56


Fiske miró las oscuras nubes por la ventanilla del coche con gesto displicente. Él y Sara estaban a medio camino de Washington y ninguno de los dos había dicho gran cosa durante el trayecto.

Sara puso en marcha el limpiaparabrisas cuando empezaron a caer gotas. Miró a John frunciendo el ceño.

—Tenemos un montón de información en la que trabajar. Tal vez deberíamos dedicar una hora a encajar las piezas.

Fiske la miró.

—Creo que tienes razón. ¿Tienes papel y boli en alguna parte?

—¿No llevas tú en la cartera?

Fiske se desabrochó el cinturón de seguridad, cogió la cartera del asiento de atrás y la abrió. Al apartar el correo que había metido en ella sus dedos toparon con un abultado paquete.

—¡Vaya, qué rapidez!

—¿Cómo?

—Creo que es el expediente de Harms. —Abrió el paquete y empezó a leer. Al cabo de diez minutos, volvió la cabeza hacia ella—. Está dividido en dos partes. Su historial de servicio, determinadas partes del expediente del consejo de guerra y la lista del personal de Fort Plessy durante el tiempo que Harms estuvo destinado allí. —Fiske separó un apartado titulado «Historial médico». Examinó aquellas páginas y se detuvo—. ¿A qué no sabes por qué Rufus Harms era tan insubordinado, se mostraba incapaz de obedecer órdenes, tenía siempre problemas?

—Era disléxico —respondió inmediatamente Sara.

—¿Cómo demonios lo sabes?

—Por un par de detalles. Aunque viera muy poco de su escrito, noté que la letra y la ortografía del recurso eran fatales. Eso es señal de dislexia, aunque no es un dato concluyente. Luego hablé con George Barker y, ¿te acuerdas que me contó que Rufus le arregló la prensa? —Fiske asintió—. Pues se acordaba de que Rufus había dicho que no quería ver el manual de funcionamiento porque se hacía un lío con las palabras. Yo fui a la escuela con una niña disléxica. En una ocasión me dijo más o menos eso mismo. Es como si no pudieran comunicarse con el mundo. De todas formas, a juzgar por el encuentro que tuvimos la otra noche, diría que Rufus ha superado el problema.

—Si ha sido capaz de sobrevivir en la cárcel tantos años con una gente que intentaba acabar con él, podrá hacer lo que se proponga. —Fiske bajó de nuevo la mirada hacia el expediente—. Al parecer se le diagnosticó tras el asesinato. Puede que durante los trámites del consejo de guerra. Quizás lo descubrió Rider. La preparación de la defensa exige cierta colaboración por parte del cliente.

—La dislexia no es un atenuante ante un asesinato.

—No, pero sé qué es lo que lo fue.

—¿Cómo? —exclamó Sara emocionada—. ¿Qué?

—De entrada una pregunta: ¿tiene Leo Dellasandro un lío con su secretaria?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque llevaba maquillaje en el cuello de la chaqueta.

—Quizás de su esposa.

—Quizás, pero no creo.

—Dudo que tengan un lío pues su secretaria se ha casado hace poco.

—Ya me lo imaginaba.

—Pues, ¿por qué me lo preguntas?

—Para tener todos los flancos cubiertos. Pero estoy convencido de que el maquillaje no era de su esposa. Creo que lo llevaba él.

—¿Por qué llevaría un hombre, un comisario, encima, maquillaje?

—Para disimular el moretón que le hice yo al atizarle en el piso de mi hermano. —Sara casi perdió el aliento al oír aquellas palabras—. No le he visto desde aquella noche. No apareció en la reunión del Tribunal después del asesinato de Wright. He visto a Chandler en muchas ocasiones y el hombre no ha aparecido nunca a comprobar cómo seguía la investigación. Como mínimo cuando estaba yo presente. Creo que evita encontrarse conmigo. Puede que tema que le haya reconocido.

—¿Y por qué demonios se encontraría Leo Dellasandro en el piso de tu hermano?

Fiske, como respuesta, le enseñó unos papeles.

—La lista del personal destinado en Fort Plessy. Por suerte viene en orden alfabético. —Pasó al final de la lista—. Sargento Víctor Tremaine. —Volvió otra página—. Capitán Frank Rayfield. —Retrocedió unas hojas y se detuvo—. Soldado Rufus Harms. —Volvió al principio, señaló con un círculo uno de los nombres y dijo con aire triunfal—: Y el cabo Leo Dellasandro.

—¡Santo Dios! ¿Entonces Rayfield, Tremaine y Dellasandro eran los hombres que se encontraban en aquel destino militar la noche de autos?

—Eso creo.

—¿Cómo sabías que Dellasandro había estado en el ejército?

—Por una foto que vi en su despacho. Mucho más joven, en uniforme. El uniforme del ejército. Creo que los tres fueron allí a darle una lección a Rufus Harms. Y también creo que vamos a descubrir que ellos combatieron en Vietnam y Rufus no. Él se negaba obedecer órdenes, constantemente tenía problemas.

—¿Pero qué demonios le hicieron a Rufus Harms?

—Creo que…

Sonó el teléfono del coche. Sara dirigió una mirada a Fiske y lo cogió rápidamente. Mientras escuchaba iba quedando lívida.

—Sí, acepto la llamada. ¿Dígame? ¿Cómo? De acuerdo, tranquilo. Está aquí a mi lado. —Pasó el teléfono a Fiske—. Es Rufus Harms. Creo que ocurre algo.

Fiske cogió el aparato.

—¿Dónde está usted, Rufus?

Rufus se encontraba ante una cabina telefónica cerca de la que había aparcado el jeep. Con una mano sujetaba el teléfono y con la otra intentaba calmar a Josh, que iba pasando de la conciencia a la pérdida de conocimiento, a pesar de que no abandonaba la pistola.

—En Richmond —respondió—. A dos minutos de la dirección que figura en la tarjeta que me dio usted. Josh está muy malherido. Necesito un médico ya.

—De acuerdo, vamos a ver, ¿qué ha sucedido?

—Rayfield y Tremaine dieron finalmente con nosotros.

—¿Dónde están ellos ahora?

—Muertos, ¿dónde van a estar? Y mi hermano está a punto de correr la misma suerte. Usted dijo que iba a ayudarme. Pues ahora le necesito.

Fiske echó una ojeada al retrovisor. El turismo negro seguía ahí atrás. Reflexionó velozmente.

—Bien, nos vemos en mi despacho dentro de dos horas.

—Josh no puede esperar dos horas. Le han disparado a matar.

—Nos ocuparemos de Josh ahora mismo, Rufus. La cita es con usted, no con Josh.

—¿Pero qué dice?

—Voy a llamar a un colega que es poli. Él me conseguirá una ambulancia. Se ocuparán de Josh. El hospital MCV está a unos minutos de mi despacho.

—¡De policía nada!

—¿Qué quiere, que Josh muera? —gritó Fiske por teléfono—. ¿Eso pretende? —Fiske tradujo el silencio de Rufus como asentimiento a la ayuda que pudiera ofrecerle él—. Descríbame el vehículo en el que viajan y precíseme el cruce en el que se encuentran ahora mismo. —Rufus lo hizo—. En unos minutos acudirá aquí mi amigo para socorrerlo. Deje a Josh en el coche. Y usted, nada más colgar, váyase al edificio de mi despacho. Está abierto. Una vez pasada la puerta principal, baje la escalera que encontrará a su izquierda. Pase la puerta siguiente. A la derecha, verá otra que tiene una placa que dice «Servicios». Está abierta. Métase en ese cuarto y no se mueva. Yo llegaré en cuanto pueda. Quítele a su hermano la cartera para que no lleve encima ninguna tarjeta identificativa. Si se dan cuenta de que se trata de Josh, iniciarán su búsqueda en los alrededores. Y ahí incluyo mi despacho. Si la policía acordonara la zona, mi plan podría irse al traste.

—¿Y si alguien me ve? ¿Si me reconocen?

—No tenemos otra alternativa, Rufus.

—Confío en usted. Ayude a mi hermano, por favor. Y no me deje a mí en la estacada.

—Yo también confío en usted, Rufus. No me falle.

Rufus colgó y miró a Josh. Se metió la pistola bajo la camisa y estiró el brazo para tocar a su hermano. Creía que estaba completamente inconsciente, pero cuando Rufus le rozó el hombro, abrió los ojos.

—Josh…

—Lo he oído. —Su voz era débil; todo en él era debilidad.

—Quiere que te quite la cartera para que no se enteren de quién eres.

—En el bolsillo de atrás. —Rufus se la cogió—. Márchate enseguida.

Rufus reflexionó un instante.

—Puedo quedarme contigo. Ir juntos.

—Ni hablar. —Josh escupió más sangre—. Los médicos me coserán. Otras veces he estado peor.

Con mano temblorosa, Josh tocó la cara a su hermano y le secó los ojos.

—Me quedo contigo, Josh.

—Si te quedas, todo habrá sido inútil.

—No puedo dejarte solo. En tu estado. Y después de tantos años de separación.

Josh se incorporó con una mueca de dolor.

—No me dejas solo. Dámela.

—¿Que te dé qué?

—La Biblia —dijo Josh.

Sin apartar la vista de su hermano, Rufus estiró el brazo, cogió el libro del asiento de atrás y se lo pasó. Como contrapartida, Josh le entregó la pistola que había conservado contra sus costillas todas aquellas horas. Rufus le miró intrigado.

—Un trueque justo —dijo sin apenas voz.

Rufus creyó ver la sombra de una sonrisa en los labios de su hermano antes de que cerrara los ojos; su respiración no era profunda pero sí rítmica. Aquella mano agarró con tal fuerza la Biblia que el lomo del libro se torció.

Rufus salió del jeep, volvió la cabeza por última vez y dejó a su hermano.

Por fin Fiske localizó a Hawkins en su casa.

—No me preguntes el porqué ni el cómo, Billy. No puedo darte su nombre. De momento llámale John Doe. Prepara los papeles y llévalo con el jeep al hospital. —Fiske colgó.

—¿Cómo vamos a encontrarnos con Rufus si el FBI nos está pisando los talones, John? —dijo Sara.

—Soy yo quien voy a encontrarme con Rufus, no tú.

—Un momento…

—Sara…

—Quiero echar una mano.

—Lo harás, descuida. Vas a llamar por teléfono a mi amigo del Tribunal Central Militar.

—¿Para qué? Encima aún no me has dicho lo que crees que ocurrió hace veinticinco años en aquella prisión militar.

Fiske colocó la mano encima de la de ella.

—Estados Unidos de América contra Stanley. Un soldado inocente y el LSD. —Dijo Fiske y le pareció que los ojos de ella iban a salirse de sus órbitas—. Solo que más grave —añadió.

Tras detenerse un momento en casa de Sara, siguieron hasta el aeropuerto Nacional, donde aparcaron el coche. Fiske se abrochó bien la gabardina y se encasquetó bien el sombrero al arreciar la lluvia. Abrió un gran paraguas para que no se mojara Sara. Entraron en la terminal y salieron a la zona de embarque, donde se metieron en un coche con ventanas oscuras. Dos minutos más tarde, el coche se alejó.

Tras ellos, dos agentes del FBI, uno de los cuales estaba comunicando ya la situación a sus superiores. Seguidamente se dirigió al mostrador para verificar el destino del vuelo que iban a tomar Fiske y Sara. El otro agente salió y observó cómo el vehículo se detenía frente al Falcon 2000.

A bordo del citado vehículo, Fiske y el conductor, el copiloto de Chuck Herman, se intercambiaban la posición. El conductor se puso la gabardina y el sombrero. De lejos tendría el aspecto de Fiske. El plan consistía en que Sara permaneciera una hora en el avión y que durante aquel tiempo intentara ponerse en contacto con Phil Jansen, el amigo que tenía Fiske en el Tribunal Central Militar. Luego abandonaría el avión. Sabían que el FBI la interrogaría sobre la desaparición de Fiske, aunque no tendría ninguna razón para detenerla.

El agente del FBI observó a un hombre delgado de pelo blanco que bajaba por la escalerilla del avión y saludaba a Sara y al hombre que creía que era Fiske en el momento en que salían del coche. Los tres se fueron hacia el avión. El turismo se alejó. El agente del FBI siguió con la vista fija en el avión mientras el turismo pasó junto a él y siguió la carretera que llevaba a la salida de la terminal.

Fiske, al volante del turismo, suspiró profundamente al entrar en Washington Parkway. Diez minutos más tarde cogía la interestatal 95 camino de Richmond. El tráfico era denso; tardó casi tres horas en llegar frente al edificio donde tenía el despacho. Por el camino había establecido contacto con Billy Hawkins. Estaban operando a Josh Harms en el hospital MCV. Hawkins le había comentado que tenía pocas esperanzas. Fiske aparcó y dio la vuelta para coger la entrada trasera, por si acaso.

Se fue hacia la planta subterránea, hacia el cuarto de servicios. «Ojalá estés aquí, Rufus», dijo para sus adentros. Llamó a la puerta.

—¿Rufus? —dijo en voz baja—. Soy John Fiske.

Rufus abrió la puerta con cautela.

—Salgamos de aquí.

Rufus le agarró por el brazo.

—¿Cómo está Josh?

—Le están operando. No podemos hacer más que rezar por él.

—Es lo que he hecho hasta ahora.

Se fueron hacia la entrada de atrás, corrieron hacia el coche de Fiske y se metieron en él.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rufus.

—¿Va a contarme lo de la carta del ejército?

—¿Qué quiere saber de ella?

—Pretendían hacer el seguimiento de las pruebas con fenciclidina, ¿verdad?

Harms quedó estupefacto.

—¿Fenci… qué?

—Pues PCP, polvo de ángel.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Le ocurrió lo mismo a otro tipo llamado Stanley, que se encontraba también en el ejército y participó en un falso programa. Con él experimentaron con LSD.

—Yo no estuve en ningún maldito programa de PCP, aunque ellos digan que sí. —Se sacó la carta y se la entregó a Fiske.

Fiske se tomó su tiempo para leerla y al terminar levantó la vista hacia él.

—Cuénteme todo eso, Rufus.

Harms intentó relajarse al máximo. Era tan alto que las rodillas le llegaban al salpicadero y su pelo rozaba el techo del coche.

—Tremaine y Rayfield llevaban un tiempo intentando jugármela.

—¿Y Dellasandro? ¿Qué me dice del cabo Leo Dellasandro?

—Sí, él también. Imagino que no les gustaba nada que yo viviera cómodamente en este país, aunque fuera en un calabozo.

—¿No estaba al corriente de que usted sufría dislexia?

—No parece que se le escape nada a usted.

—Continúe.

—Ya había tenido una serie de problemas con ese grupo. Una noche encerraron conmigo a Tremaine en el calabozo porque se había embriagado. En aquella ocasión me dijo directamente lo que pensaba de mí. Imagino que organizaron el plan. Una noche aparecieron en el calabozo. Leo llevaba un arma. Me obligaron a cerrar los ojos y a echarme al suelo. Me di cuenta de que me inyectaban algo. Abrí los ojos y vi la jeringuilla que acababan de aplicarme al brazo. Los tres estaban ahí riendo, esperando mi muerte. Por los comentarios que hacían, aquel era su plan. Inyectarme una sobredosis de aquello.

—¿Cómo demonios consiguió, bajo los efectos del PCP, escapar de aquel calabozo?

—Tenía la impresión de que me iba hinchando, como si alguien fuera soplando aire en mi interior. Recuerdo que me levanté con la sensación de no caber en aquel cuarto. Les aparté a manotazos como si fueran muñecos de paja. Habían dejado la puerta abierta. Apareció corriendo el soldado de guardia pero también me abalancé contra él y me liberé. —Se le había acelerado la respiración, entrelazaba y soltaba aquellas grandes manos como si estuviera reviviendo lo que había hecho tantos años atrás.

—¿Y en ello tropezó con Ruth Ann Mosley?

—Ella había ido a visitar a su hermano. —Rufus pegó puñetazo al salpicadero—. ¡Ojalá Dios me hubiera mandado un rayo para fulminarme antes de que la emprendiera con aquella niña! ¿Por qué tenía que ser un crío? ¿Por qué? —Las lágrimas descendían por el rostro de aquel hombre.

—No fue culpa suya, Rufus. El PCP puede inducirle a uno a hacer lo que sea, lo que sea. No fue culpa suya.

Como respuesta, Rufus extendió las manos, chillando:

—Estas manos lo hicieron. Independientemente de la porquería que me inyectaron, nada cambia el hecho de que yo matara a aquella preciosa niña. Nada en la tierra podrá borrarlo. ¿No cree? ¿No cree? —La mirada de Rufus se clavó en Fiske, aunque luego cerró los ojos y se apoyó en el asiento, inerme.

Fiske intentó mantener la calma.

—¿Y no recordó nada hasta que recibió la carta?

Por fin Rufus salió del ensimismamiento.

—Durante todos aquellos años, lo único que recordaba de aquella noche era que estaba sentado en el calabozo leyendo la Biblia que me regaló mi madre. A partir de ahí, la siguiente imagen era la niña muerta a mi lado. Nada más. —Se secó las lágrimas con la manga.

—Esos también son los efectos del PCP. Le borran a uno los recuerdos. Y probablemente también la conmoción del acto.

Rufus aspiró una bocanada de aire.

—A veces pienso que esa porquería sigue en mi interior.

—¿De todas formas usted se declaró culpable de asesinato?

—Había un montón de testigos. Samuel Rider me dijo que si no aceptaba la oferta, me condenarían y me ejecutarían. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Fiske reflexionó todo aquello un momento y luego dijo lentamente:

—Supongo que yo habría hecho lo mismo.

—Pero cuando recibí esa carta fue como si alguien hubiera encendido una inmensa luz en mi cabeza, como si una parte del cerebro se hubiera mantenido a oscuras todo el tiempo y consiguiera por fin la claridad. Vi hasta el último detalle.

—¿Fue entonces cuando escribió la carta al Tribunal y le pidió a Rider que la presentara por usted?

Rufus asintió.

—Luego su hermano vino a verme. Me dijo que creía en la justicia, que quería ayudarme si yo decía la verdad. Era una buena persona.

—Sí, lo era —respondió Fiske con la voz tomada.

—El problema fue que vino a verme con la carta. Rayfield y Vic no estaban dispuestos a dejarle salir de allí. Ni hablar. Me dio un ataque cuando lo descubrí. Ellos me llevaron a la enfermería e intentaron matarme allí. Luego me trasladaron al hospital y Josh me sacó.

—Ha dicho que Tremaine y Rayfield están muertos.

Rufus asintió. Suspiró profundamente contemplando la caída de la lluvia en el oscuro horizonte de Richmond y luego se volvió hacia Fiske.

—Ahora usted sabe todo lo que sé yo. ¿Qué vamos a hacer?

—No estoy del todo seguro —fue todo lo que consiguió articular Fiske.