Fiske llamó a la puerta del despacho de Rider. Intentó mirar a través del cristal.
—Está a oscuras.
—Probablemente se ha ido a casa. Tendremos que averiguar dónde vive.
—Puede que haya salido a cenar o esté fuera de la ciudad por motivos de trabajo. Incluso puede estar de vacaciones. O bien…
—También puede haberle sucedido algo —dijo Sara.
—No exagere. —Fiske cogió el pomo y lo giró sin esfuerzo. Los dos se miraron intrigados. Fiske examinó uno y otro lado del pasillo. Entonces detectó el carrito de la limpieza y se tranquilizó un poco—. ¿El equipo de la limpieza?
—¿Por qué trabajarán a oscuras? —preguntó Sara.
—Eso mismo pensaba yo.
Apartó a Sara de la puerta y la empujó hacia el carrito. Rebuscó por allí y sacó un destornillador de una caja de herramientas.
—Vaya hacia la escalera —dijo a Sara en voz muy baja—. Si oye algo, salga corriendo hacia el coche y llame a la policía.
Ella le agarró del hombro y murmuró:
—Tengo una idea mucho mejor: vamos los dos ahora mismo a llamar a la policía y a informar de un robo.
—No sabemos si se trata de un robo.
—Tampoco sabemos que no lo es.
—Si nos vamos, podrán escapar.
—¿Y qué saca con entrar y que le maten? Ni siquiera lleva arma… No tiene más que eso, como se llame.
—Destornillador.
—Perfecto, ellos pueden ir armados y usted solo tiene una herramienta.
—Tal vez tenga razón.
—Claro que la tiene la señora. Y usted debería de haberle hecho caso. Fiske y Sara se volvieron en el acto.
Se encontraron frente a Josh Harms, que les apuntaba con una pistola.
—Esas paredes son como papel de fumar. Ya me ha parecido a mí cuando he oído la puerta y tanto cuchicheo que irían a por la poli. Y eso sí que no.
Fiske le miró de arriba a abajo. Se fijó en que era corpulento pero no voluminoso. A menos que hubieran topado con un robo normal y corriente, aquel hombre tenía que ser Josh Harms. Fijó la vista en el arma y luego en la expresión de Josh, intentando adivinar si tenía la intención de apretar el gatillo. Había matado a gente en Vietnam; Fiske lo sabía por la prensa. De todas formas, a ellos tendría que matarles a sangre fría y no vio tal decisión en los ojos de Josh Harms. Claro que de un momento a otro podía cambiar. «Mi única arma son las palabras», dijo para sus adentros.
—Hola, Josh, soy John Fiske. Ella es Sara Evans, que trabaja en el Tribunal Supremo de Estados Unidos de América. ¿Dónde está su hermano?
Tras él, en la puerta abierta que daba al despacho de Rider, apareció un hombre de tales proporciones que tanto Sara como Fiske decidieron en el acto que tenía que ser Rufus Harms. Sin duda había oído las palabras de Fiske.
—¿Cómo sabe todo esto? —dijo Rufus mientras su hermano seguía apuntando directamente a la pareja.
—Se lo contaré con mucho gusto pero creo que deberíamos pasar al despacho. Con la orden de búsqueda que pesa sobre ustedes y todo lo demás…
Hizo una seña a Sara.
—Usted primero.
Sin que pudieran verle los hermanos Harms le guiñó el ojo para tranquilizarla. Pensaba que ojalá consiguiera para sí lo que intentaba transmitirle a ella. Se encontraban frente a un asesino convicto que había vivido Veinticinco años en el infierno, circunstancia que no había podido hacer más que empeorar su situación, y a un taimado veterano del Vietnam cuyo dedo estaba más cerca de apretar el gatillo a cada segundo que pasaba.
Sara entró en el despacho y Fiske la siguió.
Josh y Rufus se miraron. Luego se metieron dentro tras la pareja y cerraron la puerta.
El jeep avanzaba volando por las carreteras secundarias camino del despacho de Samuel Rider. Tremaine iba al volante; Rayfield, a su lado. Aquel todoterreno de dos plazas era el vehículo particular de Tremaine. Los dos estaban fuera de servicio y habían decidido no coger un vehículo militar del depósito. Habían inventado una historia por si topaban con alguien mientras registraban el despacho de Rider: dicho letrado, que había defendido a Rufus Harms ante el tribunal militar, trabajaba como abogado en la zona y últimamente había visitado a Harms en el penal por una razón desconocida; Rider y su esposa habían muerto. Harms y su hermano podían ser los responsables de los asesinatos; tal vez Rider había mencionado a Harms que guardaba dinero en efectivo u otros objetos de valor en su casa o en su despacho.
Tremaine miró fijamente a Rayfield.
—¿Algún problema? —le preguntó.
Rayfield siguió con la vista al frente.
—Estamos cometiendo un error garrafal. El riesgo es inmenso.
—¿Crees que no lo sé?
—Si conseguimos la carta que mandó Harms junto con la de Rider tal vez podamos olvidarnos de Harms.
Tremaine le miró con dureza.
—¿De qué coño hablas?
—Harms escribió la carta porque quería salir de la cárcel. Mató a la niña pero en realidad no la asesinó él, ¿estamos de acuerdo? Y ahora ha salido del penal. Él y su hermano pueden estar ya en México esperando un vuelo que les lleve a Sudamérica. Como mínimo eso sería lo que haría yo.
Tremaine negó con la cabeza.
—Eso no nos lo asegura nadie.
—¿Qué otra cosa puede hacer, Vic? ¿Escribir otra carta al Tribunal para decirles… qué? «¿Señoría, les escribí anteriormente contándoles una historia increíble que no soy capaz de demostrar, algo ha ocurrido con mi recurso, y mi abogado y el funcionario que lo vio han muerto, me he fugado de la cárcel y exijo un juicio justo?». ¡No me fastidies, Vic! Eso no lo hará. Huirá como alma que lleva el diablo. ¡Como alma que lleva al diablo!
Tremaine reflexionó sobre el tema.
—Quizás. Pero por si no es tan vivo como crees, yo debo prepararme para hacer todo lo posible para borrarle del mapa. A él y a su hermano. No me gusta nada el tal Rufus Harms. Nunca me ha gustado. Yo con el culo al aire en Vietnam y él a salvo en el país, con tres opíparas comidas al día. Teníamos que haber dejado que se pudriera en el calabozo pero no lo hicimos —añadió Tremaine, amargado.
—Ya es tarde para arrepentirse.
—Pero yo voy a hacerle un favor inmenso. En cuanto lo encuentre, me aseguraré de que su celda mida dos metros de largo, uno veinte de ancho y sea de pino. Y que no cuente con disponer de una maldita bandera. —Tremaine pisó a fondo el acelerador.
Rayfield se apoyó en el respaldo moviendo la cabeza. Consultó el reloj y volvió a fijar la vista en la carretera. Estaban llegando al despacho de Rider.
Sara y Fiske permanecían sentados en el sofá de piel y los hermanos Harms estaban de pie frente a ellos.
—¿Por qué no los atamos y salimos zumbando? —preguntó Josh a su hermano.
Fiske intervino en el acto.
—Creo que van a comprobar que estamos del mismo lado.
Josh le dijo con expresión poco amigable:
—No se lo tome a mal, pero lo tiene fatal.
—Lo dice en serio —intervino Sara—. Estamos aquí para ayudarles.
Josh soltó un bufido pero no se molestó en responder.
—¿John Fiske? —dijo Rufus. Observó los rasgos de Fiske y recordó haber visto otros parecidos—. El funcionario al que mataron era familiar suyo, ¿no? ¿Su hermano?
Fiske asintió.
—Sí. ¿Quién le mató?
Josh le interrumpió:
—No le digas nada, Rufus. No sabemos ni quiénes son ni qué quieren.
—Hemos venido aquí para hablar con Sam Rider —dijo Sara. Josh volvió la cabeza hacia ella.
—Pues como no monte una sesión de espiritismo o algo así, creo que lo tiene mal.
Fiske y Sara se miraron y luego volvieron la vista hacia los hermanos.
—¿Está muerto? —preguntó Sara.
Rufus asintió.
—Él y su mujer. Han hecho que pareciera un suicidio.
Fiske se fijó en la carpeta que llevaba en la mano.
—¿Son los papeles que mandó al Tribunal?
—Si no le importa, las preguntas las hago yo —dijo Rufus.
—Ya le he dicho, Rufus, que somos amigos.
—Lo siento pero no suelo hacer amistades con tanta rapidez. ¿De qué querían hablar con Samuel?
—¿No fue él quien presentó por usted los papeles al Tribunal?
—No pienso contestar a ninguna pregunta.
—De acuerdo, yo le cuento lo que sabemos y usted saca sus conclusiones. ¿Cómo lo ve?
—Le escucho.
—Rider lo presentó. Mi hermano cogió la apelación y la desvió del cauce del Tribunal. Fue a la cárcel a verle a usted. Acabó muerto en un callejón de Washington. Simularon un robo. Ahora usted nos dice que Rider ha muerto. Mataron también a otro funcionario. Imagino que todo tiene alguna relación con la muerte de mi hermano pero no estoy seguro del todo. —Fiske hizo una pausa para observar a los dos hermanos—. Eso es todo lo que sabemos nosotros. Creo que ustedes tienen mucha más información. Por ejemplo: el por qué de lo que está sucediendo.
—Usted sabe mucho. ¿Está con la poli? —preguntó Josh.
—Colaboro con el inspector que se ocupa del caso.
—Te lo decía, Rufus. Hay que salir de aquí. La pasma estará al caer.
—No, no vendrán —dijo Sara—. Yo vi su nombre en los papeles que tenía Michael, señor Harms, pero eso es todo. Ni siquiera sé por qué presentó el recurso o en qué se basaba.
—¿Por qué puede mandar un preso algo a un tribunal? —preguntó Rufus.
—Porque quiere salir. —Dijo Fiske. Rufus asintió—. Pero usted no tiene en qué basarse para hacerlo.
—No podría tener una base mejor: la verdad pura y simple —respondió Rufus enérgicamente.
—¿Y cuál es esa? —dijo Fiske.
Josh se acercó a la puerta.
—Todo eso me huele a chamusquina, Rufus. Nosotros aquí charlando con ellos y la poli al acecho. Ya has hablado demasiado.
—Ellos mataron a su hermano, Josh.
—Nadie te asegura que sea su hermano.
Fiske sacó la cartera en la que llevaba el permiso de conducir.
—Cuando menos, eso le demostrará que nos apellidamos igual.
Rufus rechazó la prueba con un gesto.
—No tengo ninguna necesidad de verlo. Tiene las mismas trazas que él.
—Y aunque no estén en el ajo, ¿cómo demonios pueden ayudar? —preguntó Josh.
Rufus miró a Fiske y a Sara.
—Se han explicado bien y lo han hecho con rapidez. ¿Tienen respuesta a eso?
—Yo trabajo en el Tribunal Supremo, señor Harms —dijo Sara—. Conozco a todos los magistrados. Si dispone de alguna prueba que demuestre que es inocente, le prometo que se considerará. Si no lo hace el Tribunal Supremo, lo hará otro tribunal, puede estar seguro de ello.
—El inspector que lleva el caso tiene también sus sospechas —añadió Fiske—. Si nos dicen lo que ocurre, podemos acudir a él y pedir que lo investigue.
—Yo sé la verdad —repitió Rufus.
—Perfecto, Rufus, pero hay que tener en cuenta que ante un tribunal no es la verdad a menos que uno pueda demostrarla —dijo Fiske.
—¿Qué aducía en su apelación, pues? —preguntó Sara.
—¡No respondas, maldita sea! —saltó Josh. Rufus no le hizo caso.
—Algo que me mandó el ejército.
—¿Mató usted a la niña, Rufus? —preguntó Fiske.
—Sí —respondió él bajando la vista—. Como mínimo lo hicieron mis manos. El resto de mí no sabía qué demonios ocurría. Sobre todo después de lo que habían hecho conmigo.
—¿Qué significa eso? ¿Quién le hizo algo a usted?
—Intenta liarte, Rufus —advirtió Josh.
—Algo me hicieron en la cabeza, eso es —dijo Rufus. Fiske le clavó una dura mirada.
—¿Alega usted algún tipo de enajenación? Porque de ser así, no tiene la menor posibilidad. —Siguió mirando a Rufus fijamente—. Pero hay algo más, ¿verdad?
—¿Por qué lo dice? —preguntó Rufus.
—Porque mi hermano se tomó muy en serio el contenido de la apelación. Tan en serio que llegó a transgredir la ley desviándola y perdió la vida en un intento de ayudarle. Nada de eso hubiera ocurrido por una alegación de enajenación con veinticinco años de retraso. Dígame lo que costó la vida a mi hermano.
Josh clavó su manaza en el pecho de Fiske empujándolo contra el respaldo del sofá.
—Escúcheme bien, señor enterado, Rufus no le pidió a su hermano que se mojara el culo por él. Su hermano fue el que jodió la marrana. Tuvo que ir a investigar a Rufus porque sabía que era un moreno que estaba en un penal porque había cometido un crimen. Y ahora no me venga con la sobada canción del hermano virtuoso.
Fiske apartó bruscamente la mano de él.
—¡Váyase al cuerno, cabrón!
Josh le apuntó con la pistola y le dijo en tono amenazador:
—Puede que sea yo quien le mande a usted al cuerno primero. Tal vez nos veamos dentro de poco allí. ¿Qué le parece la idea, descolorido?
—No lo haga, por favor —imploró Sara—. El solo intenta ayudarle, por favor.
—No necesito ayuda de personal así.
—Nosotros pretendemos que se haga justicia a su hermano en un tribunal.
Josh movió la cabeza.
—Yo solito puedo conseguir justicia en un tribunal. ¡Qué van a entender de nosotros un puñado de paliduchos! Tienen las cárceles llenas de los nuestros y no saben hacer otra que nuevos trullos. De forma que si quiero justicia, ni loco me acerco a un tribunal. El problema está en que en la calle tampoco se consigue, precisamente donde me he pasado la mayor parte de mi vida.
—Esa no es forma de enfrentarse a las cosas —dijo Rufus.
—¡Vaya! ¿De modo que de pronto te ha venido la inspiración de cómo hay que enfrentarse a todo? —dijo Josh.
Fiske estaba cada vez más nervioso. Tenía la impresión de que Josh Harms había llegado a un punto en el que ni siquiera su hermano podría controlarle. ¿Y si le arrebataba el arma? Pensaba que Josh era probablemente quince años mayor que él, pero también lo veía fuerte como un roble. Si hacía un movimiento y fallaba, podía acabar con unas cuantas balas alojadas en la cabeza.
El chirriar de unos neumáticos en el asfalto les hizo volver a todos la cabeza hacia la ventana. Rufus se acercó a ella para mirar. Cuando se giró otra vez todos vieron el pánico reflejado en sus ojos.
—Vic Tremaine y Rayfield.
—¡Mierda! —exclamó Josh—. ¿Qué llevan?
Rufus aspiró una bocanada de aire.
—Vic lleva una metralleta.
—¡Mierda! —repitió Josh mientras oían el golpeteo de las botas ya en el interior del edificio—. En un par de minutos o tal vez menos los tendrían allí. —De repente miró a Fiske y a Sara.
—Te lo dije. Nos la han montado. Hemos estado aquí de palique mientras el ejército rodeaba el edificio.
—Por si no se ha fijado, van de paisano —dijo Fiske—. Puede que les hayan seguido a ustedes.
—Nosotros no venimos de la zona del penal. Además, en cuanto nos vean, van a disparar y se acabó.
—No lo harán si se entregan.
—De eso ni hablar —dijo Josh en voz alta.
—Ni hablar —repitió Rufus—. No pueden permitir que siga vivo sabiendo lo que sé.
Fiske observó a Rufus Harms. Los ojos de aquel hombre iban de izquierda a derecha. Él mismo había admitido que había matado a la niña. ¿No bastaba aquello? ¿Por qué no dejar que el ejército lo metiera otra vez dentro? No obstante, Mike había querido ayudarle.
Fiske se incorporó de un salto.
Josh le apuntó con la pistola.
—No lo haga más difícil todavía.
Fiske ni siquiera le miró; tenía la vista clavada en Rufus.
—¿Rufus? ¡Rufus!
Finalmente Rufus pareció despertar y volvió la vista hacia él.
—Tal vez pueda echarle una mano, pero tiene que hacer exactamente lo que yo le diga.
—No necesitamos una mano ni mucho menos —respondió Josh.
—Dentro de unos treinta segundos, esos dos tipos irrumpirán en esta en esta habitación y todo se habrá acabado. Su arma no tiene punto de comparación con las de ellos.
—¿Y si disparo contra usted ahora mismo? —dijo Josh.
—¿Confía en mí, Rufus? Mi hermano quiso ayudarle. Déjeme acabar lo que él empezó. Vamos, Rufus, deme una oportunidad. —Una gota de sudor descendía por la frente de Fiske.
Sara ni siquiera podía hablar. A sus oídos solo llegaba el sonido de aquellas botas y no tenía ojos más que para ver la metralleta que se acercaba cada vez más. Por fin Rufus hizo un gesto prácticamente imperceptible de asentimiento.
Fiske pasó a la acción.
—Métanse en el lavabo, los dos —dijo.
Josh iba a protestar pero Rufus se lo impidió empujándole hacia el baño que estaba junto al despacho.
—Entre con ellos, Sara.
Ella se volvió, asombrada.
—¿Cómo?
—Limítese a hacer lo que he dicho. Si la llamo por su nombre, tire de la cadena y salga. Ustedes dos —dijo señalando a los hermanos—, quédense detrás de la puerta. Sara: si no la llamo, no se mueva.
—¿Y no cree que los muchachos del ejército querrán echar una ojeada al váter, más con la puerta cerrada? —preguntó Josh en tono sarcástico.
—Déjelo en mis manos.
—Vale —respondió Josh lentamente—, pero en sus manos también dejo algo más en qué pensar, listillo: como nos venda, la primera bala que pienso disparar le perforará aquí. —Colocó la pistola contra la base del cráneo de Fiske—. Aunque ni siquiera oirá el disparo. Se habrá convertido en fiambre antes de que sus malditos oídos comuniquen con su cerebro.
Fiske movió la cabeza mirándole como si estuviera aceptando el desafío, y en realidad es lo que estaba haciendo. Miró a Sara; vio que estaba pálida. Ella se inclinó hacia él, temblando, intentando, sin conseguirlo, recuperar el aliento, mientras el golpeteo de los pasos se iba acercando.
—No puedo hacerlo, John.
Él la sujetó por los hombros.
—Sí puede, Sara. Y lo va a hacer. ¡Ahora mismo, vamos!
Le estrechó la mano y ella y los hermanos Harms se metieron en el lavabo y cerraron la puerta. Fiske echó una ojeada al despacho, luchando por recuperar el aplomo. Vio un portafolios en un estante, lo cogió y lo abrió. Estaba vacío. Metió en él unas carpetas que estaban encima de la mesa de Rider. Cuando detectó el sonido de las botas en el pasillo, se dirigió a la pequeña mesa de reuniones que había en un rincón. Al sentarse oyó que se abría la puerta. Sacó una de las carpetas del portafolios y la abrió al tiempo que giraba el pomo de la puerta que separaba el vestíbulo del despacho. Se apoyó en el respaldo, simulando leer unos papeles. Levantó la vista hacia los dos hombres.
—¿Qué demonios…? —empezó, aunque interrumpió la frase al ver que le apuntaban con la metralleta.
—¿Quién es usted? —preguntó Rayfield.
—Yo también iba a hacerle esta pregunta. He quedado aquí con Sam Rider. Llevo diez minutos esperándole y no se ha presentado. Rayfield se acercó a él.
—¿Es usted cliente suyo?
Fiske asintió.
—Me he trasladado esta tarde desde Washington en un avión privado. La cita estaba concertada desde hace mucho.
—¿No es un poco tarde para ese tipo de entrevistas? —Los ojos de Tremaine se le clavaron en el rostro.
—Soy una persona muy ocupada. Es el único hueco que encontré en mi agenda. —Miró a los dos hombres con aire impertérrito—. ¿Y qué hace aquí el ejército irrumpiendo con metralletas?
El rostro de Tremaine enrojeció de ira pero Rayfield adoptó un tono más diplomático.
—No es asunto suyo, señor…
Fiske iba a darle su nombre de verdad pero lo pensó dos veces. Rufus había citado el de aquellos hombres, lo que significaba que tenían alguna implicación con el caso de Rufus. Y de ser así, tal vez ellos mismos habían matado a Michael.
—Michaels, John Michaels. Tengo una empresa inmobiliaria y Rider es mi abogado.
—Pues mire por donde, tendrá que buscarse a otro —dijo Rayfield.
—Estoy satisfecho del trabajo de Sam.
—Pero eso da igual. Rider está muerto. Se ha suicidado. Ha matado a su mujer y luego se ha suicidado.
Fiske se levantó intentando poner cara de horrorizado. Tampoco le costó mucho teniendo en cuenta que le había tocado camelar a dos hombres armados y que tenía a dos más tras la puerta de al lado. Si fracasaba, él iba a ser la primera víctima, suponiendo que le dieran la opción a Josh.
—¿Pero qué dice? Hace poco hablé con él. No le noté nada.
—Perfecto, pero ahora está muerto —dijo Rayfield.
Fiske se sentó y empezó a mirar los expedientes que tenía delante.
—Me parece imposible —dijo, moviendo lentamente la cabeza—. Me siento como un idiota. Aquí sentado, en su despacho, esperando para reunirme con él. Yo no sabía nada. Nadie me ha avisado. Tenía la puerta del despacho abierta. ¡Santo Dios! —apartó las carpetas y les miró bruscamente—. ¿Y qué hacen ustedes aquí? ¿Qué significa la intervención del ejército?
Tremaine y Rayfield se miraron.
—Se ha producido una fuga en un penal militar de aquí cerca.
—¡Vaya por Dios! ¿Y creen que quien se ha fugado estará por aquí?
—No lo sabemos. Pero Rider era su abogado. Se nos ha ocurrido que podía aparecer por aquí en busca de dinero o de algo. ¡Quién sabe, incluso el propio preso ha podido matar a Rider!
—Pero acaba de decir que ha sido un suicidio.
—Eso es lo que cree la policía. Por ello estamos aquí, echando una ojeada, para detenerle si aparece.
A Fiske le cayó el alma a los pies cuando vio que Tremaine se dirigía a la puerta del baño.
—¿Puedes salir, por favor, Susan? —gritó.
Tremaine dirigió una mala mirada a Fiske mientras oían la cadena. Se abrió la puerta del lavabo y salió Sara haciendo un esfuerzo por poner cara de sorpresa. Fiske pensó que lo había hecho muy bien, probablemente porque llevaba encima un susto de muerte.
—¿Qué pasa aquí, John?
—Les he contado a esos caballeros que teníamos una cita con Sam Rider. No te lo vas a creer, pero está muerto.
—¡Dios mío!
—Susan es mi secretaria. —Ella miró a los dos hombres asintiendo.
—No me han dicho sus nombres —dijo Fiske.
—Tiene usted toda la razón —respondió Tremaine. Fiske se apresuró a seguir:
—Son del ejército. Están buscando a un preso que se ha fugado. Creen que puede tener algo que ver con la muerte de Sam.
—¡Dios mío! Salgamos de aquí y cojamos el avión de vuelta, John.
—No me parece mala idea —dijo Tremaine—. Podremos hacer el registro con más rapidez si desaparecen de aquí.
Miró otra vez la puerta del baño. Sujetando el arma con una mano, fue para abrirla completamente.
—Puedo asegurarles que ahí dentro no se esconde nadie —dijo Sara poniendo la máxima expresión de seriedad.
—Si no le importa, señora, prefiero comprobarlo yo mismo —respondió Tremaine con cierta cortesía.
Fiske observaba a Sara. Estaba seguro de que de un momento a otro empezaría a chillar. «Vamos, Sara, contrólate, no lo estropees».
Desde el otro lado de la puerta del baño, que estaba a oscuras, Josh Harms apuntaba con la pistola directamente a la cabeza de Tremaine a través de la estrecha rendija que se había abierto entre la puerta y la jamba.
Josh ya había captado las ventajas tácticas de que disponía, por pequeñas que fueran. Primero Vic Tremaine, luego Rayfield, a menos que este la emprendiera de entrada contra él, una posibilidad real teniendo en cuenta las limitaciones del campo visual de Josh. De todas formas, imposible no dar en el tanque Sherman que representaba la figura de Vic Tremaine. Su dedo se arqueó en el gatillo mientras su hermano sobresalía por encima de su hombro, empujándole contra la pared. Apenas quedaban dos centímetros entre él y la puerta. En cuanto Tremaine tocara la madera, todo habría acabado.
Fiske empezó a meter carpetas en su cartera.
—Me parece increíble. Primero dos negros que por poco se nos llevan por delante y ahora esto.
Tremaine y Rayfield se volvieron de golpe para mirarle.
—¿Cómo, dos negros? —dijeron al unísono. Fiske dejó un momento lo que estaba haciendo para mirarles.
—Entrábamos en el edificio y se nos han echado encima, han estado a punto de derribar a Susan.
—¿Qué aspecto tenían? —preguntó Rayfield casi sin voz, acercándose a Fiske. Tremaine se apartó de la puerta del lavabo.
—Ya le he dicho que eran negros. Uno de ellos parecía un exjugador de fútbol americano o algo así… ¿Te has fijado en lo alto que era, Susan? —ella asintió y consiguió por fin respirar—. Un hombre enorme. Y el que le acompañaba, otro gigante, metro noventa, dos metros por lo menos, aunque mucho más delgado. Corrían como alma que lleva el diablo, y no puede decirse que fueran unos jovencitos. Ya tendrían sus cuarenta y cinco o cincuenta.
—¿Se fijó en qué dirección tomaban? —preguntó Tremaine.
—Se han metido en un coche viejo y han salido por la calle principal en dirección al norte. Los coches no son mi fuerte, no entiendo de marcas y eso pero seguro que era un modelo antiguo. Verde, diría yo. —De pronto puso cara de asustado—. ¿No creerá que se trata del preso que se ha fugado?
Tremaine y Rayfield no respondieron porque habían salido ya volando. En cuanto oyeron que se abría la puerta y el sonido de las botas corriendo pasillo abajo, Fiske y Sara se miraron y seguidamente, como atados con la misma cuerda, se desplomaron en el sofá. A los dos se les ocurrió la misma idea y se abrazaron al mismo tiempo.
—Me alegra no haber tenido que disparar contra usted. Discurre más rápido si está vivo.
Levantaron la vista y vieron que Josh Harms, con una sonrisa en los labios, se metía la pistola en la cintura.
—Los dos somos abogados —dijo Fiske, intentando recuperarse, sujetando aún con fuerza a Sara.
—Ya se sabe que nadie es perfecto —dijo Josh.
Rufus apareció detrás de su hermano.
—Gracias —dijo en voz baja.
—Espero que ahora nos crea —dijo Fiske.
—Sí, pero no voy a aceptar su ayuda.
—Rufus…
—Hasta hoy, todos los que han intentado ayudarme han muerto. Menos Josh, y hace un momento nos hemos salvado por los pelos. No quiero más cargos de conciencia. Ustedes dos métanse en el avión que decían y desaparezcan ya de una vez.
—No puedo hacerlo. Era mi hermano.
—Haga lo que le dé la gana pero sin mí. —Se acercó a la ventana y observó como el jeep salía disparado en dirección norte. Hizo un gesto a Josh—: ¡Andando! A saber cuándo puede cogerles la venada de volver.
Se disponían a marcharse cuando Fiske cogió algo del bolsillo y se lo entregó a Rufus.
—Ahí tiene mi tarjeta. En ella encontrará el teléfono de mi despacho y de mi casa. Reflexione sobre lo que hace, Rufus. Solo no llegará a ninguna parte. Cuando se dé cuenta de ello, llámeme.
Quedó sorprendido al ver que Sara le cogía la tarjeta y escribía algo detrás. Se la pasó luego a Rufus.
—Le dejo los teléfonos de mi casa y mi coche. Llámeme a uno u otro, de día o de noche.
Aquella inmensa mano se acercó lentamente y cogió la tarjeta. Rufus se la metió en el bolsillo de la camisa. Un minuto después Sara y Fiske se encontraron solos. Se miraron de nuevo, agotados. Transcurrió un minuto antes de que Fiske rompiera el silencio.
—Tengo que admitir que hemos estado en un tris de tener que despedirnos de todo.
—No quiero tener que volver a hacerlo nunca más, John.
Sara fue tambaleándose hacia el lavabo.
—¿Adónde va?
Ella no se molestó ni en volver la cabeza.
—Al baño. A menos que quiera que vomite aquí mismo.