29. ABSORCIÓN

Helene alzó los ojos brevemente mientras la nave se elevaba por encima del rebaño de toroides a la izquierda.

Los colores azules y verdes se difuminaban, comidos por la distancia. Las bestias todavía brillaban como diminutos anillos incandescentes, motas de vida ordenadas en su minúsculo convoy, empequeñecidas por la inmensidad de la cromosfera.

Los pastores estaban ya demasiado lejos para que pudieran verlos.

El rebaño se perdió de vista tras la oscura masa del filamento.

Helene sonrió. Ojalá aún tuviéramos nuestro enlace máser, pensó.

Podrían haber visto cómo lo intentamos. Habrían sabido que los solarianos no nos mataron, como pensarán algunos. Intentaron ayudarnos. ¡Hablamos con ellos!

Se inclinó para responder a dos alarmas a la vez.

La doctora Martine deambulaba sin rumbo tras ella y el copiloto. La parapsicóloga era racional, pero no muy coherente. Acababa de regresar de la zona opuesta de la cubierta. Caminaba con dificultad y murmuraba suavemente entre dientes.

¡Martine tenía suficiente sentido para no molestarlos, gracias a Ifni!

Pero se negó a dejarse atar. Helene dudó en pedirle que fuera a la zona invertida. En su estado actual, la doctora no sería de mucha ayuda.

El aire hedía. Los monitores de la zona invertida mostraban sólo una gruesa columna de humo. Se habían oído gritos y ruidos de una terrible pelea hacía tan sólo unos minutos. Dos veces los intercomunicadores transmitieron gritos. Unos momentos antes llegó un alarido que habría despertado a los muertos. Luego, silencio.

La única emoción que Helene se permitió fue una distante sensación de orgullo. El hecho de que la lucha hubiera durado tanto era un tributo a todos, en especial a Jacob. Las armas de Culla podrían haber acabado con ellos rápidamente.

Naturalmente, no era probable que hubieran tenido éxito. Ya lo habría oído de ser así. Colocó una tapa sobre sus sentimientos y se dijo que temblaba a causa del frío.

La temperatura había bajado cinco grados. Cuando menos eficientes eran sus acciones, por el cansancio, más pesaba el lado frío de la oscilación cada vez más errática del Láser Refrigerador. La zona caliente sería un desastre.

Respondió con un cambio en el campo electromagnético que amenazaba con dejar una ventana en la banda XUV. Éste remitió bajo su delicado control y siguió aguantando.

El Láser Refrigerador gruñó mientras sorbía calor de la cromosfera y lo devolvía hacia abajo en forma de rayos X. Ascendían con agonizante lentitud.

Entonces sonó una alarma. No era un aviso de deriva, sino el grito de una nave moribunda.

¡El hedor era terrible! Peor aún, era paralizante. Alguien cercano se estremecía y tosía al mismo tiempo. Aturdido, Jacob comprendió que se trataba de él mismo.

Se enderezó con un ataque de tos que hizo temblar su cuerpo.

Durante largos minutos permaneció sentado, preguntándose cómo estaba vivo.

El humo había empezado a despejarse ligeramente cerca de la cubierta. Hilillos y tentáculos escapaban hacia los zumbantes compresores de aire.

El hecho de que pudiera ver era sorprendente. Alzó la mano derecha para tocarse el ojo izquierdo.

Estaba abierto, ciego. ¡Pero estaba entero! Cerró el párpado y lo tocó una y otra vez con tres dedos. El ojo estaba aún allí, y el cerebro tras él, salvado por el denso humo y el agotamiento del suministro de energía de Culla.

¡Culla! Jacob giró la cabeza para buscar al alienígena. Sintió una oleada de náusea.

Una fina mano blanca yacía en el suelo, a dos metros de distancia, entre una nube de humo. El aire se despejó un poco más y el resto del cuerpo de Culla apareció a la vista.

El rostro del extraterrestre estaba terriblemente quemado. Negros trozos de espuma calcinada colgaban de los restos de los grandes ojos.

Un líquido azul burbujeante manaba de grandes grietas en los lados.

Culla estaba muerto.

Jacob se arrastró hacia adelante. Primero tenía que atender a LaRoque. Luego, a Fagin. Sí, eso era lo que había que hacer.

Después apresurarse y hacer que alguien bajara para atender el ordenador, en el caso de que todavía hubiera oportunidad de invertir el daño causado por Culla.

Encontró a LaRoque siguiendo sus gemidos. Se hallaba varios metros más allá de Culla, sentado y con las manos en la cabeza. Lo miró, aturdido.

—Oooh… Demwa, ¿es usted? No responda. ¡Su voz podría hacer estallar mi pobre y delicada cabeza!

—¿Está… está bien, LaRoque?

El periodista asintió.

—Los dos estamos vivos, así que Culla debe de estar muerto, ¿no? Dejó el trabajo sin terminar para que los dos deseemos estar muertos. ¡Mon Dieu! ¡Parece un puñado de espaguetis! ¿Tengo también ese aspecto?

Fueran cuales fueran los efectos de la pelea, había devuelto el apetito del hombre por las palabras.

—Vamos, LaRoque. Ayúdeme. Todavía tenemos trabajo que hacer.

LaRoque empezó a levantarse, y luego vaciló. Se agarró al hombro de Jacob para conservar el equilibrio. Jacob reprimió lágrimas de dolor. Se ayudaron mutuamente a ponerse en pie.

Las teas debían de haberse consumido, porque la cámara se despejaba rápidamente. Hilillos de humo recorrían el aire, gravitando ante sus rostros mientras avanzaban por la cúpula.

Encontraron en su camino el láser-P, un trazo fino y recto.

Incapaces de esquivarlo pasando por encima o por debajo, lo atravesaron. Jacob gimió cuando el rayo trazó una línea de sangre por el exterior de su muslo derecho y por el interior del izquierdo.

Continuaron.

Cuando encontraron a Fagin, el kantén estaba comatoso. Un débil sonido procedía del agujero de su boca, y las hojas plateadas tintineaban, pero no hubo respuesta a sus preguntas. Cuando intentaron moverle, descubrieron que era imposible. Agudas zarpas habían emergido de las raíces de Fagin, clavándose en el material esponjoso de la cubierta. Había docenas, y resultaba imposible soltarlas.

Jacob tenía otros asuntos que atender. Apartó de mala gana a LaRoque del kantén. Avanzaron hacia la escotilla en el costado de la cúpula.

Jacob jadeó junto al intercomunicador.

—Hel… Helene…

Esperó. Pero no respondió nadie. Pudo oír, débilmente, sus propias palabras resonando en la zona superior. Supo que no se trataba del mecanismo. ¿Qué sucedía?

—Helene, ¿puedes oírme? ¡Culla está muerto! Estamos malheridos… Será mejor que Chen… o tú… bajéis… para arreglar…

El frío aire que manaba del Láser Refrigerador le hizo estremecerse. Ya no podía hablar. Con la ayuda de LaRoque, atravesó el conducto y se desplomó en el suelo inclinado del bucle de gravedad.

Tosió. Se tendió de costado, para no lastimar su espalda quemada.

Lentamente, las sacudidas remitieron, dejándole el pecho dolorido.

Combatió el sueño. Descansa. Descansa aquí un momento, luego sube. Averigua qué pasa.

Sus brazos y piernas enviaban temblores de agudo dolor a su cerebro. Había demasiados mensajes y su mente estaba demasiado desenfocada para cortarlos todos. Parecía que tenía una costilla rota, probablemente tras la lucha con Culla.

Todo esto palidecía comparado con la carga latiente del lado izquierdo de su cabeza. Sentía como si tuviera metido un carbón al rojo. Notó que la cubierta del bucle de gravedad era extraña. El tenso campo-g tendría que haber tirado uniformemente de su cuerpo. En cambio pareció mecerse como la superficie del océano, ondeando bajo su espalda con diminutas olas de peso y liviandad.

Era evidente que algo sucedía. Pero le pareció bien, como una nana. Sería agradable dormir.

—¡Jacob! ¡Gracias a Dios!

La voz de Helene resonó a su alrededor, pero aún parecía lejana: amistosa, decididamente cálida, pero también irrelevante.

—¡No hay tiempo para hablar! ¡Sube rápido, querido! ¡Los campos gravitatorios están cayendo! Voy a enviar a Martine, pero…

Hubo un chasquido y la voz se apagó.

Habría sido hermoso volver a ver a Helene, pensó aturdido. El sueño atacó con fuerza esta vez. Por un instante, no pensó en nada.

Soñó con Sísifo, el hombre que tenía que subir eternamente una piedra por una montaña interminable. Jacob pensó que tenía una forma de hacer trampas. Poseía un medio para hacer creer a la montaña que era plana mientras seguía pareciendo una montaña. Lo había hecho antes.

Pero esta vez la montaña estaba furiosa. Estaba cubierta de hormigas que subían a su cuerpo y le mordían dolorosamente por todas partes. Una avispa ponía sus huevos dentro de su ojo.

Aún más, estaba haciendo trampas. La montaña estaba pegajosa en algunos sitios y no le dejaba avanzar. En otras partes era resbaladiza y su cuerpo demasiado ligero para agarrarse a su superficie. Se alzaba con insufrible irregularidad.

Tampoco recordó nada de las reglas sobre reptar. Pero eso parecía parte de todo. Al menos ayudaba a la tracción.

La piedra también ayudaba. Sólo tenía que empujarla un poco.

Rodaba sola. Eso estaba bien, pero deseó que no gimiera tanto. Sobre todo en francés. No era justo que tuviera que escucharla.

Despertó, cegado, delante de la escotilla. No estaba seguro de cuál era, pero no había mucho humo.

Fuera, más allá de la cubierta, pudo ver los comienzos de una negrura, una transparencia, volviendo a la bruma roja de la cromosfera.

¿Era un horizonte? ¿Un borde en el sol? La plana fotosfera se extendía por delante, una alfombra filamentosa de llamas rojas y negras. En sus profundidades rebullía con diminutos movimientos.

Latía, y los filamentos trazaban pautas alargadas sobre chorros brillantes y temblorosos.

Tembló. Adelante y atrás, una y otra vez, el sol tembló ante sus ojos.

Millie Martine se encontraba en la puerta, con la mano en la boca y una expresión de horror en el rostro.

Quiso tranquilizarla. Todo estaba bien. Lo estaría a partir de ahora.

Mister Hyde estaba muerto, ¿no? Jacob recordó haberlo visto por alguna parte, en la caída de su castillo. Tenía la cara quemada, sus ojos habían desaparecido y apestaba terriblemente.

Entonces algo extendió la mano y lo agarró. Abajo estaba ahora hacia la escotilla. Había una empinada cuesta en medio. Dio un paso adelante y ya nunca recordó haberse derrumbado justo ante la puerta.