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El jeep iba a toda velocidad y Tremaine examinaba con detalle a los pasajeros de cada coche al que adelantaban.

—¡Maldita suerte! —exclamó Rayfield—. No les hemos pescado por unos minutos.

Tremaine no le prestó atención pues tenía la vista fija en el coche que avanzaba delante de ellos. Al adelantarlo se encendió la luz interior del vehículo y pudieron ver con detalle a la persona que conducía y a la que llevaba al lado. Esta desplegaba un mapa.

Al tiempo que los miraba, Tremaine pegó un frenazo, se situó a la izquierda y cruzó la mediana. El vehículo pegó un bote en la hierba del badén, y en un segundo los neumáticos pisaron otra vez el asfalto, de nuevo en dirección hacia el despacho de Rider. Rayfield le cogió por el hombro.

—¿Qué coño haces?

—Nos la han jugado. Los dos. Nos han pegado un buen rollo.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—La luz del baño.

—¿La luz? ¿Qué pasa con la luz?

—Que estaba apagada. La zorra estaba ahí a oscuras. Se me ha ocurrido al ver la luz del interior del coche al que acabamos de adelantar. Al principio, cuando ella estaba en el lavabo, no se veía luz por debajo de la puerta. Cuando ha abierto la puerta tampoco la ha apagado porque el baño ya estaba a oscuras. No estaba en el váter. Estaba de pie allí en la oscuridad. ¿A que no sabes por qué? Rayfield palideció.

—Porque ahí dentro estaban también Harms y su hermano. —Mirando la carretera, se le ocurrió algo más—: El tipo ha dicho que se llamaba John Michaels. ¿No sería John Fiske?

—Y la chica, Sara Evans. Eso es lo que estaba pensando yo. Tendrás que llamar e informar a los demás.

Rayfield cogió el móvil.

—Ahora ya no alcanzamos a los Harms.

—Claro que los alcanzaremos.

—¿Cómo?

Tremaine había pasado treinta años en entrenamientos del ejército, estudiando qué podía hacer el enemigo en una situación específica.

—Fiske ha dicho que se habían metido en un coche. Lo contrario de un coche es un camión. Ha dicho también que era viejo. Lo contrario: un camión nuevo. Según él iban hacia el norte, de modo que nosotros iremos hacia el sur. Han pasado tan solo cinco minutos. Les alcanzaremos.

—Ojalá tengas razón. Si estaban en el despacho de Rider… —No terminó la frase y miró por la ventana con aire inquieto.

Tremaine se volvió hacia él.

—Eso significa que los hermanos Harms no huyen. Que buscaban algo que tenía Rider. Y eso nos lo complica terriblemente todo. —Hizo un gesto señalando el teléfono—. Llama. Nosotros nos ocupamos de Harms y de su hermano. Ellos tendrán que encargarse de Fiske y de la mujer.

A causa de la extrema prioridad del caso, el FBI había ofrecido sus laboratorios para llevar a cabo el análisis de la bala que se había encontrado en el callejón. Tras comparar muestras de tejido de los restos de Michael Fiske, decidieron que la bala había pasado por su cerebro. Se traba de una nueve milímetros, del tipo que suelen utilizar las fuerzas de orden público.

Con esta información en su poder, el agente McKenna se sentó ante el ordenador en el edificio Hoover y tecleó una solicitud de máxima prioridad a la policía del estado de Virginia. Al cabo de cinco minutos tenía ya la respuesta. John Fiske poseía una SIG-Sauer nueve milímetros registrada a su nombre desde su época de poli. Unos minutos después, McKenna estaba ya en su coche. Al cabo de dos horas salió de la interestatal 95 para meterse en las oscuras calles del centro de Richmond. Su coche retumbaba en las viejas e irregulares calles de Shockoe Slip. Aparcó en una zona apartada cercana a la antigua estación de ferrocarril.

Diez minutos después se encontraba en el despacho de John Fiske, después de haber forzado las cerraduras del edificio y del despacho del abogado con gran habilidad. Echó una ojeada al oscuro recinto utilizando una pequeña linterna. Había decidido registrar el despacho de Fiske antes que su piso. En un par de minutos encontró lo que buscaba. La nueve milímetros era relativamente ligera y manejable. Con los guantes puestos, McKenna la sopesó y luego se la metió en el bolsillo.

Observó el resto del despacho a la luz de la linterna. Algo le llamó la atención y se dirigió hacia un estante. Cogió la foto enmarcada. La luz de la linterna se reflejaba en el cristal y le impedía ver la foto, por lo que la llevó hacia la ventana para aprovechar la luz de la luna.

Los hermanos Fiske, uno al lado del otro, tenían el aspecto de dos hermanos normales y corrientes. Michael Fiske era más alto y atractivo que su hermano mayor, aunque el fuego se reflejaba con mayor intensidad en los ojos de John Fiske. Llevaba también su uniforme de policía, por lo que McKenna dedujo que la foto tenía unos cuantos años. Aquel hombre había experimentado muchas vivencias con aquel uniforme, al igual que McKenna desde que entró en el FBI. Aveces ese tipo de experiencias avivan el fuego en una persona o por el contrario se lo arrebatan del todo.

Dejó la foto en su sitio y salió del despacho. Cinco minutos más tarde, el vehículo del agente del FBI cogía de nuevo dirección norte. Dos horas después, ya en su casa, en un barrio acomodado del norte de Virginia, McKenna, sentado en su pequeño estudio, tomaba una cerveza y fruncía los labios alrededor de un cigarrillo. Tenía ante él la pistola que había cogido del despacho de Fiske. Aquella P226 estaba perfectamente conservada, era un arma sólida. Fiske había hecho una buena elección. En su época de policía habría confiado en ella para sobrevivir. Unos años atrás en muy pocas ocasiones un policía tenía que echar mano de su arma reglamentaria. Ahora todo había cambiado.

McKenna sabía que Fiske había matado a un hombre con aquel arma. Que había disparado un tiro que segó la vida de otro. McKenna comprendía la complejidad de aquella experiencia: una experiencia que tenía un alcance de unos segundos. El calor del metal, el nauseabundo olor de la pólvora que ha estallado. A diferencia de lo que se ve en las películas, una bala no empuja a una persona hacia atrás unos metros. La persona cae donde le han disparado; defeca y orina, se derrumba sin pronunciar palabra alguna. McKenna también había matado a un hombre. Fue algo rápido, reflejo; vio cómo le salían los ojos de las órbitas, cómo se le contorsionaba el cuerpo. Entonces McKenna volvió al punto desde el que había disparado y observó los dos agujeros de bala en el muro a uno y otro lado del lugar donde estaba él. El muerto había hecho sus propios disparos. Habían pasado milagrosamente junto al agente del FBI. Más tarde, McKenna se enteró de que el muerto sufría ambliopía; aquella deficiencia afectaba su percepción. McKenna había seguido adelante, había podido volver a ver a su esposa y a sus hijos porque el otro, el que había muerto, tenía la pupila temblorosa. De vuelta a casa, McKenna también se había orinado encima.

Dejó la pistola y encarriló sus pensamientos hacia el futuro. El husmeo en el despacho del funcionario le había compensado. Al día siguiente, Fiske y Sara tendrían que enfrentarse a un duro interrogatorio. Lo primero que haría él sería ocuparse de Chandler, ponerle al corriente de las novedades y dejar que el beligerante inspector de homicidios cumpliera con su deber. McKenna se levantó y empezó a caminar por el estudio. Tenía en las paredes una serie de fotos enmarcadas en las que se le veía con una serie de personajes importantes. En una mesa aparte tenía dispuestos pulcramente un gran número de premios y felicitaciones que había cosechado por su destreza y valor como agente del FBI. Había vivido una larga y productiva carrera en el campo del orden público, si bien no había conseguido compensar un único acontecimiento que le había avergonzado enormemente. Le había ocurrido hacía muchos años y sin embargo era uno de los recuerdos más claros que guardaba en su mente. Lo que había hecho entonces le obligaba hoy a incriminar falsamente a John Fiske.

Apagó el cigarrillo y anduvo en silencio por la casa. Su esposa hacía mucho que se había ido a la cama. Sus dos hijos ya eran mayores y hacían su vida. A nivel económico no podía quejarse, pese a que un agente del FBI nunca gana una barbaridad, a menos que renuncie a la placa. La que sí se lo había montado bien era su mujer, pues era socia de un importante bufete de abogados del distrito de Columbia. Por ello vivía en aquella casa grande, lujosamente amueblada y básicamente vacía. Volvió la vista hacia su rincón privado. Su distinguida carrera, perfectamente representada en aquella mesa, compendiada en aquellas fotos. Aspiró profundamente al sumergirse en la oscuridad. La penitencia era una responsabilidad para toda la vida.

El avión tomó tierra y rodó por la pista hasta detenerse. Minutos más tarde, Fiske y Sara se dirigían al aparcamiento del Aeropuerto Nacional.

—Hemos efectuado el viaje de ida, por poco nos dejamos la piel allí y volvemos con las manos vacías —murmuró Sara—. ¡Vaya idea más brillante he tenido!

—Ahí es donde se equivoca —dijo Fiske.

Llegaron al coche y se metieron en él.

—¿De qué nos hemos enterado exactamente? —preguntó ella.

—De unas cuantas cosas. De entrada, hemos visto a Rufus Harms cara a cara. Creo que dice la verdad, sea cual sea esta.

—Eso no está tan claro.

—Fue al despacho de Rider cuando debería de haber estado pensando en huir del país. Fue a por el recurso que había mandado. ¿Por qué lo habría hecho de no estar seguro de la verdad?

—No lo sé —admitió Sara—. Si el recurso era suyo, ¿por qué no lo redactaba de nuevo?

—Rider había adjuntado su propio documento. Usted misma lo vio en la cartera de mi hermano. Ahora que ha muerto Rider, había algo de lo que Harms no podía obtener copia. Por otro lado habló de algo que recibió del ejército. De una carta. Quizás pensó que le sería de ayuda y fue a por los dos documentos.

—Eso ya me parece más lógico.

—Los dos militares que hemos visto habían salido de caza. No iban en busca de Rufus Harms. Iban a registrar el despacho de Rider.

—¿Cómo lo sabe?

—Ni siquiera nos han preguntado si habíamos visto a alguien sospechoso; a alguien que se pareciera a Rufus. He sido yo quien ha sacado el tema. Y no estaban en misión oficial. En plena noche, con metralletas… No pertenecían a la policía militar ni nada de eso. Y a juzgar por su edad y porte, tenían una cierta graduación. El ejército no funciona así, no irrumpe en el despacho de un civil, metralleta en ristre en plena noche.

—Tal vez no.

—Por eso he pensado que el recurso tiene que contener algo relacionado con esos dos personajes.

—Pero ni siquiera sabemos quiénes son.

—Sí lo sabemos. Rufus dijo sus nombres en el despacho de Rider. Habló de Tremaine, de Vic Tremaine, y dijo que el otro se llamaba Rayfield. Son militares, lo que significa que alguna relación tendrán que tener con Fort Jackson. Rufus dijo que le habían hecho algo. Seguro que se refería a cuando se encontraba en el calabozo.

—Aunque de una u otra forma le hubieran incitado a matar a la niña, incluso aunque le hubieran ordenado hacerlo por alguna macabra razón, lo máximo que podría caerles es una condena por cómplices, John. Y después de tantos años… Si eso es todo lo que tiene en la mano Harms, no vale nada, lo sabe perfectamente.

—El problema es que no tenemos suficiente información sobre lo que ocurrió en realidad entonces. Si alguien hizo una visita a Harms en el calabozo la noche en que asesinaron a la niña, eso tendría que constar en alguna parte.

Sara puso una expresión escéptica.

—¿Después de veinticinco años?

—Y está también la carta del ejército a la que se ha referido Harms. ¿Qué tipo de carta mandaría el ejército a un preso condenado en consejo de guerra?

—¿Cree que ha sido la carta la que lo ha desencadenado todo?

—Podía contener cierta información que Harms desconocía hasta entonces. Aunque no sé de qué puede tratarse ni por qué él la ignoraba.

—Un momento. Si Tremaine y Rayfield están en Fort Jackson, ¿cómo han permitido que una carta así llegara a manos de Harms? ¿No le censuran el correo a un preso?

Fiske reflexionó un momento.

—Puede que se colara.

—O que ni siquiera llegara a la cárcel. Josh Harms parece estar al corriente de todo; tal vez él recibió la carta, ató cabos y se lo contó todo a Rufus.

—Y entonces Rufus simula un ataque al corazón, lo llevan al hospital más próximo y ahí aparece Josh…

—Eso funcionaría.

—Ojalá pudiéramos saber lo que ocurrió aquel día en Fort Jackson. Por lo que han dicho Josh y Rufus queda claro que mi hermano fue a visitarle a la cárcel.

—¿Por qué no llamamos o vamos al penal? Descubriríamos si Michael estuvo allí.

Fiske negó con la cabeza.

—Si esos dos tipos están ahí, lo habrán tapado, incluso pueden haber trasladado a otro lugar a quien hubiera visto a Mike. Y no podemos acudir a Chandler con eso, porque, ¿qué íbamos a decirle? ¿Que dos militares buscaban a un preso que se fugó de su custodia?

—La verdad es que si Rayfield y Tremaine trabajan en la cárcel, Michael se metió en la boca del lobo. Aun cuando usted y Michael no tuvieran mucha relación, me sorprende que no intentara ponerse en contacto con usted pidiendo ayuda. De haberla obtenido, tal vez seguiría con vida.

Fiske quedó inmóvil ante aquellas palabras y cerró los ojos. Ya no dijo nada más en todo el viaje.

Cuando llegaron a la casa de Sara, Fiske se fue directo a la nevera y cogió una cerveza.

—¿No tendrá algún cigarrillo?

Ella levantó las cejas.

—No sabía que fumara.

—Llevo años sin hacerlo. Pero ahora mismo me convendría uno.

—Pues ha tenido suerte. —Cogió una silla y la colocó junto a la barra de la cocina. Se quitó los zapatos y subió a la silla—. He descubierto que cuanto más lejos tenga mi pequeño alijo, menos ansia paso. Creo que lo mío es pura pereza.

Fiske observó cómo se ponía de puntillas y estiraba el brazo hacia el armario más alto hurgando con los dedos al fondo.

—Ya lo haré yo, va a matarse, Sara.

—Ya lo tengo, John. Está ahí.

Estiró el cuerpo al máximo y Fiske se encontró con la vista fija en los extremos de los muslos de Sara pues la falda se le había subido. Notó que iba a perder el equilibrio y le sujetó rápidamente la cintura con la mano para impedir que se cayera. Tenía en el muslo derecho una pequeña mancha de nacimiento que conformaba casi un triángulo perfecto de un tono rojo apagado. Parecía vibrar con cada esfuerzo de ella. Siguió sosteniéndola, con la mano levemente apoyada en la suavidad de su cadera y bajó la vista hacia sus pies. Se fijó en que tenía los dedos largos y flexibles, como si anduviera mucho descalza. Volvió la cabeza.

—Ya los tengo. —Levantó el paquete—. Camel, ¿vale?

—Mientras puedan encenderse, me da igual. —La ayudó a bajar, cogió un cigarrillo y levantó la vista hacia ella—. ¿Uno para usted? Se lo ha merecido. —Ella asintió y John le ofreció uno. Encendieron sus cigarrillos y Sara cogió también una cerveza. Salieron a la parte de atrás de la casa que daba al río y se sentaron en un deslucido columpio de madera.

—Hizo una buena elección con la casa —comentó él.

—La primera vez que llegué aquí me vi viviendo en ella para siempre.

Colocó las piernas bajo las nalgas, sacudió la ceniza contra la barandilla y observó como el viento se la llevaba. Ladeó el largo cuello y tomó un buen trago de cerveza.

—Es usted muy impulsiva.

Sara dejó la cerveza y le miró a los ojos.

—¿Nunca le ha ocurrido eso con algo?

Él lo pensó un momento.

—Pues no. ¿Y qué será lo siguiente? ¿Marido, niños? ¿Exclusivamente su carrera? —Dio una calada al cigarrillo y esperó su respuesta.

Sara tomó otro sorbo de cerveza observando a lo lejos las luces de los coches que cruzaban el puente Woodrow Wilson. Seguidamente se levantó.

—¿Le apetece navegar?

Él la miró sorprendido.

—¿No es un poco tarde para ello?

—Más tarde era cuando dimos el último paseo en barco. Tengo permiso y luces. Podemos dar una tranquila vuelta y volver.

Sin darle tiempo a responder, ya se había metido en la casa. Unos minutos después salió con unos vaqueros cortados, una camiseta que dejaba sus hombros al aire y zapatillas náuticas; se había recogido el pelo en un moño.

Fiske echó una mirada a su camisa, pantalón y mocasines.

—No he traído mi traje de marinero.

—Tranquilo. La marinera soy yo. —Llevaba dos cervezas en la mano. Bajaron al embarcadero. Hacía una humedad terrible y Fiske empezó a sudar al ayudar a Sara a preparar las velas. De pie en la parte de proa para aparejar, Fiske resbaló y estuvo a punto de caer al agua—. De haberse caído en el Potomac, no habríamos necesitado la luz de la luna para navegar pues nos hubiera bastado su brillo —comentó Sara, riendo.

El agua estaba tranquila, sin viento dominante, de modo que Sara encendió el motor auxiliar y se situaron en el centro del río, donde por fin las velas se hincharon con el cálido aire. Durante una hora avanzaron describiendo lentos meandros sobre el agua. El barco llevaba luz, había luna creciente y no se veía otra embarcación en el río.

Fiske hizo su turno al timón siguiendo las instrucciones de Sara hasta que se sintió cómodo al mando. Cada vez que se enfrentaban a una leve ráfaga, se estremecía y caía la vela mayor, Fiske se agachaba y Sara balanceaba la botavara observando cómo se hinchaba otra vez la vela y les hacía avanzar.

Levantó la vista hacia él sonriendo:

—Parece magia eso de manejar algo invisible y al mismo tiempo tan vigoroso y obligarle a seguir tu voluntad, ¿verdad?

Lo dijo con un aire tan pueril, tan sincero en su asombro que Fiske no tuvo más remedio que sonreír. Echaron unos tragos de cerveza y los dos fumaron otro cigarrillo tras una serie de intentos para encenderlos en medio de la constante brisa. Hablaron de temas que no tenían nada que ver con sus vivencias durante aquellos días y los dos se sentían aliviados de haberlo conseguido, aunque fuera por un corto espacio de tiempo.

—Tiene usted una sonrisa muy agradable —comentó Sara—. Debería mostrarla más a menudo.

Cuando decidieron volver, Fiske notó que tenía una ampolla en la base del pulgar a causa de haber sujetado tanto tiempo la botavara.

Amarraron el barco, Sara se acercó a la casa y volvió con más cervezas, una bolsa de patatas fritas y salsa.

—Para que no se diga que no alimento a mis invitados.

Se instalaron en el barco, bebieron y se comieron las patatas observando los aviones que pasaban por encima de sus cabezas con su atronador escape para dejar inmediatamente el silencio más completo, como si todo el sonido hubiera sido absorbido por una aspiradora. El viento empezó a arreciar y la temperatura bajó de golpe al fraguarse una tormenta nocturna. Contemplaron las nubes que se ennegrecían en sus extremos y algún destello surgió en el horizonte. Sara se estremecía de frío con la escotada camiseta y Fiske le puso el brazo sobre los hombros. Ella se inclinó sobre él. Cayeron las primeras gotas de lluvia y Sara se levantó. Con la ayuda de Fiske, colocó las cubiertas de vinilo sobre los compartimientos abiertos del barco.

—Será mejor que entremos —dijo ella. Se dirigieron hacia la casa, corriendo pues empezaba el chaparrón.

—Mañana será un día muy largo —dijo Sara, mirando el reloj de la cocina y secándose el pelo con una toalla de papel.

—Sobre todo después de no haber dormido anoche —añadió Fiske, bostezando. Apagaron las luces y se fueron arriba.

Sara le dio las buenas noches y entró en su habitación. Fiske observó a través de la puerta cómo abría la ventana para que entrara la brisa y también algo de lluvia. Un rayo iluminó el cielo y cayó en algún punto. El estruendo fue ensordecedor. «¡Cuánta energía!», pensó Fiske. Se fue hacia el otro dormitorio y se quitó la ropa. Permaneció un rato sentado en la cama en calzoncillos y camiseta escuchando el ruido de la lluvia. Hacía un calor sofocante en el cuarto, pero no se levantó a abrir la ventana. La casa era demasiado antigua para tener aire acondicionado central pero tampoco disponía de extractores en las ventanas. Al parecer, Sara optaba por la brisa del río para refrescarse. Un reloj de pared le iba dando los segundos. Sin darse cuenta, empezó a utilizarlo para controlar su pulso. El corazón le latía aceleradamente, litros de sangre corrían a chorro por sus venas.

Se puso el pantalón, se incorporó y se fue al pasillo. La habitación de Sara estaba a oscuras pero la puerta seguía abierta. Las cortinas se balanceaban con las embestidas del viento. Se quedó un momento en el umbral observándola allí tendida en la cama, con tan solo una sábana encima.

Sara observaba como él la observaba. John conseguía ver los extremos de sus pupilas. ¿Le estaría esperando? ¿Dejaría que en esta ocasión fuera él quien acudiera a ella? Entró en la habitación, vacilando, como si fuera la primera vez que se metía en el dormitorio de una mujer. Ella no se movió ni habló, no le animó ni le desanimó.

Se tumbó al lado de ella y Sara se le acercó en el acto, como no queriéndole ofrecer la oportunidad de pensárselo dos veces, de huir de ella. Estaba desnuda. Tenía el cuerpo cálido, la piel suave; los senos mullidos y calientes; se notaba el fuerte olor del aire externo. Sara llevaba el pelo enmarañado, los mechones cubrían su cara. Apretó los labios para entreabrirlos luego, sus dedos le acariciaron con suavidad todo el cuerpo. Juntos desabrocharon el pantalón de él y lo dejaron caer al suelo.

Se besaron, levemente al principio y luego con más profundidad. Ella le levantó la camiseta para acariciarle el pecho cuando habían juntado sus cinturas. John apartó la mano de ella y se bajó de nuevo la camiseta. Mientras la lluvia golpeaba contra el techo y hacía brillar la ventana, Fiske se quitó los calzoncillos, levantó el cuerpo y se colocó sobre ella.

Sara se despertó pronto: los primeros rayos del sol asomaban por el alféizar de la ventana. La tormenta había dejado un delicioso aire fresco y un cielo de un gris rosado que en una hora iba a adquirir un profundo tono azul. Estiró el brazo para tocarle y descubrió que no tenía a nadie al lado. Se incorporó rápidamente y echó un vistazo a la habitación. Cubriéndose el cuerpo con la sábana se fue hasta la habitación de los invitados. Vacía. El baño también. Presa de pánico, se fue hacia la escalera y se detuvo al principio con una sonrisa en los labios.

Contempló cómo Fiske se servía un café y luego rompía unos huevos en un cuenco, a los que añadía queso cheddar rallado. Sara permaneció un momento allí mientras el olor de la cebolla al fuego llegaba hasta ella. Fiske se había vestido y llevaba el pelo mojado tras la ducha. Al volverse para abrir la puerta del frigorífico, la vio.

Sara se sujetó bien la sábana alrededor del cuerpo.

—Pensaba que te habías ido.

—Quería que siguieras durmiendo. Anoche terminamos muy tarde.

«Anoche terminamos maravillosamente», quería decir ella pero no lo hizo.

—¿Qué tal? —le preguntó con la máxima despreocupación que pudo simular, pues aún no se veía capaz de interpretar los sutiles mensajes que podía esconder él tras sus palabras, sus movimientos y expresiones. En especial en lo referente a algo tan reciente como haber hecho el amor. ¿Sería una mala señal el que hubiera decidido preparar unos huevos en lugar de quedarse a su lado hasta que se despertara?

—Perfectamente, Sara. —Sonrió como para demostrarle que lo decía sinceramente.

Ella le devolvió la sonrisa.

—No sé qué preparas, pero huele que alimenta.

—Nada del otro mundo. Una tortilla.

—Yo suelo tomar una tostada y un café de puchero. ¡Vaya cambio! ¿Tengo tiempo para ducharme?

—Sí, pero rápido.

—No como anoche. —Sonrió, levantó las cejas y se volvió. Llevaba la sábana completamente abierta por atrás.

Fiske la contempló cuando se alejaba y se excitó de nuevo al ver aquel cuerpo desnudo, la tersura delicada, sensual de su espalda, las piernas, las nalgas. Se sentó en la mesa de la cocina admirando aquel coquetón lugar. Se había pasado mucho rato en la parte de atrás de la casa mirando la lenta salida del sol. El alba siempre tenía un aspecto mucho más puro en el agua, como si aquellos dos elementos esenciales de la vida, el fuego y el agua, ofrecieran un espectáculo casi espiritual. Volvió la mirada hacia la escalera al oír el sonido de la ducha. Había hecho esto observando a Sara después de que se hubiera dormido. En la oscuridad de la noche, cuando la mezcla de sus olores conformaba una segunda piel, había tenido la sensación de que su sitio estaba junto a ella y el de ella junto a él. Pero luego había surgido la brusca claridad de la mañana. Fiske acercó la taza de café a sus labios pero la dejó otra vez. De haber llamado enseguida a su hermano, ahora mismo Mike estaría vivo. Jamás conseguiría esquivar aquella verdad. Tendría que vivir con ella para siempre.