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Una hora después de finalizar la conversación con Warren McKenna, Chandler descendía lentamente por la avenida que llevaba a su casa. Se trataba de un edificio de ladrillo a dos niveles en un barrio donde todos eran parecidos. Un lugar agradable y tranquilo para educar a los hijos, cuando menos veinte años atrás. En la actualidad ya no era ni tan agradable ni tan tranquilo, pero ¿cuál lo era?, pensaba él.

Unos cuantos años atrás, cuando después del trabajo le apetecía relajarse, organizaba un partidillo de baloncesto con los niños utilizando la canasta que había montado sobre la puerta del garaje. La red llevaba ya mucho tiempo estropeada y el aro y la tabla negra ya no estaban. Se dirigió al pequeño patio posterior, donde se sentó en un gastado banco de cedro gris, cerca de un exuberante magnolio, frente a una pequeña fuente. Su mujer no le había dejado en paz hasta conseguir la fuente, a pesar de que él se quejaba todo el tiempo. Hasta que no concluyó el trabajo no comprendió la insistencia de ella. Aquella actividad había sido catártica para él: la planificación, las medidas, la elección del material. Se parecía mucho al trabajo de detective, pues se trataba de recomponer un rompecabezas en el que, con igual dosis de habilidad y suerte, todas las piezas casaban.

Después de pasar diez minutos descansando se levantó y con el abrigo colgado al hombro se fue hacia la casa. Contempló la cocina, en silencio, a oscuras. Estaba decorada con gusto, como toda la casa, gracias a Juanita, su esposa. Educar a los hijos, acudir al médico, pagar facturas, cuidar de las flores, cortar el césped, hacer las camas, lavar y planchar la ropa, preparar la comida, lavar los platos: de todo aquello se encargaba Juanita mientras él trabajaba horas y horas con la vista puesta en su ascenso. Tenían la sociedad montada de esta forma. Una vez los hijos se hubieron independizado, ella volvió a la universidad, se sacó el título de enfermera y trabajó en el departamento de pediatría de un hospital. Llevaban ya treinta y tres años casados y su relación seguía siendo sólida.

Chandler no tenía ni idea de cuánto tiempo podía seguir con su trabajo de inspector. Le resultaba ya cuesta arriba. El trabajo repulsivo, el tacto de los guantes de goma en la piel, el repetir constantemente los minúsculos y comedidos pasos por miedo a pisar una prueba que podía costar la vida a alguien o liberar a un asesino. La burocracia, los hábiles abogados defensores repitiendo siempre las mismas preguntas, urdiendo las mismas trampas verbales, los aburridos jueces leyendo las bases condenatorias como si estuvieran desgranando cifras de encuestas. Las expresiones de robot de los acusados, que no decían nada, no mostraban emoción alguna, iban con todos sus colegas a la cárcel, su escuela de enseñanza superior, para salir de ella como delincuentes redomados.

El timbre del teléfono interrumpió aquellos deprimentes pensamientos.

—¿Dígame?

Escuchó durante un par de minutos, dio una serie de instrucciones y colgó. Habían encontrado una bala en el callejón donde apareció el cadáver de Michael Fiske. Al parecer había topado contra un muro y había quedado encajada en un montón de basura de detrás de un contenedor. Por lo que le acababan de contar, estaba en muy buen estado, poco deformada por el impacto. El laboratorio tendría que confirmar si se trataba de la bala que había matado al joven funcionario. Lo tendrían facilísimo por una razón bastante desagradable: la bala tendría sangre y residuos de hueso y tejido cerebral que podrían vincularse de forma prácticamente concluyente con la cabeza de Michael Fiske. Con la bala en la mano, ahora podrían dedicarse a la búsqueda del arma asesina. Los de balística relacionarían la bala con el arma que la disparó, con la misma fiabilidad con que relacionaban las huellas dactilares con la mano humana.

Chandler se levantó y se fue al salón, dejando a posta su propia arma. Se instaló en un sillón adecuado a su voluminoso cuerpo. La estancia estaba a oscuras y no le apeteció encender la luz. Trabajaba rodeado de una luz excesiva. Las luces de su despacho estaban todo el día encendidas. Luz aún más intensa en la sala de autopsias, que convertía cada partícula de carne en algo enorme, amenazadoramente crudo, inolvidable, hasta el punto de que Chandler, aunque fuera muy de vez en cuando, se veía obligado a salir corriendo hacia el baño, donde su estómago demostraba su sensibilidad a la pericia de los despieces oficiales. Las luces de los fotógrafos en el lugar del delito o en el palacio de justicia. ¡Las malditas y excesivas luces! La oscuridad era apacible, la oscuridad relajaba. La oscuridad era lo que deseaba para su jubilación. Frescor y oscuridad. Como la fuente que tenía detrás.

Las palabras de Warren McKenna habían inquietado a Chandler, si bien había hecho todo lo posible por disimularlo. Le resultaba imposible aceptar que John Fiske pudiera haber asesinado a su propio hermano. Había que reconocer, no obstante, que tal vez aquello era lo que Fiske quería que Chandler creyera. Pero también tenía que plantearse algo más. Las llamadas de Michael Fiske a Fort Jackson. Y luego la fuga de Rufus Harms. ¿Tendrían alguna relación? Fiske protegía a Sara Evans, aquello sí estaba claro. Chandler movió la cabeza. Tendría que consultarlo con la almohada, pues su cerebro ya no daba más de sí.

Iba a levantarse pero un sobresalto le detuvo. De pronto unos brazos le oprimieron el cuello. Las manos de Chandler agarraron las muñecas de la persona mientras abría unos ojos como platos. El arma… ¿dónde la había dejado?

—¿Hecho una pena de tanto trabajar, o de apenas haber trabajado? Se relajó en el acto y volvió la cabeza hacia Juanita. Las arruguitas de las comisuras de sus labios indicaban un inicio de sonrisa. La expresión de la mujer era invariablemente la de quien está a punto de contar un chiste o reírse del que acaba de oír. Aquel semblante había animado siempre a Chandler, pese a haber vivido un día de perros, y haber visto y examinado un montón de cadáveres.

Apoyó la mano sobre su palpitante pecho diciendo:

—Oye, muchacha, como vuelvas a hacer eso el trabajo será mío para olvidarme de mis alas de ángel.

Juanita se sentó en sus rodillas. Llevaba una bata blanca, larga, e iba descalza.

—¡No me digas! ¡Un chaval fuertote como tú! ¿No te has pasado un poco con eso de las alas de ángel?

Chandler pasó el brazo por su cintura, la cual, después de los tres partos, ya no era fina como en su noche de bodas, aunque la suya también había aumentado considerablemente. Habían ido creciendo juntos, como solía comentar él. El equilibrio era algo esencial en la vida. Una parte flaca y otra gorda iban directamente al fracaso.

Nadie en el mundo le conocía mejor que Juanita. Tal vez aquel fuera el resultado más importante de un matrimonio que funcionaba: la conciencia de que había alguien ahí que conocía tus medidas, hasta el último decimal, el número pi e incluso más. Suponiendo que aquello fuera posible, Juanita conocía la cifra correspondiente a él. Le sonrió.

—Pues sí, un chaval fuertote pero sensible, muchacha. Y a nosotros, los que somos sensibles, ¿quién sabe qué es lo que puede derribarnos? Y después de pasar toda una vida luchando contra la delincuencia, qué menos que el Señor esté ahora mismo confeccionando para mí un par de alas de ángel, de talla XL, por supuesto. Puesto que lo sabe todo, estará al corriente de que me dirijo ya al último tramo del camino.

Le dio un beso en la mejilla y le cogió la mano. Juanita, con la otra mano le acarició el pelo, ya algo escaso. Notaba que hacía un esfuerzo por mostrarse animado.

—¿Por qué no me cuentas lo que te preocupa, Buford, y luego nos vamos a la cama? Se está haciendo tarde. Y mañana hay que madrugar. Chandler sonrió.

—¡Vaya! ¿Ni de disimular soy capaz ya? Si yo miro a los ojos del delincuente y lo hundo sin que adivine siquiera qué estoy pensando…

—Se te nota a la legua. Vamos, cuenta…

Juanita le acarició el arrugado cuello y Buford hizo lo mismo con los largos pies de ella.

—¿Te acuerdas del joven del que te hablé? John Fiske… Su hermano era funcionario del Tribunal Supremo.

—Claro. Y ahora hay otro funcionario muerto.

—Exactamente. Pues esta tarde he estado en el piso de Michael Fiske en busca de pruebas. Y ha aparecido allí McKenna, el agente del FBI del que te hablé.

—¿El que describiste como una granada a punto de estallar? ¿Imposible saber por dónde saldrá?

—Él mismo.

—Hum…

—Pues bien, hemos encontrado un seguro de vida por el que John Fiske va a cobrar medio millón de dólares por la muerte de su hermano.

—¿Acaso no eran hermanos? Tú también tienes un seguro de vida, ¿verdad? Y yo cobro dinero si tú mueres, ¿o no? —Le dio un beso en la cabeza—. Más te vale tenerlo, la verdad. Toda la vida prometiéndome esto y lo otro y yo a dos velas. Qué menos que ver algo de pasta cuando la espiches…

Los dos se echaron a reír abrazándose.

—Fiske no me había comentado lo de la póliza. Oye, es el típico móvil para un asesinato…

—Puede que no estuviera al corriente del seguro.

—Puede —admitió Chandler—. En fin, McKenna me ha salido con su teoría de que Fiske mató a su hermano por el dinero, involucrando en ello a otra funcionaria del Tribunal que parece estar colada por él, despistándonos a todos y luego ofreciéndose para colaborar en la investigación. Mintiendo incluso en cuanto a lo de encontrarse con un intruso en el piso de su hermano. Debo admitir que la historia que me ha contado tiene su lógica, por lo menos sin ahondar en nada.

—¿Así que John Fiske estuvo en el piso de su hermano?

—Sí. Dice que un tipo le atizó cuando estaba ahí y salió corriendo. Puede que robara algo del piso, algún efecto que pudiera tener algo que ver con el asesinato.

—Oye, si John Fiske estuvo en el piso de su hermano, se inventó la historia del intruso y estaba al corriente de la póliza de su hermano, ¿por qué no registró él mismo ese piso? ¿Cómo te deja el trabajo a ti y queda él como sospechoso?

Chandler la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Te ocurre algo, Buford?

—Jo, cariño, ¿no era yo el inspector de la familia? ¿Cómo demonios se me ha podido escapar ese detalle?

—Porque trabajas demasiado y no se tiene en cuenta tu labor, precisamente por eso. —Juanita se levantó y le tendió la mano—. Pero si subes conmigo ahora mismo, comprobarás que hay alguien que sí la tiene muy en cuenta. Te aconsejaría, de todas formas, que dejaras abajo tu parte sensible y vinieras con las demás.

Le miró entornando los ojos, en un gesto que él ya sabía que no indicaba somnolencia.

Chandler se levantó enseguida y, cogidos de la mano, subieron la escalera.