Harold Ramsey se reclinó en su butaca, con expresión grave.
—Nunca me hubiera imaginado que aquí pudiera pasar algo así.
McKenna y Chandler se encontraban también en el despacho de Ramsey. Aquel observaba atentamente al presidente del Tribunal Supremo. Por un instante pareció que sus miradas se encontraban, pero McKenna enseguida apartó la suya y se volvió hacia Chandler.
—En realidad no tenemos prueba fehaciente de que Michael Fiske robara un recurso, ni siquiera de que haya existido tal recurso —dijo Chandler.
Ramsey movió la cabeza en señal de disconformidad.
—¿Puede existir la sombra de una duda tras la conversación que hemos tenido con Sara Evans?
«¿Conversación? Más bien interrogatorio», pensó Chandler.
—Sigue siendo materia de especulación. Y yo me inclinaría por no hacer pública la información.
—Estoy de acuerdo —dijo McKenna—. Podría complicarnos la investigación.
—Creía que estaba convencido de que John Fiske estaba detrás de todo esto —intervino Ramsey—. Si ha cambiado de opinión, no veo que hayamos avanzado nada respecto a hace dos días.
—Los asesinatos no se resuelven solos. Y este es algo más complejo de lo normal. Por otro lado, yo no he dicho que haya cambiado de opinión —respondió McKenna—. El arma de Fiske no estaba en su despacho. Lo que tampoco es sorprendente. No se preocupe, todo va encajando.
Ramsey no parecía muy convencido.
—No creo que esperar nos vaya a perjudicar tanto —dijo Chandler—. Y suponiendo que las cosas vayan por el camino que esperamos, tal vez la opinión pública no tenga que conocerlo nunca.
—No croo que eso sea posible —exclamó Ramsey, irritado—. Aunque tampoco creo que empeore la catástrofe si seguimos su consejo. Al menos de momento. ¿Qué se sabe de Fiske y de Evans? ¿Dónde están?
—Los tenemos vigilados —respondió McKenna.
—¿O sea que sabe dónde están ahora mismo? —preguntó Ramsey.
McKenna mantuvo su impertérrita expresión. No estaba dispuesto a confesar que tanto Sara como Fiske habían conseguido burlar la vigilancia del FBI. McKenna se había enterado de ello un minuto antes de acudir a aquella reunión.
—Por supuesto —respondió McKenna.
—¿Dónde están pues? —dijo Ramsey.
—Lo siento pero no puedo darle esta información, señor presidente del Tribunal. —Y se apresuró a añadir—: Por más que mi deseo sería complacerle. Comprenderá que debemos mantenerlo en secreto.
Ramsey le dirigió una dura mirada.
—Usted prometió que mantendría al Tribunal informado del desarrollo del caso, agente McKenna.
—Cierto. Precisamente por ello estoy aquí ahora.
—El Tribunal dispone de su propias fuerzas de policía. El comisario Dellasandro y Ron Klaus se encuentran ahora mismo en la calle intentando resolver el caso. Nosotros llevamos nuestra propia investigación y considero que para el interés de todos deberíamos disponer de toda la información. Así pues, responda a mi pregunta: ¿Dónde están ahora?
—Lo que me dice usted tiene toda la lógica pero debo repetirle que no estoy autorizado para divulgar la información —dijo él—. Es la política que sigue el FBI, usted lo comprenderá.
Ramsey levantó las cejas.
—Entonces creo que tendré que contactar con alguien más del FBI —dijo—. No tengo por costumbre saltarme los eslabones de mando, agente McKenna, pero nos encontramos ante una situación inusual.
—Con mucho gusto le proporcionaré los nombres de las personas a quienes puede acudir, empezando por el propio director —le propuso McKenna amablemente.
—Vamos a ver, ¿tiene usted algo importante de que informarnos? —dijo Ramsey escuetamente—, ¿o eso es todo?
McKenna se levantó.
—Trabajamos con ahínco para llegar al fondo de la cuestión. Y estoy convencido de que, con un poco de suerte, lo conseguiremos.
Ramsey se levantó también y se irguió amenazadoramente ante él.
—Solo un consejo, agente McKenna: nunca deje nada en manos del azar. Quien lo hace suele arrepentirse de ello.
Sara abrió la puerta de su casa y se metió rápidamente dentro. Desde el coche había intentado llamar a Fiske a su casa y al despacho; había contactado también con Ed Fiske, quien le había dicho que no sabía nada de su hijo. Dejó el bolso sobre la mesa de la cocina, se fue arriba, se quitó la ropa húmeda que llevaba y se puso vaqueros y una camiseta. Estaba asustadísima y no sabía qué hacer. Lo peor era que Dellasandro estuviera complicado en ello. Él estaba al corriente del desarrollo de la investigación. Y el hecho de que Warren McKenna, agente del FBI, estuviera también implicado podía resultar catastrófico. Él era prácticamente quien llevaba la maldita investigación. En aquellos momentos Sara comprendía las sutiles manipulaciones del agente en cada etapa del caso. Fiske inculpado, ella despedida del Tribunal; las razones que se habían aducido para demostrar que John había matado a su hermano. Todo era falso y, sin embargo, alguien que se dedicara a observar los meros hechos podía encontrarle su lógica.
Intentó llamar al despacho de Chandler. Quería saber a ciencia cierta si McKenna había sido destinado a Fort Plessy o se trataba de otra persona con el mismo nombre. No creía que se tratara de otro McKenna, pero tenía que asegurarse. Por desgracia, Chandler no estaba allí. ¿A quién podía llamar para cotejar aquella información? Tal vez Jansen se la podría dar pero tendría que esperar mucho. De pronto se le ocurrió una idea. Marcó un número. Una mujer respondió tras tres timbrazos. Era el ama de llaves.
—¿Está el senador en casa? Soy Sara Evans.
Al cabo de un minuto Jordán Knight se puso al aparato.
—¿Sara?
—Ya sé que no es el momento más adecuado, senador.
—Me he enterado de lo que ha ocurrido hoy. —El tono de Knight era frío.
—Imagino lo que puede pensar y creo que nada de lo que pueda decirle yo le hará cambiar de parecer.
—Puede que tenga usted razón. De todas formas, y por si le sirve de algo, le diré que Beth está destrozada por lo sucedido. Ella era una de sus más fervientes valedoras.
—Algo que le agradezco. —Apartó un poco el teléfono de su oído mientras luchaba por controlar su estado. Cada segundo tenía un valor incalculable—. Necesito que me haga un favor.
—¿Un favor? —Jordán parecía perplejo.
—Información sobre alguien.
—No creo que sea lo más adecuado, Sara.
—No voy a molestarle nunca más, senador, pero de verdad necesito que responda a mi pregunta y opino que con los recursos que posee usted es la única persona que puede echarme una mano. Por favor… hágalo por los viejos tiempos.
Jordán reflexionó sobre aquello.
—El caso es que ahora mismo no estoy en mi despacho. En realidad me estaba preparando para cenar con Beth.
—Pero puede usted ponerse en contacto con su despacho o llamar al FBI.
—¿Al FBI? —exclamó él en voz muy alta.
—Solo le pido una llamada —siguió ella—. Yo estoy en casa. Incluso puede decirle a la persona que me llame directamente. Usted y yo ya no tendremos que ponernos en contacto de nuevo.
Por fin Jordán cedió.
—De acuerdo, ¿cuál es la pregunta?
—Es sobre el agente McKenna.
—¿Qué quiere saber de él?
—Si estuvo en el ejército. Destinado en concreto en Fort Plessy durante los setenta.
—¿Y por qué demonios tiene que saber eso?
—Tardaría mucho tiempo en contárselo, senador.
Jordán soltó un suspiro.
—De acuerdo. Veré qué puedo hacer. Consultaré con mi despacho y la llamaré. ¿Estará usted en casa?
—Sí.
—Espero que sepa lo que está haciendo, Sara.
—Tal vez no me crea, senador, pero lo sé.
—Si usted lo dice… —respondió él poco convencido.
Al cabo de un cuarto de hora volvió al comedor y Elizabeth le dijo:
—¿Qué demonios quería Sara?
—Algo extrañísimo. ¿Sabes el tipo ese del FBI? ¿Del que te quejabas tú hace poco?
Elizabeth quedó rígida.
—¿Warren McKenna? ¿Qué ocurre con él?
—Pues que ella quería saber si estuvo en el ejército.
A Elizabeth Knight le cayó el tenedor.
—¿Y por qué quería saberlo?
—Ni idea. No me lo ha dicho. —Jordán la miró intrigado al notar la tensión—. ¿No te encuentras bien?
—Sí, sí, muy bien. Lo que pasa es que he tenido un día de perros.
—Lo sé, cariño, lo sé —respondió él para tranquilizarla. Miró el plato, que ya se le había enfriado—. Creo que eso de la velada tranquila se nos ha ido al traste.
—¿Qué le has dicho?
—¿Decirle? Que haría mis comprobaciones. Y que alguien se pondría en contacto con ella. Y es lo que he hecho, llamar a mi despacho. Imagino que podrán verificarlo por ordenador o algo.
—¿Dónde está Sara?
—En su casa, esperando que responda a su pregunta.
Elizabeth se levantó, lívida.
—¿No te encuentras bien, Beth?
—Me ha entrado dolor de cabeza. Voy a tomar una aspirina.
—Iré a buscártela.
—No, tranquilo. Acaba de cenar. Veremos si por fin podemos relajarnos.
Jordán Knight observó inquieto cómo se iba su esposa. Fue a por una aspirina pues realmente tenía dolor de cabeza. Luego se metió en su habitación, cogió el teléfono y marcó un número.
—Dígame —respondió la voz.
—Acaba de llamar Sara Evans. Para hacerle una pregunta a Jordán.
—¿Qué pregunta?
—Quería saber si había estado usted en el ejército.
Warren McKenna se aflojó el nudo de la corbata y tomó un sorbo de agua del vaso que tenía en la mesa de su despacho. Acababa de llegar de la reunión en el Tribunal.
—¿Y qué le ha dicho él?
—Que iba a comprobarlo y se pondría en contacto con ella. —Elizabeth tuvo que hacer un esfuerzo por no estallar en llanto.
McKenna iba asintiendo con la cabeza.
—¿Dónde se encuentra ella?
—En su casa, según le ha dicho a Jordán.
—¿Y John Fiske?
—No lo sé. Al parecer, no se lo ha comentado.
McKenna cogió su chaqueta.
—Gracias por la información, magistrada Knight. Puede que sea más valiosa que sus propias opiniones.
Elizabeth Knight colgó dubitativamente y poco después cogió de nuevo el teléfono. No podía dejar las cosas así. Llamó a información y consiguió el número. Le respondieron enseguida.
—Póngame con el inspector Chandler. Dígale que es de parte de Elizabeth Knight y que es urgente.
Chandler se puso al teléfono.
—¿Qué se le ofrece, magistrada Knight?
—No me pregunte el cómo ni el por qué, inspector Chandler, pero tiene que acudir inmediatamente a la casa de Sara Evans. Creo que corre un grave peligro. Apresúrese, por favor.
Chandler no perdió tiempo haciéndole preguntas. Salió volando del despacho sin ni siquiera colgar el teléfono.
Elizabeth Knight lo colgó despacio. Siempre había considerado que su trabajo en el Tribunal implicaba mucha presión pero aquello… estaba convencida de que, independientemente de cómo se desarrollaran los hechos, su vida quedaría destrozada. Para ella ya no había salida posible. Se le antojó irónico que la justicia pudiera terminar destruyéndola.
La silueta iba vestida de oscuro, con un pasamontañas en el rostro. Había seguido a Sara hasta Richmond y luego la había controlado a ella, a Fiske y a los agentes del FBI hasta Washington. Le tranquilizaba que ella hubiera despistado a dichos agentes; aquello le facilitaba la tarea. De cuclillas, dio la vuelta al coche y abrió la puerta del conductor. Al hacerlo, se encendió la luz interior y tuvo que apagarla. Observó las ventanas de la casa. Vio a Sara a través de una de ellas pero la chica no miraba hacia fuera. Encendió una pequeña linterna que llevaba en el bolsillo e inspeccionó el interior del coche. Vio los papeles en el suelo y se fijó en el nombre que estaba subrayado. Recogió las carpetas y se las metió en la mochila que llevaba. Desenfundó su pistola y le acopló el silenciador. Echó otra ojeada a la casa pero en esta ocasión no vio rastro de Sara. De todas formas sabía que estaba allí. Sola. Apagó la linterna y se dirigió hacia la casa.
Sara se había estado paseando inquieta por la cocina, consultando constantemente el reloj y esperando la llamada del despacho de Jordán Knight. Salió a la parte trasera de la casa y observó un avión que se deslizaba por debajo de las oscuras nubes. Volvió luego la vista a su embarcación, contemplando cómo iba golpeando contra las ruedas de caucho pegadas al embarcadero, que hacían las veces de amortiguadores entre la suave fibra de vidrio y la dura madera. Sonrió al recordar todo lo que había sucedido la noche anterior. La sonrisa, no obstante, se heló en sus labios al evocar la discusión que había tenido con Fiske después del encuentro en la residencia de su madre. Pisó con fuerza, descalza, la húmeda madera y respiró el tranquilizador aroma de aquel entorno acuoso.
Entró en la casa, subió la escalera y se detuvo en el umbral de su habitación. La cama estaba aún por hacer. Se sentó sobre el colchón cogiendo el extremo de una sábana y recordó cómo habían hecho el amor. Pensaba en el momento en que Fiske se estiró la camiseta. Ed le había dicho que la cicatriz iba del ombligo al cuello. Como si aquello tuviera que afectarla en algo. Sin embargo, Fiske debía pensar que sí.
Escuchó el paso de otro avión y el silencio retornó; un silencio tan profundo que pudo oír con claridad cómo se abría una de las puertas de la casa.
Se levantó de un salto y corrió hacia la escalera.
—¿John?
No obtuvo respuesta y cuando vio que se encendía una luz abajo, el terror se apoderó de ella. Se metió en el dormitorio y cerró la puerta por dentro. Respirando con gran dificultad, con el pulso que retumbaba en el interior de sus oídos, buscó desesperadamente algo que le sirviera como arma, pues no veía forma de escapar. La ventana era muy pequeña y sabía que aunque consiguiera pasar por ella, se encontraba a dos plantas del suelo, con el piso de hormigón y pensó que lo que menos le convenía era romperse las piernas.
La desesperación pasó a convertirse en pánico cuando oyó los pasos. Se arrepintió de no haber puesto nunca teléfono en su habitación. Retuvo el aliento al ver que giraba lentamente el pomo hasta que el movimiento se detenía, pues tanto la cerradura como la puerta eran muy antiguas. Al oír un golpe sólido contra la puerta, se echó hacia atrás con un movimiento instintivo mientras un leve chillido escapó de sus labios. Estudió la situación hasta que su mirada se centró en las columnas que sujetaban el dosel de la cama. Se acercó allí y agarró el adorno en forma de pina de una de las columnas. Dio gracias a Dios por no habérsele ocurrido nunca cubrir la cama con un baldaquín. La madera aquella era sólida y pesaría al menos medio kilo.
Blandiendo la pieza, se dirigió hacia la puerta. Esta tembló a causa de otro contundente golpe; la cerradura se torció con la presión y el marco empezó a astillarse. Tras el impacto, se acercó más a la puerta, la abrió con cuidado y se apartó. Con la cerradura ya libre, el siguiente golpe impulsó al hombre hacia la habitación. Sara golpeó con todas sus fuerzas y la madera chocó contra aquel cuerpo. Sara salió corriendo hacia el pasillo. El hombre al que había golpeado se quedó tendido en el suelo con la mano en el hombro, gimiendo.
Sara sabía que Rayfield y Tremaine estaban muertos. Por tanto, el hombre al que acababa de golpear tenía que ser o bien Dellasandro o, y la idea le hizo estremecer, Warren McKenna. Bajó la escalera en dos saltos, cogió las llaves del coche de la mesa, y se dispuso a salir a buscarlo. Entonces soltó un chillido de terror.
El segundo hombre la miraba tranquilamente, con toda la frialdad. Al avanzar, Leo Dellasandro la apuntó directamente con la pistola. El hombre de negro bajó la escalera, aún sujetándose el hombro, pero con el arma dirigida también hacia ella. Dellasandro cerró la puerta. Sara volvió la cabeza hacia el hombre que tenía detrás. No podía ser otro que McKenna. Pero luego su expresión cambió. El hombre no era lo suficientemente corpulento para ser el agente del FBI.
Al quitarse el pasamontañas, Sara se dio cuenta de que se trataba de Richard Perkins. Sonriendo ante su expresión de perplejidad, cogió unos papeles de la mochila.
—Le habrá pasado por alto mi nombre en la lista de Fort Plessy, Sara. ¡Qué poco sistemática es trabajando!
Ella le dirigió una mirada de odio.
—El comisario del Tribunal Supremo y el jefe de policía de este, copartícipes de un despreciable crimen.
—Fue Harms quien mató a la niña, no yo —dijo Dellasandro.
—¿Ha llegado a convencerse a sí mismo de ello, Leo? La mató usted y no Rufus, hasta el punto de que podría afirmarse que fueron sus manos las que la estrangularon.
El rostro de Dellasandro adoptó un aspecto de lo más desagradable.
—Valiente hijo de puta. De haber decidido yo, le habría llenado el cuerpo de plomo en lugar de meterle la maldita droga. Era una vergüenza para el uniforme.
—Sufría dislexia —exclamó Sara—. ¿Tan idiota es que no ve que no obedecía las órdenes porque era incapaz de comprenderlas? Usted destrozó su vida y la de la niña por nada.
Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Dellasandro.
—Pues yo no lo veo así. Ni mucho menos. Tuvo lo que merecía.
—¿Ya se le ha curado la magulladura, Leo? John le atizó de lleno, ¿verdad? Él está al corriente de todo, desde luego.
—A él también tendremos que hacerle una visita.
—¿Usted, Vic Tremaine y Frank Rayfield?
—Precisamente —respondió Dellasandro con desprecio.
—Sus colegas están muertos. —La sonrisa de Sara empezó a dibujarse cuando se congeló la de Dellasandro—. Montaron una emboscada a Rufus y a su hermano, pero, al igual que la última vez, no pudieron acabar el trabajo —añadió en tono sarcástico.
—Entonces espero tener ocasión de ocuparme yo de ellos.
Sara le miró de arriba abajo y finalmente movió la cabeza con expresión de repugnancia.
—Dígame una cosa, Leo: ¿cómo consiguió una sabandija como usted llegar a comisario?
Él respondió pegándole un bofetón y hubiera seguido de no haberle detenido Perkins.
—No tenemos tiempo para monsergas, Leo. —Agarró a Sara por el hombro. Entonces sonó el teléfono.
Perkins miró a Dellasandro.
—¿Fiske? —Volvió la vista hacia Sara—. Fiske está con Harms, ¿no? Por eso se han separado ustedes, ¿verdad? —Sara volvió la cabeza y el teléfono siguió sonando. Perkins le apretó la pistola contra la barbilla con el dedo a punto en el gatillo—. Se lo preguntaré solo una vez más. ¿Está Fiske con Rufus Harms? —Hundió un poco más el cañón en la piel de ella—. Le juro por Dios que su cabeza volará en dos segundos. ¡Contésteme!
—¡Sí! Sí, está con él —respondió ella casi sin voz mientras el metal presionaba su tráquea.
Él la empujó hacia el teléfono.
—Cójalo. Si es Fiske, monte una cita con él. En algún lugar cerca de aquí pero discreto. Dígale que tiene más información. A la mínima que intente ponerle sobre aviso es mujer muerta. —Sara vaciló—. ¡Hágalo! ¡De lo contrario morirá!
Sara se dio cuenta entonces de que Perkins, al que ella había considerado más asequible, en realidad era el más peligroso de los dos. Levantó poco a poco el teléfono. Perkins se mantuvo a su lado escuchando, con la pistola contra su sien. Ella aspiró intentando tranquilizarse.
—¿Dígame?
—¿Sara? —Era Fiske.
—He intentado localizarte por todos los medios.
—Ya lo sé. Acabo de oír los mensajes. Estoy con Rufus.
Perkins apretaba la pistola contra su cabeza al tiempo que escuchaba.
—¿Dónde estás ahora? —le preguntó ella.
—A mitad del camino del distrito de Columbia. En un bar de la carretera.
—¿Qué planes tienes?
—Creo que ha llegado el momento de acudir a Chandler. Rufus y yo hemos estado hablando sobre ello.
Perkins negó con la cabeza y señaló el teléfono con el dedo.
—No creo que sea lo más conveniente, John.
—¿Por qué?
—Yo he… he descubierto algo que tendrás que saber primero. Antes de acudir a Chandler.
—¿De qué se trata?
—No puedo contártelo por teléfono. Podría estar pinchado.
—Lo dudo, Sara.
—Podrías darme el número de dónde te encuentras ahora y te llamo desde el coche. —Volvió la cabeza hacia Perkins—. Podemos quedar en algún lugar. Y luego ir a ver a Chandler. El FBI tiene, de todas formas, controlado el coche en el que viajas. Tendrás que deshacerte de él.
Él le dio el número y Sara lo anotó en un bloc que tenía junto al teléfono y arrancó la hoja.
—¿Seguro que no puedes contármelo por teléfono?
—He hablado con tu amigo del Tribunal Central Militar —dijo ella, suplicando en su interior que Dios la asistiera en lo que iba a decir seguidamente. Si Fiske no reaccionaba como ella esperaba, estaba perdida. Pero tenía que confiar en él—. Darnell Jackson me ha contado todo sobre las pruebas con PCP.
Fiske se puso alerta y volvió la vista hacia Rufus, que seguía sentado en el coche.
—Darnell Jackson —respondió él enseguida—. Darnell nunca me ha dejado en la estacada.
Sara soltó un inaudible suspiro.
—Te llamo dentro de cinco minutos.
Colgó y miró a los dos hombres.
Perkins le dirigió una sonrisa maléfica.
—Buen trabajo, Sara. Y ahora vayamos a ver a sus amiguitos.