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Veinte minutos más tarde, Fiske y Sara llegaban al Aeropuerto Nacional, y ella dejó el coche en uno de los aparcamientos. Luego se dirigieron a la terminal.

—¿Seguro que podemos coger un vuelo? —preguntó Fiske.

—He contratado un avión privado para que nos lleve allí.

—¿Y por qué? ¿Sabe cuánto cuesta?

—¿Lo sabe usted, cuánto cuesta?

Fiske se sintió avergonzado.

—No, la verdad es que nunca he alquilado un puñetero avión. Pero tiene que valer un pico.

—Unos dos mil doscientos dólares ida y vuelta a Blacksburg. He exprimido mi tarjeta de crédito.

—Ya pondré yo mi parte como pueda.

—No tiene ninguna obligación de hacerlo.

—No me gusta deberle nada a nadie.

—¡Qué bien! Seguro que se me ocurren muchísimas formas de compensación. —Sonrió.

Unos minutos después se acercaban al bimotor Falcon 2000 situado en una de las pistas. Fiske observó cómo un 737 atestado de pasajeros avanzaba con aire pesado por la pista principal y enseguida despegaba con elegancia. Dominaba la atmósfera el nauseabundo olor a combustible y el irritante zumbido de los motores.

Sara y Fiske subieron la escalerilla del grácil Falcon, donde fueron recibidos por un hombre de más de cincuenta años, de pelo blanco, delgado y nervudo. Se presentó como Chuck Herman, el piloto. Herman levantó la vista hacia el cielo.

—El plan del vuelo es correcto aunque vamos a retrasarnos algo en el despegue. Ha habido unas demoras por culpa de unos problemas técnicos en la torre de control y lo estamos pagando todos.

—Vamos con el tiempo justísimo, Chuck —dijo Sara.

Cuanto más tarde llegaran, menos posibilidades tendrían de encontrar a alguien que pudiera ayudarles. Además, ella no podía volver a retrasarse a la mañana siguiente en el trabajo.

Herman miró su avión con orgullo.

—No hay que preocuparse. Se trata de un vuelo de setenta minutos y si hace falta, puedo apretar el acelerador.

Pasaron todos a la cabina y Herman les señaló unos cómodos asientos para instalarse.

—Lo siento pero en tan poco tiempo no he podido encontrar ningún auxiliar de vuelo. ¿Les apetece algo?

—Una copa de vino blanco —dijo Sara.

—¿Y usted, John? ¿Le sirvo algo? —Fiske negó con la cabeza—. Hay comida en la nevera. Sírvanse ustedes mismos.

A los diez minutos del despegue, el vuelo iba como una seda, como si se deslizaran en canoa por un tranquilo estanque. Sara se desabrochó el cinturón y miró a Fiske. Él observaba la puesta de sol a través de la ventana.

—¿Preparo algo para comer? Tengo que contarle una serie de detalles interesantes.

—Yo también.

Fiske se desabrochó también el cinturón, la siguió y se sentó frente a una mesa, observando cómo Sara preparaba unos bocadillos.

—¿Café?

Fiske asintió.

—Me da que va a ser una noche muy larga.

Cuando hubo terminado la preparación, Sara sirvió el café. Se instaló frente a Fiske y miró el reloj.

—El vuelo es tan corto que apenas tenemos tiempo. No hay alquiler de coches en el aeropuerto de Blacksburg. Claro que podemos coger un taxi para ir a alquilar uno.

Fiske tomó un bocado y un sorbo de café.

—Ha mencionado algo que ha ocurrido en la fiesta.

—He tenido unas palabras con la magistrada Knight. —Le contó el incidente. Seguidamente, Fiske le habló de su encontronazo con Knight.

—Una mujer difícil de entender —comentó Fiske.

—¿Algo más?

—McKenna me ha preguntado si tenía coartada para la hora en que fue asesinado mi hermano.

—¿En serio?

—Y no tengo ninguna, Sara.

—Cualquiera diría que todo el mundo cree que usted mató a su hermano. ¿Y eso cómo encajaría con la muerte de Steven?

—Suponiendo que las dos muertes estén relacionadas.

—¿Y tiene McKenna alguna teoría sobre su posible móvil?

Fiske dejó la taza sobre la mesa. Le pareció positivo oír la opinión de otra persona.

—No, pero existe uno perfecto.

Ella, sorprendida, dejó también la taza.

—¿Cuál?

—Hoy he descubierto que Mike había contratado un seguro de vida y yo figuraba en él como beneficiario. ¿No le parece eso un móvil de primera?

—Pero acaba de decir que lo ha descubierto hoy.

—¿Y piensa de verdad que McKenna se lo creerá?

—Es curioso…

Fiske ladeó la cabeza.

—¿Qué?

—La magistrada Knight ha dicho algo así como que la mayor parte de homicidios los cometen los familiares y que yo no tenía que confiar en nadie, sin duda, refiriéndose a usted.

—¿Sabe si ha tenido alguna relación con el ejército?

Sara estuvo a punto de soltar una carcajada.

—No, ¿por qué?

—No, se me había ocurrido que podía tener algo que ver con Rufus Harms.

Sara sonrió.

—Y ahora que hemos sacado el tema, ¿qué me dice del senador Knight? Él sí podría haber tenido relación con el ejército.

—Pues no. Recuerdo que durante su primera campaña para el Senado leí en los periódicos de Richmond que le habían declarado inútil para el servicio militar. Su adversario político en aquel momento era un héroe de guerra que intentó sacar tajada del hecho de que Knight no sirviera a su país. Pero salió a la luz que había colaborado en los servicios secretos, de forma brillante por cierto, y no pudieron echarle nada en cara.

Fiske movió la cabeza con gesto de frustración.

—Esto es inútil. Nos estamos emperrando en la cuadratura del círculo. —Aspiró profundamente—. Ojalá Rider pueda ayudarnos.

El hombre vestido con un mono de trabajo empujaba el carrito de la limpieza por el pasillo y se detuvo frente a un despacho en la puerta del cual, pintado con plantilla en el cristal esmerilado, se leía: «Samuel Rider, Abogado». El hombre agachó la cabeza y miró a uno y otro lado aguzando el oído. El edificio era pequeño y el despacho de Rider era uno de los seis que se encontraban en la segunda planta. A aquellas horas se veía poca gente, tanto en la ciudad como por allí.

Josh Harms llamó a la puerta y esperó. Llamó de nuevo, un poco más fuerte. Había dejado a Rufus en la camioneta, que había aparcado en un callejón mientras hacia un reconocimiento del terreno. Descubrió el armario del material de la limpieza y aprovechó la ocasión por si aparecía alguien. Volvió a llamar a la puerta, esperó unos minutos más, frunció los labios y silbó flojito. Veinte segundos después apareció Rufus, que le había estado siguiendo en la oscuridad. Él no llevaba el mono de uniforme; no había encontrado ninguno de su talla en el armario.

Josh sacó el instrumental y en unos segundos se encontraron en el vestíbulo del despacho.

—Hay que actuar a todo correr. Puede aparecer alguien —dijo Josh. Llevaba una pistola cargada en el interior del cinturón.

—Yo inspecciono por aquí y tú entras en el despacho de Samuel y empiezas allí.

Rufus empezó por un archivador, enfocando en él la linterna que había cogido de la camioneta. Josh entró en el despacho de Rider. Lo primero que hizo, después de echar un vistazo a la calle, fue correr las cortinas. Sacó también su linterna y empezó la inspección. Topó con el cajón cerrado con llave y lo descerrajó. Soltó un leve silbido al entrar en contacto con un paquete pegado con cinta adhesiva a la parte inferior del cajón. Asomó la cabeza por la puerta:

—Ya lo tengo, Rufus.

Su hermano entró en el acto y cogió los papeles. Los fue revisando bajo la luz de la linterna.

—Todavía no me has contado cómo pueden salvarte el pellejo cuatro papelotes.

—Aún no lo sé muy bien, pero prefiero tenerlos a no tenerlos.

—Pues habrá que salir zumbando de aquí antes de que alguien decida «tenernos» a nosotros.

Apenas habían llegado al vestíbulo cuando oyeron pasos; por el ruido, dos personas. Enseguida se miraron. Josh sacó la pistola y le quitó el seguro.

—Pasma. Saben que estamos aquí.

Rufus le miró negando con la cabeza.

—No es la pasma. Ni el ejército. No circula nadie por el edificio. De ser ellos, habrían llegado con las sirenas a todo meter y ahora estaríamos oyendo el sonido de los cristales rotos por las granadas de gas que entrarían por la ventana. Ven.

Rufus le llevó al despacho y cerró la puerta sin hacer ruido. No tenían más remedio que esperar.