53


Rufus observaba inquieto a su hermano, que acababa de tener un agotador ataque de tos. Josh intentó incorporarse un poco, pensando que así respiraría mejor. Estaba seguro de que tenía las entrañas destrozadas. De un momento a otro podía surgir la esperanza que podía mantenerle con vida. Seguía con la pistola a mano. Pero no creía que le haría falta una bala para acabar. No le hacía falta otra.

Habían tenido suerte de que Tremaine y Rayfield no les hubieran perseguido con un vehículo del ejército. Sin embargo, el jeep estaba abollado de un lado a causa de la embestida de la furgoneta y aquello podía llamar la atención. Como mínimo, el vehículo estaba cubierto y nadie podía ver su interior.

Rufus no sabía a dónde se dirigía, y Josh tenía pocos momentos de lucidez como para ayudarle.

Rufus abrió la guantera y sacó un mapa. Sacó las tarjetas que llevaba en el bolsillo de la camisa y miró los nombres y los números de teléfono. Tenía que encontrar una cabina.

Cuando Fiske y McKenna llegaron al despacho de aquel, el agente del FBI dijo:

—Vamos al asunto.

—Hay que esperar a la policía —respondió Fiske, resuelto.

No había acabado la frase cuando apareció un coche patrulla del que salió el agente Hawkins.

—¿Qué demonios haces aquí, John? —le preguntó Hawkins, perplejo.

Fiske señaló hacia McKenna.

—El agente McKenna cree que yo maté a Mike. Ha venido a buscar mi pistola para una prueba en balística.

Hawkins miró a McKenna con aire incrédulo.

—En mi vida había oído una majadería tan grande…

—Le agradezco su valoración oficial… ¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿Hawkins? —dijo McKenna avanzando ya.

—Exactamente —respondió Hawkins muy serio.

—Pues bien, agente Hawkins, tiene permiso del señor Fiske para registrar su despacho en busca de una pistola nueve milímetros que está a su nombre. —Miró a Fiske—. Imagino que no ha cambiado de opinión sobre el consentimiento. —Al no responder Fiske, McKenna se volvió de nuevo hacia Hawkins—. De todas formas, si tiene usted algún problema, hablaremos con su jefe y ya puede ir pensando en un oficio que no tenga nada que ver con las fuerzas de orden público.

Antes de que Hawkins hiciera alguna tontería, Fiske le agarró por la manga diciendo:

—Vamos a acabar rápidamente con el asunto, Billy.

Cuando entraban en el edificio, Fiske le comentó:

—Esa cara ya tiene mucho mejor aspecto.

Hawkins sonrió, algo violento.

—Sí, gracias.

—¿Qué le ocurrió? —preguntó McKenna.

Hawkins le miró malhumorado.

—Un tipo con un globo de ahí te espero. No fue fácil detenerle.

Fiske tenía un montón de cartas y paquetes ante la puerta. Lo recogió todo y abrió la puerta. Entraron y dejó el correo sobre la mesa. Abrió el cajón superior y examinó su contenido. Metió la mano en él y rebuscó dentro antes de levantar la vista hacia los dos hombres que tenía delante.

—La guardaba en este cajón. Por casualidad la vi el día en que viniste a darme la noticia de Mike, Billy.

McKenna cruzó los brazos y dirigió una mala mirada a Fiske.

—¿Alguien más tiene acceso a su despacho? ¿El personal de la limpieza, la secretaria, algún suministrador, los que limpian los cristales?

—No, nadie. Aparte de mí, solo tiene llave el dueño.

—¿Cuánto tiempo llevas fuera, un par de días? —le dijo Hawkins.

—Pues sí.

McKenna miraba la puerta.

—No parece que hayan forzado la entrada.

—Eso no quiere decir nada —respondió Hawkins—. Un experto sabe descerrajar sin que se note después.

—¿Quién sabía que guardaba aquí una pistola? —preguntó McKenna.

—Nadie.

—Tal vez se la cogió uno de sus clientes para cometer un atraco —apuntó McKenna.

—No recibo a mis clientes en el despacho, McKenna. Cuando me reclaman ya están en la cárcel.

—Pues creo que tenemos un serio problema. Una bala de nueve milímetros mató a su hermano. Usted tiene registrada a su nombre una Sig de nueve milímetros. Ha dicho que estaba en su posesión hace unos días. Y ahora la pistola ha desaparecido. No tiene coartada para la hora en que murió su hermano y a raíz de su muerte usted dispone de medio millón de dólares.

Hawkins miró a Fiske.

—Una póliza de seguros que contrató Mike —le explicó este—. Lo hizo por nuestros padres.

—Eso es lo que dice usted, ¿o no? —puntualizó McKenna.

Fiske se acercó al agente del FBI.

—Si considera que dispone de pruebas suficientes para detenerme, adelante, hágalo. De lo contrario, salga de este despacho ahora mismo.

McKenna no se amedrentó.

—Supongo que el agente Hawkins tiene su consentimiento para registrar todo el despacho en busca del arma y no solo el cajón en el que usted dice que estaba. Independientemente de la amistad que les una, espero que lleve a cabo la tarea tal como corresponde.

Fiske retrocedió mirando a Hawkins.

—Adelante, Billy. Me voy a tomar algo al bar de la esquina. ¿Te apetece alguna bebida? —Hawkins negó con la cabeza.

—A mí me apetecería tomar un café —dijo McKenna, siguiendo a Fiske—. Así tendremos oportunidad de charlar un momento.

Sara paró el coche en la avenida. El Buick estaba allí. Al salir del coche notó el fuerte olor del césped recién cortado. Era algo reconfortante, pues le recordaba los partidos de fútbol de cuando iba al instituto, los veranos que pasaba descansando en la paz de Carolina. Llamó a la puerta y se abrió tan deprisa que tuvo un sobresalto. Ed Fiske la habría visto llegar. Antes de que le diera con la puerta en las narices, Sara le enseñó la foto.

En ella se veían cuatro personas: Ed, Gladys y sus dos hijos. Todos sonreían.

Ed miró intrigado a Sara.

—Michael la tenía en su despacho. He pensado que le haría ilusión.

—¿Por qué? —Su tono seguía siendo frío pero al menos no le soltaba ninguna obscenidad.

—Porque he creído que era lo correcto.

Ed recogió la foto.

—No tengo nada que decirle.

—En cambio yo sí tengo muchas cosas que decirle a usted. Prometí algo a alguien y me gusta cumplir mis promesas.

—¿A quién? ¿A Johnny? Pues ya puede decirle que no me ha parecido nada bien que la mandara a usted para intentar arreglar las cosas.

—Él no sabe que estoy aquí. Es más, me dijo que no viniera.

Ed pareció sorprendido.

—¿Por qué ha venido, pues?

—Por la promesa. Lo que vio la otra noche no fue culpa de John. Fue culpa mía.

—Hacen falta dos para bailar el tango y a mí no me venga con cuentos.

—¿Puedo pasar?

—No veo por qué.

—Me gustaría hablar con usted sobre sus hijos. Creo que debe saber algunas cosas. Acceder a una información que puede aclararle algo. Seré breve y le prometo que en cuanto haya terminado no volveré a molestarle más. Por favor…

Ed lo pensó un momento y por fin decidió apartarse para cederle el paso. Luego cerró la puerta con bastante ruido.

La sala de estar estaba casi igual que el día en que Sara la vio por primera vez. Al hombre le gustaba el orden. Sara imaginó que en el garaje tenía las herramientas en su sitio. Ed le señaló un sofá y ella se sentó. Se fue al comedor y colocó con cuidado la foto entre las demás.

—¿Quiere tomar algo? —le dijo él de mala gana.

—Tomaré algo si usted me acompaña.

Ed se sentó frente a ella.

—A mí no me apetece nada.

Sara le miró con detenimiento. Se fijó en que su cara tenía rasgos de uno y otro hijo y su cuerpo también. Los muchachos tenían también algo de la madre, pero más Michael que John. Ed iba a encender un cigarrillo pero contuvo el gesto.

—Puede fumar si quiere. Está en su casa.

Ed se metió otra vez el paquete de cigarrillos en el bolsillo de la camisa y el mechero en el del pantalón.

—Gladys no me dejaba fumar en la casa, tenía que hacerlo fuera. Cuesta destruir las viejas costumbres.

Se cruzó de brazos a la espera de que ella empezara.

—Michael y yo éramos íntimos amigos.

—No sé hasta qué punto después de lo que vi la otra noche. —El rostro de Ed empezó a tomar color.

—En realidad, señor Fiske…

—Mire, llámeme Ed, a secas —dijo él bruscamente.

—Pues bien, Ed, es cierto que éramos íntimos amigos. Al menos yo lo veía así aunque Michael quería algo más.

—¿A qué se refiere?

Sara tragó saliva y el color de su rostro también se intensificó.

—Michael me pidió que me casara con él.

Ed quedó perplejo.

—Nunca me comentó nada.

—Claro que no. Resulta que… —Sara vaciló un momento, nerviosa al imaginar la reacción que podían provocar sus siguientes palabras—: Yo le dije que no. —Se amilanó un poco pero vio que Ed Fiske intentaba asimilar la información.

—¿De verdad? Entonces usted no le amaba.

—Pues no, es decir, no de esta forma. Tampoco sé por qué. Michael me parecía el hombre perfecto. Puede que fuera aquello lo que me asustara, la idea de compartir mi vida con alguien como él, de intentar situar mi rasero a su altura toda una vida. Además, le absorbía tanto su trabajo… Aun en el caso de que yo le hubiera amado, no sé si habría habido espacio para mí en su vida.

Ed bajó la mirada.

—Ha sido duro educar a esos dos chicos. Johnny se desenvolvía a la perfección en todo, pero Mike… Mike era el súmmum en todos los aspectos. Yo trabajaba de sol a sol y por aquel entonces no lo veía tan claro. Ahora lo comprendo mucho mejor. Las veces que hacía el fanfarrón hablando de Mike. Demasiadas. Mike me dijo que Johnny no quería saber nada de él pero no me dio ninguna razón. Johnny lo guarda todo para sí. Cuesta mucho hacerle hablar.

Sara miró hacia la ventana y vio a un pinzón posado en una rama de un sauce llorón.

—Ya lo sé —dijo ella—. He pasado muchas horas con él estos últimos días. Resulta que yo siempre había pensado que sería capaz de decir casi al instante: «Esa es la persona con la que quiero pasar mi vida». Pueda que la ida parezca estúpida. E injusta. ¿No le parece?

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro del hombre.

—La primera vez que vi a Gladys ella hacía de camarera en un pequeño restaurante frente al sitio donde trabajaba yo. Había entrado al establecimiento con unos compañeros y desde el momento en que la vi no oí ni una sola palabra de la conversación que llevaban ellos. Tuve la impresión de que estábamos tan solo ella y yo en este puñetero mundo. Volví al trabajo e hice un desaguisado terrible con un Cummins diesel. No podía quitármela de la cabeza.

Sara sonrió.

—Conozco perfectamente la testarudez de John y de Michael Fiske. Comprendo, pues, que no lo dejara así.

Ed sonrió también.

—Durante seis meses desayuné, comí y cené en aquel sitio. Empezamos a salir. Luego me armé de valor para pedirle que se casara conmigo. Le juro que lo habría hecho el primer día pero ella me habría tomado por un loco o algo así. —Se calló un momento y luego añadió con rotundidad—: Hemos pasado una vida fantástica juntos. —Observó el rostro de Sara—. ¿Es eso lo que le ocurrió cuando vio a Johnny? —Sara asintió—. ¿Lo sabía Mike?

—Creo que se lo imaginó. Cuando por fin hablé con John, le pregunté si tenía idea de por qué los dos habían perdido su relación. Yo creía que lo que le he contado pesaba algo en ello, pero al parecer se habían alejado mucho antes. —Sara se puso algo nerviosa—. Y lo que vio aquella noche en el barco fue a mí lanzándome sobre su hijo. Él había pasado el día más infernal de su vida y a mí no se me ocurrió otra cosa que pensar en mí misma. —Le miró a los ojos—. Me rechazó rotundamente. —Sara pensó en la noche anterior, en la ternura que habían compartido los dos, en la cama y fuera de ella. Y en la mañana siguiente. Ella que creía tenerlo todo claro. Una sensación extraordinaria. En cambio ahora le abrumaba la idea de no saber nada de aquel hombre ni de sus sentimientos. Soltó una risita inquieta—. Fue una experiencia muy humillante. —Cogió un pañuelo de papel y se secó los ojos—. Eso es lo que he venido a decirle. Si tiene que odiar, ódieme a mí, pero no a su hijo.

Ed tenía la vista fija en la alfombra. De pronto se levantó y dijo:

—Ya he acabado con el césped, voy a prepararme un té helado. ¿Se apunta?

Sara, sorprendida, asintió.

Unos minutos más tarde apareció Ed con unos vasos con cubitos y una jarra de té. Mientras llenaba los dos vasos dijo:

—He pensado mucho en aquella noche. No recuerdo todo lo que pasó. Al día siguiente tenía una resaca de mil diablos. A pesar de que estuviera fuera de mí, jamás tenía que haber pegado a Johnny. Y mucho menos en la barriga.

—Él es muy fuerte.

—No me refiero a eso. —Ed tomó un sorbo de té, se sentó y empezó a morderse el labio—. ¿Johnny le ha contado alguna vez por qué dejó la policía?

—Me dijo que había detenido a un joven por un delito de drogas. Que el muchacho le dio tanta pena que decidió dedicarse a ayudar a los que son como él.

Ed movió la cabeza.

—La verdad es que no lo detuvo. El chico murió en el lugar del delito. Lo mismo que el agente que acompañaba a Johnny en aquella misión.

Sara estuvo a punto de derramar el té.

—¿Cómo?

Ed parecía algo violento al haber sacado el tema pero siguió:

—En realidad, Johnny nunca ha hablado de ello, pero a mí me han contado la historia los agentes que llegaron después de los hechos. No sé por qué razón, Johnny dio el alto a un coche. Creo que era un vehículo robado. En fin, llamó para pedir refuerzos. Hizo salir a dos chicos del coche. Encontró drogas en su interior. Entonces llegaron los refuerzos. Cuando iban a cachearlos uno de los chicos se desplomó como presa de un ataque. Johnny se acercó a él para socorrerlo. El agente que lo cubría tenía que haber seguido apuntando al otro, no lo hizo y este sacó su arma y lo mató. Johnny consiguió disparar, pero el chico le pegó un par de tiros.

»Los dos cayeron al suelo, cara a cara. El otro había simulado el ataque. Pegó un salto y se largó en el coche. Lo detuvieron algo más tarde. El delincuente y Johnny se encontraban a un palmo uno del otro, los dos sangrando profusamente.

—¡Santo cielo!

—Johnny colocó un dedo en uno de los agujeros. Detuvo un poco la hemorragia. Entonces, y eso lo oí de sus propios labios cuando se encontraba en el hospital semiinconsciente, el chico le dijo algo a Johnny. No sé exactamente qué, él nunca lo ha repetido, el caso es que encontraron al muchacho muerto y a Johnny a su lado, rodeándole con el brazo. Se había arrastrado hasta él o algo así. A algunos de los polis eso no les gustó nada, sobre todo con una baja en el cuerpo causada por el chico aquel. Pero hicieron las comprobaciones pertinentes y Johnny quedó limpio. Fue culpa del otro poli. En fin, mi hijo estuvo a punto de morir camino del hospital. En realidad permaneció allí ingresado casi un mes. No sé con qué cargaría la pistola el muchacho aquel pero le hizo trizas las entrañas a Johnny.

Sara recordó de pronto el gesto de Fiske al bajarse la camiseta antes de hacer el amor.

—¿Tiene una cicatriz?

Él la miró lleno de curiosidad.

—¿Por qué lo pregunta?

—Por algo que me ha dicho él.

El anciano asintió lentamente.

—De la barriga al cuello.

«Demasiado viejo para bañarse a pelo», se dijo Sara.

—Creo que podían haberle practicado cirugía plástica pero Johnny estaba harto de hospitales. Por otro lado, me imagino que pensó que si no podían curarle por dentro, ¿qué demonios le importaba el aspecto exterior?

La expresión de Sara mostró la sorpresa.

—¿Qué quiere decir? ¿No se recuperó del todo?

Ed movió la cabeza con tristeza.

—Aquellas balas le desgarraron todos los órganos, rebotando por dentro como una maldita bola de máquina del millón. Remendaron lo que pudieron, pero hasta el último órgano le ha quedado afectado para siempre. Tal vez pudieran solucionarle algo si Johnny estuviera dispuesto a pasar media vida en el hospital con trasplantes y todo eso. Pero a mi hijo eso no le va. Los médicos dicen que un día u otro la máquina interior dirá basta. Compararon la situación a la de un diabético, ¿sabe usted que la enfermedad provoca el desgaste de los órganos internos de la persona? —Sara asintió mientras su propio estómago empezaba a dar vuelcos—. Lo que dijeron en concreto los médicos es que las dos balas probablemente le habían quitado a Johnny veinte años de vida o quizás más. Que era algo que no tenía solución. Por aquel entonces, no le dimos importancia. Nuestro hijo estaba vivo y aquello era lo que contaba, lo más importante.

»Pero yo sé que él lo tiene presente. Se dedicó a levantar pesas, a correr como alma que lleva el diablo, a recuperar la forma, como mínimo por fuera. Dejó la policía. Ni siquiera quiso solicitar la inutilidad, a pesar de que tenía todo el derecho a ella. Se hizo abogado, trabaja como un condenado para sacar cuatro perras, que nos entrega casi íntegras a su madre y a mí. Yo no tengo jubilación y las facturas de los médicos de Gladys suman mucho más de lo que he ganado en toda mi vida. Encima, tuvimos que hipotecar la casa después de estar treinta años pagando por ella. Pero uno siempre hace lo que tiene que hacer.

Cuando Ed hizo una pausa, Sara volvió la vista hacia la mesa donde tenían la medalla al valor de John Fiske. Un pedazo de metal como compensación por tanto sufrimiento.

—Le cuento todo eso para que comprenda que Johnny no tiene los mismos objetivos en la vida que usted o que yo. Nunca se ha casado, nunca ha hablado de tener hijos. Para él todo va deprisa, deprisa. Cree que si llega a los cincuenta puede considerarse el hombre más afortunado de la tierra. Él mismo me lo dijo un día. —Ed Fiske bajó la vista y la voz se le entrecortó—. En mi vida hubiera pensado que Mike moriría antes que yo. Espero que Dios me conceda no ser testigo de la muerte de mi otro hijo.

Por fin Sara consiguió abrir la boca.

—Le agradezco que me lo haya contado. Reconozco que habrá sido duro para usted. Apenas me conoce.

—Según en qué circunstancias, puedes conocer mejor a alguien en diez minutos que viviendo cerca toda una vida.

Sara se levantó para marcharse.

—Gracias por dedicarme este tiempo. Piense que John necesita tener noticias suyas.

Ed asintió con gran seriedad.

—Me pondré en contacto con él, descuide.

Cuando iba a salir. Ed añadió:

—¿Sigue queriendo a mi hijo? Sara se marchó sin responder.

En el pequeño bar de la esquina de su despacho, Fiske pidió un café y se sentó en una mesa fuera. McKenna le siguió. Al principio, Fiske decidió hacer caso omiso del agente del FBI, que iba de acá para allá, y se dedicó a observar a los transeúntes mientras tomaba el café. Se puso las gafas ahumadas al comprobar que el sol pegaba directo en la calle y proyectaba sus sombras en los ladrillos. McKenna se sentó sin decir nada, masticando unas galletas que había comprado y pasando el dedo por el vaso de plástico en el que tenía el café.

—¿Qué tal su barriga? Siento haberle tenido que atizar.

—Lo único que siente es no haberme machacado más.

—Se equivoca usted. Vi la escopeta y eso me preocupó.

Fiske levantó la vista hacia él.

—Seguro que pensó que iba a abrir la puerta del coche, coger la escopeta, apuntar y disparar antes de que usted me pegara un zarpazo desde la distancia de… ¿cuánto era? ¿Un par de palmos?

McKenna encogió los hombros.

—Para su información, le diré que me he documentado sobre su historial policial. Fue usted un buen policía. Como mínimo hasta el final.

—¿Y eso qué coño significa?

McKenna se sentó.

—Simplemente que su última acción plantea unos interrogantes. ¿Le importaría ponerme al corriente de ella?

Fiske se quitó las gafas y le miró directamente.

—¿Por qué no escoge la vía rápida y me pega un tiro en la cabeza? Creo que para mí sería mejor.

McKenna apoyó su silla contra la pared y encendió un cigarrillo.

—Mire, si le importa tanto demostrar su inocencia, podría colaborar un poco más.

—¿Por qué preocuparme si está usted convencido de que maté a mi hermano?

—He trabajado en muchísimos casos a lo largo de estos años. En la mitad de ellos se demostró que mi primera teoría era incorrecta. Mi lema es este: nunca digas jamás.

—Hasta parece sincero…

McKenna adoptó un tono más amistoso.

—Escúcheme, John, llevo muchísimo tiempo en eso. Los casos tranquilos, claros, no abundan. En este hay recovecos y yo no los paso por alto. —Se calló un instante para decir luego, como quien no quiere la cosa—: Vamos a ver, ¿por qué se interesó su hermano por Rufus Harms y qué contenía exactamente el recurso?

Fiske se puso de nuevo las gafas.

—Eso no encaja en su teoría de que yo asesiné a mi hermano.

—Esa es tan solo una de mis teorías. Y la llevo hasta sus últimas consecuencias con la búsqueda de su nueve milímetros que ha desaparecido de repente. Entre tanto, me planteo la cuestión desde otro ángulo: Rufus Harms. Su hermano cogió el recurso, por lo que parece le visitó en la cárcel…

—¿Se lo ha contado Chandler?

—Yo tengo muchas fuentes de información. Usted y Evans han estado husmeando en el historial de Harms. Se fugó de un penal del suroeste de Virginia. Y anoche ustedes dos contrataron un avión para desplazarse hasta allí. ¿Por qué no me habla de eso? ¿Adónde fueron y por qué?

Fiske se apoyó en el respaldo, pasmado. McKenna había ordenado que les siguieran. Tampoco era algo fuera de lo corriente, pero Fiske, sin saber por qué, ni siquiera se había planteado la posibilidad.

—Parece que tiene usted muchísima información… ¿Por qué me hace las preguntas a mí?

—Usted puede saber algo que me ayude a resolver el caso.

—¿Pasando por encima de Chandler?

—Cuando se trata de unos asesinatos, ¿qué importa quién llega primero?

Aquella afirmación tenía su lógica, pensaba Fiske. Como mínimo superficialmente. Sin embargo, sí tenía su importancia quién llegaba primero. En las fuerzas de orden público, como en otros trabajos, se establece una puntuación. Fiske se levantó.

—Vamos a ver qué ha sacado en claro Billy. No sea que haya encontrado los dos cadáveres que metí la semana pasada en el archivador.

Hawkins estaba terminando cuando volvieron.

—Nada —dijo respondiendo a la mirada de McKenna—. Registre usted mismo, si quiere —añadió con cierta insolencia.

—Está bien, confío en usted —le respondió él en tono amistoso.

Fiske miró a Hawkins.

—¿Qué es eso, Billy? —le dijo señalando el cuello y también el de la camisa.

—¿Qué es qué?

Fiske puso el dedo en el cuello de Hawkins y se lo enseñó.

Hawkins se sonrojó un poco.

—¡Maldita sea! Eso ha sido idea de Bonnie para disimular las magulladuras. Por eso me has comentado que tenía mejor aspecto. Nunca me habían pegado tan fuerte en mi vida. Hombre, el tipo era corpulento, pero yo también lo soy…

—Yo habría vaciado el cargador contra el cabrón ese —dijo McKenna.

Fiske le miró boquiabierto. Hawkins movió la cabeza.

—Estuve tentado de hacerlo. Pero en definitiva, me la habrían montado. Y ahora resulta que con el calor sudas y eso se te pega a la ropa. No sé cómo lo solucionan las mujeres…

—O sea que eso es…

—Sí, maquillaje —respondió él algo avergonzado. A pesar de lo que se le acababa de ocurrir, Fiske hizo todo lo posible para mantener la calma. Con gesto inconsciente, se frotó el hombro, que aún le dolía.

McKenna le miraba de hito en hito.

Fue entonces cuando sonó el teléfono. Lo cogió Fiske. Llamaban de la residencia donde estaba ingresada su madre.

—He leído lo que Michael en el periódico. Mi más sentido pésame, John.

Aquella mujer llevaba años trabajando en la residencia y Fiske la conocía bien.

—Gracias, Anne. Me coge usted en un mal momento…

—Michael había venido aquí y de pronto me entero de que ha muerto. Me parece imposible.

Fiske se puso algo nervioso.

—Cuando dice aquí, ¿se refiere a la residencia?

—Sí. La semana pasada. El jueves… No, perdón, el viernes. El día en que murió.

—Me acuerdo porque normalmente venía los sábados. Fiske agitó la cabeza para hacerse a la idea.

—¿Pero qué dice usted? Si Michael no iba a visitar a mamá.

—Claro que venía. No tan a menudo como usted, pero venía.

—Nunca me lo había dicho usted.

—¿No? Creo que debo decírselo ahora: Michael no quería que usted lo supiera.

—¿Por qué demonios no quería que lo supiera? Estoy hasta la coronilla de que todo el mundo me esconda cosas referentes a mi hermano.

—Lo siento, John —dijo la mujer—, pero él me pidió que no se lo comentara y yo respeté su voluntad. Ni más ni menos. Pero ahora que nos ha dejado… pensaba que tal vez usted debía saberlo.

—¿Vio a mamá el viernes? ¿Habló con usted?

—En realidad, no. Recuerdo que estaba algo nervioso. No sé, como inquieto. Vino muy pronto y se quedó media hora o así.

—¿O sea que los dos conversaron?

—Se vieron. Lo que no sé es si hablaron mucho. A veces resulta difícil el trato con Gladys. ¿Cuándo cree que puede pasar a verla? No creo que se pueda haber enterado de lo de Michael, pero no sé por qué, la veo algo deprimida.

Fiske vio claro que la mujer consideraba que el vínculo de una madre con sus hijos podía incluso vencer el Alzheimer.

—Ahora mismo estoy ocupadísimo… —Fiske reprimió las palabras que iba a decir. Solo un milagro conseguiría que su madre recordara algo de la conversación que pudo haber tenido con Mike y que pudiera servirle de ayuda a él. ¿Pero y si se producía?

—Pasaré ahora mismo.

Fiske colgó el teléfono, cogió su portafolios y metió en él el correo que había recogido.

—¿Su hermano acudió a visitar a su madre el día en que murió? —le preguntó McKenna. Fiske asintió—. Entonces tal vez pueda contarnos algo.

—Mi madre padece Alzheimer, McKenna. Cree que John Kennedy aún sigue siendo presidente.

—¿Y alguien que trabaje allí?

Fiske le anotó una dirección y un número de teléfono en el reverso de una de sus tarjetas.

—Pero deje a mi madre fuera del asunto.

—Usted se va ahora a verla, ¿verdad? ¿Y eso?

—Es mi madre. —Fiske desapareció.

Hawkins miró a McKenna.

—¿Sale ya? Es que quiero cerrar. No sea que entre alguien más a robar.

La contundencia de la frase hizo parpadear a McKenna. ¿Podía tener idea aquel hombre de que él había robado la pistola? Aun así, se sentía culpable. Otras cosas, sin embargo, podían hacerle sentir más culpable. Mucho más.