le tenía miedo, del mismo modo que no temía a ningún otro hombre o mujer. Era una verdadera adepta. Estaba perfectamente dispuesta a ser quemada en la hoguera. Un timbre de alarma se disparó en su mente.

Romeo, tan atractivo y vital que hasta la propia Annee bajó la mirada, acudió bajando la escalera a toda prisa desde el apartamento superior y abrazó a Yabril con verdadero afecto. Luego le condujo hacia el patio, donde se sentaron sobre un pequeño banco de piedra. El aire de la noche estaba lleno de la fragancia de las flores primaverales, y con el olor había un ligero zumbido, el sonido producido por los miles de peregrinos que gritaban y hablaban en las calles de la Roma cuaresmal. Por encima de todo ello se podía oír el tañido ascendente y descendente de cientos de campanas que aclamaban la cercanía del Domingo de Resurrección.

—Nuestro momento ha llegado por fin, Yabril —dijo Romeo mientras encendía un cigarrillo—. No importa lo que ocurra, la humanidad recordará nuestros nombres para siempre.

Yabril se echó a reír ante aquel romanticismo afectado; experimentaba un ligero desprecio por aquel deseo de gloria personal.

—Eso es infame —dijo—. Competimos con una larga historia de terror.

Yabril estaba pensando en su abrazo. Un abrazo de amor profesional por su parte, pero impregnado por el terror de ser los parricidas, ahora de pie sobre el padre al que acabarían por asesinar juntos.

Débiles luces eléctricas se encendían a lo largo de las paredes del patio, pero sus rostros se hallaban envueltos en la oscuridad.

—Lo sabrán todo a su debido tiempo —dijo Romeo—. Pero ¿entenderán nuestras motivaciones? ¿O nos tomarán por unos lunáticos? Qué demonios, los poetas del futuro nos comprenderán.

—No podemos preocuparnos por eso ahora —dijo Yabril.

Se sentía inquieto cada vez que Romeo se ponía histriónico. Eso le hacía cuestionarse la eficacia de aquel hombre, a pesar de que había quedado demostrada en muchas ocasiones. A pesar de su aspecto delicado y de su aparente inseguridad, Romeo era un hombre verdaderamente peligroso. Pero existía una diferencia fundamental entre ambos. Romeo era demasiado temerario, mientras que Yabril era quizá excesivamente astuto.

No hacía apenas un año, mientras caminaban juntos por las calles de Beirut, se encontraron en su camino una bolsa de papel marrón, aparentemente vacía, manchada con la grasa de la comida que había contenido. Yabril la rodeó. Romeo, sin embargo, le lanzó una patada y la envió entre los montones de basura. Poseían instintos diferentes. Yabril creía que todo era peligroso en esta tierra. Romeo, en cambio, poseía una cierta e inocente confianza.

Había además otras diferencias. Yabril era feo, con sus pequeños ojos de mármol. Romeo, en cambio, era casi hermoso. Aquél se sentía orgulloso de su fealdad, mientras que éste se sentía avergonzado por su belleza. Yabril siempre había entendido que cuando un hombre inocente se compromete por completo con el cambio político, eso debe conducirle al asesinato. Romeo había llegado a esa misma conclusión algo más tarde, y lo había hecho de mala gana. Su conversión había sido intelectual.

Romeo había obtenido victorias sexuales ayudado por su belleza física; el dinero de su familia le había protegido de las humillaciones económicas. Era lo bastante inteligente como para ser consciente de que su buena fortuna no era moralmente correcta, de tal modo que la misma «bondad» de su vida le disgustaba. Se enfrascaba en la literatura y en lo que le servía para afirmar sus creencias. Fue inevitable que sus profesores radicales le convencieran de que debía ayudar a conseguir que el mundo fuera un lugar mejor donde vivir.

No quería ser como su padre, un italiano que se pasaba más tiempo en las barberías que los cortesanos con sus peluqueros. No deseaba pasarse la vida persiguiendo a las mujeres hermosas. Y, por encima de todo, no vivía del dinero obtenido a base de explotar a los pobres. Había que liberarlos, hacerlos felices y sólo después de eso disfrutar también él de la felicidad. Así fue como llegó a las obras de Karl Marx, como una segunda comunión.

La conversión de Yabril había sido más visceral. De niño, en Palestina, vivió en un Jardín del Edén. Había sido un muchacho feliz, extremadamente inteligente, devotamente obediente para con sus padres, sobre todo para con su padre, que durante una hora al día le leía versículos del Corán.

La familia vivía en una gran villa y disponía de numerosos sirvientes, sobre amplios terrenos que eran mágicamente verdes en aquellas tierras desérticas. Pero un día, cuando Yabril contaba con cinco años de edad, fue arrojado de este paraíso. Sus queridos padres desaparecieron, la villa y los jardines se disolvieron en una nube de humo de color púrpura. Y, de repente, se encontró viviendo en un pueblo pequeño y sucio situado en lo más profundo de una montaña, obligado a vivir como huérfano de la caridad de sus parientes consanguíneos. El único tesoro que conservó fue el Corán de su padre, impreso en papel de vitela, con figuras ilustradas de oro, y una caligrafía asombrosa de un rico color azulado. Nunca olvidaría a su padre leyéndolo en voz alta, ciñéndose exactamente al texto, de acuerdo con las costumbres musulmanas. Aquellas órdenes de Dios, dadas al profeta Mahoma, eran palabras que jamás podían discutirse. Como hombre ya adulto, Yabril le había dicho en cierta ocasión a un amigo judío: «El Corán no es la Torah», y los dos se echaron a reír.

La verdadera historia del exilio del Jardín del Edén se le reveló casi de inmediato, pero él no la comprendió del todo hasta algunos años más tarde. Su padre había apoyado en secreto la independencia de Palestina del Estado de Israel, y había sido un líder en la clandestinidad. Luego fue traicionado y muerto a balazos durante una incursión policial, mientras que su madre se suicidó cuando los israelíes volaron la villa y todo lo que contenía.

Convertirse en un terrorista fue algo de lo más natural para Yabril. Sus parientes y sus maestros en la escuela local le enseñaron a odiar a todos los judíos, aunque no lo lograron del todo. Odiaba a su Dios por haberle expulsado del paraíso de su niñez. A la edad de dieciocho años vendió el Corán de su padre por una enorme suma de dinero y se matriculó en la universidad de Beirut. Allí gastó la mayor parte de su fortuna con mujeres y, finalmente, después de dos años, se convirtió en miembro del movimiento clandestino palestino. Con el transcurso de los años llegó a ser un arma mortal para aquella causa. Pero su objetivo final no era la liberación de su pueblo. Su trabajo iba dirigido, en cierto sentido, a la búsqueda de la paz interior.

Ahora, juntos en el patio del «piso franco», Romeo y Yabril tardaron poco más de dos horas en repasar todos los detalles de su misión. Romeo fumaba cigarrillos constantemente. Había una cosa que le ponía nervioso.

—¿Estás seguro de que me entregarán? —preguntó.

—¿Cómo pueden dejar de hacerlo con el rehén que yo tendré en mi poder? —replicó Yabril con suavidad—. Créeme, estarás más seguro en sus manos de lo que yo estaré en Sherhaben.

Se dieron un abrazo final en la oscuridad, sin saber que, después del Domingo de Resurrección, ya no se volverían a ver nunca más.

Una vez que Yabril se hubo marchado, Romeo fumó un último cigarrillo en la oscuridad del patio. Podía ver las cúpulas de las grandes iglesias de Roma, más allá de las paredes de piedra. Luego entró. Había llegado el momento de informar a su equipo.

Annee era la responsable de armamento del grupo, por lo que abrió un gran baúl para entregar las armas y municiones. Uno de los hombres extendió una sábana sucia sobre el suelo del salón y Annee puso sobre ella lubricante y trapos. Limpiarían las armas mientras escuchaban el informe. Escucharon durante horas, hicieron preguntas y ensayaron sus movimientos. Annee distribuyó las ropas operativas, y todos hicieron bromas al respecto. Finalmente, se sentaron para comer juntos la cena que habían preparado Romeo y los hombres. Fanfarronearon sobre el éxito de su misión con el vino nuevo, y algunos de ellos jugaron a las cartas durante una hora antes de retirarse a sus habitaciones. No había necesidad de hacer guardia; se habían encerrado en lugar seguro y todos tenían las armas preparadas junto a sus camas. A pesar de todo, les costó mucho dormirse.

Después de la medianoche Annee llamó a la puerta de la habitación de Romeo, que estaba leyendo. La dejó entrar y ella le arrebató con rapidez el ejemplar de Los hermanos Karamazov, arrojándolo al suelo.

—¿Ya vuelves a leer esa mierda? —preguntó con desprecio.

—Me divierte —dijo Romeo encogiéndose de hombros y sonriendo—. Sus personajes me parecen italianos que tratan de ser serios.

Se desnudaron rápidamente y se acostaron sobre las sábanas arrugadas, tumbados ambos de espaldas. Sus cuerpos estaban tensos, no por la excitación del sexo, sino a causa de un terror misterioso. Romeo tenía los ojos clavados en el techo mientras que Annee los mantenía cerrados. Tumbada a su izquierda, lo masturbó, lenta y suavemente, con la mano derecha. Sus hombros apenas se tocaban, y el resto de sus cuerpos estaban separados. Cuando ella sintió que Romeo entraba en erección continuó acariciándolo al mismo tiempo que se masturbaba con la mano izquierda. Fue un ritmo continuo y lento durante el que Romeo extendió recelosamente la mano para tocarle un pecho pequeño, pero ella hizo una mueca, como una niña, con los ojos fuertemente cerrados. Sus apretones se hicieron entonces más duros y fuertes y el vaivén más frenético y arrítmico hasta que Romeo alcanzó el orgasmo. En el momento en que el semen fluyó sobre la mano de Annee, ella también alcanzó el orgasmo, abrió los ojos y su ligero cuerpo pareció encogerse sobre sí mismo en el aire, retorciéndose y volviéndose hacia Romeo, como si pretendiera besarlo, pero bajó la cabeza y la hundió en su pecho por un momento, hasta que su cuerpo dejó de estremecerse. Luego, con mucha naturalidad, ella se sentó y se limpió la mano con la sábana arrugada de la cama. A continuación, tomó el paquete de cigarrillos y el encendedor de Romeo del mármol de la mesita de noche y empezó a fumar.

—Me siento mejor —dijo Annee.

Romeo se dirigió al cuarto de baño y humedeció una toalla. Regresó y le lavó las manos y luego se limpió él mismo. Después le entregó la toalla a ella, que se la frotó entre las piernas.

Habían hecho lo mismo en otra misión y Romeo comprendía que ésta era la única forma de afecto que ella era capaz de expresar. Era tan feroz en su independencia, fuera cual fuese la razón, que no podía soportar que la penetrara un hombre al que no amara. Y cuando él le había sugerido la fellatio y el cunnilingus, también le habían parecido otra forma de rendición. Lo que acababa de hacer era la única manera de satisfacer su necesidad sin traicionar sus ideales de independencia.

Romeo observó su rostro. Ahora no era tan rígido, y los ojos no parecían tan feroces. Pensó que era muy joven, y se preguntó cómo había podido convertirse en una persona tan cruel en tan corto espacio de tiempo.

—¿Quieres dormir conmigo esta noche, aunque sólo sea por tener compañía? —le preguntó.

—Oh, no —contestó ella aplastando el cigarrillo—. ¿Por qué iba a querer hacer tal cosa? Los dos ya tenemos lo que necesitábamos.

Se levantó y empezó a vestirse.

—Al menos podrías decir algo tierno antes de marcharte —comentó Romeo en son de broma.

Ella se detuvo por un momento en el umbral de la puerta y se volvió. Por un instante, Romeo pensó que regresaría a la cama. Estaba sonriendo y por primera vez la vio como una muchacha joven de la que podría llegar a enamorarse. Pero luego ella pareció ponerse de puntillas y dijo:

—Romeo, Romeo, ¿dónde está tu arte, Romeo? Le dirigió una mueca con la nariz y desapareció por detrás de la puerta, que cerró.

David Jatney y Cryder Cole, dos estudiantes de la universidad Brigham Young de Provo, Utah, prepararon sus equipos para la tradicional «cacería asesina» que se organizaba una vez por curso. Este juego había vuelto a ponerse de moda desde la elección de Francis Xavier Kennedy para la presidencia de los Estados Unidos. Según las reglas del juego, un equipo de estudiantes disponía de veinticuatro horas para cometer el asesinato, es decir, disparar sus pistolas de juguete contra una efigie de cartón del presidente de los Estados Unidos, a no más de cinco pasos de distancia. Para impedirlo, allí estaba el equipo defensivo de la fraternidad de la ley y el orden, compuesto por más de cien estudiantes. La «apuesta del premio en metálico» se utilizaba para pagar el banquete de la victoria, que se celebraba a la conclusión de la «cacería».

La facultad y la administración universitaria, influidas por la iglesia mormona, desaprobaban esta clase de juegos, que se habían hecho populares en los campus de todas las universidades de los Estados Unidos, y que eran uno de los inconvenientes de una sociedad libre. El mal gusto y el anhelo de groserías en la vida formaban parte de los elevados espíritus de los jóvenes. Era una vía de escape para el resentimiento contra la autoridad, una protesta de aquellos que aún no habían conseguido nada en contra de aquellos que ya habían alcanzado el éxito. Se trataba de una protesta simbólica y, desde luego, preferible a las manifestaciones políticas, la violencia ocasional y las sentadas. El juego de la cacería era una válvula de seguridad para las hormonas de las revueltas.

David Jatney y Cryder Cole, los dos «cazadores», atravesaron el campus con el arma al hombro. Jatney era el planificador y Cole el actor, por lo que sería este último el encargado de hablar y Jatney el de asentir mientras se dirigían hacia los hermanos de la fraternidad que protegían la efigie del presidente. La figura de cartón de Francis Kennedy poseía un cierto parecido, pero había sido coloreada de una forma extravagante, mostrándolo con un traje azul, una corbata verde, calcetines rojos y sin zapatos. En lugar de los zapatos se veía un número romano, IV. La fraternidad de la ley y el orden amenazó a Jatney y Cole con sus pistolas de juguete y los dos «cazadores» retrocedieron. Cole lanzó un alegre insulto, pero Jatney tenía una expresión hosca en el rostro. Se tomaba su misión muy en serio. Jatney estaba revisando su plan maestro y ya experimentaba una satisfacción salvaje por el éxito asegurado. Esta aparición ante el enemigo sólo había tenido el propósito de mostrarse vestidos con ropas de esquiar, para crear así una identidad visual y prepararse para un ataque por sorpresa posterior. También tenía el propósito de inducir a que los demás pensaran que se marchaban del campus para pasar fuera el fin de semana.

Una parte de la «cacería» exigía que se publicara previamente el itinerario que seguiría la efigie presidencial. La efigie estaría presente en el banquete de la victoria, programado para aquella misma noche, antes de las doce. Jatney y Cole se reunieron a las seis de la tarde en el restaurante acordado. El propietario no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus planes. Para él sólo se trataba de dos estudiantes jóvenes que habían trabajado en su local durante las dos últimas semanas. Eran camareros muy buenos, sobre todo Cole, y el propietario estaba encantado con ellos.

Aquella noche, a las nueve, cuando el grupo de cien guardias de la ley y orden entró con su efigie presidencial, algunos se quedaron apostados vigilando todas las entradas del restaurante. La efigie fue colocada en el centro del círculo de mesas. El propietario se frotaba las manos ante aquel aumento del negocio. Sólo comprendió lo que pasaba cuando entró en la cocina y vio a sus dos jóvenes camareros ocultando sus pistolas de juguete en las soperas.

—Oh, por el amor de Dios —exclamó—. Eso significa que vosotros dos os marcharéis esta misma noche.

Cole le sonrió con una mueca, pero David Jatney le dirigió una mirada amenazadora al tiempo que ambos salían al comedor, con las soperas levantadas en alto para ocultar sus rostros.

Los guardias ya brindaban por su victoria cuando Jatney y Cole colocaron las soperas en el centro de la mesa, levantaron las tapaderas y sacaron las pistolas de juguete. Apuntaron las armas contra la efigie tan alegremente coloreada y dispararon los pequeños taponazos del mecanismo. Cole hizo un solo disparo y luego se echó a reír a carcajadas. Jatney hizo tres disparos, con una actitud muy deliberada, y luego arrojó la pistola al suelo. Ni se movió, ni sonrió hasta que los guardias se apiñaron a su alrededor, maldiciendo y felicitándoles; después todos se sentaron a cenar. Jatney le dio una patada a la efigie de modo que ésta se deslizó hasta el suelo, donde nadie pudiera verla.

Aquélla había sido una de las «cacerías» más sencillas. En otras universidades del país el juego se tomaba mucho más en serio. Se preparaban elaboradas estructuras de seguridad y hasta efigies con chorros de sangre sintética. Los periódicos especulaban diciendo que esta manía había vuelto a ponerse de moda después de la elección de Francis Xavier Kennedy para la presidencia. En las universidades más liberales, la efigie era a veces de color negro.

Pero en Washington DC, Christian Klee, fiscal general de Estados Unidos, tenía su propio archivo de todos estos asesinos ficticios. Y lo que llamó su interés fue la fotografía y el memorándum sobre Jatney. Escribió una nota para asignar un equipo que se dedicara a investigar la vida de David Jatney.

En este mismo Viernes Santo, antes del Domingo de Resurrección, dos jóvenes mucho más serios y con creencias mucho más idealistas que las de Jatney y Cole, pero también mucho más preocupados por el futuro de su mundo, se dirigieron en coche desde el Instituto de Tecnología de Massachusetts hasta Nueva York y depositaron una pequeña maleta en una consigna del edificio de la administración del aeropuerto. Caminaron con desagrado entre los borrachos sin hogar, los chulos de ojos avizor y las putas incipientes que llenaban las salas del edificio. Los dos eran verdaderos prodigios, profesores de física a la edad de veinte años y miembros de un equipo que trabajaba en un programa avanzado de la universidad. La maleta contenía una diminuta bomba atómica que habían construido utilizando materiales robados en el laboratorio y el necesario óxido de plutonio. Les había costado dos años robar todos aquellos materiales de sus programas, poco a poco, falsificando sus informes y experimentos, para que nadie se diera cuenta.

Sus nombres eran Adam Gresse y Henry Tibbot y habían sido calificados de genios desde la edad de doce años. Sus padres los habían educado para que fueran conscientes de sus responsabilidades con la humanidad. No tenían vicios, excepto la adquisición de conocimientos. El brillo de sus inteligencias les hacía desdeñar aquellos apetitos que consideraban como piojos en la piel de la humanidad: el alcohol, el juego, las mujeres, la glotonería y las drogas.

Pero sucumbieron a la poderosa droga del pensamiento claro. Poseían una conciencia social y se daban cuenta de todos los males que asolaban el mundo. Sabían que la fabricación de armas atómicas constituía un error, que estaba en juego el destino de la humanidad, y decidieron hacer todo lo que pudieran por impedir un desastre definitivo. Así que, después de un año de conversaciones juveniles, decidieron asustar al gobierno. Demostrarían lo fácil que sería para cualquier individuo demente infligir un grave castigo a la humanidad. Construyeron la diminuta bomba atómica, de sólo medio kilotón de potencia, con la intención de colocarla y luego advertir a las autoridades de su existencia. Ellos no sabían que esa misma situación ya había sido predicha con toda exactitud en los informes psicológicos de un prestigioso «grupo de pensamiento» fundado por el gobierno, como una de las posibilidades de la era atómica de la humanidad.

Mientras aún se hallaban en Nueva York, Adam Gresse y Henry Tibbot enviaron por correo su carta de advertencia al New York Times explicando sus motivaciones y pidiendo que se publicara la carta antes de enviarla a las autoridades. La redacción de la carta había exigido un largo proceso, no sólo porque tenía que hacerse con precisión para demostrar que no había malicia, sino porque utilizaron palabras impresas y recortadas, y letras extraídas de periódicos antiguos que luego pegaron en hojas de papel en blanco. La bomba no explotaría hasta el jueves siguiente. Para entonces, la carta estaría en manos de las autoridades y, seguramente, se habría encontrado la bomba. Eso sería una advertencia para los gobernantes de todo el mundo.

Oliver Oliphant tenía cien años de edad y la mente tan clara como un timbre. Desgraciadamente para él.

Poseía una mente tan clara, y sin embargo tan sutil, que aunque había transgredido muchas leyes morales, había sido capaz de conservar la conciencia limpia. Una mente tan astuta que nunca había caído en las trampas casi inevitables de la vida cotidiana; no se había casado, nunca se había presentado para ningún cargo político y nunca había tenido un amigo en quien confiara de un modo absoluto.

Instalado en una propiedad enorme, aislada y muy vigilada, a sólo quince kilómetros de la Casa Blanca, Oliver Oliphant, el hombre más rico de Estados Unidos y posiblemente el ciudadano privado más poderoso del país, esperaba la llegada de su ahijado, Christian Klee, el fiscal general de Estados Unidos.

El encanto de Oliver Oliphant igualaba a su brillantez; su poder residía en ambos atributos. Incluso a la avanzada edad de cien años, los grandes hombres seguían buscando su consejo, confiando en sus poderes analíticos hasta el punto de que se le había dado el sobrenombre de El Oráculo.

Como consejero de diversos presidentes, El Oráculo había predicho las crisis económicas, los hundimientos de Wall Street, la caída del dólar, la huida del capital extranjero, las fantasías de los precios del petróleo. Había predicho los movimientos políticos de la Unión Soviética, los inesperados abrazos de rivales de los partidos Demócrata y Republicano. Pero, por encima de todo, había amasado una fortuna cifrada en diez mil millones de dólares. Era natural que se valorara mucho el consejo de un hombre tan rico, a pesar de que fuera equivocado; aunque El Oráculo casi siempre tenía razón.

Ahora, en este Viernes Santo, El Oráculo se sentía preocupado por una cosa: la fiesta de cumpleaños para celebrar sus cien años de vida sobre la Tierra. Una fiesta que se celebraría el Domingo de Resurrección en el Jardín Rosado de la Casa Blanca, y cuyo anfitrión no sería otro que el propio presidente de Estados Unidos, Francis Xavier Kennedy.

Constituía una vanidad permisible para El Oráculo el sentir un gran placer ante este asunto tan espectacular. El mundo volvería a recordarle, aunque sólo fuera por un breve momento. Sería su última aparición sobre el escenario, pensaba con tristeza.

Ese mismo Viernes Santo, en Roma, Theresa Catherine Kennedy, hija del presidente de Estados Unidos, se preparaba para poner fin a su exilio europeo y regresar al lado de su padre en la Casa Blanca. Los miembros del servicio secreto de seguridad ya se habían ocupado de todos los preparativos del viaje. Obedeciendo sus instrucciones, habían reservado pasaje para un vuelo que partiría de Roma el Domingo de Resurrección, con destino a Nueva York.

Theresa Kennedy tenía veintitrés años y había estudiado en Europa, primero en la Sorbona, en París, y luego en Roma, donde acababa de dar por terminada una relación seria con un estudiante italiano radical, ante el alivio mutuo de ambos.

Quería a su padre, pero le disgustaba que se hubiera convertido en presidente porque ella era demasiado leal como para expresar en público sus propios puntos de vista. Creía en el socialismo, en la hermandad de los hombres, en la fraternidad de las mujeres. Era una feminista al estilo estadounidense; la independencia económica era el fundamento de la libertad, de modo que ella no sentía ninguna culpabilidad por los fondos de fideicomiso que garantizaban su libertad.

Con una moralidad curiosa pero muy humana, rechazaba la idea de disfrutar de cualquier clase de privilegio y raras veces visitaba a su padre en la Casa Blanca. Y quizá juzgaba inconscientemente a su padre como responsable de la muerte de su madre, ya que se había lanzado a la lucha por el poder político cuando su madre estaba a punto de morir. Más tarde había querido perderse en Europa, pero la ley exigía que el servicio secreto la protegiera como un miembro inmediato de la familia presidencial. Ella había intentado «renunciar» a aquella protección de seguridad, pero su padre le había rogado que no lo hiciera. Francis Kennedy le dijo que no podría soportar que le sucediera algo.

Un grupo de veinte hombres se encargaba de custodiar a Theresa Kennedy, repartidos en tres turnos al día. Siempre estaban allí cuando acudía a un restaurante, o cuando iba a ver una película con su novio. Alquilaban apartamentos en el mismo edificio donde ella se alojara y utilizaban una camioneta de mando en la calle. Ella nunca estaba sola. Y tenía la obligación de comunicar su programa de actividades diarias al jefe del grupo de seguridad.

Sus guardaespaldas eran como monstruos de dos cabezas, mitad sirvientes y mitad amos. Equipados con un avanzado equipo electrónico, podían escuchar cómo hacía el amor cuando se llevaba a su apartamento a algún amigo. Y eran capaces de asustar, se movían como lobos, deslizándose en silencio, con las cabezas ligeramente ladeadas y alertas, como para captar un leve aroma en él viento, aunque en realidad se esforzaban por escuchar lo que se les decía por los diminutos auriculares.

Theresa Kennedy había rechazado una «red» de seguridad, es decir, una seguridad cerrada, incluso para vivir y conducir. Ella conducía su propio coche, se negaba a que el equipo de seguridad ocupara el apartamento contiguo al suyo, rechazaba hablar con los guardaespaldas que la acompañaban. Había insistido en que la seguridad fuera de «perímetro», es decir, que erigieran un muro a su alrededor, como si se hallara en un gran jardín. De ese modo podía hacer su vida. Eso dio lugar a algunas situaciones embarazosas. Un día salió de compras y necesitó cambio para hacer una llamada telefónica. Había visto a uno de los guardaespaldas, que aparentaba estar de compras en las cercanías. Se le acercó y le dijo:

—¿Me puede cambiar este billete?

El hombre se la quedó mirando con afectuosa perplejidad y entonces ella se dio cuenta de repente de que se había equivocado; aquel hombre no era su guardaespaldas. Se echó a reír y se disculpó. El hombre se divirtió y se sintió encantado al darle el cambio.

—Cualquier cosa por una Kennedy —dijo bromeando.

Al igual que tantos otros jóvenes, Theresa Kennedy creía que la gente era «buena», sin contar para ello con ninguna razón particular, del mismo modo que creía en su propia bondad. Participaba en manifestaciones en favor de la libertad, hablaba en favor de lo correcto y en contra de lo erróneo. Trataba de no cometer actos mezquinos. De niña, entregó su hucha a los indios americanos.

Como hija del presidente de Estados Unidos, le resultaba violento hablar en favor del aborto, o prestar su nombre a organizaciones radicales y de izquierdas. Soportaba los abusos de los medios de comunicación y los insultos de los oponentes políticos. De un modo un tanto inocente, se mostraba escrupulosamente justa en sus relaciones amorosas, creía en la más absoluta franqueza y aborrecía el engaño.

Debería haber aprendido algunas lecciones valiosas. En París, un grupo de vagabundos que vivía bajo uno de los puentes intentó violarla cuando ella se dedicó a deambular por la ciudad, en busca de aspectos típicos locales. En Roma, dos mendigos trataron de arrebatarle el bolso en el momento en que ella les iba a dar dinero y, en ambos casos, tuvo que ser rescatada por su paciente y vigilante destacamento del servicio secreto. Pero eso no influyó de forma negativa en su fe de que el hombre era bueno por naturaleza. Todo ser humano llevaba en su alma la semilla inmortal de la bondad, y nadie estaba exento de la redención. Como feminista, era muy consciente de la tiranía de los hombres sobre las mujeres, pero no comprendía del todo la fuerza brutal que usaban los hombres cuando se enfrentaban con su mundo. No tenía el sentido de cómo un ser humano era capaz de traicionar a otro de la forma más falsa y cruel posible.

El jefe de su destacamento de seguridad, un hombre demasiado viejo como para ser guardaespaldas de las personas más importantes del gobierno, se sintió horrorizado ante su inocencia y trató de educarla. Le contó historias de horror sobre los hombres, en términos generales, historias extraídas de su propia y prolongada experiencia en el servicio, y se mostró mucho más franco de lo que habría sido habitualmente, ya que se trataba de su última misión antes de que se jubilara.

—Es usted demasiado joven para comprender este mundo —dijo—. Y, teniendo en cuenta su posición, debe tener mucho cuidado. Cree que por hacer el bien a alguien, los demás se comportarán del mismo modo con usted.

Le había contado esta historia porque precisamente el día anterior ella había recogido a un autoestopista masculino que creyó que aquello era una invitación para otra cosa. El jefe de seguridad actuó inmediatamente, y los dos coches que la seguían obligaron a Theresa a detener su coche en la cuneta, en el momento en que el autoestopista ya le había puesto la mano sobre la rodilla.

—Permítame contarle una historia —dijo el jefe—. En cierta ocasión trabajé para el tipo más listo y amable al servicio del gobierno. En operaciones clandestinas. Una vez fue engañado, se encontró envuelto en una trampa y un mal tipo lo tuvo a su merced. Podría haberle volado la tapa de los sesos. Aquel tipo era realmente malo. Pero, por alguna razón, dejó a mi jefe que se soltara del anzuelo y le dijo: «Recuérdalo, me debes una».

»Bueno, el caso es que nos pasamos seis meses siguiéndole la pista, hasta que lo atrapamos. Entonces, mi jefe le voló la tapa de los sesos, sin darle siquiera la menor oportunidad de rendirse o de convertirse en agente doble. ¿Y sabe por qué? Él mismo me lo dijo. Aquel mal tipo tuvo en una ocasión el poder de Dios y, en consecuencia, era demasiado peligroso como para permitir que siguiera viviendo. Y mi jefe no tenía un sentimiento de gratitud hacia él, ya que, según dijo, la misericordia de aquel hombre no había sido más que un capricho, y no se podía contar con los caprichos la próxima vez que sucediera una cosa igual.

El jefe no le dijo a Theresa Kennedy que su jefe había sido un hombre llamado Christian Klee.

Todos estos acontecimientos convergieron en un solo hombre: el presidente de Estados Unidos, Francis Xavier Kennedy.

El presidente Francis Xavier Kennedy y su elección fueron un milagro de la política estadounidense. Había sido elegido para la presidencia por la magia de su nombre y sus extraordinarias dotes físicas e intelectuales, a pesar de haber servido en el Senado sólo durante una legislatura.

Era el «sobrino» de John F. Kennedy, el presidente asesinado en 1962, pero se encontraba fuera del clan organizado de los Kennedy, todavía activo en la política estadounidense. Se trataba, en realidad, de un primo, y el único de la amplia familia que había heredado el carisma de sus dos famosos tíos: John y Robert Kennedy.

Francis Kennedy había sido un verdadero genio del Derecho, profesor de Harvard a la edad de veinticuatro años. Más tarde organizó su propia empresa de abogados, que hizo campaña en favor de amplias reformas liberales en el gobierno y en el sector de los negocios privados. Su firma de abogados no le permitió ganar mucho dinero, algo que para él no era importante, puesto que había heredado una fortuna considerable, pero sí le proporcionó mucha fama a nivel nacional. Hizo campañas en favor de los derechos de las minorías, la asistencia social a los económicamente desamparados y la defensa de los desvalidos.

Todas estas buenas acciones no le habrían reportado ningún beneficio político, de no haber sido por sus otros dones. Era extraordinariamente elegante, con los mismos ojos azules y satinados de sus dos tíos muertos, una piel blanca y pálida y un cabello muy negro. Su talento era mordaz, pero lleno de tan buen humor que destruía a sus oponentes sin el menor atisbo de miserable malicia. Nunca se mostraba ni pomposo ni altivo. Era muy versado en ciencias y en humanidades y apreciaba, por encima de todo, los valores humanitarios.

Pero lo más importante de todo es que era extraordinariamente efectivo en televisión. Sobre la pantalla, parecía capaz de hipnotizar. Eso, y el apellido Kennedy, fueron suficiente para llevarlo a la presidencia. Cuatro de sus amigos más íntimos orquestaron su elección: Christian Klee, Arthur Wix, Eugene Dazzy y Oddblood Gray, todos ellos nombrados posteriormente miembros de su equipo personal.

Cuando fue nominado candidato demócrata a la presidencia, Francis Kennedy hizo algo extraordinario. En lugar de depositar la fortuna que había heredado en fideicomisos elegidos a ciegas, la donó a instituciones de caridad. Su esposa e hija disponían de fideicomisos que se ocuparían de cubrir sus necesidades. Él mismo poseía el talento suficiente como para ganar con su propio esfuerzo una vida llena de abundancias. Afirmó que eso no representaba un gran sacrificio para él, como les sucedía a algunos de sus oponentes. Pero quería dar ejemplo. Una de sus creencias más arraigadas era la de que ningún ciudadano debía acumular una gran riqueza. No es que fuera comunista, ya que, según él, a todo hombre se le debía permitir que mantuviera a su esposa, sus hijos y su familia, pero ¿por qué permitir que un solo hombre tenga miles de millones de dólares? Su acción y sus palabras despertaron la admiración de millones y el odio de unos miles.

Se esperaban grandes cosas de él, pero, desgraciadamente, el Congreso de mayoría demócrata elegido con Kennedy no aprobó sus ambiciosos programas sociales. Francis Kennedy había prometido en televisión que cada familia estaría bien alojada, había anunciado planes extraordinarios para la educación, garantizado una igualdad de cuidados médicos para todos los ciudadanos, afirmado que unos Estados Unidos ricos construirían una red económica de seguridad que rescataría a los infortunados que habían caído hasta el fondo. Estas promesas fueron electrificantes en televisión, con su voz magnética y su elegante presencia física. Y, una vez elegido, trató de cumplirlas. Pero el Congreso le derrotó.

En este Viernes Santo se reunió con su equipo principal de asesores y su vicepresidente para informarles de unas noticias que sabía les harían sentirse desgraciados. Se reunió con ellos en la sala Oval Amarilla de la Casa Blanca, su estancia favorita, más grande y más cómoda que el más famoso despacho Oval. La sala Amarilla era más bien una sala de estar y en él todos se sentían más cómodos, mientras se les servía un té inglés.

Todos le esperaban y, en cuanto los guardaespaldas de su servicio secreto entraron en la sala, se levantaron. Kennedy hizo gestos a los miembros de su equipo para que tomaran asiento, al tiempo que les decía a los guardaespaldas que esperaran fuera de la sala. En esta pequeña escena había dos cosas que le irritaban. La primera era que, según el protocolo, tenía que dar personalmente la orden para que los hombres del servicio secreto salieran de la habitación; la segunda era que el vicepresidente tenía que quedarse de pie, como muestra de respeto a la presidencia. Lo que más le molestaba de ello era el hecho de que el vicepresidente fuera una mujer, y que la cortesía política predominara sobre la cortesía social. Ello se agravaba por el hecho de que la vicepresidenta, Helen du Pray, tenía diez años más que él, seguía siendo una mujer muy hermosa y poseía una extraordinaria inteligencia política y social. Lo que constituía, desde luego, la razón por la que la había elegido como compañera de gobierno, a pesar de la oposición de los pesos pesados del partido Demócrata.

—Maldita sea, Helen —dijo Francis Kennedy—. Deje de quedarse de pie cuando yo entre en la habitación. Ahora voy a tener que servir el té para todos, como muestra de humildad.

—Quería expresar mi gratitud —dijo Helen du Pray—. Cuando se convoca a la vicepresidenta para asistir a las reuniones de su equipo, suele ser para recibir órdenes acerca de cómo hay que lavar los platos.

Ambos se echaron a reír. Los demás miembros del equipo no rieron. Francis Kennedy esperó a que se hubiera servido el té a todos los presentes.

—He decidido no presentarme a una segunda reelección —dijo—. Y ésa es la razón por la que ha sido invitada a esta reunión, Helen —añadió, volviéndose hacia la vicepresidenta—. Quiero que se prepare para presentarse a la presidencia. Contará con todo mi apoyo. Si es que vale para algo.

Todos se quedaron mudos de asombro. Luego, Helen du Pray le sonrió. Los hombres observaron que mostraba una sonrisa encantadora y sabían que aquella sonrisa era una de sus mayores armas políticas.

—Señor presidente —dijo ella—, creo que la decisión de no presentarse exige que su equipo la revise en profundidad, sin mi presencia. Pero antes de marcharme, permítame decir lo siguiente: sé lo muy desanimado que se siente en este momento en particular, a causa de la actitud del Congreso. Pero no creo que yo pudiera hacerlo mejor, suponiendo que fuera elegida. Creo que debería ser usted más paciente. Su segundo mandato podría ser más efectivo.

—Helen —replicó el presidente Kennedy con impaciencia—, sabe tan bien como yo que un presidente de Estados Unidos tiene más gancho en su primer mandato que en el segundo.

—Eso es cierto en la mayoría de los casos —dijo Helen du Pray—, pero quizá podamos conseguir una cámara de Representantes diferente para su segundo mandato. Y permítame hablar por interés propio. Como vicepresidenta durante un solo mandato, me encuentro en una posición más débil que si hubiera ocupado el cargo durante dos mandatos. Su apoyo también sería mucho más valioso como presidente de dos mandatos, y no como un presidente que ha sido arrojado de su puesto por su propio Congreso de mayoría demócrata.

Cuando ella tomó la cartera donde guardaba sus memorándums y se preparó para marcharse, Francis Kennedy dijo:

—No tiene por qué marcharse.

Helen du Pray dirigió a todos la misma dulce sonrisa.

—Estoy segura de que su equipo podrá hablar con mayor libertad si yo no estoy presente —dijo, abandonando la sala Oval Amarilla.

Mientras ella se marchaba, los cuatro hombres que rodeaban a Kennedy permanecieron en silencio. Una vez que la puerta se hubo cerrado se produjo una ligera agitación de movimientos, mientras revisaban sus carpetas de memorándums o se inclinaban para tomar el té y los bocadillos. El jefe del «estado mayor» del presidente dijo con naturalidad:

—Es posible que Helen sea la persona más inteligente de esta Administración.

Quien había hablado era Eugene Dazzy, pero todos conocían su debilidad por las mujeres hermosas. Francis Kennedy le dirigió una sonrisa.

—¿Qué le parece a usted, Euge? —preguntó—. ¿Cree que debería ser más paciente y volver a presentarme?

Todos los hombres se removieron incómodos en sus asientos. Helen du Pray, por muy inteligente que fuera, no conocía a Francis Kennedy tan bien como ellos. Los cuatro hombres mantenían una relación personal mucho más estrecha con el presidente. Estaban con él desde el principio de su carrera política, e incluso antes. Sabían que su declaración de que apoyaría a Du Pray, planteada con naturalidad y burla, enmascaraba una decisión casi inflexible. También sabían que eso significaba el fin de su poder. Se llevaban bien con la vicepresidenta, pero no se hacían ilusiones respecto a lo que ella haría si llegaba a convertirse en presidenta. Sin duda alguna, configuraría su propio equipo, elegido por ella.

Eugene Dazzy, el jefe del estado mayor de Kennedy, era un hombre muy afable cuyo mayor talento consistía en evitar hacerse enemigos entre aquellas personas cuyos importantes deseos y peticiones especiales eran denegados por el presidente. Dazzy inclinó su cabeza calva sobre las notas, haciendo que la parte superior de su cuerpo se tensara contra la tela de la chaqueta hecha a medida. Habló con un tono de voz indiferente.

—¿Por qué no volver a presentarse? Tendría un buen trabajo que hacer. El Congreso le diría lo que debe hacer y se negaría a hacer lo que usted desearía que se hiciera. Todo seguiría igual. Excepto en la política exterior; en ese aspecto se puede usted divertir un poco. Incluso es posible que pueda hacer algún bien. Cierto, el mundo parece estar desmoronándose y los otros países nos echan toda la mierda a nosotros, incluso los pequeños. Ayudados, como muy bien sabemos, por las compañías estadounidenses y sus afiliadas internacionales. Nuestro ejército tiene en la actualidad unos efectivos un cincuenta por ciento inferiores a los que debiera, y hemos educado tan bien a nuestros muchachos, que se han vuelto demasiado astutos como para ser patrióticos. Desde luego, disponemos de nuestra tecnología, pero ¿quién compra nuestros productos? Nuestra balanza de pagos no tiene solución. Japón nos vende mucho más, Israel tiene un ejército más efectivo. Desde esa base, lo único que se puede hacer es mejorar. Yo digo que debe usted presentarse a la reelección, relajarse y pasárselo bien durante cuatro años. Qué demonios, no es un mal trabajo, y puede usted utilizar el dinero. Dazzy sonrió y movió una mano para demostrar que, por lo menos, estaba medio bromeando.

Los cuatro miembros del equipo miraron atentamente a Kennedy, a pesar de sus actitudes indiferentes. Ninguno de ellos tuvo la impresión de que Dazzy hubiera sido irrespetuoso; la burla existente en sus observaciones era una actitud que el propio Kennedy había estimulado durante los tres años anteriores.

Arthur Wix, el asesor de Seguridad Nacional, un hombre corpulento, con un gran rostro de características urbanas, es decir, étnico, nacido de padre judío y madre italiana, era capaz de mostrarse muy chistoso, pero siempre con un poco de respeto por el cargo presidencial y por Kennedy. Ahora no se lo permitió así. Como asesor de Seguridad Nacional, tenía la sensación de que sus responsabilidades le obligaban a mostrarse mucho más serio que los demás. Así pues, habló con un tono sereno y persuasivo, en el que aún se percibía el deje neoyorquino.

—Euge puede pensar que está bromeando —dijo haciendo un movimiento con la mano para indicar a Dazzy—, pero lo cierto es que puede hacer una contribución muy valiosa a la política exterior de nuestro país. Tenemos mucha más influencia de lo que se cree en Europa o Asia. Creo imperativo que se presente usted a un segundo mandato. Después de todo, el presidente de Estados Unidos tiene el poder de un rey en lo que se refiere a política exterior.

Los otros miembros del equipo volvieron a observar a Kennedy para ver cuál era su reacción, pero éste se limitó a volverse hacia el hombre con quien mantenía una relación más íntima, incluso mayor que con Dazzy.

—¿Qué piensa de todo esto, Chris? —preguntó Kennedy.

Christian Klee era el fiscal general de Estados Unidos. Y, en una jugada extraordinaria realizada por Kennedy, también había sido nombrado jefe del FBI y del servicio secreto que protegía al presidente. Controlaba, esencialmente, todo el sistema de seguridad interna de Estados Unidos. Kennedy había pagado un fuerte precio político por ello, ya que, a cambio, había permitido que el Congreso nombrara a dos miembros del Tribunal Supremo, tres miembros de su Gabinete y al embajador en Gran Bretaña.

—Señor presidente, tiene usted que tomar una decisión sobre dos cosas —dijo Christian Klee—. En primer lugar, ¿quiere presentarse realmente a la reelección para presidente? Sabe que puede ganar sólo con su voz y su sonrisa en la televisión. Desde luego, su Administración no ha sido una mierda para este país. Así que, ¿lo desea realmente? La segunda cuestión es: ¿todavía desea hacer algo por este país? ¿Quiere luchar contra todos sus enemigos, tanto internos como externos? ¿Quiere volver a situar a este país en su camino verdadero? Porque yo creo que este país se muere, creo que es como un dinosaurio que corre el peligro de extinguirse. ¿O acaso sólo pretende disfrutar de cuatro años de vacaciones y utilizar la Casa Blanca como una especie de club campestre de carácter privado? —Christian se detuvo un momento y añadió con una sonrisa—: En realidad, son tres preguntas.

Christian Klee y Francis Kennedy se habían conocido en la universidad. En aquel entonces, Christian ya era uno de los jóvenes más sobresalientes de Harvard, mientras que Kennedy sólo había contado con su propio círculo interno de admiradores. Sin embargo, Christian se convirtió en uno de ellos. Ahora, el presidente Kennedy miró atentamente a Christian Klee.

—La respuesta a cada una de sus preguntas es negativa —contestó con sequedad.

Luego se volvió hacia su principal asesor político y enlace con el Congreso. Se trataba de Oddblood Gray, el más joven del equipo, puesto que sólo hacía diez años que había terminado sus estudios en la universidad.

Oddblood Gray había surgido del movimiento negro de izquierdas, a través de Harvard y una beca en Rhodes. El idealismo de su juventud quizá se había visto corrompido por su genio político instintivo. Conocía cómo funcionaba realmente el gobierno, en qué lugares se podía presionar, cuándo podía usarse la fuerza bruta del clientelismo, deslizarse para ocupar un lugar o rendirse graciosamente. Kennedy había ignorado su advertencia de no intentar imponer sus nuevos programas a través del Congreso. Gray había predicho grandes derrotas en ese sentido.

—Díganos lo que piensa, Otto —le dijo Kennedy.

—Renuncie mientras aún esté perdiendo —contestó Oddblood Gray. Kennedy sonrió y los otros se echaron a reír. El asesor político continuó—: El Congreso se burla de usted, la prensa le da patadas en el trasero. Los cabilderos[1] y las grandes corporaciones han estrangulado sus programas. Los trabajadores se sienten desilusionados con usted, los intelectuales tienen la sensación de que los ha traicionado. El ala derecha y el ala izquierda de este país sólo están de acuerdo en una cosa: que es usted un camelo. Está tratando de conducir este condenado y gran Cadillac de país y resulta que el volante no funciona. Y encima, cada maldito maníaco de este país tiene la oportunidad de quitarle de en medio cada cuatro años. Realice el truco del sombrero. Salgamos todos nosotros de esta condenada Casa Blanca.

—¿Cree que podría ser reelegido? —preguntó Kennedy con una sonrisa.

—Desde luego —contestó Oddblood Gray fingiendo una expresión de sorpresa—. En este país siempre se elige a los presidentes inútiles. Hasta sus peores enemigos desearían verle reelegido.

Kennedy sonrió. Estaban tratando de impulsarle hacia la reelección mediante el método de apelar a su orgullo. Ninguno de ellos deseaba abandonar este centro de poder, Washington, la Casa Blanca. Era mucho mejor seguir siendo un león sin garras que no poder ser ni siquiera un león. Entonces, Oddblood Gray habló de nuevo.

—Podríamos hacer algún bien si actuáramos de un modo diferente. Si pusiera realmente todo su corazón en ello.

—Usted es la única esperanza, señor presidente —intervino Eugene Dazzy—. Los ricos son demasiado ricos, los pobres demasiado pobres. Este país se está convirtiendo en terreno abonado para las grandes industrias, para Wall Street. Se están volviendo locos, sin pensar en el futuro. Podemos continuar durante décadas cuesta abajo, pero el problema, el gran problema ya está en camino. Usted tiene una oportunidad para darle la vuelta a todo durante los próximos cuatro años.

Esperaron su respuesta, aunque con sentimientos diferentes. Resultaba insólito que los asesores políticos mantuvieran lazos personales tan fuertes con su presidente, pero todos estos hombres le tenían una cierta clase de respeto.

Francis Kennedy poseía un carisma arrollador. No se trataba únicamente de que supiera imponerse físicamente, aunque, de hecho, tenía una especie de belleza física que reflejaba la de sus dos famosos tíos, sino que además tenía una brillantez intelectual que era rara, e incluso exótica para un político. Había sido un abogado de éxito, un autor de temas científicos, tenía conocimientos de física y un gusto impecable para la literatura. Comprendía incluso la teoría económica sin necesidad de los bonzos financieros. Y mostraba por el hombre ordinario una simpatía que era insólita en un hombre nacido entre la riqueza y que jamás había tenido ningún tipo de preocupación económica.

—Tiene que pensárselo más, señor presidente —dijo Eugene Dazzy rompiendo el silencio—. Helen tiene razón.

Pero todos ellos habían comprendido con claridad que Kennedy ya había tomado su decisión. No volvería a presentarse para la reelección. Éste era el final del camino para todos ellos.

—Haré un anuncio formal después de las vacaciones de Semana Santa —dijo Kennedy encogiéndose de hombros—. Eugene, pídale a su personal que empiece a preparar el papeleo. Mi consejo, amigos, es que empiecen a buscarse trabajo en las grandes firmas de abogados o en las industrias de defensa.

Aceptaron estas palabras como una despedida y se marcharon, a excepción de Christian Klee.

—¿Estará Theresa en casa para pasar las vacaciones? —preguntó Christian con tono indiferente.

—Está en Roma en compañía de un nuevo novio —contestó Francis Kennedy encogiéndose de hombros—. Tomará el avión el Domingo de Resurrección. Siempre se ha empeñado en despreciar las fiestas religiosas.

—Me alegro de que este infierno se termine para ella —dijo Christian—. No puedo protegerla bien en Europa. Y ella cree que puede abrir la boca allí sin que se nos informe aquí. —Hizo una breve pausa y añadió—: Si vuelve usted a presentarse, tendrá que mantener a su hija fuera de la vista o renegar de ella.

—Eso ya no importa —dijo Kennedy echándose a reír—. No voy a presentarme de nuevo, Christian. Haga otros planes.

—De acuerdo —asintió Christian—. Y ahora hablemos de la fiesta de cumpleaños para El Oráculo. Parece que la está esperando con verdadera ilusión.

—No se preocupe —dijo Kennedy—. Le trataré de la forma más espléndida. Dios mío, cumple cien años y aún espera con ilusión su fiesta de cumpleaños.

—Era y es un gran hombre —dijo Christian.

—A usted siempre le ha gustado mucho más que a mí —dijo Kennedy dirigiéndole una mirada escrutadora—. Tuvo sus defectos, y cometió sus errores.

—Desde luego —admitió Christian—, pero jamás vi a un hombre que controlara mejor su vida. Cambió mi vida con su consejo y con su guía. —Christian se detuvo un momento—. Esta noche voy a cenar con él, así que le diré que la fiesta está definitivamente en marcha.

—Eso se lo puede decir con toda seguridad —dijo Kennedy sonriendo secamente.

Al final de la jornada, Kennedy firmó algunos documentos en el despacho Oval, luego permaneció sentado ante la mesa y se quedó mirando por los ventanales. Podía ver la parte superior de la verja que rodeaba los terrenos de la Casa Blanca, de hierro negro con espino blanco electrificado. Se sintió incómodo, como siempre, al saberse tan cerca de las calles y del público, aunque también sabía muy bien que la aparente vulnerabilidad ante un ataque no era más que una ilusión. Se hallaba extraordinariamente bien protegido. Había siete perímetros protegiendo la Casa Blanca. En tres kilómetros a la redonda todo edificio disponía de un equipo de seguridad en los tejados y en los pisos. Todas las calles que conducían a la Casa Blanca estaban cubiertas por fuego rápido y oculto, y por armas pesadas. Entre los turistas que acudían a cientos por las mañanas para visitar la planta baja de la Casa Blanca se hallaban infiltrados agentes del servicio secreto que circulaban constantemente entre ellos, tomando parte en las pequeñas conversaciones, con la mirada siempre alerta. Cada centímetro de la Casa Blanca que se permitía visitar estaba protegido, hasta más allá de los cordones de seguridad, por monitores de televisión y un equipo especial de sonido capaz de registrar hasta los susurros más secretos. Los guardias armados manejaban computadoras especiales instaladas en mesas que podían servir como barricadas en cada esquina de los pasillos. Y durante estas visitas públicas, Kennedy siempre se encontraba arriba, en el cuarto piso, especialmente construido para servirle de alojamiento. Unas habitaciones protegidas por suelos, paredes y techos especialmente reforzados.

Ahora, en el famoso despacho Oval, que él raras veces utilizaba como no fuera para firmar documentos oficiales en ceremonias especiales, Francis Kennedy se relajó para disfrutar de uno de los pocos minutos del día en que se encontraba completamente a solas. Tomó un habano largo y delgado del humidificador que había sobre su mesa y palpó entre los dedos la textura aceitosa de la envoltura de hoja. Cortó el extremo, lo encendió cuidadosamente, aspiró la primera y deliciosa bocanada de humo y miró a través de los cristales de los ventanales, a prueba de balas.

Se vio a sí mismo de niño, caminando por un enorme prado verde, hacia el lejano puesto de guardia pintado de blanco, y echar luego a correr para saludar a su tío Jack y a su tío Robert. Cómo los había querido. El tío Jack estaba tan lleno de encanto, era tan infantil y, sin embargo, tan poderoso, que incluso transmitía a un niño la esperanza de que podía ejercer el poder sobre el mundo. Y el tío Robert, tan serio y formal y, sin embargo, tan gentil y juguetón. Y Francis Kennedy pensó: «No, le llamábamos tío Bobby, no Robert, ¿o le llamábamos así a veces?». No podía recordarlo.

Pero sí recordaba un día, hacía ya más de cuarenta años, en que echó a correr hacia sus dos tíos sobre aquel mismo prado, y cómo cada uno de ellos le había tomado por un brazo de modo que sus pies no tocaran el suelo, llevándolo en volandas hacia el interior de la Casa Blanca.

Y ahora, él estaba sentado en su lugar. El poder que tanto respeto le había causado de niño era suyo ahora. Era una pena que la memoria fuera capaz de evocar tanto dolor, tanta belleza y tanta desilusión. Porque él estaba abandonando aquello por lo que ellos habían muerto.

Sin embargo, en este Viernes Santo, Francis Xavier Kennedy no podía saber que todo eso se vería cambiado por dos revolucionarios insignificantes que estaban en Roma.