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Elizabeth Knight se despertó también de madrugada, se duchó y se vistió de prisa. Jordán Knight seguía durmiendo a pierna suelta y ella intentó que no se despertara. Preparó café, se sirvió una taza, cogió su bloc de notas y se sentó en la terraza a mirar la salida del sol. Repasó cada una de las páginas del material que tenía para las pruebas orales, en el que se incluía el último informe redactado por Steven Wright. Tenía la impresión de que la sangre del joven sustituía la tinta del texto. Con este pensamiento en la cabeza tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para no romper a llorar de nuevo. Se juró a sí misma que no habría muerto en vano. Ramsey no iba a conseguir la victoria aquel día en aquel caso. Knight quería asegurarse de que Barbara Chance y otras mujeres como ella pudieran demandar al ejército por daños y perjuicios por haber refrendado el comportamiento cruel, sádico e ilegal de su personal masculino. No había ninguna organización que mereciera inmunidad ante una práctica de aquel tipo. Además, sus motivaciones, su voluntad de ganar, de vencer a Ramsey, se habían multiplicado por mil.

Terminó el café, preparó el portafolios y cogió un taxi para ir al Tribunal Supremo.

Fiske se frotó los enrojecidos ojos intentando apartar de la cabeza la noche anterior y su desconcertante complejidad. Se encontraba en un lugar especial reservado a los miembros de la abogacía del Tribunal Supremo. Levantó la vista hacia Sara, que estaba sentada junto con los demás ayudantes en una hilera de asientos perpendicular al estrado. Ella lo miró sonriendo.

Cuando aparecieron los magistrados por detrás de la cortina y tomaron asiento, Perkins terminó su breve parlamento y todo el mundo prestó atención. Fiske centró su mirada en Knight. Sus sutiles movimientos —un codo ligeramente apoyado aquí, un dedo repasando el papel ahí—, traducían una energía prácticamente incontrolable. Miraba, reflexionaba, como un cohete tensando sus cables de sujeción, esperando impaciente el momento de la explosión. Fiske miró luego a Ramsey. El hombre sonreía, parecía tranquilo, controlando la situación. Ahora bien, si Fiske hubiera tenido que apostar lo habría hecho directamente por la magistrada Elizabeth Knight, que estaba situada al final del estrado.

Se anunció el caso Chance contra Estados Unidos de América.

El abogado de Chance, un primer espada procedente de la Facultad de Derecho de Harvard, con experiencia ante el Tribunal Supremo y reconocido éxito, emprendió la argumentación con gran vigor. Hasta que Ramsey le interrumpió.

—¿Tiene usted en cuenta la doctrina Feres, señor Barr? —preguntó Ramsey, refiriéndose al primer precedente del Tribunal Supremo de 1950 que otorgó inmunidad al estamento militar frente a cualquier litigio.

Barr sonrió.

—Desgraciadamente sí.

—¿No está usted pidiéndonos que anulemos cincuenta años de precedentes en el Tribunal? —dijo Ramsey mirando a uno y otro lado del estrado al pronunciar aquellas palabras—. ¿Cómo podemos dictaminar a favor de su cliente sin tener en cuenta al ejército y a este tribunal?

Knight no permitió que fuera Barr quien respondiera.

—El Tribunal no utilizó este precedente para anular la vigencia del sistema educativo de segregación en este país. Si la causa es correcta, los medios quedan justificados y el precedente no puede establecerse como un obstáculo.

—Hágame el favor de responder a mi pregunta, señor Barr —insistió Ramsey.

—Considero que este caso es singular.

—¿De verdad? ¿Acaso se cuestiona si Barbara Chance y sus superiores, varones, vestían uniforme y se encontraban en el recinto propiedad del gobierno llevando a cabo sus tareas oficiales cuando se produjeron los hechos de carácter sexual?

—No sé si se pueden calificar de «tarea oficial» las relaciones sexuales bajo coacción. No obstante, el hecho de que su superior utilizara su graduación para coaccionarla y llegar a la violación y…

—Y —le cortó Knight, que parecía incapaz de seguir en silencio— sus superiores, en la base en cuestión y en el mando regional, estaban al corriente de que los hechos habían tenido lugar, incluso tenían constancia escrita de ellos, y no habían tomado ninguna medida ni siquiera para investigar la cuestión, aparte de alguna gestión superficial. Fue Barbara Chance quien acudió a la policía de la zona. Ellos iniciaron las pesquisas que dieron como resultado que la verdad saliera a la luz. Dicha verdad establece claramente un motivo de actuación que derivaría en daños y perjuicios si se tratara de cualquier otra organización de este país.

La mirada de Fiske pasaba de Ramsey a Knight. Era como si de repente en lugar de nueve magistrados hubieran quedado tan solo dos. En la cabeza de Fiske, la sala se había convertido en un ring, con Ramsey como campeón y Knight como aspirante con posibilidades, aunque estuviera perdiendo.

—Estamos hablando del ejército, señor Barr —dijo Ramsey aunque mirando a Knight—. Este tribunal ha establecido que el ejército es sui generis. Este es el precedente al que debe enfrentarse. Su caso implica cuestiones de la cadena de mando. Un inferior frente a su superior. Una cuestión que este Tribunal ha abordado unas cuantas veces en el pasado, decidiendo de manera inequívoca que no iba a interferir en la presunta inmunidad del ejército. Esa era la ley de ayer y esa es la ley de hoy. Lo que me remite a mi anterior declaración. Para nosotros, inclinarnos por su cliente, implicaría que el Tribunal diera marcha atrás en la postura seguida en una serie de precedentes. Eso es exactamente lo que usted nos está pidiendo.

—Y tal como he mencionado antes, el stare decisis no es realmente infalible —dijo Knight, refiriéndose a la práctica del Tribunal de apoyar y defender sus decisiones previas.

Knight y Ramsey siguieron impertérritos. Cada salva lanzada por uno de ellos tenía su respuesta en el disparo del otro.

Los demás magistrados, así como el señor Barr, quedaron reducidos a espectadores interesados, en opinión de Fiske.

Cuando James Anderson, el abogado que representaba a Estados Unidos de América, dio un paso al frente para exponer su alegato, Knight ni siquiera le permitió empezar la frase.

—¿En qué obstruye la cadena de mando el hecho de permitir una demanda contra el ejército por tolerar un ambiente hostil respecto a las mujeres? —le preguntó.

—Tiene unas claras consecuencias negativas en cuanto a la integridad de la relación que se establece entre un superior y un inferior —respondió enseguida Anderson.

—Vamos a ver si comprendo su razonamiento. El hecho de permitir a lo largo de los años que el ejército envenene, lance gases, mutile, mate y viole a sus soldados con impunidad, al tiempo que niega a las víctimas todo recurso legal, ¿puede mejorar de alguna forma la relación, la integridad del estamento militar y su personal? Lo siento pero no acabo de ver la relación.

Fiske tuvo que hacer un esfuerzo por no soltar una carcajada. Su respeto por Knight como abogada y juez se multiplicó por diez cuando ella hubo concluido su exposición. En dos frases había llevado el caso al nivel de lo absurdo. Miró hacia Sara. Ella también tenía la vista fija en Knight y a Fiske le pareció que se sentía orgullosa.

Anderson se sonrojó ligeramente.

—El ejército, tal como ha precisado el presidente del Tribunal, es un estamento único y especial. Si se permitieran los procesos judiciales que se le antojaran a cualquiera, se acabaría echando a perder y destruyendo el especial vínculo existente entre el personal que lo compone.

—¿De forma que el ejército es especial?

—Exactamente.

—¿Porque nos defiende y protege?

—Correcto.

—O sea que tenemos cuatro ramas de las fuerzas armadas cubiertas ya por esa inmunidad. ¿Por qué no ampliamos dicha inmunidad a otras organizaciones especiales? ¿Por ejemplo, al departamento de bomberos? ¿El de policía? Ellos nos protegen. ¿Los servicios secretos? Protegen al presidente, que, según dicen, es la persona más importante del país. ¿Qué me dice de los hospitales? Nos salvan la vida. ¿Por qué no les concedemos inmunidad ante cualquier proceso judicial por si se da el caso de que un médico viola a una mujer del personal sanitario?

—Hemos superado las fronteras del caso —dijo Ramsey con dureza.

—Pues yo considero que esas fronteras son las que intentamos fijar —le espetó Knight.

—Considero que Estados Unidos de América contra Stanley… —empezó Anderson.

—Me alegra que mencione el caso. Permítame que le relate los hechos que se refieren a él —dijo Knight.

Quería que todos lo oyeran. Quería aclararlo a los demás magistrados, algunos de los cuales estaban ya en el Tribunal cuando se sentenció, y también quería exponerlo al público en general. Para Knight, el caso Stanley había constituido uno de los peores errores judiciales de la historia y representaba todo lo que no funcionaba en el Tribunal. Aquella había sido la conclusión de Steven Wright en su informe previo. Y Knight pretendía que aquellas conclusiones quedaran claras en aquel momento y cuando llegara la hora de conseguir un voto mayoritario en el caso.

Knight habló en tono contundente y su voz resonó en la sala.

—Stanley se encontraba en el ejército durante los años cincuenta y se ofreció como voluntario para un programa que se le dijo que tenía que ver con unas pruebas sobre uniformes de protección contra los gases lanzados en tiempo de guerra. Las pruebas se llevaron a cabo en Maryland, en las instalaciones de pruebas de Aberdeen. Stanley firmó su consentimiento pero en ningún momento se le pidió que se pusiera un uniforme especial ni que se prestara a unas pruebas con máscaras antigás ni nada por el estilo. Se limitó a hablar con una serie de psicólogos durante largos periodos de tiempo sobre una gran variedad de temas personales, se le administró agua para beber durante dichas sesiones y aquí se acabó la prueba. Veinte años más tarde, aproximadamente, Stanley, cuya vida había tomado un pésimo cariz, divorcio, expulsión del ejército, conducta inexplicable, recibió una carta del ejército en la que se le pedía que participara en unas pruebas de seguimiento establecidas para miembros del ejército a los que se había administrado LSD en 1959, puesto que el ejército quería estudiar los efectos de la droga a largo plazo. Con la excusa de unas pruebas para comprobar la eficacia de los uniformes de protección contra los gases en la guerra, el ejército le había administrado LSD sin su conocimiento.

Un murmullo general se levantó entre el público al oír aquello e incluso la gente empezó a discutir. Perkins tuvo que hacer sonar el mazo, algo inusitado en aquel tipo de sesiones.

Fiske, allí sentado, escuchando, pensaba lo importante que era aquel caso. Rufus Harms había presentado un recurso al mismo Tribunal. ¿Acaso pretendía también demandar al ejército? En su vida militar algo terrible le había ocurrido. Unas determinadas personas le habían hecho algo que había arruinado su vida y desembocado en la muerte de una niña. Rufus quería la libertad, quería que se le hiciera justicia. Afirmaba que la verdad estaba de su lado. Pero ni siquiera la verdad, en la ley actual, tenía su peso. Al igual que el sargento Stanley, el soldado Rufus Harms iba a perder.

Knight siguió, satisfecha en su interior de la reacción del público.

—El psicólogo fue contratado por la CIA. Dicha organización y el ejército habían puesto en marcha un estudio conjunto sobre los efectos de la droga, por si podía resultar útil en interrogatorios o casos por el estilo. Stanley, quien con toda la razón culpaba al ejército de haberle destruido la vida, entabló el pleito. Su caso llegó por fin al Tribunal Supremo. —Hizo una pausa—. Y perdió.

Un nuevo murmullo recorrió la sala.

Fiske miró a Sara. Tenía los ojos fijos en Knight. Miró luego a Ramsey. Estaba lívido.

—En efecto, lo que está pidiendo usted a este Tribunal es que niegue a Barbara Chance y a similares demandantes uno de los derechos constitucionales más valiosos que poseemos como ciudadanos: el derecho a que se nos escuche en un tribunal. ¿O no es eso lo que está pidiendo? ¿Que no se castigue al culpable?

—Señor Anderson —la interrumpió Ramsey—. ¿Qué ocurrió con los hombres que perpetraron las agresiones sexuales?

—Como mínimo uno de ellos tuvo un consejo de guerra, fue declarado culpable y encarcelado —volvió a responder rápidamente Anderson.

Ramsey esbozó una sonrisa triunfal.

—O sea que no quedaron sin castigo.

—Las informaciones de que disponemos, señor Anderson, establecen claramente que los actos por los que se encarceló al hombre habían tenido lugar durante un largo período de tiempo y de ellas estaban al corriente los altos mandos del ejército, quienes se habían negado a emprender cualquier acción. En realidad no tuvo lugar una investigación hasta que Barbara Chance acudió a la policía de su zona. Así pues, dígame, ¿se ha castigado al culpable?

—Yo diría que depende de lo que entienda usted por culpable.

—¿Quién controla al ejército, señor Anderson? ¿Quién asegura que no volverá a suceder lo que le ocurrió al sargento Stanley?

—El ejército se controla a sí mismo. Y lleva a cabo una buena tarea en este sentido.

—El caso Stanley se sentenció en 1986. Desde entonces hemos presenciado el caso Tailhook, los incidentes aún no aclarados de la guerra del Golfo Pérsico y ahora la violación de una mujer de las fuerzas armadas. ¿A eso le llama usted una buena tarea?

—Hay que tener en cuenta que toda organización de envergadura tiene sus pequeños problemas.

Knight montó en cólera.

—Dudo mucho que las víctimas de esos delitos lo calificaran como pequeños problemas.

—Por supuesto no era mi intención…

—Cuando he hablado de ampliar la inmunidad hacia la policía, los bomberos, los hospitales, ¿verdad que usted no ha estado de acuerdo con ello?

—No. Tantas excepciones a la regla la invalidarían.

—Imagino que recuerda la explosión del Challenger. —Anderson asintió—. Los supervivientes civiles que iban a bordo del transbordador pudieron entablar un pleito contra el gobierno y contra el contratista de dicho transbordador por daños y perjuicios. Sin embargo, se negó dicho derecho a las familias del personal militar que iba también a bordo, a causa de la inmunidad que este Tribunal otorgó al ejército. ¿Le parece a usted eso justo?

Anderson se replegó al argumento fehaciente.

—Sí permitimos la interposición de demandas contra el estamento militar pondremos en peligro de forma innecesaria la seguridad nacional de Estados Unidos.

—Y ese es el meollo del caso —intervino Ramsey, satisfecho de que Anderson hubiera planteado el tema—. Se trata de una acción de equilibrio, y este Tribunal ha determinado el punto en el que reside el equilibrio.

—Exactamente, señor presidente del Tribunal —dijo Anderson—. El fundamento de la ley.

Knight casi esbozó una sonrisa.

—¿En serio? Pues yo creía que el fundamento de la ley lo conformaban el derecho constitucional de los ciudadanos de este país a intentar reparar las injusticias ante un tribunal. Ninguna ley de este país garantiza al estamento militar inmunidad ante cualquier demanda. En realidad, fue este Tribunal quien, en 1950, inventó, a partir de un apaño, este tratamiento especial. Y yo no le llamaría fundamento.

—Sin embargo, ahora constituye el precedente dominante —apuntó Ramsey.

—Los precedentes cambian —respondió Knight. Las palabras de Ramsey la irritaban pues el presidente del Tribunal no tenía reparos en anular un precedente establecido cuando le convenía.

—Con el debido respeto —intervino Anderson—, considero que el ejército está mejor preparado para abordar la cuestión a nivel interno, magistrada Knight.

—¿Está usted discutiendo la jurisdicción de este Tribunal o bien su autoridad para considerar y dictaminar en este caso, señor Anderson?

—Por supuesto que no.

—Este Tribunal debe decidir si el hecho de servir al país desde el ejército implica, por aquellas ironías de la vida, pagar el precio de arrebatarle a uno prácticamente toda la protección que posee como ciudadano.

—Yo no lo explicaría así.

—Pues yo sí, señor Anderson. En realidad es una cuestión de justicia. —Miró fijamente a los ojos a Ramsey—. Y si no podemos impartir justicia aquí, la verdad es que no veo dónde podremos encontrarla.

Mientras oía las exaltadas palabras de Knight, Fiske miró de nuevo a Sara. Ella, como si notara su mirada, volvió también la vista hacia él.

Fiske tuvo la profunda impresión de que Sara estaba pensando lo mismo que él: aun cuando pudieran llegar a resolver aquel misterio y saliera por fin la verdad a la luz, ¿se haría algún día justicia a Rufus Harms?