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Dos días más tarde enterraban a Michael Fiske en un cementerio privado de las afueras de Richmond. Acudieron al multitudinario funeral todos los magistrados del Tribunal Supremo. Ed Fiske, con un traje pasado de moda, el pelo perfectamente peinado hacia atrás, se encontraba al lado de su otro hijo presidiendo el duelo y recibiendo el pésame de los juristas y gran parte de la élite política y social de Virginia.

Harold Ramsey dedicó un minuto a consolar al padre y luego se dirigió al hijo.

—Le agradezco todo lo que ha hecho, John. Y también el sacrificio de su hermano.

—El definitivo —respondió Fiske en un tono algo hostil.

Ramsey asintió.

—Yo respeto sus opiniones. Espero que usted sea capaz de respetar también las mías.

Fiske le estrechó la mano.

—Supongo que eso es lo que mantiene el mundo en marcha. Al mirar a Ramsey, Fiske pensó en el camino que le quedaba por recorrer a Rufus. Fiske le había animado a que presentara una demanda contra todos los que le vinieran a la cabeza, incluyendo el ejército y Jordan Knight. No existía una reglamentación en cuanto a limitaciones en caso de asesinato, y el subsiguiente encubrimiento orquestado por Jordan y los demás había transgredido un sinfín de leyes. No obstante, Rufus había rechazado el consejo de Fiske.

—Todos ellos, aparte de Knight, se encuentran en una situación muchísimo peor de la que podrían tener tras un dictamen judicial —había contestado él—. Tienen ya su verdadero castigo. Y Knight tendrá que vivir con lo que hizo. Para mí es suficiente. No veo razón para liarme con más jueces y tribunales. Solo deseo vivir como un hombre libre, pasar mi tiempo con los hijos de Josh. Ir a visitar la tumba de mi madre. Eso es todo.

Fiske intentó convencerle para que cambiara de parecer, pero al fin se dio cuenta de que aquel hombre tenía razón. En definitiva, pensaba, según los precedentes establecidos por el Tribunal Supremo, tampoco podía presentarse demanda contra el ejército. A menos que Elizabeth Knight se sirviera del caso Barbara Chance para conceder al personal militar los derechos básicos de los que disfrutaban el resto de ciudadanos del país. Y para ello tenía que pasar por encima de Ramsey. Dándole vueltas al asunto, Fiske concluyó que si había alguien capaz de conseguirlo, esa persona era Elizabeth Knight. Pensó que le gustaría convertirse en una mosca para instalarse en una pared del Tribunal Supremo durante los próximos años.

De todas formas, Fiske, con la ayuda de Phil Jansen, el abogado del Tribunal Central Militar, podía solucionarle dos cuestiones a Rufus: el resarcimiento honorable y una pensión militar completa con sus complementos. Después de todo lo que había pasado, Rufus no se vería obligado a pasar estrecheces para subsistir.

Cuando Fiske había acabado de decidir aquello, se acercaron hacia él Sara y Elizabeth Knight. Aquella trabajaba de nuevo en el Tribunal como ayudante de Knight. La institución recuperaba lentamente la normalidad. Mejor dicho, toda la normalidad de que podía disfrutar con Knight y Ramsey en el mismo edificio.

—Me siento terriblemente responsable de todo lo sucedido —dijo Knight.

Fiske estaba al corriente de que ella y el senador estaban en trámite de divorcio. El gobierno, y el ejército en particular, deseaban mantener el secreto sobre el tema. Se estaba tirando de unos importantes hilos en Washington. Aquello implicaba que, probablemente, Jordán Knight no pagaría con la cárcel lo que había hecho. Incluso a pesar del consentimiento de Elizabeth Knight, los avezados abogados del senador habían cuestionado seriamente las escuchas a las que se había sometido al senador. En una reunión con McKenna, el agente del FBI había contado a Fiske que lo del micrófono había sido una estrategia arriesgada, puesto que no contaban con el consentimiento de una de las partes, si bien a él le había parecido la única solución posible para implicar a Jordán Knight. No obstante, aparte de la grabación, Chandler y McKenna no disponían de prueba alguna para llevarlo ante un tribunal. La idea de que Jordán podía salir impune, llevaba a Fiske a desear hacerle una visita de noche con su nueve milímetros. Sabía, no obstante, que aquel hombre había sufrido y seguiría haciéndolo. El micrófono había jugado su papel. Jordán había dimitido de su escaño en el Senado y, algo más devastador aún, había perdido a la mujer que amaba. Pero le quedaba aún el rancho de Nuevo México. Una prisión de trescientas hectáreas, pensaba Fiske.

—Si alguna vez puedo hacer algo por usted… —le dijo Elizabeth Knight.

—Lo mismo le digo —respondió Fiske.

Medía hora después de que se hubieran retirado los últimos asistentes al acto, Fiske, su padre y Sara observaron cómo retiraban los asientos y la alfombra verde del recinto. Bajaron el ataúd y colocaron la lápida. Pusieron tierra por encima. Fiske les dijo a su padre y a Sara que se verían más tarde en casa de aquel. Observó cómo se alejaban en el coche. Volvió la vista hacia el montón de tierra que había quedado allí y tuvo un sobresalto. Los empleados del cementerio se habían retirado ya pero allí de rodillas, junto a la nueva tumba, con los ojos cerrados y la Biblia en una mano, estaba Rufus Harms.

Fiske se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—¿Se encuentra bien, Rufus? No me había fijado en que seguía aquí.

El hombre ni abrió los ojos ni dijo nada. Fiske se fijó en que movía ligeramente los labios. Un momento después abrió los ojos para mirarle.

—¿Qué hace?

—Rezar.

—Ah…

—¿Y usted?

—¿Y yo, qué?

—¿Ya ha rezado por su hermano?

—No he vuelto a misa desde mi época en el instituto.

Rufus lo agarró por la manga y lo empujó junto a él.

—Pues ya va siendo hora que empiece de nuevo. —Palideció de repente con la vista fija en la sepultura.

—Vamos, Rufus, no le veo la gracia.

—No veo por qué ha de tener gracia el hecho de despedirse. Hable con su hermano y luego con Nuestro Señor.

—No recuerdo ninguna oración.

—No hace falta. Limítese a hablar, con palabras sencillas.

—¿Qué tendría que decir exactamente? Rufus había cerrado otra vez los ojos y no respondió. Fiske echó una mirada a su alrededor para comprobar si les observaba alguien. Volvió de nuevo la cabeza, miró a Rufus, con gesto torpe juntó las manos y, algo avergonzado, las soltó de nuevo. Al principio ni siquiera cerró los ojos, pero poco a poco sus párpados fueron descendiendo por su cuenta. Notó que la humedad del suelo le empapaba el pantalón pero no se movió. Notaba la tranquilizadora presencia de Rufus a su lado. No sabía si podría haber seguido allí sin ella.

Se concentró en todo lo ocurrido. Pensó en su madre y en su padre. Con el dinero del seguro, Gladys Fiske había ido por primera vez en años a la peluquería y había adquirido nuevos vestidos para sentirse más a gusto. Para ella seguía siendo Mike, pero por lo menos recordaba a uno de ellos. Ed Fiske conduciría dentro de poco una nueva furgoneta Ford, una vez pagado el préstamo de la casa. Él y su padre tenían previsto para el año siguiente un viaje para ir a pescar al parque nacional de las Ozark. Podía dar las gracias por un montón de cosas.

Esbozó una sonrisa pensando en Sara, a quien estaba agradecido, pese a los problemas que conllevaba la relación. ¿Cincuenta, sesenta, tal vez llegaría a setenta? ¿Por qué no concederse el beneficio de la duda? Era una vida por delante. Y probablemente muy satisfactoria. Sobre todo si en ella estaba Sara. Ladeó la cabeza y notó el aroma del aire húmedo, el olor de las hojas que se quemaban en alguna parte. El aire llevó hasta él también el llanto de un niño y luego el silencio de los muertos que le rodeaban. Ya más cómodo, se puso en cuclillas, notando con más firmeza el abrazo de la tierra, el tacto frío de esta que ya le parecía agradable.

Por fin, con cierta dificultad, pensó en su hermano. Estaba harto de rencores. Se concentró en la realidad, en la verdad. En su hermano pequeño, una persona por la que hubiera hecho lo que fuera. Recordó el orgullo compartido con su madre y su padre por el excepcional ser humano que juntos habían criado. Por la buena persona que había sido Mike Fiske, a pesar de todos sus defectos, como el resto de la familia. Un hermano que había demostrado con sus actos su respeto hacia John Fiske, el cariño que sentía por él, el amor. Más allá de los dos metros de tierra, de las flores, en el interior del ataúd de bronce, veía con toda claridad el rostro de su hermano, el traje oscuro con el que lo habían enterrado, su pelo con la raya a un lado, las manos entrelazadas sobre el pecho, los ojos cerrados. Descansaba. En paz. Aquel cuerpo se había paralizado demasiado pronto. La excepcional mente se había apagado sin haber dado todos sus frutos.

No tardó en notar el temblor. El lapso de dos años que John Fiske había impuesto a la fuerza en su relación, no tenía punto de comparación con el que se veía forzado a vivir ahora. Era como si en aquel preciso instante hubiera visto a Billy Hawkins en la puerta informándole de que había muerto la otra media parte de su vida. Aunque no tendría que volver a identificar el cadáver. No tendría que ir en busca de su padre y simular que compartía el dolor con él. No tendría que observar cómo su madre le llamaba por otro nombre. Ni arriesgar su vida para descubrir a los asesinos de su hermano. Aunque sí tendría que hacer algo: le quedaba la tarea más dura.

Notó la quemazón en el pecho, pero no se trataba de la parte interna de la cicatriz. Era un dolor que no iba a acabar con él y, sin embargo, era infinitamente superior al que le habían provocado las dos balas. Todo lo que acababa de descubrir últimamente sobre su hermano no hacía más que resaltar lo injusto que había sido apartándolo de su vida. De haber querido, podía haber captado todo aquello en vida de Mike. Ahora su hermano estaba muerto. John Fiske seguía arrodillado ante su tumba. Mike no iba a volver. Le había perdido. Tenía que despedirse de él y no quería hacerlo. Necesitaba desesperadamente que volviera su hermano. Tenía tantas cosas para hacer con él, tanto amor que transmitirle… Tuvo la impresión de que el corazón iba a estallarle si no sacaba todo aquello.

—¡Dios mío! —exclamó con un profundo suspiro. No podía hacerlo. Notó que el cuerpo le fallaba. Las lágrimas afloraron con tal fuerza que creyó que le sangraba la nariz. Iba a desplomarse cuando una sólida mano le agarró, impidiéndoselo; enseguida notó su cuerpo ligero, frágil, como si hubiera dejado una parte de él en algún lugar. Con los ojos empañados por las lágrimas miró a Rufus. El hombre le sujetaba del brazo, le empujaba hacia arriba. Los ojos, no obstante, seguían cerrados, la cabeza inclinada hacia el cielo; los labios iban moviéndose levemente al ritmo de la plegaria.

En aquellos momentos, John Fiske envidió a Rufus Harms, a un hombre que había perdido también a su hermano, un hombre que en realidad no poseía nada. Pero en el sentido más importante, Rufus Harms era el hombre más rico de la tierra. ¿Cómo podía una persona creer tanto en algo? Sin la sombra de una duda, sin discusión, con todo su corazón.

Mientras Fiske contemplaba el plácido rostro del amigo que tenía al lado, pensó lo maravilloso que tenía que ser estar seguro de que la persona a quien amas está en un lugar mejor, bajo el abrazo y la protección eternas de un bien fenomenal e inexpugnable. Una idea tan reconfortante, en el momento preciso en que uno la necesitaba. ¿Cuántas veces nos ocurría aquello en la vida? La muerte como dicha. La muerte como inicio. Lo que significaba que la vida era al tiempo más y menos preciada a causa de ello.

Fiske volvió la cabeza para centrar de nuevo la mirada en la tumba, para ver una pálida mano bajo una blanca sábana que se extendía hacia él y luego se retiraba, como un pájaro en busca de alimento. Hundió de nuevo las rodillas en la tierra, cerró los ojos, inclinó la cabeza, juntó firmemente las manos y empezó a hacer las paces. Con su hermano que estaba abajo. Con lo que pudiera encontrarse arriba.