6. DEMORA Y DIFRACCIÓN

Una luz suave e irisada se filtraba por las portillas, iluminando los rostros de los que contemplaban el paso de Mercurio bajo el descenso de la nave.

Casi todos los que no tenían que ejercer funciones a bordo estaban en la cubierta, contemplando la tremenda belleza del planeta desde la fila de ventanas. Hablaban en susurros, y las conversaciones tenían lugar en grupitos alrededor de cada portilla. Durante la mayor parte de la maniobra el único sonido fue un leve chasquido que Jacob no pudo identificar.

La superficie del planeta estaba marcada por cráteres y largas estrías. Las sombras proyectadas por las montañas de Mercurio eran bruscas en su negrura, recortadas contra marrones y plateados brillantes. En muchos aspectos recordaba a la luna de la Tierra.

Había diferencias. En una zona todo un trozo había quedado desgajado en algún antiguo cataclismo. La cicatriz producía una amplia serie de surcos en el lado que daba al sol. El límite de iluminación corría por el borde de la muesca, una brusca frontera del día y la noche.

Allá abajo, en los lugares donde no había sombra, caía una lluvia de siete tipos distintos de fuego. Protones, rayos X surgidos del magnetoscopio del planeta, y la simple luz cegadora del sol mezclados con otras cosas letales para convertir la superficie de Mercurio en algo completamente diferente a la luna.

Parecía un lugar donde podían encontrarse fantasmas. Un purgatorio.

Jacob recordó un fragmento de un antiguo poema japonés pre-Haiku que había leído hacía tan sólo un mes:

Más que tristes pensamientos acuden a mi mente

cuando cae la noche; pues entonces

aparece tu forma fantasmal,

hablando como te he visto hablar.

—¿Ha dicho algo?

Jacob salió del leve trance y vio a Dwayne Kepler a su lado.

—No, no mucho. Aquí tiene su chaqueta. —Tendió a Kepler la prenda doblada, quien la recogió con una sonrisa.

—Lo siento, pero la biología ataca en los momentos menos románticos. En la vida real los viajeros espaciales también tienen que ir al cuarto de baño. Bubbacub parece encontrar irresistible este tejido aterciopelado. Cada vez que suelto mi chaqueta para hacer algo, se echa a dormir encima. Voy a tener que comprarle una cuando vuelva a la Tierra. ¿De qué estábamos hablando antes de que me marchara?

Jacob señaló hacia la superficie de debajo.

—Estaba pensando… ahora comprendo por qué los astronautas llaman a la luna «el corral». Hay que tener cuidado.

Kepler asintió.

—¡Sí, pero es mucho mejor que trabajar en algún estúpido proyecto casero! —Kepler hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir algo importante. Pero el impulso se extinguió antes de que pudiera continuar. Se volvió hacia la portilla y señaló el panorama de debajo—. Los primeros observadores, Antoniodi y Schiaparelli, llamaron a esta zona Charit Regio. Ese enorme cráter de ahí es Goethe. —Señaló un montículo de material más oscuro en una brillante llanura—. Está muy cerca del polo norte, y debajo se halla la red de cuevas que hacen posible la Base Hermes.

Kepler era ahora la imagen perfecta del erudito, excepto los momentos en que alguno de los extremos de su largo bigote color arena se le metía en la boca. Su nerviosismo pareció remitir a medida que se iban acercando a Mercurio y la Base Navegante Solar, donde era el jefe.

Pero en ocasiones, sobre todo cuando la conversación trataba de la elevación o la Biblioteca, el rostro de Kepler asumía la expresión del hombre que tiene mucho que decir y no encuentra la forma de hacerlo.

Era una expresión nerviosa y cohibida, como si tuviera miedo de expresar sus opiniones por temor a ser rebatido.

Después de reflexionar un poco, Jacob llegó a la conclusión de que conocía parte del motivo. Aunque el jefe del Navegante Solar no había dicho nada de forma explícita, Jacob estaba convencido de que Dwayne Kepler era religioso.

En medio de la controversia camisas-pieles y el Contacto con los extraterrestres, la religión organizada había quedado hecha pedazos.

Los danikenitas proclamaban su fe en una gran raza de seres, no omnipotentes, que habían intervenido en el desarrollo del hombre y podrían hacerlo de nuevo. Los seguidores de la Ética Neolítica predicaban sobre la palpable presencia del «espíritu del hombre».

Y la mera existencia de miles de razas que surcaban el espacio, donde pocas profesaban algo que fuera similar a las antiguas religiones de la Tierra, hizo un gran daño a la idea de un Dios todopoderoso y antropomórfico.

La mayoría de los credos formales habían cooptado por un bando u otro en la guerra camisa-piel, o habían derivado en un teísmo filosófico. Los ejércitos de fieles habían volado hacia otras banderas, y los que se quedaron guardaban silencio en mitad del tumulto.

Jacob se había preguntado a menudo si estaban esperando una Señal.

Si Kepler era creyente, eso explicaría parte de su cautela. Había bastante desempleo entre los científicos. Kepler no querría labrarse una reputación de fanático y arriesgarse a añadir su nombre a las filas de parados.

Jacob consideraba que era una lástima que el hombre pensara así.

Habría sido interesante oír sus puntos de vista. Pero respetaba su claro deseo de intimidad en este tema.

Lo que atraía el interés profesional de Jacob era la forma en que el aislamiento podría haber contribuido a los problemas mentales de Kepler. En la cabeza del hombre había algo más que un problema filosófico, algo que ahora mismo dañaba su eficacia como líder y su confianza en sí mismo como científico.

Martine, la psicóloga, acompañaba a menudo a Kepler, recordándole de modo regular que tomara sus medicinas, frasquitos de diversas píldoras multicolores que llevaba en los bolsillos.

Jacob sentía que volvían las viejas costumbres, pues no habían sido apagadas por la quietud de los últimos meses en el Centro de Elevación. Tenía casi tanto interés en saber qué eran aquellas píldoras como en conocer cuál era el trabajo real de Mildred Martine en el Navegante Solar.

Martine era aún un enigma para Jacob. A pesar de sus conversaciones a bordo, no había llegado a penetrar en los malditos modales amistosos de la mujer. Su divertida condescendencia hacia él era tan pronunciada como la exagerada confianza del doctor Kepler. Los pensamientos de la mujer estaban en otra parte.

Martine y LaRoque apenas apartaban la vista de su portilla.

Martine hablaba de su investigación sobre los efectos del color y el brillo en la conducta psicótica. Jacob lo había oído en su primera reunión en Ensenada. Una de las primeras cosas que hizo Martine tras unirse al Navegante Solar fue reducir al mínimo los efectos psicogénicos del medio, por si los «fenómenos» eran una ilusión causada por el estrés.

Su amistad con LaRoque había ido creciendo a lo largo del viaje mientras escuchaba, embelesada, todas las contradictorias historias de civilizaciones perdidas y antiguos visitantes extraterrestres. LaRoque respondió a la atención recurriendo a su famosa elocuencia. Varias veces sus conversaciones privadas en la cubierta consiguieron reunir público. Jacob prestó atención un par de veces. LaRoque podía ser muy sensible cuando se lo proponía.

Sin embargo, Jacob se sentía menos cómodo con aquel hombre que con los demás pasajeros. Prefería la compañía de gente menos ubicua, como Culla. Jacob había llegado a apreciar al alienígena. A pesar de los grandes ojos rojos y su increíble trabajo dental, el pring tenía gustos muy parecidos a él en muchas cosas.

Culla hacía montones de preguntas ingeniosas sobre la Tierra y los humanos, la mayoría referidas a la forma en que trataban a sus especies pupilas. Cuando se enteró de que Jacob había participado en el proyecto para elevar a la inteligencia plena a los chimpancés, los delfines, y últimamente a los perros y gorilas, empezó a tratar a Jacob con más respeto aún.

Ni una sola vez se refirió Culla a la tecnología de la Tierra como arcaica u obsoleta, aunque todo el mundo sabía que era única en la galaxia por su rareza. Después de todo no había constancia de que ninguna otra raza hubiera tenido que inventarlo todo partiendo de cero. La Biblioteca se encargaba de eso. Culla era un entusiasta de los beneficios que proporcionaría la Biblioteca a sus amigos humanos y chimpancés.

En una ocasión, el extraterrestre siguió al humano al gimnasio de la nave y contempló, con aquellos grandes ojos rojos suyos, cómo Jacob se embarcaba en una de sus sesiones maratonianas, una de las varias que hizo desde que salieron de la Tierra. Durante los descansos, Jacob descubrió que el pring ya había aprendido el arte de contar chistes picantes. La raza pring debía de tener conductas similares a la humanidad contemporánea, pues el remate «…sólo estábamos regateando sobre el precio» parecía tener el mismo significado para ambos.

Fueron los chistes, sobre todo, los que hicieron que Jacob advirtiera lo lejos que estaba de casa el estirado diplomático pring. Se preguntó si Culla se sentía tan solitario como lo estaría él en aquella situación.

En las siguientes discusiones sobre si la mejor marca de cerveza era Tuborg o L-5, Jacob tuvo que esforzarse por recordar que se trataba de un alienígena, no un ser humano alto y terriblemente educado. Pero comprendió la lección cuando se encontraron separados por un abismo insalvable durante el curso de la conversación.

Jacob había contado una historia sobre la lucha de clases terrestres que Culla no pudo comprender. Intentó ilustrar su argumento con un proverbio chino: «El campesino siempre se cuelga en la puerta de su señor».

Los ojos del alienígena se volvieron más brillantes de repente, y Jacob oyó por primera vez un agitado chasquido procedente de la boca de Culla.

Se quedó mirando al pring por un instante, y luego cambió rápidamente de tema.

Pero en términos generales, Culla tenía un sentido del humor más parecido al humano que ningún otro extraterrestre que hubiera conocido. Con la excepción de Fagin, por supuesto.

Ahora, mientras se preparaban para el aterrizaje, el pring permanecía en silencio junto a su tutor. Su expresión, como la de Bubbacub, volvía a ser ilegible.

Kepler tocó suavemente a Jacob en el brazo y señaló la portilla.

—Muy pronto la capitana mandará tensar las Pantallas de Estasis y empezará a reducir el ritmo en que deja filtrarse el espacio-tiempo. Los efectos le parecerán interesantes.

—Creía que la nave dejaba que el tejido del espacio pasara de largo, más o menos, como se hace con una tabla de surf en la playa.

Kepler sonrió.

—No, señor Demwa. Ése es un error común. Hacer surf en el espacio es sólo una frase popular. Cuando hablo de espacio-tiempo, no me refiero a un «tejido». El espacio no es un material.

»De hecho, mientras nos acercamos a una singularidad planetaria (una distorsión en el espacio causada por un planeta), debemos adoptar una métrica constantemente cambiante, o un conjunto de parámetros por el que medir el espacio y el tiempo. Es como si la naturaleza quisiera que cambiáramos gradualmente la longitud de nuestros medidores y el ritmo de nuestros relojes cada vez que nos acercamos a una masa.

—¿He de entender que la capitana está controlando nuestra aproximación, dejando que este cambio tenga lugar lentamente?

—¡Exacto! En los viejos tiempos, por supuesto, la adaptación era más violenta. La métrica se conseguía frenando continuamente con cohetes hasta el contacto, o estrellándose contra el planeta. Ahora sólo arrojamos la métrica sobrante como si fuera un fardo de tela en estasis. ¡Ah! ¡Ya hemos vuelto a hacer otra vez una analogía «material»!

Kepler sonrió.

—Uno de los productos residuales de todo esto es el neutronio comercial, pero el propósito principal es aterrizar a salvo.

—Entonces, cuando por fin empecemos a meter el espacio en una bolsa, ¿qué veremos?

Kepler señaló la portilla.

—Puede ver lo que pasa ahora.

En el exterior, las estrellas se apagaban. El tremendo chorro de brillantes puntos de luz que las pantallas oscurecidas había dejado pasar se desvanecía lentamente mientras observaban. Pronto quedaron sólo unas cuantas, débiles y ocres contra la negrura.

El planeta de debajo empezó también a cambiar.

La luz reflejada de la superficie de Mercurio ya no era caliente y quebradiza. Adquirió un tinte anaranjado. La superficie estaba ahora bastante oscura.

Y también se acercaba. Lenta, pero visiblemente, el horizonte se alisó. Objetos en la superficie que antes apenas eran distinguibles se hicieron visibles a medida que la Bradbury descendía.

Grandes cráteres se abrieron para mostrar otros cráteres aún más pequeños en su interior. Mientras la nave descendía tras el irregular borde de uno de ellos, Jacob vio que estaba cubierto de pozos aún más pequeños, de forma similar a los más grandes.

El horizonte del diminuto planeta desapareció tras una cordillera, y Jacob perdió toda perspectiva. Con cada minuto de descenso el terreno no parecía cambiar. ¿Cómo podía saber a qué altura estaban?

¿Cómo saber si lo que tenían debajo era una montaña, un peñasco, o si iban a posarse dentro de un segundo o dos para descubrir que no era más que una roca?

Sintió la cercanía. Las sombras grises y los macizos anaranjados parecían tan inmediatos que tuvo la impresión de que podría tocarlos.

Como esperaba que la nave se posara en cualquier momento, se sorprendió cuando un agujero del suelo se apresuró a engullirlos.

Mientras se preparaban para desembarcar, Jacob recordó con sorpresa lo que había estado haciendo cuando se había sumido en trance ligero y había sostenido la chaqueta de Kepler durante el descenso.

Subrepticiamente, y con gran habilidad, había registrado los bolsillos de Kepler, tomando una muestra de todas las medicinas y un pequeño lápiz sin dejar sus huellas. Todo formaba ahora un bultito en el bolsillo de Jacob, demasiado pequeño para ser advertido.

—De modo que ya ha empezado —dijo entre dientes.

La mandíbula de Jacob se tensó.

«¡Esta vez voy a resolverlo yo solo!» —pensó—. No necesito ayuda de mi alter ego. ¡No voy a ir por ahí derribando puertas y entrando por la fuerza!

Se dio un puñetazo en el muslo para espantar la sensación picajosa y satisfecha que notaba en los dedos.