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Como quiera que Josh Harms poseía la Estrella de Plata al valor y la del Servicio Distinguido, tenía derecho a un entierro con honores militares preferentes, los más solemnes que podía alcanzar un soldado de reemplazo, en el cementerio nacional de Arlington. Sin embargo, el representante del ejército con quien había hablado Rufus sobre la ceremonia parecía poco convencido de que fuera conveniente este tipo de ceremonia.

—Le hirieron, salvó a un montón de hombres de su compañía y se ganó una caja llena de medallas —replicó Rufus, con la vista clavada en el uniforme de aquel hombre, en la única hilera de medallas que lucía en él—. Un porrón más de las que lleva usted.

Aquel hombre torció los labios.

—No puede decirse que su expediente sea el más intachable del mundo. Tuvo serios problemas con la autoridad. Por lo que deduzco, ni apreciaba ni respetaba la institución a la que servía.

—¿O sea que usted opina que sería algo irrespetuoso enterrarle ahí arriba con todos los generales?

—Al cementerio no es que le sobre espacio. Me parecería un gesto encomiable reservar esas plazas para los soldados que en realidad se sintieron orgullosos del uniforme que vestían, es todo lo que digo.

—¿A pesar de que se lo ganó? —dijo Rufus.

—Todo eso no se lo discuto. Pero no estoy muy seguro de que su hermano deseara ser enterrado ahí.

—Apuesto a que pasará toda la eternidad chinchando a sus jefazos, aclarándoles lo que piensa de ellos.

—Algo así, imagino —respondió el hombre con sequedad—. ¿Así que estamos de acuerdo? ¿Se ocupará de organizar el entierro en otra parte?

Rufus le dirigió una mala mirada.

—Tendré que pensarlo.

Así pues, en un claro y frío día de octubre, el exsargento Joshua Harms, del ejército de Estados Unidos, fue trasladado para su reposo final al cementerio nacional de Arlington. Desde un determinado ángulo se veía el terreno tan cubierto de cruces blancas que uno tenía la sensación de que habían caído las primeras nieves. En cuanto la guardia de honor disparó las salvas y el corneta inició el toque de silencio, el sencillo ataúd descendió en el hoyo. Rufus y uno de los hijos de Josh recibieron la bandera, doblada en forma de triángulo de manos de un serio y respetuoso oficial, bajo la atenta mirada de Fiske, Sara, McKenna y Chandler.

Un poco más tarde, Rufus se dispuso a rezar ante la tumba de su hermano, reflexionando sobre las personas que estaban enterradas allí, la mayoría muertas por su patria en la guerra. Había hombres y mujeres a los que se había concedido el honor del descanso final en aquel lugar; los que habían luchado con las armas. Pero para aquellos que seguían la historia a través del Génesis y continuaban por ese camino, como hacía Rufus, los cadáveres allí enterrados podían achacar la guerra a aquel hombre que se llamó Caín y al golpe mortal que descargó contra su hermano Abel.

Cuando terminó su oración, su conversación con el Señor y con su hermano, Rufus se levantó y colocó el brazo alrededor del hombro de su sobrino, al que nunca había visto hasta aquel día. Si bien sentía una profunda tristeza, se encontraba esperanzado. Sabía que su hermano se había ido a un lugar mejor. También sabía que mientras Rufus viviera, Josh Harms no caería en el olvido. Era consciente además de que cuando el Señor lo llamara a él, abrazaría de nuevo a su hermano.