—Makakai, ¿estás preparada?
Jacob ignoró los zumbidos de los motores y válvulas en su crisálida de metal. Permaneció inmóvil. El agua lamió suavemente la nariz bulbosa de su ballena mecánica mientras esperaba una respuesta.
Una vez más comprobó los diminutos indicadores de la pantalla de su casco. Sí, la radio funcionaba. El ocupante de la otra ballena mecánica, medio sumergida a unos pocos metros de distancia, lo había oído todo.
El agua estaba hoy excepcionalmente clara. Al mirar hacia abajo, Jacob pudo ver un pequeño tiburón leopardo al pasar, un poco fuera de sitio en estas profundidades.
—Makakai… ¿estás preparada?
Intentó no parecer impaciente, ni traicionar la tensión que sentía acumularse en su nuca mientras esperaba. Cerró los ojos y se obligó a relajar los músculos rebeldes, uno a uno. Esperó a que su pupila hablara.
—¡Ssssí… hagámossslo! —trinó por fin la voz borboteante. Las palabras parecían agitadas, como pronunciadas a regañadientes, con esfuerzo.
Un discurso bastante largo tratándose de Makakai. Jacob pudo ver la máquina de entrenamiento de la joven delfín junto a la suya, su imagen reflejada en los espejos que bordeaban su visor. Sus grises aletas metálicas se alzaban y caían levemente con la marea.
Débilmente, sin energía, las aletas artificiales se movieron, avanzando bajo la superficie erizada del agua.
Está todo lo dispuesta posible, pensó Jacob. Éste es el momento de averiguar si la tecnología puede sacar a un delfín del Sueño-Ballena.
Volvió a conectar el micrófono.
—Muy bien, Makakai. Sabes cómo funciona la ballena. Ampliará cualquier acción que hagas, pero si quieres que los cohetes intervengan, tendrás que darle la orden en inglés. Para ser justos, yo tendré que silbar en ternario para que la mía funcione.
—¡Ssssí! —siseó la delfín. La gris aleta caudal se alzó y bajó, provocando un torbellino de agua salada.
Medio murmurando una plegaria al Soñador, Jacob tocó el interruptor que liberaba los amplificadores de la ballena mecánica de Makakai y de la suya propia, y luego giró con cautela los brazos para poner en movimiento las aletas. Flexionó las piernas, y las enormes aletas de la cola se sacudieron en respuesta, y su máquina giró inmediatamente y se zambulló.
Jacob intentó corregir su trayectoria pero todo lo que logró fue que la ballena girara aún más. El golpeteo de sus aletas convirtió momentáneamente sus alrededores en una masa de burbujas, hasta que con paciencia, siguiendo un sistema de prueba y error, se enderezó.
Se puso de nuevo en marcha, con cuidado, para ganar la delantera, y luego arqueó la espalda y lanzó una patada. La ballena mecánica respondió con un gran salto en el aire.
La delfín estaba casi a un kilómetro de distancia. Mientras llegaba a la cima de su arco, Jacob la vio caer graciosamente desde una altura de diez metros y zambullirse suavemente en las aguas.
Apuntó al agua con el pico de su casco y el mar se acercó a él como una muralla verde. El impacto hizo que su casco resonara mientras arrancaba tentáculos de algas flotantes y un dorado garibaldi escapaba lleno de pánico tras su zambullida.
Caía demasiado en picado. Jacob juró y pateó dos veces para enderezarse. Las enormes aletas de metal de la máquina golpearon el agua con el empujón rítmico de sus pies, cada uno de ellos enviando una descarga por su espalda, apretujándole contra el denso acolchado del traje. En el momento oportuno, se arqueó y volvió a dar una patada. La máquina salió del agua.
La luz del sol destelló como un misil en su ventanilla izquierda, ahogando con su resplandor el tenue brillo de su diminuto panel de instrumentos. El ordenador del casco trinó suavemente mientras él se retorcía, boca abajo, para golpear de nuevo las brillantes aguas.
Jacob dejó escapar una carcajada de júbilo cuando un banco de pequeñas anchoas plateadas se dispersó ante él.
Sus manos se deslizaron por los controles hasta los mandos de los cohetes, y en la cima de su nuevo arco silbó un código en ternario.
Los motores zumbaron, y el exoesqueleto extendió aletas a lo largo de sus costados. Entonces intervinieron los propulsores con un salvaje estallido, lanzando la cabeza acolchada hacia arriba con la súbita aceleración, pinchando la base de su cráneo mientras las olas quedaban atrás, justo bajo su veloz nave.
Llegó junto a Makakai levantando una gran salpicadura. Ella silbó una aguda bienvenida en ternario. Jacob dejó que los cohetes se desconectaran de modo automático y reemprendió el avance puramente mecánico junto a la delfín.
Durante algún tiempo se movieron al unísono. Con cada salto Makakai se volvía más atrevida, ejecutando torsiones y piruetas durante los largos segundos que transcurrían antes de que golpearan el agua. Una vez, en el aire, dejó escapar un poemita obsceno en su lengua, un chascarrillo sin importancia, pero Jacob esperó que lo hubieran grabado en el barco perseguidor. No se había enterado del chiste final con el estrépito de la caída.
El resto del equipo de entrenamiento los seguía en el hovercraft.
Durante cada salto, Jacob veía el gran barco, empequeñecido ahora por la distancia, hasta que su impacto lo anulaba todo menos los sonidos del agua al salpicar, los chirridos del sonar de Makakai y el fosforescente color azul gris ante sus ventanillas.
El cronómetro de Jacob indicó que habían pasado diez minutos. No podría seguir el ritmo de Makakai durante más de media hora, cualquiera que fuese la ampliación que usara. Los músculos y el sistema nervioso del hombre no estaban diseñados para esta rutina de saltar e impactar contra el agua.
—Makakai, es hora de que pruebes con los cohetes. Dime si estás lista y los usaremos en el siguiente salto.
Los dos se hundieron en el mar y Jacob hizo maniobrar sus aletas en el agua espumosa para prepararse para la siguiente ronda.
Volvieron a saltar.
—Makakai, ahora hablo en serio. ¿Estás lista?
Estaban muy alto. Jacob pudo ver el diminuto ojo de la delfín tras la ventanilla de plástico cuando su máquina-ballena se retorció antes de hundirse en el agua. La siguió un momento después.
—Muy bien, Makakai. Si no me respondes, tendremos que dejarlo ahora mismo.
El agua azul formó una nube de burbujas cuando Jacob se colocó junto a su pupila.
Makakai se retorció y se hundió en vez de prepararse para dar otro salto. Dijo algo en ternario, demasiado rápido para poder seguirlo, algo referido a que Jacob no debería ser tan aguafiestas.
Jacob dejó que su máquina subiera lentamente a la superficie.
—Vamos, querida, usa el inglés. Lo necesitarás si quieres que tus hijos salgan alguna vez al espacio. ¡Y además es tan expresivo! Vamos. Dile a Jacob lo que piensas de él.
Hubo algunos segundos de silencio. Entonces el hombre vio algo que se movía rápidamente por debajo. Se abalanzaba hacia arriba, y justo antes de golpear la superficie, oyó la aguda puya de la voz de Makakai.
—¡Ssí-gueme, zoquete! ¡Yo vueee-lo!
Sus aletas mecánicas chasquearon con la última palabra, y Makakai saltó del agua dejando detrás una columna de llamas.
Jacob se echó a reír, se zambulló para ganar impulso y luego se lanzó al aire tras su pupila.
Gloria le tendió los datos en cuanto terminó su segunda taza de café. Jacob intentó que sus ojos se concentraran en las líneas irregulares, pero éstas se agitaban de un lado a otro como si fueran olas. Devolvió los datos.
—Los miraré más tarde. ¿Puedes hacerme un resumen? Me tomaría uno de esos bocadillos, si me dejas lavarme.
Ella le lanzó uno de atún con pan de centeno y se sentó en la borda, agarrándose a los lados para compensar el bamboleo del barco.
Como de costumbre, apenas llevaba puesto nada. A la joven bióloga, hermosa, con un bonito cuerpo y pelo largo y negro, le sentaba muy bien no llevar apenas nada.
—Creo que tenemos toda la información de ondas cerebrales que nos hacía falta, Jacob. No sé cómo lo lograste, pero la atención de Makakai en inglés fue al menos el doble de lo normal. Manfred cree que ha encontrado suficientes conjuntos sinápticos asociados para hacer grandes avances en su siguiente grupo de mutaciones experimentales.
»Hay un par de nódulos que quiere expandir en el lóbulo cerebral izquierdo de los hijos de Makakai.
»Mi grupo está satisfecho con lo que tenemos de momento. La facilidad de Makakai con la ballena demuestra que la generación actual puede manejar máquinas.
Jacob suspiró.
—Si esperas que estos resultados persuadan a la Confederación para que cancele la próxima generación de mutaciones, no cuentes con ello. Están asustados. No quieren tener que depender siempre de la poesía y de la música para demostrar que los delfines son inteligentes.
»Quieren una raza de manipuladores de herramientas analíticos, y dar palabras en clave para activar los cohetes de una ballena mecánica no les servirá. Veinte a uno a que Manfred tendrá que cortar.
Gloria se puso roja.
—¡Cortar! Son personas, un pueblo con un sueño maravilloso. ¡Los convertiremos en ingenieros y perderemos una raza de poetas!
Jacob dejó el bocadillo y se limpió las migajas del pecho.
Lamentaba haber abierto la boca.
—Lo sé, lo sé. También a mí me gustaría que las cosas fueran un poco más despacio. Pero míralo de esta forma. Tal vez los fins podrán expresar algún día con palabras al Sueño-Ballena. No necesitaremos el ternario para discutir del tiempo, ni nuestro argot para hablar de filosofía. Los delfines podrán unirse a los chimpancés y volverán sus narices metafóricas a los galácticos mientras nosotros nos hacemos pasar por adultos dignos.
—Pero…
Jacob alzó la mano para interrumpirla.
—¿Podemos discutirlo más tarde? Me gustaría acostarme un rato, y luego bajar y visitar a nuestra chica.
Gloria frunció un momento el ceño, pero luego sonrió abiertamente.
—Lo siento, Jacob. Debes de estar muy cansado. Pero al menos hoy, por fin, todo ha funcionado.
Jacob se permitió devolverle la sonrisa. Su ancho rostro se llenó de arrugas en torno a la boca y los ojos.
—Sí —dijo, y se puso en pie—. Hoy todo ha salido bien.
—Ah, por cierto, mientras estabas abajo, hubo una llamada para ti. ¡Era un eté! Johnny se puso tan nervioso que apenas se acordó de anotar el mensaje. Creo que está por alguna parte.
Gloria retiró los platos y encontró un trozo de papel. Se lo tendió.
Jacob frunció las pobladas cejas cuando miró el mensaje. Tenía la piel tensa y oscura, mezcla de antepasados y exposición al sol y al agua salada. Los ojos marrones tendían a estrecharse para convertirse en dos finas ranuras cuando se concentraba. Se llevó una mano callosa a su ganchuda nariz amerindia y trató de descifrar la letra del operador de radio.
—Supongo que todos sabíamos que trabajabas con etés —dijo Gloria—. ¡Pero desde luego no esperábamos que uno nos llamara aquí! ¡Especialmente uno que parece un brote gigante de brécol y que habla como si fuera ministro de protocolo!
Jacob alzó la cabeza.
—¿Ha llamado un kantén? ¿Aquí? ¿Dijo su nombre?
—Debería estar por ahí. ¿Eso es lo que era? ¿Un kantén? Me temo que no entiendo mucho de alienígenas. Podría reconocer a un cintiano o un timbrimi, pero éste era nuevo para mí.
—Mm… voy a tener que llamar a alguien. ¡Fregaré los platos más tarde, no los toques! Dile a Manfred y a Wilfred que bajaré dentro de un rato a visitar a Makakai. Y gracias de nuevo. —Sonrió y la tocó suavemente en el hombro, pero al volverse, su expresión se tornó preocupada.
Atravesó la escotilla delantera, con el mensaje en la mano. Gloria se lo quedó mirando durante un instante. Recogió las cartas de datos y le hubiera gustado saber qué haría falta para retener la atención de aquel hombre durante más de una hora, o de una noche.
El camarote de Jacob apenas era un armarito con un estrecho jergón plegable, pero ofrecía intimidad suficiente. Sacó su tele portátil de un pequeño mueble situado junto a la puerta y la depositó sobre la cama.
Lo lógico era que Fagin hubiera llamado simplemente para ser sociable. Después de todo, le interesaba mucho el trabajo con los delfines.
Sin embargo, en algunas ocasiones, los mensajes de los alienígenas sólo habían traído problemas. Jacob pensó en no devolver la llamada del kantén.
Tras un momento de vacilación, pulsó una clave en la tele y se tranquilizó. Cuando llegaba el momento, no podía resistir la oportunidad de charlar con un E.T., en cualquier sitio, a cualquier hora.
Una línea de binario destelló en la pantalla, dando la localización de la unidad portátil a la que llamaba. La Reserva E.T. de La Baja. Tiene sentido, pensó Jacob. Ahí es donde está la Biblioteca. Apareció la advertencia de costumbre prohibiendo a los condicionales establecer contactos con alienígenas. Jacob apartó la mirada con disgusto.
Brillantes puntos de estática llenaron el espacio sobre las sábanas y delante de la pantalla, y entonces apareció Fagin, en réplica, a unos pocos centímetros de distancia.
El E.T. parecía exactamente un brote gigante de brécol. Tallos redondos azules y verdes formaban esferas simétricas alrededor de un tronco retorcido y estriado. Aquí y allá diminutos copos cristalinos moteaban algunas ramas, formando un amasijo cerca de la cima en torno a una boca invisible.
El follaje se movió, y los cristales se agitaron ante el paso del aire exhalado por la criatura.
—Hola, Jacob. —La voz de Fagin sonó metálica en medio de la habitación—. Te saludo con alegría y gratitud, y con la austera carencia de formalidad en la que con tanta frecuencia y vehemencia insistes.
Jacob reprimió una carcajada. Fagin le recordaba a un antiguo mandarín, tanto por el tono cantarín de su acento como por el retorcido protocolo que usaba incluso con sus amigos humanos más íntimos.
—Te saludo, Amigo-Fagin, y te deseo lo mejor con todo respeto. Y ahora que hemos acabado con eso, y antes de que digas una sola palabra, la respuesta es no.
Los cristales tintinearon suavemente.
—¡Jacob! ¡Eres tan joven y sin embargo tan perspicaz! ¡Admiro tu sabiduría y tu habilidad para adivinar el propósito de mi llamada!
Jacob sacudió la cabeza.
—Nada de adulaciones ni de velado sarcasmo, Fagin. Insisto en hablar contigo en inglés coloquial porque es la única forma que tengo de evitar que acabe hecho un lío cada vez que trato contigo. ¡Y sabes muy bien de lo que estoy hablando!
El alienígena se estremeció, ofreciendo una parodia de un encogimiento de hombros.
—Ah, Jacob, debo inclinarme ante tu voluntad y utilizar la altamente estimada honestidad de la que tu especie debería estar orgullosa. Es cierto que hay un pequeño favor que tengo la temeridad de pedir. Pero ahora que me has dado tu respuesta —basada sin duda en ciertas circunstancias pasadas y desagradables, la mayoría de las cuales sin embargo resultaron para bien— simplemente olvidaré el tema.
»¿Sería posible inquirirte cómo avanza tu trabajo con la orgullosa especie pupila “delfín”?
—Oh, sí, el trabajo va muy bien. Hoy hemos conseguido un avance.
—Excelente. Estoy seguro de que no habría sucedido sin tu intervención. He oído decir que tu trabajo es indispensable.
Jacob sacudió la cabeza para despejarse. De algún modo, Fagin había vuelto a tomar la iniciativa.
—Bueno, es cierto que pude ayudar en el problema de la Esfinge de Agua, pero desde entonces mi intervención no ha sido tan especial. Cualquiera podría hacer lo que he estado haciendo últimamente.
—¡Oh, eso es algo que me resulta muy difícil de creer!
Jacob frunció el ceño. Desgraciadamente era cierto. Y a partir de ahora, el trabajo aquí, en el Centro de Elevación, sería aún más rutinario.
Un centenar de expertos, algunos más cualificados que él en porp-psic, esperaban entrar a formar parte del equipo. El Centro probablemente le mantendría aquí, en parte por gratitud, ¿pero quería de verdad quedarse? Por mucho que amara a los delfines y el mar, últimamente su inquietud iba en aumento.
—Fagin, lamento haber sido tan brusco. Me gustaría saber por qué me has llamado… suponiendo que entiendas que la respuesta probablemente seguirá siendo no.
El follaje de Fagin se agitó.
—Tenía la intención de invitarte a una pequeña y amigable reunión con algunos dignos seres de diversas especies, para discutir un importante problema de naturaleza puramente intelectual. La reunión se celebrará este jueves, en el Centro de Visitantes de Ensenada, a las once. No te comprometerás a nada si asistes.
Jacob reflexionó un instante.
—¿Etés, dices? ¿Quiénes son? ¿De qué tratará esa reunión?
—Ay, Jacob, no tengo libertad para decirlo, al menos por tele. Los detalles tendrán que esperar hasta que vengas el jueves, si lo haces.
Jacob receló al instante.
—Dime, ese «problema» no será político, ¿verdad? Te estás acercando mucho.
La imagen del alienígena permaneció muy quieta. Su masa verdosa se agitó lentamente, como si reflexionara.
—Nunca he comprendido, Jacob —dijo por fin la voz aflautada—, por qué un hombre de tu educación tiene tan poco interés en el juego de emociones y necesidades que llamáis «política». Si la metáfora fuera adecuada, diría que llevo la política «en la sangre». Desde luego, es tu caso.
—¡Deja a mi familia fuera de esto! ¡Sólo quiero saber si es necesario esperar hasta el jueves para saber de qué va todo este asunto!
El kantén volvió a vacilar.
—Hay aspectos de este asunto de los que no conviene hablar a través de las ondas. Algunas de las facciones más talámicas de tu cultura podrían hacer mal uso del conocimiento si se enteraran. No obstante, déjame asegurarte que tu parte será puramente técnica. Es tu conocimiento lo que deseamos, y las habilidades que has usado en el Centro.
«¡Mentiroso! —pensó Jacob—. Quieres más que eso.»
Conocía a Fagin. Si asistía a aquella reunión, el kantén sin duda trataría de usarlo como cuña para implicarlo en alguna aventura ridículamente complicada y peligrosa. El alienígena ya se lo había hecho en tres ocasiones anteriores.
Las dos primeras veces a Jacob no le importó. Pero entonces era otra clase de persona, de las que aman esas cosas.
Luego llegó la Aguja. El trauma en Ecuador cambió por completo su vida. No tenía ningún deseo de volver a vivir nada parecido.
Y sin embargo, Jacob se resistía a decepcionar al viejo kantén. En realidad, Fagin nunca le había mentido, y de los E.T. que conocía era el único que realmente admiraba la cultura y la historia humanas. Era físicamente la criatura más extraña que conocía, pero también el único extraterrestre que intentaba con todas sus fuerzas comprender a los terrestres.
Es mejor que le diga a Fagin la verdad, pensó. Si empieza a ejercer demasiada presión, le informaré sobre mi estado mental, los experimentos con autohipnosis y los extraños resultados que he estado obteniendo. No presionará demasiado si apelo a su sentido del juego limpio.
—Muy bien —suspiró—. Tú ganas, Fagin. Estaré allí. Pero no esperes que sea la estrella del programa.
La risa de Fagin silbó con un soniquete de flautas.
—¡No te preocupes por eso, Amigo-Jacob! ¡En este programa nadie te confundirá con la estrella!
El sol se hallaba aún sobre el horizonte cuando Jacob recorrió la cubierta superior hacia la piscina donde se encontraba Makakai. Un orbe benigno y sin rasgos distintivos gravitaba, oscuro y anaranjado, entre las nubes dispersas al oeste. Se detuvo en la baranda un momento para apreciar los colores del atardecer y el olor del mar.
Cerró los ojos y permitió que la luz calentara su rostro; los rayos penetraron su piel con amable insistencia. Por fin pasó las dos piernas por encima de la baranda y se dejó caer a la cubierta inferior. Una tensa y enérgica sensación había sustituido el cansancio del día.
Empezó a tararear una canción… desafinada, por supuesto.
Una cansada delfín se acercó al borde de la piscina. Makakai le saludó con un poema ternario demasiado rápido para que pudiera entenderlo, pero parecía amistosamente desagradable. Algo referido a su vida sexual. Los delfines llevaban miles de años contando a los humanos chistes obscenos antes de que los hombres por fin comenzaran a criarlos de forma selectiva para desarrollar su cerebro y su habla, y empezaran a comprender. Makakai podía ser mucho más lista que sus antepasados, pero su sentido del humor era estrictamente delfinesco.
—Bien —dijo Jacob—. Adivina quién ha tenido un día muy atareado.
Ella le salpicó, más débilmente que de costumbre, y dijo algo muy parecido a «¡Anda y que te den!».
Pero se acercó más cuando él se agachó para meter la mano en el agua y saludarla.