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Chuck Herman sonrió al pasar junto a Sara en el pasillo del avión.

—La primera vez que me pagan por no volar.

—Esto es Washington, Chuck. También pagan a los agricultores para que no siembren —respondió ella escuetamente.

Sara cogió por enésima vez el móvil y marcó el número de teléfono particular de Phil Jansen. En su despacho le habían dicho que Jansen ya no volvería aquel día. Afortunadamente, Fiske le había dejado también el teléfono de su casa. La tranquilizó oír por fin la voz de Jansen. Se presentó con rapidez y le explicó que llamaba de parte de Fiske.

—No tengo mucho tiempo, señor Jansen, de modo que iré directa al grano. En el pasado, ¿tiene constancia de que el ejército haya organizado programas de prueba con PCP?

La voz de Jansen traducía su nerviosismo.

—¿Por qué me lo pregunta, señorita Evans?

—John opina que a Rufus Harms se le suministró PCP sin su conocimiento hace veinticinco años, cuando se encontraba en el calabozo en Fort Plessy. Él considera que dicha sustancia le hizo enloquecer y matar a una niña. Ha estado en la cárcel cumpliendo condena por el crimen desde entonces.

Sara le contó las deducciones a las que habían llegado Fiske y ella, así como la información obtenida de Rufus en el despacho de Rider.

—Hace poco, Rufus Harms recibió una carta del ejército en la que se le pedía participar en una prueba de seguimiento para determinar los efectos del PCP a largo plazo —continuó Sara—. ¿Verdad que eso es lo que le ocurrió al sargento James Stanley? Recibió una carta del ejército. Por ello supo que este le había suministrado LSD. Pues bien, nosotros creemos que un grupo de militares administró a la fuerza PCP a Harms cuando se encontraba recluido, aunque no como parte de programa alguno. Pensamos que intentaron servirse de la droga para matarle. Y en lugar de ello, se fugó y cometió el asesinato.

—Un momento —dijo Jansen—. ¿Por qué le mandó el ejército una carta afirmando que constaba en un programa cuando no era cierto?

—Opinamos que quien le administró el PCP lo inscribió en el programa.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Si lo mataban con el PCP y se le efectuaba una autopsia, lo más seguro es que se detectaría dicha sustancia en la sangre.

—Sí, en efecto —dijo Jansen lentamente—. Así que le inscribieron en el programa como cobertura. De esta forma, el forense lo achacaría a una fatal reacción ante la sustancia. Me parece increíble.

—Efectivamente. ¿Así que existía ese programa?

—Sí —admitió Jansen—. Una información que ahora está al alcance de todo el mundo. Se ha permitido ya su publicación. Lo llevaron a cabo el ejército y la CIA en colaboración, durante los setenta. Pretendían decidir si podía utilizarse el PCP para «forjar» soldados excepcionales. Si Harms constaba en el programa, es lógico que recibiera hace poco una carta para el seguimiento. —Jansen hizo una pausa—. ¿Qué piensan hacer ahora usted y John?

—Ojalá lo supiéramos. —Sara le dio las gracias a Jansen y colgó.

Esperó un rato más, salió del avión y se dirigió hacia la terminal. Enseguida la detuvieron dos agentes del FBI.

—¿Dónde está Fiske? —le preguntó uno de ellos.

—¿John Fiske? —dijo ella, con aire inocente.

—Vamos, señorita Evans…

—Se fue hace un rato.

Los agentes parecieron sorprendidos.

—Se fue. ¿Cómo?

—Creo que en coche. Y ahora, si me disculpan…

Sonrió al observar la carrera de los dos hombres hacia el avión. No tenían razones para detenerla. Cogió el autobús del aeropuerto hasta el aparcamiento y se metió en su coche. Salió del aeropuerto y cogió dirección sur. Al meterse en una estación de servicio, de pronto se le ocurrió algo. Sin parar el motor, abrió el portafolios de Fiske y sacó de él los documentos que habían recibido de St. Louis. No sabía hasta qué punto los había examinado a fondo Fiske, pero pensó que tal vez el ejército habría incluido una copia de la carta que mandaron a Rufus Harms en su expediente, pese a que, a nivel técnico, se había cerrado con ocasión del consejo de guerra. Pensó que valía la pena echar una ojeada.

Media hora más tarde suspiró, decepcionada. Se dispuso a meter de nuevo los papeles en el portafolio cuando detectó la lista del personal de Fort Plessy. Fue hojeando las páginas, fijándose en los nombres de Victor Tremaine y Frank Rayfield. Su mirada pasó luego sobre el nombre de Rufus Harms. ¡Tantos años de su vida robados!

Con ese pensamiento en la cabeza, siguió pasando páginas, resiguiendo la lista del personal; un nombre la dejó paralizada. Cuando consiguió reaccionar lo hizo con tal fuerza que dio un cabezazo contra el cristal. Tiró el expediente, apretó el acelerador e hizo rechinar las ruedas. Bajó la vista hacia el suelo, adonde había ido a parar la lista y tuvo la impresión de que el nombre de Warren McKenna la miraba, mofándose de ella. No volvió la vista hacia atrás y por tanto no se fijó en el coche que la seguía desde el aeropuerto.