Chandler se paseaba por el piso de Michael Fiske. En aquellos momentos se había arrodillado para examinar la abertura que había practicado en el suelo el lanzamiento de la llave de tuercas de John. Si hubiera dado en el blanco, el misterio estaría resuelto. Se incorporó agitando la cabeza. Nunca era tan fácil. Sus hombres estaban dando los últimos toques al registro. Por todas partes se veían montoncitos de polvillo de carbón que parecían polvos mágicos y en cierta forma cumplían esta función. Tenían que recoger las huellas de Michael Fiske y eliminarlas. También deberían hacer lo mismo con las de su hermano. Puesto que John Fiske estaba colegiado en Virginia, sus huellas estarían registradas por la policía del estado de Virginia. Pensó que tendría que eliminar asimismo las de Sara Evans. Sin duda ella también había estado allí. Miró hacia el fondo del pasillo. ¿Tal vez en el dormitorio? De todas formas, sus investigaciones habían llegado a la conclusión de que los dos no eran más que buenos amigos.
Se había reunido con Murphy y sus ayudantes. Habían revisado los casos en los que estaba trabajando Michael. Nada les pareció destacable. Aquella línea de investigación iba a llevarles demasiado tiempo. Y podían morir otros.
La poca disposición de John a confiar en Chandler le había salido cara. Tal como aquel había intuido antes, este había dejado de pasarle información. Había jugado limpio, sin embargo, con los federales, transmitiendo sus descubrimientos a McKenna, incluyendo la información que acababa de recibir sobre la fuga de Rufus Harms y las llamadas de Michael Fiske al penal donde se encontraba este, a pesar de que el agente le caía mal. Incluso le había citado la desaparición del recurso. McKenna se lo había agradecido aunque no pudo ofrecerle nueva información por su parte. Cuando estaba pensando todo aquello oyó un sonido en la puerta y vio que entraba por ella el agente del FBI, tras identificarse al policía uniformado que esperaba fuera y ser incluido en la lista de los que se encontraban en el lugar del crimen, dedujo Chandler. El lugar del crimen. Algo así como mínimo, pensó.
—Trabaja usted hasta muy tarde, agente McKenna.
—Lo mismo digo. —La mirada del agente se paseó por el recinto, empezando por el centro y siguiendo hacia uno y otro lado, cuadrícula a cuadrícula.
—¿De modo que el director del FBI le ha metido un poco de prisa, o mucha, para que resuelva el caso?
—La misma que su jefe. En nuestra organización, uno gana doble prestigio si resuelve un delito para las noticias de la noche. —McKenna le dirigió una extraña sonrisa, como si sus labios no supieran cómo esbozarla, pues quedaron algo asimétricos.
Chandler se preguntaba si aquel hombre hacía a propósito lo de despistar a la gente. Como quiera que tenía un raro presentimiento sobre McKenna, Chandler había investigado discretamente sobre su carrera y había descubierto que era intachable en todos los aspectos. Le habían destinado al Departamento Metropolitano de Washington, donde había permanecido durante ocho años, después de su traslado desde el Departamento de Richmond. Antes de iniciar la carrera en el FBI, pasó un breve periodo en el ejército y luego acabó sus estudios. Desde aquellos momentos, McKenna se había ganado siempre el respeto de sus superiores. Chandler había descubierto también algo curioso: McKenna había rechazado una serie de ascensos que le habrían alejado del trabajo en la calle.
—Tiene suerte de que John Fiske no haya presentado aún una demanda contra usted. Aún puede hacerlo.
—Tal vez debería hacerlo —respondió McKenna, sorprendiéndole—. Yo, en su lugar, seguro que lo habría hecho.
—Se lo propondré —dijo Chandler en voz baja.
McKenna fue clavando miradas en la concurrencia, con el aire de absorber hasta el último detalle, como en una Polaroid, antes de volverse de nuevo hacia Chandler.
—¿Y usted qué papel juega, en definitiva? ¿El de asesor suyo?
—Hace tan solo un par de días que le conozco.
—Será que hace usted amistades con más rapidez que yo. —McKenna inclinó la cabeza ante Chandler—. ¿Le importa que eche un vistazo por ahí?
—Adelante. Intente no tocar nada que no tenga una buena capa de polvo para detectar las huellas.
McKenna avanzó con cuidado por la sala de estar. Se fijó en la grieta en el suelo.
—¿Fiske persiguiendo a su presunto atacante?
—En efecto. Aunque no sabía yo que fuera presunto.
—Lo es hasta que se demuestre lo contrario. Cuando menos, ese es mi método de trabajo.
Chandler cogió un chicle, se lo metió en la boca y empezó a mascar, lentamente y al mismo tiempo, las palabras del agente y la goma.
—Sara Evans me informó de que ella también vio a un hombre que salía del edificio y a Fiske persiguiéndole. ¿Eso no le basta?
—Una adecuada corroboración. Fiske tiene buena estrella. Yo que él, compraría un billete de lotería ahora que tiene la racha.
—No creo que perder a un hermano sea tener buena estrella.
McKenna se detuvo y fijó la vista en la puerta de la despensa, entreabierta, cubierta de polvillo detector de huellas.
—Me imagino que depende del color del cristal con que se mire.
—¿Qué demonios tiene usted contra él? Si apenas le conoce.
Los ojos de McKenna echaban chispas.
—Es cierto, inspector Chandler, pero voy a decirle algo: usted tampoco le conoce.
Chandler iba a replicar algo pero no se le ocurrió qué. En cierta manera, aquel hombre tenía razón. La idea se interrumpió en su mente al aproximarse a ellos uno de sus hombres.
—Hemos descubierto algo que supongo querrá ver, inspector Chandler.
Este cogió los papeles que le entregaba el técnico y les echó un vistazo. McKenna se acercó a él.
—Parece una póliza, de seguros —dijo McKenna.
—La hemos encontrado en un estante de la despensa. No guardaba allí nada de comida. La utilizaba para papeles. Declaraciones de renta, facturas y papeleo vario.
—Un seguro de vida valorado en medio millón de dólares —murmuró Chandler. Hojeó rápidamente los papeles, pasando por alto la jerga legal, hasta que llegó al último, donde figuraba la información específica.
—El seguro está a nombre de Michael Fiske.
De pronto el dedo de McKenna se clavó en el final de la página. Chandler palideció al leer la línea que el otro le señalaba con tanta imperiosidad.
—Y John consta como principal beneficiario. Los dos hombres se miraron.
—¿Y si damos una vuelta y le cuento mi teoría? —preguntó McKenna.
Chandler realmente no sabía qué hacer.
—Seré breve —añadió McKenna—. De hecho, creo que usted tiene algo parecido en la cabeza ahora mismo.
Chandler dudó un momento y luego encogió los hombros.
—Le concedo cinco minutos.
Los dos salieron a la acera, frente a la casa. McKenna encendió un cigarrillo y ofreció otro a Chandler. El inspector le mostró sus chicles.
—Tengo que escoger entre estar gordo o fumar. Como me gusta comer, ya ve.
Iniciaron un paseo por la oscura calle y McKenna empezó diciendo:
—He descubierto que Fiske no tiene coartada para la hora en que se supone que asesinaron a su hermano.
—Puede que sea un detalle que juegue a su favor. De haberlo asesinado él, habría buscado alguna.
—No estoy de acuerdo con ello por un par de razones. De entrada, probablemente nunca pensó que podía pasar a ser sospechoso.
—¿Con una póliza de seguro de vida de medio millón de dólares?
—Podría pensar que no íbamos a descubrirlo. Seguimos vías distintas. Él espera un poco y recoge su dinero.
—No sé, no sé. ¿Y la segunda?
—Suponiendo que tuviera la coartada perfecta, algo que no existe cuando se es culpable, en algún punto, en algún momento, de una u otra forma, habría aparecido un agujero. ¿Por qué preocuparse, pues? Fue poli y ahora es abogado. Nadie tiene que contarle nada sobre coartadas. No tiene una a mano y no tiene que inquietarse por si le explota en las narices. Por otro lado, cuenta con que todo el mundo llegará a la misma conclusión que usted, es decir, que de ser culpable habría improvisado una buena coartada.
McKenna aspiró profundamente el humo y volvió la vista hacia las pocas estrellas que se veían en el cielo.
—De todos modos, el móvil existe y la oportunidad, admitida por él mismo, también. He investigado su historial. Anda por Richmond hurgando en la mierda, defendiendo a la escoria. El tipo ni siquiera fue a la facultad de Derecho. Como mucho, llega a abogado de tercera. Más de treinta y cinco años, soltero, sin hijos, vive en un cuchitril… Demasiado amante de la soledad. Ah, y encima abandonó el cuerpo de policía en Richmond por un asunto algo turbio.
—¿A qué se refiere? —preguntó bruscamente Chandler.
—Dejémoslo en que se produjo un tiroteo del que, como única explicación, informaron del resultado: la muerte de un civil y de un agente de policía.
Chandler parecía afectado pero se recuperó.
—Entonces, ¿por qué aparece ofreciéndose como colaborador en la investigación?
—Otra tapadera. La respuesta del propio Fiske sería: «¿Cómo iba yo a apretar el gatillo si he estado dale que te pego intentado localizar al asesino de mi hermano?».
—¿Y eso cómo explica la muerte de Wright?
—¿Quién dice que tiene que explicarla? Usted mismo ha comentado que las dos muertes podrían no tener relación. Y suponiendo que la tuvieran, yo que Fiske insistiría en que sí la tienen. Ya lo ve, tiene coartada para la muerte de Wright.
«Otra vez, Evans», pensó Chandler.
—De modo que si creemos que los asesinatos están conectados, él se ve libre —siguió McKenna.
—¿Y Sara Evans? ¿Recuerda que dijo haber visto a un tipo huir del edificio en el que tenía el piso Michael Fiske? ¿Mentiría también ella?
McKenna se detuvo y lo mismo hizo Chandler. Aquel dio la última calada al cigarrillo y lo apagó haciendo girar el pie sobre la acera.
—Sara Evans también —dijo McKenna repitiendo la palabra de Chandler, mirando directamente a los ojos al inspector. Este agitó la cabeza.
—Vamos, McKenna.
—No estoy diciendo que haya participado en toda la trama. Lo que creo es que tal vez se siente atraída por Fiske y hace lo que él le dice.
—Acaban de conocerse.
—¿En serio? ¿Lo sabe de buena tinta?
—En realidad, no.
—Pues eso. La convence de que no ha hecho nada malo y de que alguien intenta tenderle una trampa.
—¿Por qué la tiene usted tomada con Fiske?
McKenna explotó:
—Tiene un pico de oro. Se presenta como el redentor, el defensor de la memoria de su hermano, y resulta que últimamente ni se relacionaban. Él y Evans pasan la noche del día después de haber aparecido el cadáver de su hermano haciendo vete a saber qué en casa de ella. Por algo tiene un arma. Ha metido la nariz en la investigación, lo que implica que está al corriente de todo lo que hacemos. No tiene coartada para la noche del crimen y hace cinco minutos hemos descubierto que con la muerte de su hermano cuenta con medio millón de dólares en su haber. ¿Qué demonios tengo que pensar yo? No me dirá que no se le ha disparado en el acto su radar de poli…
—De acuerdo, ya me ha expuesto su punto de vista. Puede que no haya sido lo suficientemente estricto con él. Primera norma, no confiar en nadie.
—Buena norma para seguir en esta vida. —McKenna hizo una pausa y luego añadió—: O para perder la vida.
Se alejó dejando a Chandler conmocionado, mirándole.