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El senador Knight saludó efusivamente a Fiske y Sara cuando entraron en el vestíbulo. En el interior de la casa vieron a toda la élite política y empresarial de la capital de la nación.

—Me alegra que haya podido venir, John —dijo Jordán Knight, estrechándole la mano—. Sara, está usted encantadora, como siempre. —Le dio un abrazo y los dos intercambiaron un beso en la mejilla.

Fiske volvió la cabeza hacia Sara. Se fijó en que ya no llevaba el traje chaqueta y que se había puesto un vestido de verano de tonos pastel que hacía resaltar su bronceada piel. Se había quitado el moño y la cabellera enmarcaba su rostro, dándole más atractivo.

Notó la mirada de Fiske y este la apartó en el acto, violento, aceptando la copa que les ofrecía uno de los camareros. Sara y Jordán Knight hicieron lo mismo.

Jordán echó una ojeada al entorno, con un aire también algo violento.

—Soy consciente de que no es ni muchísimo menos el día ideal para una celebración. —No apartó la vista de Sara al hablar—. Estoy segura de que Beth opina lo mismo aunque no quiera admitirlo.

«¿Seguro?», pensó Fiske.

Jordán señaló con la copa a un anciano que iba en silla de ruedas y bajó el tono para decir:

—Por desgracia, Kenneth Wilkinson no permanecerá mucho tiempo entre nosotros. No hay que olvidar, sin embargo, que es un luchador y que puede enterrarnos a todos. Ha vivido una existencia larga y ejemplar. Ha sido mi mentor y amigo. Lo positivo que pueda tener yo se lo debo a él.

—¿No fue él quien le presentó a su esposa? —preguntó Sara.

—Otra de las razones que me hacen estar en deuda con él.

Fiske observó el trabajo metódico de Elizabeth Knight en la sala, refinado y elegante como el de un experto en política. Inspeccionó la concurrencia y no vio ni rastro de Ramsey o Murphy. Se preguntó si habían boicoteado la fiesta. Comprobó la presencia de otros magistrados, a los que vio nerviosos e incómodos. El miedo a que un loco quiera incluir tu cabeza en su lista de trofeos puede provocar esa reacción.

Detectó a Richard Perkins rondando al fondo. Por todas partes se veían agentes de seguridad armados y a Fiske se le ocurrió que el tema básico de la velada serían los dos funcionarios asesinados. Aguzó la vista al observar a Warren McKenna al acecho entre la concurrencia, cual tiburón en busca de carne fresca.

—Los dos forman una pareja ideal —dijo Sara.

Jordán Knight acercó su copa a la de ella.

—Eso creo también yo.

—¿Nunca se ha planteado su esposa dedicarse a la política? —preguntó Fiske.

—Es magistrada del Tribunal Supremo, John. Un cargo vitalicio —exclamó Sara.

Fiske mantuvo la vista fija en Jordán.

—No creo que fuera el único caso en la historia en que alguien abandona el Tribunal para dedicarse a otra actividad.

Jordán estudió a fondo su rostro.

—Pues no, John. Y de hecho, en esos años Beth y yo hemos hablado sobre el tema. Yo no pienso quedarme para siempre en el Senado. Poseo un rancho de dos mil quinientas hectáreas en Nuevo México. No me cuesta nada imaginar pasándome ahí la última etapa de mi vida.

—¿Y qué tal vez su esposa se convierta en senadora de Virginia?

—Nunca me las doy de saber lo que va a hacer Beth. Es algo que añade la saludable sal y pimienta a nuestro matrimonio. —Sonrió ante su propio comentario y Fiske se vio obligado a hacer lo mismo.

Sara estaba alzando la copa cuando se le ocurrió algo.

—¿Podría hacer una llamada, senador?

—Utilice el teléfono de mi estudio, Sara. Estará más cómoda.

Miró a Fiske pero no le dijo nada. Cuando se hubo marchado, Jordán comentó:

—¡Es tan joven!

—No se lo discuto —dijo Fiske.

—Como hace tiempo que trabaja con Beth, la he ido conociendo. Casi podría decir que he adoptado el papel de padre con ella. Le espera un futuro muy brillante.

—Tiene en su esposa el modelo ideal. —Fiske estuvo a punto de atragantarse al decir aquello.

—El mejor del mundo. Beth nunca hace nada a medias.

Fiske reflexionó un momento sobre el comentario.

—Sé que su esposa es una persona con empuje, pero creo que sería aconsejable que olvidara algo de su agenda hasta que se haya resuelto el caso. No es cuestión de ponérselo fácil a un maníaco, por ejemplo.

Jordán lo observó por encima de la montura de sus gafas.

—¿Cree de verdad que los magistrados podrían correr peligro?

Fiske estaba convencido de que no, pero no iba a decírselo a Jordán. Suponiendo que él y Sara estuvieran equivocados en sus conclusiones, no quería que nadie bajara la guardia.

—Digamos que, si le ocurriera algo a su esposa, a nadie le importaría mucho lo que yo creyera.

El rostro de Jordán palideció lentamente.

—Comprendo.

Fiske se dio cuenta de que el hombre establecía sus distancias.

—No voy a robarle más tiempo. Siga con el buen trabajo que le caracteriza.

—Gracias, John, eso intento.

El senador Knight se fue hacia otros invitados. A Fiske se le ocurrió que no hacía falta que cumplimentara a la concurrencia pues probablemente su esposa ya había cumplido con los de más peso.

Desde el estudio de Jordán Knight, Sara recuperó los mensajes de su contestador. Había olvidado hacerlo antes y esperaba tener noticias de George Barker, el director del periódico del pueblo donde había nacido Rufus Harms. Soltó un suspiro de alivio al escuchar la voz grave del anciano en la cinta. Le pareció algo contrito.

Cogió una hoja del bloc de notas que encontró sobre la mesa y escribió: Samuel Rider. George Barker le había dejado únicamente aquel nombre; al parecer, después de veinticinco años era la única información que tenía en su archivo. Tendría que buscar enseguida la dirección y el número de teléfono del despacho de Rider. Levantó la vista y vio cómo hacerlo. En las estanterías que tenía delante figuraban los volúmenes de Martindale-Hubbell, la guía oficial de la abogacía, que contenían el nombre, la dirección y el número de teléfono de prácticamente todos los abogados colegiados del país. Estaba dividida en estados y condados y Sara decidió optar de entrada por las jurisdicciones locales. Cogió el índice de Virginia y localizó el nombre de Samuel Rider. En la página indicada encontró una breve reseña biográfica de Rider. A principios de los setenta había trabajado en el Tribuna Central Militar. Aquel tenía que ser el hombre que buscaba.

Marcó el número de su despacho pero no recibió respuesta. Llamó a información para pedir el número de su residencia y constató que no figuraba. Colgó con una gran sensación de frustración. Tenía que hablar con aquel hombre. Reflexionó un momento. Disponía de poco tiempo, de modo que solo tenía una forma de resolverlo. Encontró sobre la mesa una guía que le sirvió para buscar un número. En unos minutos lo tuvo todo dispuesto. Al cabo de dos horas, ella y Fiske podían salir. Con un poco de suerte estarían de vuelta a primera hora de la mañana siguiente.

Cuando abrió la puerta del estudio para salir, se encontró con Elizabeth Knight ante ella.

—Jordán me ha dicho que estaba aquí.

—Tuve que hacer una llamada.

—Comprendo.

—Vuelvo a la fiesta.

—Tengo que hablar con usted a solas un momento, Sara.

Elizabeth Knight le indicó que entrara otra vez en el estudio y en cuanto hubieron entrado las dos cerró la puerta. La magistrada llevaba un sencillo vestido blanco, un mínimo toque de maquillaje y un delicado collar de zafiros. El blanco realzaba aún más la palidez de su piel. Sin embargo, la morena cabellera suelta destacaba en un fondo tan claro. A Sara se le ocurrió que Elizabeth Knight, cuando se lo proponía, resultaba muy atractiva. Al parecer seleccionaba minuciosamente las ocasiones, Pero en aquellos instantes se la veía terriblemente incómoda.

—¿Algún problema? —preguntó Sara.

—No me gusta nada meterme en la vida personal de mis ayudantes, Sara, se lo digo sinceramente, pero cuando esta afecta la imagen del Tribunal considero que es mi deber intervenir.

—Creo que no lo entiendo.

Knight organizó sus ideas. Desde el instante en que se dio cuenta de que había condenado a muerte, sin tener conciencia de ello, a Steven Wright, estaba con los nervios destrozados. Tenía ganas de arremeter contra alguien, incluso sin ninguna razón. No estaba habituada a hacer algo así pero Sara Evans la había disgustado. Y era una persona que le importaba mucho. Así pues, sobre la joven iba a recaer la ira de la magistrada.

—Es usted una mujer muy inteligente. Una joven muy atractiva e inteligente.

—Creo que sigo sin…

El tono de Knight cambió.

—Le estoy hablando de usted y de John Fiske. Richard Perkins me ha informado de que esta mañana les ha visto salir juntos de su casa.

—Con el debido respeto, magistrada Knight, ese es un asunto personal.

—Es mucho más que un asunto personal, Sara, pues da una imagen negativa del Tribunal.

—La verdad es que no veo por qué.

—Vamos a ver si se lo aclaro yo. ¿No cree usted que se vería afectada la fama de la institución si se hiciera público que una de sus funcionarias se había acostado con el hermano de su colega asesinado, justamente el día inmediatamente posterior a que descubrieran su cadáver?

—Yo no me he acostado con él —dijo Sara en tono convincente.

—Eso tampoco tiene tanta importancia. La opinión pública se rige más por la imagen que por los hechos, sobre todo en esta ciudad. Supongamos que un periodista les haya visto a usted y a Fiske esta mañana salir de su casa, ¿qué titular cree que escogerá? Y aun en el caso de que se base en los hechos reales de la observación del periodista, ¿cómo cree que va a leerlo el público en general? —Al no responder Sara, Knight siguió—: Ahora mismo, no creo que necesitemos más complicaciones, Sara. Tenemos ya bastantes a las que hacer frente.

—Creo que eso no me lo había planteado nunca.

—Pues es exactamente lo que tiene que hacer si no quiere conformarse con una carrera mediocre.

—Lo siento. No repetiré el error.

Knight la miró muy seria y luego abrió la puerta.

—Más le vale.

Al pasar Sara junto a ella, Knight añadió:

—Y hasta que no se haya descubierto al asesino, le aconsejo que no confíe en nadie. No sé si sabe que un considerable porcentaje de asesinatos los cometen los familiares.

Sara se volvió hacia ella, atónita.

—No me estará insinuando…

—No estoy insinuando nada —respondió Knight, tajante—. Simplemente me limito a citar un dato. Puede hacer con él lo que le plazca.

Fiske, aburrido, daba vueltas por el salón cuando notó que tenía a alguien al lado.

—Quería hacerle una pregunta.

Fiske volvió la cabeza. El agente McKenna le estaba mirando.

—Oiga, McKenna, me estoy planteando en serio poner una demanda contra usted, de modo que haga el favor de dejarme en paz.

—Yo me limito a cumplir con mi trabajo. Y eso, ahora mismo, implica saber dónde estaba usted en el momento en que mataron a su hermano.

Fiske apuró la copa de vino y luego miró a través de los ventanales.

—¿No ha olvidado algo?

—¿Qué?

—Que todavía no se ha determinado la hora exacta de la muerte.

—Va un poco rezagado en la investigación.

—¿En serio? —preguntó Fiske, algo sorprendido.

—Entre las tres y las cuatro de la madrugada del sábado. ¿Dónde se encontraba usted entonces?

—¿Se sospecha de mí?

—Cuando se convierta usted en un sospechoso, se lo comunicaré.

—Estuve trabajando en mi despacho de Richmond aproximadamente hasta las cuatro el sábado. Y ahora va a preguntarme si alguien puede corroborar la información, ¿verdad?

—¿Puede hacerlo alguien?

—No. Pero aquella mañana, hacia las diez pasé por la lavandería.

—Richmond queda a dos horas de Washington en coche. Tenía tiempo suficiente.

—O sea que, según usted, yo me desplacé en coche a Washington, maté a mi hermano a sangre fría, arrojé su cadáver en un barrio mayoritariamente negro, con tanta pericia que nadie me vio hacerlo, volví a Richmond y me fui a lavar la ropa interior. ¿Y el móvil? —en cuanto hubo pronunciado la última frase, se le hizo un nudo en la garganta. Tenía el móvil perfecto: quinientos mil dólares en un seguro de vida. ¡Mierda!

—El móvil siempre puede aparecer más tarde. Lo que no posee es una coartada, lo que significa que pudo cometer el asesinato.

—¿De modo que cree que también maté a Wright? Recuerde que dijo a los magistrados que creía que existía una relación entre los dos asesinatos. Para ese sí tengo coartada.

—El hecho de que yo dijera algo no implica que sea verdad.

—¡Fantástico! ¿Aplica la misma filosofía a la declaración de un testigo?

—He descubierto que en el curso de una investigación no siempre es bueno enseñar todas las cartas. Puede que los dos asesinatos no tengan relación alguna, y eso significa que la coartada que tiene para el asesinato de Wright no quiere decir nada.

Mientras Fiske observaba cómo McKenna se alejaba, una sensación inquietante recorrió su espina dorsal. ¡Tan estúpido sería McKenna como para intentar acusarle del asesinato de su hermano! ¿Y por qué no se le habían comunicado los resultados de la autopsia que determinaban la hora de la muerte de su hermano? Fiske respondió en el acto a aquellas preguntas: se había cortado el canal de información procedente de Chandler.

—¿John?

Fiske se volvió y se encontró frente a Richard Perkins.

—¿Tiene un minuto? —le preguntó el hombre, inquieto. Los dos se fueron hacia una esquina. Perkins miró por la ventana un momento como si tuviera que preparar lo que iba a decir—. Llevo tan solo dos años como jefe de policía del Tribunal Supremo. Un cargo importante, de prestigio, que conlleva pocas tensiones y compensa económicamente. Tengo que supervisar a unos doscientos empleados, desde los barberos hasta los agentes de policía. Antes de llegar aquí trabajé en el Senado, incluso pensé que iba a jubilarme allí, pero surgió esta oportunidad…

—Una buena carrera —comentó Fiske, aunque preguntándose por qué le estaba contando todo aquello.

—Pese a que el asesinato de su hermano no haya tenido lugar en nuestro edificio, considero que es mi responsabilidad la seguridad de todos los que trabajan en el Tribunal. Ahora, con la muerte de Wright, me siento inseguro. No estoy acostumbrado a abordar casos de tanta envergadura. Lo mío son las cuestiones relacionadas con las nóminas y la supervisión del funcionamiento burocrático y de pronto me encuentro inmerso en la investigación de un homicidio.

—Tiene a Chandler, que es un experto en la cuestión. Además, en el caso trabaja también el FBI. —Fiske estuvo a punto de morderse la lengua al decir aquello. Perkins captó el detalle.

—Parece que el agente McKenna tiene algo contra usted. ¿Se conocían ustedes?

—No.

Perkins se miró las manos.

—¿Piensa usted que nos encontramos ante algún loco con afán de venganza?

—Queda dentro del abanico de posibilidades.

—¿Y por qué precisamente ahora? ¿Por qué ha escogido como blanco a los funcionarios? ¿Por qué no a los magistrados?

—U otro personal del Tribunal.

—¿A qué se refiere?

—Usted también podría correr peligro, Richard.

Perkins puso cara de asombro.

—¿Yo?

—Usted es el jefe de seguridad. Si la persona en cuestión pretende ir eliminando gente a su antojo, se está burlando de la seguridad del Tribunal. Se está burlando de usted.

Perkins pareció considerar el comentario.

—¿De modo que considera que las dos muertes están relacionadas?

—Si no lo están, se trata de una solemne coincidencia. Y francamente, esas coincidencias no suelen darse.

—¿Y Chandler también?

—Quizás. Estoy convencido de que le mantendrá informado.

Mientras Perkins se alejaba, surgió Elizabeth Knight, avanzando con decisión. Daba la impresión de que los reunidos allí se apartaban de forma automática a su paso.

Fiske notó una mano en el hombro.

—Nos vemos dentro de diez minutos fuera del edificio.

Era la voz de Sara, pero cuando él se volvió ya se había confundido entre los asistentes.

Con gesto de frustración, echó otra ojeada a su entorno y se fijó de nuevo en la actuación de Elizabeth Knight. Pensó que probablemente ya no se acordaba de que Wilkinson estaba allí. En la fiesta que había organizado ella. Sin embargo, le sorprendió muchísimo comprobar que se acercaba al anciano e intercambiaba unas palabras con él. Observó que conducía su silla de ruedas hacia la iluminada y vacía terraza y que una vez allí, se arrodillaba junto a él y, cogiéndole la mano, seguía la conversación.

Fiske siguió en su sitio pero al cabo de poco no pudo reprimir el impulso de dirigirse a la terraza. Elizabeth Knight levantó la vista y se incorporó rápidamente.

—Siento interrumpir, pero tengo que marcharme y quería saludar al juez Wilkinson.

Knight se retiró un poco y Fiske se presentó a Wilkinson. Le estrechó la mano y le felicitó por su larga carrera en el servicio público. Cuando volvía de nuevo a la sala, Knight lo detuvo.

—Me imagino que se va con Sara.

—¿Le crea eso algún problema?

—Supongo que es cosa suya.

—¿Cómo tengo que tomármelo?

—A Sara le espera un maravilloso futuro. Pero los pequeños detalles a veces pueden perjudicar una carrera con grandes perspectivas.

—Mire, magistrada Knight, tengo la impresión de que tiene usted un gran problema conmigo pero no acierto a ver cuál.

—Yo no le conozco, señor Fiske. Por poco que se pareciera a su hermano tal problema no existiría.

—Yo no me parezco a nadie. Intento no compararme con los demás ni hacer grandes suposiciones. Que por otra parte suelen fallar.

Knight parecía desconcertada pero dijo:

—En realidad estoy de acuerdo con usted.

—Me alegra que coincidamos en algo.

—De todas formas, a Sara sí la conozco y es una persona que me preocupa mucho. Si alguno de sus actos tiene alguna consecuencia negativa para ella y, por extensión para el Tribunal, le diré que está usted en lo cierto, que el problema existe.

—Oiga, a mí lo único que me preocupa es encontrar al asesino de mi hermano.

Ella le miró de hito en hito.

—¿Está seguro de que es lo único?

—Y si no lo fuera… no sé si sabe usted que estamos en un país libre. Fiske creyó ver un amago de sonrisa en su rostro. Knight cruzó los brazos.

—No parece que le intimide el Tribunal Supremo, señor Fiske.

—Si me conociera un poco, comprendería por qué.

—Quizás debería proponerme descubrir algo sobre usted. Si es que no me lo ha propuesto ya.

—Eso podría convertirse en un toma y daca.

A Knight se le ensombreció la expresión.

—La confianza es una cosa, señor Fiske, y la falta de respeto otra muy distinta.

—También creo que es una cuestión de toma y daca.

—Espero que comprenda mi preocupación por Sara. Es sincera.

—No lo pongo en duda.

Iba a marcharse pero le miró de nuevo diciendo:

—Su hermano era una persona como hay pocas. De una gran inteligencia, un analista consumado de los temas legales.

—Era realmente único.

—Y dicho eso, no estoy segura de que fuera el abogado más hábil de la familia.

Knight se alejó dejándole perplejo. Se quedó un par de minutos pensando en las últimas palabras de ella. Luego salió de la terraza y bajó con el ascensor al vestíbulo. Miró a uno y otro lado pero no vio a Sara. Oyó un claxon y la localizó ante la puerta en su coche. Se metió en él y le preguntó:

—¿A dónde vamos?

—Al aeropuerto.

—¿Cómo?

—Nos vamos a ver al señor Samuel Rider.

—¿Y quién es el señor Samuel Rider?

—El abogado de Harms. Me llamó Barker para decírmelo. He buscado su nombre en la guía. Tiene el despacho en las afueras de Blacksburg, a un par de horas de la cárcel. He intentado hablar con el despacho pero no contestan. Y su teléfono particular no figura en la guía.

—¿Y por qué vamos en avión?

—Solo disponemos de la dirección del despacho. Para cuando lleguemos allí, se habrá hecho tarde y lo más seguro es que no lo encontremos. No es una gran ciudad: seguro que encontramos a alguien que nos da su dirección o como mínimo su teléfono particular. Por otra parte, si realmente está implicado, puede estar en peligro. Y si le ocurre algo, puede que nunca descubramos la verdad.

—¿O sea que cree que es el que llamó al Tribunal? ¿El que presentó el recurso?

—No apostaría en contra.