Hacía años que los antiguos gobiernos norteamericanos habían arrasado la Franja Fronteriza para controlar los movimientos hacia y desde México. Se había creado un desierto donde antes se encontraban dos ciudades.
Desde el Vuelco y la destrucción de la opresiva Burocracia de los antiguos Gobiernos sindicados, las autoridades de la Confederación habían conservado aquella zona como parques. La zona fronteriza entre San Diego y Tijuana era ahora una de las áreas arboladas más grandes al sur del Parque Pendleton.
Pero eso estaba cambiando. Mientras conducía su coche alquilado a lo largo de la autopista elevada, Jacob vio signos de que el cinturón volvía a su antiguo cometido. A ambos lados de la carretera había cuadrillas trabajando, talando árboles y erigiendo finos postes a intervalos de cien metros al este y el oeste. Los postes eran vergonzosos. Jacob apartó la mirada.
Una gran pantalla y un cartel blanco colgaban donde la línea de postes cruzaba la autopista.
—Oderint dum metuant —gruñó Jacob mientras sacudía la cabeza.
Que odien mientras teman. No importa que una persona haya vivido en una ciudad toda su vida. Si no tiene derecho a voto, tiene que quitarse de en medio cuando llega el progreso.
Tijuana, Honolulú, Oslo, y otra media docena de ciudades estarían incluidas cuando las reservas de etés aumentaran de nuevo. Cincuenta o sesenta mil condicionales, tanto permanentes como temporales, tendrían que ponerse en marcha para que esas ciudades fueran «seguras» para un millar de alienígenas. La molestia sería pequeña, por supuesto. La mayor parte de la Tierra estaba aún prohibida a los etés, y los no-ciudadanos todavía tenían espacio de sobra. El Gobierno ofrecía también grandes compensaciones.
Pero una vez más había refugiados en la Tierra.
La ciudad apareció de repente en el borde sur de la Franja. Muchas de sus construcciones seguían un estilo español o revival español, pero en general mostraba la experimentación arquitectónica típica de una ciudad mexicana moderna. Los edificios eran blancos y azules. El tráfico a ambos lados de la carretera llenaba el aire con un leve zumbido eléctrico.
Por toda la ciudad carteles metálicos verdes y blancos, como el que había en la frontera, anunciaban el cambio inminente. Pero uno, cerca de la autopista, había sido pintado con spray negro. Antes de que se perdiera de vista, Jacob pudo ver las apresuradas palabras «Ocupación» e «Invasión».
Pensó que la pintada la había hecho un condicional permanente. No era probable que un Ciudadano hiciera algo tan arriesgado, con cientos de formas legales para expresar su opinión. Y un condicional temporal, condenado por algún delito, no querría que su sentencia aumentara.
Un temporal tendría la certeza de ser capturado.
Sin duda algún pobre permanente, arriesgándose a ser condenado, había aireado sus sentimientos, sin preocuparse por las consecuencias. Jacob simpatizó con él. Probablemente el C.P. estaba ahora bajo custodia.
Aunque la política no le interesaba especialmente, Jacob procedía de una familia de políticos. Dos de sus abuelos fueron héroes durante el Vuelco, cuando un pequeño grupo de tecnócratas consiguió derribar la Burocracia. La política de la familia hacia las Leyes Condicionales era de vehemente oposición.
Durante los últimos años, Jacob había adquirido la costumbre de evitar los recuerdos del pasado. Sin embargo, ahora una imagen se abrió paso en su mente.
El tío Jeremey estaba dando una charla en la Escuela de Verano en el compuesto del clan Álvarez en las montañas de Caracas, en la misma casa donde Joseph Álvarez y sus amigos habían fraguado sus planes treinta años antes. Los primos de Jacob, adoptivos y carnales, escuchaban adoptando expresiones respetuosas por fuera y rebosando de aburrimiento por dentro. Y Jacob jugueteaba en un rincón, deseando poder volver a su habitación y el «equipo secreto» que había ensamblado con su hermanastra Alice.
Suave y confiado, Jeremey aún estaba entonces en plena madurez, y era una voz importante en la Asamblea de la Confederación. Pronto sería el líder del clan Álvarez, desbancando a su hermano mayor James.
El tío Jeremey estaba diciendo cómo la antigua Burocracia había decretado que todo el mundo sería examinado en busca de «tendencias violentas» y que los que no pasaran la prueba estarían bajo constante vigilancia: libertad condicional.
Jacob podía recordar las palabras exactas que pronunció su tío esa tarde, cuando Alice entró en la Biblioteca, con la excitación resplandeciendo en su carita de doce años como algo a punto de convertirse en nova.
—Hicieron grandes esfuerzos para convencer al populacho de que las leyes reducirían la delincuencia —dijo Jeremey con voz baja y grave—. Y tuvieron ese efecto, desde luego. Los individuos con transmisores de radio a menudo se lo piensan dos veces antes de causar problemas a sus vecinos.
»Entonces, como ahora, a los Ciudadanos les encantaron las Leyes Condicionales. No tuvieron ningún problema a la hora de olvidar el hecho de que suprimían todas las garantías constitucionales tradicionales de proceso debido. De todas formas, la mayoría vivía en países que nunca habían conocido esas lindezas.
»Y cuando un fallo en esas leyes permitió a Joseph Álvarez y sus amigos poner boca abajo a los burócratas… bueno, a los jubilosos Ciudadanos les encantaron aún más las pruebas condicionales. A los líderes del Vuelco no les hizo ningún bien sacar el tema en ese momento. Ya tenían bastantes problemas estableciendo la Confederación…
Jacob pensó que iba a gritar. Allí estaba el viejo tío Jeremey farfullando interminablemente sobre todas aquellas tonterías, y Alice —la afortunada Alice, cuya habilidad era arriesgarse a la ira de los mayores y escuchar por el micro intervenido que había colocado en el receptor de espacio profundo de la casa—… ¿qué era lo que había oído?
¡Tenía que ser una nave espacial! ¡Sería el tercero de los grandes navíos en volver! Ésa era la única explicación para la llamada a los Reservistas Espaciales o la excitación del ala este, donde los adultos mantenían sus laboratorios y oficinas.
Jeremey estaba todavía exponiendo la continua falta de compasión pública, pero Jacob no le veía ni oía. Mantuvo el rostro rígido e inmóvil mientras Alice se inclinaba sobre él para susurrarle al oído, o más bien para jadearle llena de excitación:
—¡Alienígenas, Jacob! ¡Traen extraterrestres! ¡En sus propias naves! ¡Oh, Jake, la Vesarius trae etés!
Fue la primera vez que Jacob oyó aquella palabra. A menudo se preguntaba si la había inventado Alice. Recordó que a los diez años se había preguntado si venían para comerse a alguien.
Mientras recorría las calles de Tijuana, se le ocurrió que la pregunta todavía no había sido respondida.
En varios cruces importantes los edificios habían sido demolidos para instalar un irisado «Kiosco de Recreo E.T.». Jacob vio a varios de los nuevos autobuses descubiertos equipados para transportar a humanos y a alienígenas que reptaban, o tenían tres metros de altura.
Al pasar ante el ayuntamiento, Jacob vio a una docena de «pieles» deambulando en piquetes. Al menos parecían pieles: gente vestida con pieles y agitando lanzas de plástico. ¿Quién más se vestiría de esa forma con este clima?
Subió el volumen de la radio de su coche y pulsó el seleccionador de voz.
—Noticias locales —dijo—. Palabras clave: Pieles, ayuntamiento, piquetes.
Tras sólo un momento de retraso, una voz mecánica habló desde detrás del salpicadero con la inflexión levemente defectuosa de un boletín de noticias elaborado por ordenador. Jacob se preguntó si alguna vez arreglarían ese tonillo de voz.
—Noticias. —La voz artificial tenía acento de Oxford—. Resumen: Hoy, lunes 12 de enero de 2246, cero nueve cuarenta y uno, buenos días. Treinta y siete personas se están manifestando de forma legal ante el ayuntamiento de Tijuana. El motivo de su protesta, en síntesis, es la expansión de la Reserva Extraterrestre. Por favor, interrumpa si desea un fax o una presentación verbal de su manifiesto de protesta.
La máquina hizo una pausa. Jacob no dijo nada, preguntándose si le quedaban ganas de oír el resto del resumen. Conocía bien la protesta de los pieles contra las consecuencias de las Reservas: algunos humanos, al menos, no eran adecuados para relacionarse con los alienígenas.
—Veintiséis de los treinta y siete miembros del grupo de protesta llevan transmisores condicionales —continuó el informe—. El resto, naturalmente, son ciudadanos. Esto da una idea de un condicional por cada ciento veinticuatro ciudadanos de Tijuana en general. Por su conducta y forma de vestir, los manifestantes pueden ser descritos como pertenecientes a la llamada Ética Neolítica, popularmente «pieles». Como ninguno de los ciudadanos ha invocado privilegio de intimidad, puede decirse que treinta de los treinta y siete son residentes en Tijuana y el resto visitantes…
Jacob dio un golpecito al botón y la voz murió a mitad de la frase. La escena ante el ayuntamiento había quedado atrás hacía rato, y de todas formas era una historia vieja.
Sin embargo, la controversia sobre la expansión de la Reserva E.T. le recordó que habían pasado casi dos meses desde la última vez que visitó a su tío James en Santa Bárbara. El viejo cascarrabias estaba probablemente metido hasta las orejas en pleitos a favor de la mitad de los condicionales de Tijuana. Pese a ello, se daría cuenta si Jacob se marchaba a hacer un largo viaje sin despedirse, ya fuera a él o a los otros tíos, tías y primos del enorme clan Álvarez.
¿Largo viaje? ¿Qué largo viaje?, pensó Jacob de repente. ¡Yo no voy a ninguna parte!
Pero el rinconcito de su mente que había dejado preparado para ese tipo de cosas había notado algo en esta reunión convocada por Fagin. Sentía expectación, y a la vez el deseo de reprimirla. Las sensaciones habrían sido intrigantes si no fueran ya tan familiares.
Condujo en silencio durante un rato. Pronto la ciudad dio paso al campo, y el tráfico se redujo a un hilillo. Durante los siguientes veinte kilómetros condujo con el calor del sol sobre el brazo, y un puñado de dudas jugando al escondite en su mente.
A pesar de la inquietud que había sentido últimamente, experimentaba cierta resistencia a admitir que era hora de dejar el Centro de Elevación. El trabajo con los delfines y chimpancés era fascinante, y mucho más equilibrado —después de las primeras y tumultuosas semanas, durante el asunto de la Esfinge de Agua— que su antigua profesión de investigador criminólogo. El personal del Centro era trabajador y, contrariamente a muchas otras empresas científicas de la Tierra, tenía la moral bien alta. Hacían un trabajo que tenía un enorme valor intrínseco y no quedaría obsoleto instantáneamente cuando la Sucursal de la Biblioteca en La Paz estuviera en pleno funcionamiento.
Pero lo más importante de todo era que había hecho amigos, y esos amigos le habían apoyado durante el último año, cuando empezó el lento proceso de unir las porciones dispersas de su mente.
En especial Gloria. Voy a tener que hacer algo respecto a ella si me quedo, pensó Jacob. Algo más que la camaradería que hemos llevado hasta el momento. Los sentimientos de la muchacha se estaban trasluciendo.
Antes del desastre en Ecuador, la pérdida que le había llevado al Centro en busca de paz y trabajo, Jacob habría sabido qué hacer y habría tenido el valor para hacerlo. Ahora sus sentimientos eran un lío.
Se preguntó si alguna vez desearía tener algo más que una relación amorosa casual.
Habían pasado dos largos años desde la muerte de Tania. En ocasiones se había sentido solo, a pesar del trabajo, los amigos, y los juegos siempre fascinantes que practicaba con su mente.
El terreno se volvió marrón y montañoso. Mientras contemplaba los cactus que iba dejando atrás, Jacob se acomodó para disfrutar del lento ritmo del viaje. Incluso ahora, su cuerpo oscilaba levemente con el movimiento, como si todavía se encontrara en el mar.
El océano destellaba azul tras las montañas. Cuanto más lo acercaba la carretera curva al lugar del encuentro, más deseaba estar a bordo de un barco, esperando el regreso de las primeras corcovadas y las colas alzadas de la Migración Gris del año, escuchando la Canción del Líder de las ballenas.
Sorteó una colina para encontrarse con que los aparcamientos a ambos lados de la carretera estaban repletos de pequeños coches eléctricos como el suyo. En la cima de las montañas había docenas de personas.
Jacob acercó su vehículo a la guía automática de la derecha, donde podría circular lentamente y apartar los ojos de la autopista.
¿Qué pasaba aquí? Dos adultos y varios niños bajaron de un coche al lado izquierdo de la carretera, sacando sus prismáticos y sus cestas con la merienda. Estaban claramente excitados. Parecían una familia típica de excursión, pero todos llevaban brillantes túnicas plateadas y amuletos dorados. La mayoría de la gente en las montañas iba vestida de forma similar. Muchos tenían pequeños telescopios, y apuntaban hacia la carretera, a algo que a Jacob le quedaba oculto por la montaña que tenía a la derecha.
La multitud de esa otra montaña vestía atuendos cavernícolas y plumas. Estos Cro-Magnones Completos estaban comprometidos.
Tenían sus propios telescopios, así como relojes de pulsera, radios y megáfonos, junto con sus hachas y lanzas de pedernal.
No era sorprendente que los dos grupos ocuparan colinas opuestas. En lo único en que los camisas y los pieles estaban de acuerdo era en su odio hacia la Cuarentena Extraterrestre.
Un gran cartel cruzaba la autopista entre las dos colinas.
Jacob sonrió. Los «periódicos» habían tenido tema de sobra con esa última orden. Había caricaturas en todos los canales que mostraban a los visitantes de las Reservas obligados a quitarse la piel, mientras un par de etés con aspecto de serpiente observaban atentamente.
Los coches aparcados se apretujaban en la cima. Cuando el automóvil de Jacob llegó a ese punto pudo ver la Barrera.
En un amplio arco de terreno baldío que se extendía de este a oeste corría otra línea de postes con alambradas, esta vez completa. Los colores de muchos de los postes se habían deslucido. El polvo cubría las lámparas redondas que los remataban.
Los ubicuos trazadores-C actuaban aquí y allá como criba visible, permitiendo a los ciudadanos entrar y salir libremente de la Reserva E.T., pero advirtiendo a los condicionales para que se quedasen fuera, y a los alienígenas para que se quedasen dentro. Era un burdo recordatorio de un hecho que la mayoría de la gente ignoraba: que una gran parte de la humanidad llevaba insertados transmisores porque la otra parte, la mayor, no se fiaba de ellos. La mayoría no quería contactos entre los extraterrestres y los que habían sido calificados por un test psicológico como «tendentes a la violencia».
Al parecer, la Barrera hacía bien su trabajo. Las multitudes a ambos lados se hacían más grandes, y los trajes más salvajes, pero la muchedumbre se detenía justo al norte de la línea de postes-C.
Algunos de los pieles y camisas eran probablemente ciudadanos, pero se quedaban a este lado con sus amigos, por amabilidad y tal vez en señal de protesta.
La multitud era más densa al norte de la Barrera. Aquí los camisas y pieles hacían gestos a los ocupantes de los vehículos que pasaban. Jacob permaneció en el sistema de guía y miró alrededor, protegiéndose los ojos contra el resplandor del sol y disfrutando del espectáculo.
Un joven a la izquierda, envuelto en satén plateado de la garganta a los pies, alzó una pancarta que decía: «La Humanidad también fue Elevada: ¡Dejad salir a nuestros primos extraterrestres!». Justo frente a él, una mujer llevaba un estandarte atado al palo de la lanza:
«Nosotros lo hicimos solos: ¡Etés fuera de la Tierra!».
Ésa era la controversia, en síntesis. El mundo entero esperaba a ver quiénes tenían razón, si los que creían en Darwin o los que seguían a Von Daniken. Los camisas y pieles eran sólo los ejemplos más fanáticos de una polémica que había dividido a la humanidad en dos campos filosóficos. El motivo: «¿Cuál fue el origen del Homo-Sapiens como ser pensante?».
¿O era eso todo lo que representaban los camisas y pieles?
El primer grupo llevaba su amor por los alienígenas a un frenesí pseudorreligioso. ¿Xenofilia histérica?
Los Neolíticos, con su amor por los atuendos cavernícolas y la sabiduría antigua, ¿basaban sus gritos de «independencia de la influencia E.T.» en algo más básico, tal vez miedo a los desconocidos y poderosos alienígenas? ¿Xenofobia?
Jacob estaba seguro de una cosa: los camisas y pieles compartían su resentimiento. Resentimiento hacia la cauta política de compromiso de la Confederación hacia los E.T. Resentimiento hacia las Leyes Condicionales que mantenía aislados a tantos. Resentimiento hacia un mundo donde el hombre ya no conocía con seguridad cuáles eran sus raíces.
Un hombre viejo y sin afeitar llamó la atención de Jacob. Estaba agachado junto a la carretera, saltaba y señalaba el terreno entre sus piernas, gritando en medio del polvo levantado por la multitud. Jacob redujo la velocidad al aproximarse.
El hombre llevaba una chaqueta de piel y pantalones de cuero. Sus gritos y saltos se volvieron más frenéticos a medida que Jacob se acercaba.
—¡Doo-Doo! —gritó, como si lanzara un insulto terrible. De sus labios manaba saliva, y otra vez señaló al suelo—. ¡Doo-Doo! ¡Doo-Doo!
Aturdido, Jacob casi detuvo el coche.
Algo voló hacia su cara desde la izquierda y chocó contra la ventanilla del lado del pasajero. Hubo un golpe contra el techo y en cuestión de segundos una andana de piedras roció el coche, creando un tamborileo que resonó en los oídos de Jacob.
Subió la ventanilla de su izquierda, sacó el coche del sistema automático, y aceleró. El débil metal y plástico de la carrocería se agitaba cada vez que era golpeado por un proyectil. De repente unos rostros se asomaron a la ventanilla del lado de Jacob, caras jóvenes y duras con largos bigotes. Los jóvenes corrieron junto al coche mientras éste aceleraba lentamente, golpeándolo con los puños y gritando.
Como la Barrera se hallaba sólo a unos pocos metros de distancia, Jacob se echó a reír y decidió averiguar qué querían. Levantó un poco el pie del acelerador y se volvió para formular una pregunta al hombre que corría junto a él, un adolescente vestido como un héroe de ciencia ficción del siglo XX. La multitud era un destello de pancartas y disfraces.
Antes de que pudiera hablar, el coche fue sacudido por un impacto. Un agujero apareció en el parabrisas y la pequeña cabina se inundó de olor a quemado.
Jacob lanzó el coche hacia la Barrera. La fila de postes pasó zumbando y de repente se encontró solo. Por el retrovisor vio que la multitud se congregaba. Los jóvenes gritaban, alzando los puños y sus mangas futuristas. Jacob sonrió y bajó la ventanilla para saludar.
¿Cómo voy a explicarle esto a la compañía de alquiler?, pensó. ¿Les digo que me atacaron las fuerzas del Emperador Ming o creerán la verdad?
No tenía sentido llamar a la policía. Las autoridades locales serían incapaces de hacer nada sin empezar una Búsqueda-C. Y unos cuantos transmisores-C se perderían sin duda entre tantos. Además, Fagin le había pedido que fuera discreto al asistir a esta reunión.
Bajó las ventanillas para que la brisa se llevara el humo. Hurgó en el agujero de bala con la punta de su meñique y sonrió divertido.
Te ha gustado, ¿eh?, pensó.
Una cosa era dejar correr la adrenalina, y otra muy distinta reírse del peligro. La sensación de diversión ante el incidente de la Barrera preocupaba a una parte de Jacob más que la misteriosa violencia de la multitud, un síntoma surgido de su pasado.
Pasaron un par de minutos, y luego el salpicadero emitió un silbido.
Jacob alzó la cabeza. ¿Un autostopista? ¿Aquí? Carretera abajo, a menos de medio kilómetro de distancia, un hombre junto al arcén tendía el reloj sobre el sendero de la guía. Dos mochilas descansaban en el suelo junto a él.
Jacob vaciló. Pero aquí, dentro de la Reserva, sólo estaban permitidos ciudadanos. Paró en el arcén, sólo unos metros más allá del hombre.
Había algo familiar en aquel tipo. Era un hombrecito peculiar con un traje gris oscuro, y su panza se agitó cuando levantó las dos pesadas bolsas para acercarlas al coche de Jacob. Su cara sudaba cuando se inclinó sobre la puerta del asiento de pasajeros y se asomó.
—¡Oh, chico, qué calor! —gimió. Hablaba inglés estándar con fuerte acento—. No me extraña que nadie use el sistema de guía —continuó, secándose la frente con un pañuelo—. Conducen tan rápido para poder captar un poco de brisa, ¿verdad? Pero usted me resulta familiar, debemos habernos encontrado en alguna parte antes. Soy Peter LaRoque… o Pierre, si lo desea. Trabajo para Les Mondes.
Jacob dio un respingo.
—Oh. Sí, LaRoque. Nos conocemos de antes. Soy Jacob Demwa. Suba, sólo voy hasta el Centro de Información, pero allí podrá encontrar un autobús.
Esperaba que su rostro no revelara sus sentimientos. ¿Por qué no había reconocido a LaRoque cuando aún estaba en marcha?
Posiblemente no se habría parado.
No es que tuviera nada en concreto contra el hombre, aparte de su increíble ego y su inagotable caudal de opiniones, que lanzaba sobre cualquiera a la menor oportunidad. En muchos aspectos, probablemente era una personalidad fascinante. Desde luego, tenía seguidores en la prensa danikeniana. Jacob había leído varios artículos de LaRoque y le gustaba el estilo, aunque no el contenido.
Pero LaRoque era uno de los miembros de la prensa que le había perseguido durante semanas después de que resolviera el misterio de la Esfinge de Agua, y uno de los menos agradables. La historia final en Les Mondes fue favorable, y bien escrita también. Pero no había merecido la pena soportar tantas molestias.
Jacob se alegró de que la prensa no hubiera podido encontrarle después del fiasco en Ecuador, aquel lío en la Aguja Vainilla. En esa época soportar a LaRoque habría sido demasiado.
Ahora mismo tenía problemas para creerse el afectado acento de «origen» de LaRoque. Aún era más fuerte que la última vez que se vieron, si es que eso era posible.
—¡Demwa, ah, por supuesto! —dijo el hombre. Depositó sus bolsas tras el asiento de pasajeros y subió al coche—. ¡El creador y suministrador de aforismos! ¡El experto en misterios! ¿Está aquí para jugar a las adivinanzas con nuestros nobles invitados interplanetarios? ¿O quizá va a consultar en la Gran Biblioteca de La Paz?
Jacob volvió a entrar en el sistema de guía, deseando conocer al que había empezado la moda del «Acento de Orígenes Nacionales» para poder estrangularlo.
—Estoy aquí para ofrecer mis servicios como consultor, y mis pupilos incluyen extraterrestres, si eso es lo que quiere saber. Pero no puedo entrar en detalles.
—¡Ah, sí, cuántos secretos! —LaRoque agitó un dedo juguetonamente—. ¡No debería hablarle así a un periodista! ¡Sus asuntos son mis asuntos! Pero seguro que se está preguntando qué trae al reportero estrella de Les Mondes a este lugar desolado, ¿no?
—La verdad es que me interesa más cómo llegó a hacer autostop en mitad de este lugar desolado.
LaRoque suspiró.
—¡Un lugar desolado, en efecto! ¡Qué lástima que los nobles alienígenas que nos visitan tengan que permanecer atrapados aquí y en otras tierras yermas como su Alaska!
—Y Hawaii, Caracas y Sri Lanka, los Capitolios de la Confederación —dijo Jacob—. Pero en cuanto a cómo llegó a…
—¿Cómo me enviaron a este lugar? ¡Sí, por supuesto, Demwa! Pero tal vez podamos incluso divertirnos con su reputado talento deductivo. ¿No lo adivina?
Jacob reprimió un gruñido. Extendió la mano para sacar el coche del sistema de guía y apretó más fuerte el acelerador.
—Tengo una idea mejor, LaRoque. Ya que no quiere decirme por qué estaba aquí, en medio de ninguna parte, tal vez esté dispuesto a aclararme un pequeño misterio.
Jacob describió la escena de la Barrera. Se saltó el violento final, esperando que LaRoque no hubiera advertido el agujerito en el parabrisas, pero describió con cuidado la conducta del hombre agachado.
—¡Por supuesto! —exclamó LaRoque—. ¡Me lo pone fácil! Ya conoce las iniciales de esa frase que usan, «Condicional Permanente», esa horrible clasificación que niega a un hombre sus derechos, paternidad, el derecho…
—¡Mire, ya estoy de acuerdo! Ahórrese el discurso. —Jacob pensó un momento. ¿Cuáles eran las iniciales?—. Oh, creo que ya lo veo.
—Sí, el pobre hombre sólo estaba contraatacando. Los ciudadanos lo llaman cepé… ¿no es simple justicia que él lo acusara de ser dócil y domesticado? ¡De ahí lo de doo-doo![1]
Jacob se rió a su pesar. La carretera empezó a curvarse.
—Me pregunto por qué toda esa gente se congregaba ante la Barrera. Parecían estar esperando a alguien.
—¿Ante la Barrera? —dijo LaRoque—. Ah, sí. He oído decir que sucede todos los jueves. Los etés del Centro salen a mirar a los no-ciudadanos, y ellos a su vez van a mirar a un eté. Qué tonto, ¿verdad? ¡Uno no sabe a qué lado arrojar los cacahuetes!
La carretera bordeó una nueva colina y su destino apareció a la vista.
El Centro de Información, a unos pocos kilómetros al norte de Ensenada, era un gran complejo de residencias para los E.T., museos públicos y, ocultos al otro lado, barracones para la patrulla fronteriza.
Delante de un amplio aparcamiento se alzaba el edificio principal donde los nuevos visitantes recibían lecciones de Protocolo Galáctico.
La estación estaba en una pequeña meseta, entre la autopista y el océano, con una amplia panorámica de ambos. Jacob aparcó cerca de la entrada principal.
LaRoque, con la cara roja, rumiaba algo. Alzó la cabeza de repente.
—Sólo hacía una broma cuando dije lo de los cacahuetes, ¿sabe? Sólo era una broma.
Jacob asintió, preguntándose qué le pasaba a aquel hombre. Qué extraño.