54


Sara se había parado ante un semáforo en rojo camino del despacho de Fiske cuando le vio en un cruce, en dirección hacia el oeste. Ni siquiera le dio tiempo a tocar el claxon. Estuvo a punto de hacerle señas, pero decidió no moverse al ver la inquieta expresión de él. Decidió girar a la derecha y seguirlo.

Media hora más tarde, frenó al ver que el coche de Fiske se metía en un aparcamiento de una institución médica situada en el extremo occidental de Richmond. Sara ya había ido allí en una ocasión, con Michael, a ver a su madre. Dejó el coche oculto tras un árbol junto a la entrada y observó como Fiske salía de su vehículo e iba deprisa hacia la puerta.

Fiske vio a Anne, la mujer con la que acababa de hablar, quien le dio de nuevo el pésame y le acompañó hasta la sala de visitas, donde encontró a Gladys, sentada con aire dócil, en pijama y zapatillas. Al ver aparecer a su hijo, levantó la vista en silencio y aplaudió.

Fiske se sentó frente a ella y Gladys le acarició con ternura el rostro. La sonrisa se le ensanchó y los ojos se le abrieron como platos sin captar absolutamente nada.

—¿Cómo está mi Mike? ¿Cómo está el pequeño de mamá?

Él le cogió las manos.

—Perfectamente. Las cosas me van bien. A papá también —le mintió—. ¿A que el otro día tuviste una visita muy agradable?

—¡Qué agradables son las visitas! —exclamó ella mirando más allá de él y sonriendo; un gesto que hacía bastante a menudo. Costaba que mantuviera centrada la atención. Había completado el ciclo y ahora era una niña.

Le tocó otra vez la mejilla.

—Tu papá estuvo aquí.

—¿Cuándo?

Ella agitó la cabeza.

—No lo sé, el año pasado. Vino a despedirse. Su barco se hundió. Cosa de los japoneses.

—¿De verdad? ¿Pero él sigue bien, no?

La mujer soltó una sonora carcajada.

—¡No sabes tú lo bien que está! —se inclinó un poco hacia delante y le dijo en voz baja, en plan confidencial—: Mike, cariño, ¿sabrás guardarme un secreto?

—Claro, mamá —respondió él, vacilando un poco.

Ella miró a uno y otro lado y se sonrojó.

—Estoy embarazada otra vez.

Fiske suspiró profundamente. Aquello era nuevo.

—¿En serio? ¿Cuándo te has enterado?

—Pero tú no te preocupes, cariño, que mamá tiene suficiente amor para todos vosotros. —Le cogió la mejilla y le dio un beso en la frente.

Fiske le estrechó la mano e intentó dibujar una sonrisa.

—Tuvimos una agradable charla el otro día, ¿verdad? —Ella asintió con aire ausente. Fiske pensaba que aquello era una locura pero, como había ido hasta allí, no perdía nada con intentarlo—. Hice un agradable viaje. ¿Recuerdas a dónde fui?

—Fuiste al colegio, Mike, como todos los días. Tu padre te llevó en el barco. —Frunció el ceño—. Ve con mucho cuidado por ahí. Se ha iniciado una lucha. Ahora mismo tu padre está luchando. —Levantó el puño y lo empujó hacia delante—. ¡A por ellos, Eddie!

Fiske se apoyó en el asiento y la miró fijamente.

—Andaré con cuidado. —Mirar a su madre era como contemplar una foto que se iba decolorando día a día bajo la implacable luz del sol. A la larga, acudiría a visitarla y ya no vería color en la foto, quedaría tan solo la imagen que guardaría él en su recuerdo. Así funcionaba la vida—. Tengo que irme. Si no… llegaré tarde a la escuela.

—¡Qué preciosidad! —La mujer miró más allá y saludó con la mano—. ¡Hola! —Fiske se volvió y quedó helado al ver a Sara allí.

—Estoy embarazada, bonita —le dijo Gladys.

—¡Enhorabuena! —Fue todo lo que se le ocurrió responder a Sara.

Fiske salió de estampida y Sara le siguió. Abrió la puerta de la calle con tal fuerza que pegó contra la pared.

—¿Quieres pararte un momento para hablar conmigo, John? —le suplicó ella.

Él se volvió irritado.

—¿Cómo te atreves a espiarme?

—No te estaba espiando.

—Todo esto no es asunto tuyo.

Cogió las llaves y se metió en el coche. Ella también entró.

—Sal ahora mismo de mi coche, maldita sea.

—No me muevo hasta que me hagas caso.

—¡A tomar viento!

—Si quieres que salga, tendrás que empujarme.

—¡Vaya pesada! —gritó Fiske saliendo del coche.

Sara le siguió.

—El pesado eres tú, John Fiske. ¿Quieres dejar de huir de una vez y pararte a hablar conmigo?

—No tenemos nada de qué hablar.

—Tenemos muchas cosas de que hablar.

Señalándola con dedo tembloroso, le gritó:

—¿Por qué coño me haces esto a mí, Sara?

—Porque me tienes preocupada.

—No necesito tu ayuda.

—Pues yo creo que sí. Sé que sí.

Permanecieron un momento de pie mirándose a los ojos.

—¿No podríamos ir a algún lugar a hablar? Por favor… —Dio la vuelta al coche despacio y se plantó frente a él. Le cogió el brazo diciendo—: Si lo de anoche significa para ti ni que sea la mitad de lo que significa para mí, creo que deberíamos ser capaces de hablar.

Se quedó a la espera, convencida de que la respuesta de él sería la de poner en marcha el coche y alejarse de su vida.

Fiske la miró un momento, bajó la cabeza y, agotado, se apoyó en el coche. Sara hizo deslizar su mano por debajo de la de él y se la estrechó. Él se fijó en un coche parado en la carretera con dos hombres dentro.

—Vamos a llevar a los federales de paseo.

Su tono y expresión parecían ya más resignados. Por lo menos no llevaba a McKenna detrás.

—Perfecto, me sentiré muy protegida —dijo Sara sin apartar la vista de él, hasta que constató por fin que no le había perdido, cuando menos de momento.

Subieron cada uno en su coche; Sara siguió a Fiske hasta un pequeño centro comercial situado a poco más de un kilómetro de allí, donde se sentaron en una terraza a tomar un refresco al calor de las últimas horas de la tarde.

—Comprendo que le guardaras rencor a tu hermano por eso, aunque no fuera culpa suya —dijo Sara.

—Nunca nada fue culpa de Mike —respondió él con amargura.

—Tu madre no puede hacer nada por evitarlo. Podía haberse dado el caso de que llamara a Michael por tu nombre.

—Sí, claro. Escogió no acordarse de mí.

—Puede que te llame Michael porque has sido tú quien la has visitado con más asiduidad y esa sea su forma de reaccionar.

—No lo creo.

Sara parecía enojada.

—Bueno, si quieres sentir celos de tu hermano a pesar de que ya esté muerto, supongo que tienes derecho a ello.

Fiske le dirigió una gélida mirada. Sara contaba con que iba a explotar. En lugar de ello, dijo:

—Pues sí, estoy, o estaba, como quieras, celoso de mi hermano. ¿Cómo no iba a estarlo?

—Pero eso no soluciona nada.

—Tal vez no —respondió él, expresando el cansancio en su tono. Miró hacia otro lado—. La primera vez que fui a visitar a mamá y ella me llamó Mike creí que era un detalle sin importancia, pues había tenido un día fatal. Pero al cabo de dos meses de seguir con lo mismo… —Se calló un momento—. Pues eso es lo que me obligó a cortar con Mike, para siempre. Todo lo que me había podido fastidiar de él, por estúpido que fuera, lo añadí a la imagen de aquel malvado sin corazón. Sin un ápice de bondad. Él había sido quien me había arrebatado a mi madre.

—El día en que fuimos a verte al juicio, John, fui con Michael a visitar a tu madre.

Él quedó paralizado.

—¿Cómo?

—Tu madre ni siquiera le dirigió la palabra. Él le había comprado un regalo, que ella no aceptó. Michael me dijo que siempre tenía la misma actitud con él. Daba por supuesto que era porque te quería tanto a ti. Pensaba que él no le importaba.

—Mientes —dijo Fiske casi en un susurro.

—No miento. Es la verdad.

—¡Mientes! —repitió él con más vehemencia.

—Pregúntaselo a quienes trabajan allí. Ellos lo saben.

Permanecieron unos minutos en silencio. Fiske había inclinado la cabeza. Cuando la levantó, dijo:

—Nunca había imaginado que él también había perdido a su madre.

—¿Estás seguro de ello? —le preguntó Sara en voz baja.

Fiske la miró entrelazando fuertemente las manos.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó con voz temblorosa.

—¿Por qué dejaste de hablar con tu hermano? Michael me dijo que tú le habías cerrado la puerta y tú mismo acabas de admitirlo. Pero aun así, no consigo creer que no supieras cómo lo trataba ella.

Pasó un minuto y Fiske no abrió la boca. La miró, tal vez la atravesó con la mirada, pero sus ojos no revelaron sus pensamientos. Por fin los cerró y en un tono apenas audible dijo:

—Lo sabía.

La miró de nuevo. El terrible dolor que se reflejaba en su expresión la hizo temblar.

—Decidí no preocuparme por ello —dijo. Sara lo agarró del hombro—. Me imagino que lo utilicé como excusa para no tener nada que ver con mi hermano. —Aspiró profundamente—. Pero aún hay algo más. Mike me llamó antes de ir a la cárcel. Yo no le devolví la llamada. Es decir, lo hice cuando ya era demasiado tarde… Yo le maté.

—No puedes culparte de ello. —Aquellas palabras no tuvieron efecto alguno, ella lo notó enseguida y cambió de táctica—. Si quieres culparte, hazlo por una razón correcta. Fuiste injusto al apartar a tu hermano de tu vida. No tenías derecho a hacerlo. Ninguna. Ahora ya no está entre nosotros. Es algo con lo que tendrás que vivir hasta el fin de tus días, John.

Él la miró a los ojos. Su expresión se había tranquilizado.

—Imagino que he estado ya viviendo con ello.

Como quiera que había confiado en ella, Sara decidió hacer lo mismo con respecto a él.

—Hoy he visto a tu padre. —Antes de darle tiempo a replicar, se apresuró a añadir—: Te prometí hacerlo. Le he contado lo que ocurrió en realidad.

—¡Como que te ha creído! —exclamó Fiske, incrédulo.

—Le he dicho la verdad. Se pondrá en contacto contigo.

—Te lo agradezco, pero preferiría que no te hubieras metido en eso.

—Me ha puesto al corriente de una serie de cosas.

—¿Por ejemplo? —preguntó él bruscamente.

—Por ejemplo, lo que te movió a dejar la policía.

—No tenías ninguna necesidad de saberlo, Sara.

—Sí la tenía. Por una razón muy importante.

—¿Cuál es?

—¡Lo sabes igual que yo!

Durante unos minutos ni uno ni otro abrió la boca. Fiske tenía la vista fija en la mesa e iba jugueteando con la pajita del refresco. Al cabo del rato, levantó la cabeza y cruzó los brazos.

—¿De modo que mi padre te lo ha contado todo?

Sara lo miró.

—Sí, sobre el tiroteo. —Su tono era cauteloso.

—O sea que sabes que probablemente a los sesenta o tal vez a los cincuenta no seguiré vivito y coleando.

—Estoy convencida de que eres capaz de vencer todo pronóstico.

—¿Y si no?

—Si no, para mí tiene poca importancia.

Fiske se inclinó hacia delante.

—En cambio para mí tiene mucha, Sara.

—¿O sea que renuncias a la vida que llevas?

—Considero que vivo exactamente de la forma que he decidido.

—Tal vez —admitió ella despacio.

—Piensa que no funcionaría.

—¿De modo que has pensado en ello?

—He pensado en ello. ¿Y tú? ¿Cómo sabes que no es una decisión impulsiva? ¿Como la de comprar tu casa?

—Me guío por lo que siento.

—Los sentimientos cambian.

—Y es mucho más fácil admitir la derrota que pelear por algo.

—Cuando quiero algo, trabajo con tesón para conseguirlo. —Fiske no sabía por qué acababa de decir aquello pero se fijó en la expresión desesperada de Sara.

—Comprendo. Y supongo que yo no tengo alternativa…

—En realidad, no tienes por qué elegir ese tipo de alternativa. —Ella no respondió y Fiske siguió en silencio un momento—. Piensa que mi padre no te lo ha contado todo, porque él no lo sabe todo.

—Me ha explicado que estuviste a punto de morir, que el otro agente murió. Y también el hombre que disparó contra ti. Entiendo hasta que punto eso puede haberte cambiado la vida. Que esas circunstancias te hayan llevado a hacer lo que haces. Lo considero muy noble, esa es la palabra precisa.

—Ni de lejos. ¿Quieres saber realmente porque hago lo que hago?

Sara notó el brusco cambio en su estado de ánimo.

—Cuéntamelo.

—Porque estoy aterrorizado. —Asintió mirándola—. El miedo rige mis actos. Mientras permanecí en el cuerpo, la cuestión era cada vez más «nosotros contra ellos». Una actitud joven, airada, con una pistola como respaldo. —Fiske calló y observó a través del cristal a la clientela del interior del bar. Le parecían gente sin problemas, felices, que perseguían objetivos tangibles en la vida; eran todo lo que no era él, lo que no podría ser jamás. Miró de nuevo a Sara.

—Iba deteniendo a los mismos tipos una y otra vez y tenía la impresión de que aún no había acabado el trámite burocrático y ellos estaban de nuevo en la calle. Te pisaban como si fueras una cucaracha. Para ellos el juego también era el de «nosotros contra ellos». Son cosas que pueden globalizarse. Jóvenes y negros, píllalos si puedes. ¿Te coge la melancolía? Mátalos si puedes. Es algo rápido y no tienes que seleccionar al individuo. Algo así como la adicción a las drogas.

—No todo el mundo actúa de esta forma. No todo el mundo se compone de gente así.

—Lo sé. Y sé también que la mayoría, negros, blancos o de otro color son buenas personas, llevan una vida relativamente normal. De verdad que quisiera creerlo. Pero como poli, nunca vi a ninguno de esos. En mi embarcadero jamás amarró un barco normal.

—¿O sea que el tiroteo te hizo replantear las cosas?

Fiske no respondió inmediatamente. Cuando lo hizo, habló muy despacio.

—Recuerdo que me arrodillé para ayudar al muchacho, que en definitiva estaba simulando un ataque. Oí el disparo, el chillido de mi compañero. Saqué la pistola al tiempo que volvía la cabeza. No sé cómo lo hice pero lo conseguí. Le di en el pecho. Los dos nos desplomamos. Él perdió el arma pero yo mantuve la mía. Apunté directamente hacia él. Estábamos a un par de palmos el uno del otro. A cada movimiento respiratorio de él la sangre salía disparada del agujero de la bala como si fuera un rojo géiser. Con aquella especie de zumbido que sigo oyendo en mis sueños. Los ojos empezaban a vitrificársele, pero nunca se sabe. Yo solo tenía en la cabeza que acababa de disparar contra mi compañero y contra mí. Notaba que mis entrañas se descomponían. —Suspiró—. Iba a esperar a que muriera, Sara. —Se calló al recordar lo cerca que se había encontrado del ataúd, de ser enterrado y pasar al olvido.

—Tu padre me ha dicho que cuando te encontraron le rodeabas con el brazo. —Le alentó Sara con dulzura.

—Creí que intentaba arrebatarme el arma. Yo tenía un dedo en el gatillo y otro en el agujero de la barriga. Pero él ni siquiera estiró la mano. Entonces le oí hablar. Al principio no acertaba a comprender lo que me decía pero lo fue repitiendo hasta que lo capté.

—¿Qué decía? —le preguntó ella amorosamente.

Fiske soltó un suspiro casi esperando ver cómo la sangre manaba de sus propias heridas, sus propios órganos pidiéndole acabar de una vez, con cuarenta años de antelación.

—Me pedía que le matara. —Y como respuesta a la pregunta que ella no le había formulado—: No pude. No lo hice. Aunque daba igual, porque unos segundos más tarde dejó de hablar.

Sara se apoyó en el respaldo, incapaz de articular palabra.

—Creo que le aterrorizaba no morir. —Fiske movió la cabeza lentamente; cada vez le resultaba más difícil traducir en palabras todo lo que tenía en la mente—. No tenía más que diecinueve años. A su lado, yo, un adulto. Se llamaba Darnell… Darnell Jackson. Su madre era adicta al crack. Y cuando el chaval tenía ocho o nueve años lo prostituía para sacar dinero para la droga.

La miró.

—¿No te parece terrible?

—Por supuesto.

—Para mí era siempre la misma porquería. Lo que veía todo el tiempo. Estaba ya inmunizado, cuando menos eso creía. —Se humedeció los resecos labios—. No creía que quedara en mí el más mínimo resquicio de compasión. Pero después de lo de Darnell comprobé que sí. —Esbozó una inquieta sonrisa—. Yo lo llamo mi epifanía acorazada. Dos balas en el cuerpo, un chaval moribundo ante mí pidiéndome que acabe con él. Es difícil imaginar un acontecimiento con tal fuerza que te haga cuestionar todo aquello en lo que has creído siempre. Pero aquella noche eso me ocurrió a mí. —Movió la cabeza con aire pensativo—. Ahora veo el futuro global del mundo a través del prisma de Darnell Jackson. Él es mi versión del holocausto nuclear. La única diferencia es que todo no va a acabar en unos segundos. —Clavó la vista en ella—. Ese es el terror que rige mi vida.

—Estoy convencida de que tienes inquietudes. Haces muchas cosas positivas.

Fiske movió la cabeza; le brillaban los ojos.

—Yo no soy un abogado blanco, rico, brillante, que se las da de noble y va salvando a todos los Enis con los que tropieza en el mundo. Tuvo que destrozarme las entrañas un muchacho dejado de la mano de Dios para que abriera los ojos. ¿A cuántas personas crees que les importa todo esto?

—No creo que seas tan cínico…

Fiske la miró un instante a los ojos antes de responder:

—En realidad soy el cínico con más esperanzas que hayas podido conocer en tu vida.