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Normalmente, los magistrados almorzaban juntos en el comedor de la segunda planta del edificio del Tribunal Supremo después de las pruebas orales. Fiske había dejado a Sara en su despacho para que se pusiera al corriente del trabajo. Él había decidido hacer unas investigaciones por su cuenta. Ya que el Departamento de Homicidios del distrito de Columbia había dejado de transmitirle la información, de alguna forma debía conseguirla. Una posible fuente para ello sería el comisario Leo Dellasandro.

Mientras avanzaba por el pasillo recordó la sesión que acababa de presenciar. A pesar de ejercer como abogado, nunca había tenido tanta conciencia del poder que ejercía aquel edificio. A lo largo de su historia, el Tribunal Supremo había adoptado una serie de posturas muy antipopulares en muchas cuestiones de gran importancia. En algunas de ellas demostraron valentía y fueron, cuando menos en opinión de Fiske, correctas. Pero resultaba inquietante constatar que, de haberse decantado un par de votos hacia otro lado en algunos o en todos los dictámenes anteriores, en la actualidad el país sería muy distinto. Y en definitiva aquello llevaba a un estado de la situación incierto, por no decir peligroso.

Fiske pensó también en su hermano, en lo positivo que sin duda había aportado al Tribunal, a pesar de ser tan solo un funcionario; Michael Fiske se había mostrado siempre veraz y justo en sus opiniones y en su práctica. Y en cuanto tomaba una decisión, nadie en el mundo podía contar con un amigo tan leal. Michael Fiske había sido un hombre idóneo para aquel lugar. El Tribunal había sufrido una gran pérdida cuando alguien le segó la vida. Aunque no tan grande como la que experimentó la familia de Fiske.

John se dirigió hacia el despacho de Dellasandro, situado en la planta baja, llamó a la puerta y esperó. Llamó de nuevo y al cabo de un momento abrió la puerta y asomó la cabeza. Vio la antesala del despacho de Dellasandro, donde trabajaba su secretaria. No vio a nadie. Pensó que estaría comiendo. Entró en el despacho.

—¿Comisario Dellasandro? —Le interesaba saber si habían sacado algo en claro de los vídeos de control. Quería averiguar asimismo si alguien había acompañado en coche a Wright a su casa. Se acercó a la puerta del comisario.

—Comisario Dellasandro, soy John Fiske. Quisiera hablar con usted. No obtuvo respuesta. Decidió dejarle una nota. Pero no quería que quedara en la mesa de su secretaria.

Entró al despacho de Dellasandro, cogió un papel de su mesa y utilizando una pluma que encontró allí escribió una breve nota. La dejó en un lugar visible y echó una ojeada a la estancia. Se fijó en el sinfín de placas conmemorativas que llenaban estantes y paredes dando fe de la distinguida carrera del comisario. Vio también una foto de Dellasandro, mucho más joven, en uniforme.

Fiske se dispuso a salir. De una percha de la puerta colgaba una chaqueta. Tenía que ser de Dellasandro, una parte de su uniforme habitual. Al pasar por delante, Fiske se fijó en una serie de manchas que tenía la chaqueta en la parte del cuello. Les pasó el dedo y examinó el residuo: maquillaje. Pasó a la antesala y observó las fotos de encima de la mesa. Había visto en una ocasión a la secretaria de Dellasandro. Una morena joven y alta de atractivos rasgos. Sobre la mesa vio una foto de ella con el comisario Dellasandro. Él la cogía por el hombro; los dos sonreían ante la cámara. Probablemente muchas secretarias se hacían una foto son su jefe. De todas formas le pareció ver algo en los ojos de ambos, en la proximidad de sus cuerpos que podía sugerir algo más que una relación de trabajo. Se preguntó si el Tribunal tenía una normativa específica en cuanto a la confraternización. Existía además otra razón que le aconsejaba a Dellasandro no poner la mano encima de su secretaria: Fiske echó una ojeada al despacho interior, a la foto que tenía sobre la estantería: su esposa y los niños. La imagen de la familia feliz. Solo a nivel superficial, evidentemente. Al salir del despacho, sacó la conclusión de que aquello resumía a la perfección la forma de funcionar de aquel lugar y del mundo en general: las apariencias podían resultar terriblemente engañosas; uno tenía que ahondar para sacar la auténtica verdad.

Rufus paró el jeep.

—Voy a hacer señas al primer poli que encuentre para que pare. Alguien tiene que ayudarte —le dijo a su hermano.

Josh, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó.

—¡Y un cuerno! La poli te coge, encuentra a Tremaine y a Rayfield y eres hombre muerto.

—Tiene que verte un médico, Josh.

—¡Ni médico ni puñetas! —De un arrebato empuñó la pistola—. Hemos empezado algo y vamos a acabarlo. —Encaró el cañón contra su estómago—. Si paras a alguien, me abro un agujero aquí.

—Tú estás chalado. ¿Qué demonios quieres que haga?

Josh escupió algo de sangre.

—Encontrar a Fiske y a la chica. Yo ya no puedo ayudarte, ellos quizás podrán. —Rufus miró el arma—. No pienses tanto, una bala es algo muy rápido.

Rufus puso otra vez el jeep en marcha y enfiló la carretera. Josh le iba mirando pero sus ojos ahora enfocaban y ahora no.

—¡Déjate de monsergas!

—¿Cómo?

—¿Crees que no veo lo que estás haciendo? No tienes que rezar por mí.

—Tú no eres nadie para decirme cuándo debo dirigirme al Señor.

—Pero a mí déjame fuera del asunto.

—Rezo para que él te cuide. Te mantenga vivo.

—¿Tú crees que me importa mucho? No hace falta que emplees más saliva.

—Dios me ha dado fuerzas para levantar el jeep.

—Has sido tú quien ha levantado la maldita pila de metal. Yo no he visto que ningún ángel bajara del cielo para echarte una mano.

—Josh…

—Conduce y calla. —El dolor le obligó a encoger todo el cuerpo—. Ya me he cansado de hablar.

Mientras estaba en su despacho, Sara recibió el aviso de que Elizabeth Knight la reclamaba. Aquello le sorprendió pues los magistrados solían ocupar las tardes de los miércoles en reuniones para repasar los casos vistos los lunes. Cada magistrado disponía de dos secretarios y de un ayudante personal. Al entrar en el despacho de Knight, Sara saludó a Harriet, quien había trabajado como secretaria de Knight durante unos cuantos años. Si bien en general se había mostrado amistosa y amable con ella, en esta ocasión Harriet se le dirigió en un tono muy frío.

—Adelante, señorita Evans.

Sara pasó por delante del escritorio de Harriet y se detuvo ante la puerta de Knight. Volvió la cabeza y vio que Harriet la estaba mirando. Esta bajó rápidamente la vista hacia sus papeles. Sara aspiró profundamente y entró.

En el interior se encontró a Ramsey, al inspector Chandler, a Perkins y al agente McKenna, unos de pie y otros sentados. Elizabeth Knight, instalada en su escritorio tradicional, jugueteaba con aire nervioso con un abridor de cartas.

—Pase y siéntese, por favor. —A Sara le pareció que el tono transmitía poca cordialidad.

Se instaló en una butaca, que a ella le pareció que habían dispuesto en el lugar adecuado para que todos los reunidos pudieran verle la cara. ¿O tal vez interrogarla?

Miró directamente a Knight.

—¿Quería verme?

Ramsey dio un paso hacia delante.

—Todos queríamos verla, o mejor dicho, oírla, señorita Evans. Pero dejaré el asunto en manos del inspector Chandler.

Sara nunca le había visto tan serio. Ramsey se apoyó en la repisa sin dejar de mirarla, juntando y separando las manos con gesto inquieto.

Chandler se sentó frente a ella, casi rozando con sus rodillas las suyas.

—Tengo que hacerle unas preguntas y quiero que me responda la verdad —dijo en voz baja.

Sara miró a los reunidos. Con un leve tono de broma comentó:

—¿Necesito un abogado?

—No, a menos que haya hecho algo, Sara —se apresuró a decir Knight—. Sin embargo, creo que es usted quien tiene que decidir si necesita asistencia legal o no.

Sara tragó saliva con dificultad y volvió la vista hacia Chandler.

—¿Qué es lo que quiere saber?

—¿Le dice a usted algo el nombre de Rufus Harms?

Sara cerró los ojos un instante. «Vaya, ¡mierda!».

—Déjeme que se lo explique…

—Sí o no, por favor, señorita Evans —dijo Chandler—. Vamos a dejar las explicaciones para más tarde.

Sara asintió y luego dijo:

—Sí.

—¿Hasta qué punto le resulta familiar ese nombre?

Ella iba tocando sin parar el respaldo de la butaca.

—Sé que se trata de un preso que se ha fugado de un penal militar. Lo he leído en los periódicos.

—¿Es esa la primera noticia que ha tenido usted de él? —Comoquiera que no respondía, Chandler siguió—: Ha estado usted preguntando sobre un recurso presentado al parecer por Rufus Harms. Y en realidad lo hizo antes de que él se fugara de la cárcel, ¿verdad? ¿Qué buscaba?

—Creía que… es decir…

—¿Fue John Fiske quien le incitó a hacerlo? —le preguntó Knight bruscamente. La miraba inquisitivamente y la decepción que Sara veía en su expresión la hacía sentir aún más culpable.

—No. Lo hice por mi cuenta.

—¿Por qué? —preguntó Chandler. A partir de la escueta conversación que había tenido con Fiske en la cafetería del Tribunal tenía ya cierta idea sobre cuál era la verdad. Pero quería oírla de sus labios.

Sara soltó un profundo suspiro y miró de nuevo al pelotón que tenía delante. Deseaba que pudiera aparecer de repente Fiske para echarle una mano, aunque sabía que aquello era imposible.

—Un día vi por casualidad un papel que tenía todas las trazas de un recurso en el que figuraba el nombre de Rufus Harms. Hice una consulta a los funcionarios porque no recordaba haberlo visto como caso pendiente. Me dijeron que no tenían constancia de él.

—¿Dónde vio usted el recurso? —saltó Ramsey, antes de que Chandler pudiera formularle la misma pregunta.

—No sé, en alguna parte —respondió Sara, desarmada.

—No tiene ningún sentido, Sara —dijo Knight con dureza—, que esté encubriendo a alguien. Limítese a decirnos la verdad. No eche su carrera por la borda de esta forma.

—No recuerdo dónde lo vi; lo vi, sin más. No sé si por espacio de una par de segundos. Y solo leí el nombre de Rufus Harms, ninguna otra cosa que estuviera escrita allí —dijo Sara con testarudez.

—Pero si sospechaba usted que se trataba de un recurso que no había entrado en el sistema —dijo Perkins—, ¿cómo no bajó a la oficina para reclamarlo?

¿Cómo tenía que responder a aquello?

—En aquel momento no resultaba conveniente y luego no tuve otra oportunidad de hacerlo.

—¿No resultaba conveniente? —Ramsey parecía a punto de explotar—. Ha quedado claro que hace muy poco usted preguntó por el recurso «perdido». ¿Seguía considerando que no resultaba conveniente entonces su introducción en el sistema?

—Para aquel entonces no sabía dónde se encontraba.

McKenna intervino con energía:

—Señorita Evans, o nos dice la verdad o la descubriremos de otra forma.

Sara se levantó.

—Me ofende su tono y creo que no debe tratárseme de esta forma.

—Opino que a usted le interesa colaborar —dijo McKenna— y dejar de proteger a los hermanos Fiske.

—¿De qué me habla?

—Tenemos razones para sospechar que Michael Fiske cogió el recurso con un objetivo particular y que de una u otra forma usted está implicada en ello —le informó Chandler.

—Si eso es lo que hizo él y usted estaba al corriente y permaneció en silencio, cometió una grave falta de ética, señorita Evans —dijo Ramsey.

—Usted ha hecho todas estas gestiones y ha intentado recabar información a instancias de John Fiske, ¿verdad?

—Tal vez le sorprenda, agente McKenna, pero yo soy capaz de pensar y de decidir por mí misma —respondió Sara con vehemencia.

—¿Sabe usted que Michael Fiske dejó una póliza de seguro de medio millón de dólares con su hermano como beneficiario?

—Sí, me lo ha dicho.

—¿Y sabe además que Fiske no tiene coartada para la hora en que murió su hermano?

Sara movió la cabeza y esbozó una tensa sonrisa.

—Está usted perdiendo un tiempo muy valioso intentado acusar a John Fiske de la muerte de Michael. Él no tuvo nada que ver con ello y está intentado por todos los medios descubrir quién asesinó a su hermano.

McKenna se metió las manos en los bolsillos y la observó un rato antes de cambiar de táctica.

—¿Opina usted que los hermanos Fiske tenían una relación muy estrecha?

—¿Qué entiende usted por «estrecha»?

McKenna puso los ojos en blanco.

—El sentido ordinario de la palabra, ni más ni menos.

—No, no creo que su relación fuera especialmente estrecha. ¿Entonces…?

—Encontramos la póliza en el piso de Michael Fiske. Dígame usted por qué contrajo una póliza tan cara estableciendo como beneficiario a su hermano mayor con el que no tenía una relación estrecha. ¿Por qué no la puso a nombre de sus padres? Por lo que he podido saber, el dinero no les vendría nada mal.

—No sé lo que tenía en la cabeza Michael cuando lo hizo. Imagino que jamás lo sabremos.

—Tal vez no fue Michael Fiske quien lo hizo.

Sara quedó atónita.

—¿Cómo dice usted?

—¿Sabe lo fácil que resulta contraer una póliza a nombre de otra persona? No exigen foto identificativa. Mandan una enfermera al domicilio de la persona y ella anota unas determinadas cifras y hace unas pruebas. Uno puede falsificar unas firmas y pagar por medio de una cuenta abierta al efecto.

Sara abrió unos ojos como platos.

—¿Está sugiriendo que John usurpó la personalidad de su hermano para contratar un seguro de vida a su nombre?

—¿Por qué no? Nos aclararía muchísimo la razón por la que dos hermanos que tenían poca relación habían establecido un pacto económico de este tipo.

—Evidentemente usted no conoce a John Fiske.

McKenna le dirigió una mirada que a Sara le pareció alarmante.

—El caso es que usted tampoco, señorita Evans.

Las siguientes palabras de McKenna por poco no consiguieron que se desplomara.

—¿Sabía usted, además, que mataron a Michael Fiske con una bala disparada con una nueve milímetros? —McKenna hizo una pausa para aumentar el efecto de la afirmación—. ¿Y que John Fiske tiene registrada a su nombre una nueve milímetros? ¿Verdad que él le ha contado que el recurso tiene algo que ver con el asesinato de su hermano?

Sara miró a Chandler.

—Eso me parece increíble.

—En realidad nada de ello se ha demostrado todavía —dijo Chandler.

Perkins asintió con aire pensativo, cruzándose de brazos.

—Hemos recibido una llamada del Departamento de Operaciones Militares Especiales, señorita Evans. De un tal sargento Dillard. Nos ha dicho que usted le llamó preguntándole por Rufus Harms, que se había recibido un recurso de Rufus Harms y que usted hacía unas comprobaciones sobre su historial.

—Imagino que ninguna ley estipula que no pueda llevar a cabo una llamada telefónica para aclarar algo.

—De modo que admite haberle llamado —exclamó Perkins con aire triunfal, volviendo primero la cabeza hacia Ramsey y luego hacia Knight—. Y eso significa que ha utilizado los servicios del Tribunal y su tiempo de trabajo para realizar una investigación personal sobre un preso que se ha fugado. Por otro lado, mintió a los militares, pues, como usted misma ha admitido, dicho recurso no consta aquí.

—Está acumulando infracciones a marchar forzadas —añadió McKenna.

—Eso no lo admito. En lo que a mí respecta, llevé a cabo una tarea relacionada con mi trabajo y tenía todo el derecho a ello.

—¿Nos va a decir exactamente a disposición de quién estaba en realidad el recurso, señorita Evans? —Ramsey la miraba de la misma forma que observaba a los abogados durante las pruebas orales aquella mañana—. Suponiendo que alguien del Tribunal robara un recurso antes de que se introdujera en el sistema, algo que me parece impensable, y que usted supiera quién lo hizo, su deber ante la institución es el de decirnos quién fue.

Sara se dio cuenta de que todos conocían la respuesta a aquella pregunta, o como mínimo creían conocerla. Sin embargo, no pensaba clarificarles nada. Armándose de un valor que ni ella misma creía poseer, se levantó lentamente.

—Creo que he contestado suficientes preguntas, señor presidente del Tribunal.

Ramsey miró a Perkins y luego a Elizabeth Knight. A Sara le pareció ver un amago de acuerdo en sus expresiones.

—Entonces, Sara, tendré que pedirle que cese voluntariamente en su puesto de ayudante, inmediatamente —dijo Knight con voz entrecortada.

Sara la miró sin reflejar sorpresa alguna en su semblante.

—Lo comprendo, magistrada Knight. Siento que las cosas hayan llegado hasta aquí.

—No lo siente tanto como yo. El señor Perkins la acompañará hasta la salida. Puede recoger sus efectos personales del despacho. —Knight volvió la vista bruscamente.

Cuando Sara se disponía a salir, retronó de nuevo la voz de Ramsey.

—Le advierto, señorita Evans, que si su comportamiento causa algún perjuicio a esta institución se llevarán a cabo las actuaciones pertinentes contra usted y contra cualquier otra parte responsable. No obstante, si he interpretado de forma correcta la situación, creo que el perjuicio se ha producido ya y probablemente sea irreversible. —Su tono aumentó de forma espectacular—. Y de ser así, ¡tal vez pesará sobre su conciencia durante el resto de sus días!

Ramsey tenía el rostro enrojecido de indignación; aquel flaco cuerpo parecía dispuesto a estallar bajo la ropa. Sara leía su estado de ánimo en aquellos ojos que echaban chispas: ¡un escándalo durante su mandato! En una institución que siempre se habían mantenido apartada del escándalo en una ciudad que constantemente y de manera infame se veía arrastrada hacia él. Una funcionaria insignificante tenía que manchar su lugar en la historia, la carrera en la jurisprudencia que se había ido ganando a pulso; la historia de su vida profesional iba a quedar reducida a una serie de notas explicativas a pie de página. Sara Evans no habría destrozado tanto a aquel hombre ni asesinando a toda su familia ante él. Sara abandonó el despacho antes de estallar en lágrimas.