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Josh Harms supuso que la policía estaría vigilando las carreteras secundarias, por lo que adoptó la táctica poco corriente de coger la autopista. Estaba anocheciendo y con las ventanillas cerradas no había problema; a una patrulla le costaría mucho ver el interior del vehículo. Pero a pesar de todas las precauciones era consciente de que iban directos a la catástrofe.

Le parecía curioso que su hermano, después de haberlas pasado tan canutas, pudiera pensar en hacer lo correcto, exponiéndose a perder la vida o a perder una libertad que de entrada nunca habrían tenido que arrebatarle. Por un lado maldecía a Rufus y por otro le admiraba. La forma como se planteaba Josh la vida no tenía muchos secretos: era él contra todos los demás. No andaba buscando pelea, pero se le encendía la bombilla cuando detectaba que alguien quería pisotearle. Era consciente de que había vivido tanto tiempo por milagro.

De todas formas pensaba que debía admirar a alguien como Rufus, a una persona que hacía frente a todo aquello, a los que no querían ver que se cambiara un ápice del mundo pues se encontraban arriba. ¿Puede que la verdad te haga libre, Rufus?, pensó. De pronto, por el rabillo del ojo vio algo en el retrovisor que le movió a empuñar el arma que tenía a punto.

—¡Rufus —gritó a través de la ventana que conectaba con la caravana—, se ha presentado un problema!

Vio el rostro de Rufus en la ventana.

—¿De qué se trata?

—¡Al suelo! ¡Al suelo! —le advirtió Josh. Miró de nuevo el coche patrulla en el retrovisor—. Nos han adelantado dos veces y ahora se han quedado atrás.

—¿Has acelerado?

—No he llegado al límite.

—¿Algún problema con la camioneta? ¿No llevas luces atrás?

—¿Crees que soy tonto o qué? La camioneta está impecable.

—¿Qué será entonces?

—Oye, Rufus, que hayas pasado tantos años en la cárcel no implica que el mundo haya cambiado. Habrán visto a un negro con un vehículo que tiene muy buena pinta en una autopista de noche. La pasma pensará que lo he robado o que estoy traficando con drogas. Joder, ir a por leche a una tienda puede convertirse en una aventura. —Miró de nuevo el retrovisor—. Creo que está a punto de pararnos.

—¿Qué vamos a hacer? Yo no puedo esconderme aquí atrás.

Josh no apartó la mirada del espejo ni al hacer deslizar el arma bajo el asiento.

—Pues sí, de un momento a otro se encenderá la luz y estamos perdidos. Túmbate en el suelo y tápate con el toldo, Rufus. ¡Pero ya!

Josh se encasquetó bien la gorra de béisbol, de forma que sobresaliera tan solo de ella el pelo blanco de las sienes. Echó la barbilla hacia delante y sacó el labio inferior, para dar la impresión de no tener dientes. Abrió la guantera, cogió unos cuantos chicles y se los metió en la boca para simular unas mejillas algo más hinchadas. Se sentó tan abajo como pudo. Bajó luego el cristal, sacó el brazo e hizo gesto al coche patrulla para que se detuviera en el arcén. Él también se apartó del carril y paró la camioneta. El coche patrulla se paró detrás de la camioneta, soltando destellos azules en la oscuridad.

Josh esperó en la camioneta. Siempre es mejor dejar que los de azul vayan a ti; ni un movimiento brusco. Parpadeó cuando el reflector del coche patrulla se proyectó en el retrovisor. La típica táctica de la poli para desorientarle a uno, pensaba Josh. Oyó el crujir de las botas en la gravilla. Veía mentalmente al agente que se le acercaba con la mano en el arma, la vista fija en la puerta.

En el pasado, en tres ocasiones la policía le había parado y Josh había oído el ruido de los cristales rotos en el momento en que la porra pegaba contra una de las luces traseras. Y aquello le había costado un atestado por infracción del código. Todo para chincharle, para comprobar si hacía algo que le costara un tiempo en la sombra. Pero nunca había funcionado.

«Sí, agente, no, agente, señor agente», a pesar de que lo que deseaba era atizarle hasta dejarle inconsciente.

Como mínimo, nunca le habían metido drogas en el coche para inculparle. Precisamente tenía a unos colegas en la cárcel que se habían comido aquel marrón.

—Pelea —le decía siempre Louise, su ex.

—¿Que pelee contra qué? —replicaba él—. Hasta contra Dios podría pelear y tampoco sacaría nada.

Al no oír ya los pasos, Josh miró por la ventanilla.

El agente clavó la vista en él. Josh notó que era hispano.

—¿Qué ocurre? —preguntó el agente.

Con la mejilla abultada por la bola de chicle, Josh respondió arrastrando las sílabas.

—Para Lusana… —dijo, señalando la carretera—. ¿Este camino?

El desconcertado policía cruzó los brazos.

—¿A dónde dice que quiere ir?

—A Lusana. Baton Rous.

—¿A Baton Rouge, Luisiana? —el agente se echó a reír—. Queda un poco lejos.

Josh se rascó la nuca y echó un vistazo a uno y otro lado.

—Ahí están mis chicos… Llevan tiempo sin ver al viejo.

El agente cambió de expresión.

—Ah, vale.

—Un tipo me ha dicho que coja por ahí…

—Pues el tipo no se lo ha explicado bien.

—¿No sabrá, usted, señor agente, por dónde pillo?

—Claro, podría seguirme usted, pero yo voy a parar antes.

Josh le miró a los ojos.

—Mis hijos… Tienen que ver al viejo… ¿Va a ayudarme?

—Bueno, en realidad estamos cerca de la salida que debe tomar usted para ir ahí. Me sigue hasta ella y ya estará en el camino. Luego pregunta a alguien más. ¿Le parece bien?

—Estupendo. —Josh se tocó la visera.

El agente iba a volver al coche patrulla cuando se fijó en la caravana. Al iluminar la ventana vio las cajas apiladas.

—¿Le importa que eche un vistazo a la caravana?

Josh ni siquiera parpadeó, pero hizo deslizar un poco la mano hacia la parte delantera del asiento, donde tenía el arma.

—Claro que no.

El agente se situó atrás y abrió la puerta. Se encontró con una pared de cajas. Tras la pila, Rufus acurrucado bajo el toldo en la oscuridad del recinto.

—¿Qué lleva ahí? —gritó el policía.

—Comida —respondió Josh, asomando por la ventana.

El agente abrió una de las cajas, cogió una lata de sopa, abrió otra, agitó un paquete de galletas, lo dejó otra vez en su sitio y cerró luego la ventana de la caravana. Se acercó a la ventanilla del conductor.

—Mucha comida. El viaje no es tan largo…

—Pregunté a los chavales qué les llevaba. Dijeron comida.

El agente parpadeó.

—Me parece un gesto loable. Dice mucho de usted.

—¿Tiene usted hijos?

—Dos.

—Vaya.

—Que tenga usted buen viaje. —El agente volvió hacia el coche.

Josh cogió la carretera después que lo hiciera el coche patrulla.

Rufus asomó la cabeza por la ventana de la caravana.

—He sudado la gota gorda ahí atrás.

Josh sonrió.

—Hay que tomarlo con calma. Vas de bobo y te empapelan. Te las das de educado, piensan que les estás camelando y te la montan. Pero si te ven pureta y torpe pasan de ti.

—De todas formas nos hemos salvado por los pelos, Josh.

—Hemos tenido suerte de que fuera mexicano. Están colgados con la historia de la familia y los niños. Les sacas el tema y los tienes en el bolsillo. Con un blanco las habríamos pasado canutas. A uno de estos se le mete entre ceja y ceja hacer un registro y saca todo lo que llevamos atrás hasta dar contigo. Un hermano puede que nos hubiera dado cuartel pero nunca se sabe. Algunos cuando se ponen el uniforme se transforman en blancos.

Rufus miró a su hermano con gesto contrariado.

—¡Huy, y los asiáticos, peor! —continuó Josh—. Con ellos, ni abrir la boca. Se plantan delante de ti, te miran, no escuchan ni una puta palabra de lo que les dices y hacen lo que les parece. Son capaces de haberse cargado a su madre antes de darte por culo con el kung fu. Sí, hemos tenido suerte de topar con el agente Pedro. —Josh escupió el chicle por la ventana.

—¿Tú lo tienes todo decidido, verdad? —le dijo Rufus, enojado. Josh le clavó una mala mirada.

—¿Algún problema?

—Puede.

—Oye, tú vives tu vida como te da la gana y yo la mía como me da la gana. Veremos quien llega más lejos. Ya sé lo jodido que estabas ahí dentro, pero fuera también pintan bastos. No creas que no he pasado yo mi cárcel fuera. Sin que nadie me condenara en ningún puñetero tribunal.

—Dios nos creó a todos, Josh. Todos somos sus hijos. Y dividiéndonos no sacaremos nada. He visto apalear a muchos blancos en la cárcel. El mal adquiere todas las formas y todos los colores. Eso dice la Biblia. No hay que juzgar a nadie excepto a uno mismo. Es el único sistema que existe. Josh soltó un bufido.

—¡Y que lo digas tú! Después de todo lo que te hicieron Tremaine y los demás. ¿No me dirás que no los odias, que no quieres matarlos?

—No. Si sintiera eso, sería que Vic me habría arrebatado el amor que llevo dentro. Que me habría arrebatado al Señor. De haberlo hecho, tendría control sobre mí. No hay persona en este mundo que tenga la fuerza suficiente para arrebatarme a Dios. Ni Vic, ni tú, ni nadie. Y no soy tonto, Josh, sé que la vida no es justa. Soy consciente de que nosotros, los negros, no dominamos el mundo. Pero tampoco pienso agravar el problema con el odio.

—¡Y qué más! Dios te da carta blanca para odiar hasta el último blanco.

—Te equivocas. Si yo les odio es como si me odiara a mí mismo. Cuando llegué a la cárcel estaba en esa línea. Odiaba a todo el mundo. El demonio se había apoderado de mí, pero el Señor me rescató. Ya no puedo hacerlo. Ya no lo haré más.

—Es tu problema, oye. Cuanto antes lo superes, mejor.

—Un descuido garrafal, Frank. Liquidas a Rider y a su esposa, ¿y no registras su despacho?

Rayfield agarró con más fuerza el teléfono.

—Ya me dirás cuándo tenía que hacerlo. Si lo hubiera hecho antes de matarlo, habría despertado sus sospechas y puede que se hubiera largado. De hacerlo más tarde y que alguien nos pillara, nos encontraríamos ante unas preguntas para las que no tenemos respuesta.

—Pero me acabas de decir que han dictaminado que era un asesinato con suicidio posterior. La policía no hará más investigaciones.

—Puede que sea cierto.

—Pues podrías pasarte por su despacho. Esta noche, por ejemplo.

—Lo haremos, si no hay moros en la costa.

—¿Ya has encontrado la carta del ejército que recibió Harms?

—Todavía no… —Interrumpió la frase al ver que Tremaine irrumpía en su despacho con un papel en la mano—. Un momento.

Tremaine colocó el papel frente a Rayfield, quien palideció al leerlo. Levantó la vista hacia el sombrío semblante de Tremaine.

—¿Dónde lo encontraste?

—El hijo puta ese vació uno de los postes de la cama. Muy hábil —admitió Tremaine a regañadientes.

Rayfield siguió al teléfono: a base de frases escuetas resumió el contenido de la carta.

—¿Fue obra tuya, Frank?

—Oye, si el tipo hubiera muerto en el penal tal como habíamos planificado, ¿verdad que no se habría hecho autopsia? Pues ese era el único modo de tapar el agujero. Todos estuvimos de acuerdo en ello.

—Pero ¡por el amor de Dios! Harms no murió. ¿Cómo no lo eliminaste luego del sistema?

—¡Ya lo hice! ¿No crees que de no haberlo hecho habría salido durante la investigación? Rider no tenía un pelo de tonto: se habría agarrado a ello para la defensa.

—Vamos a ver, si en aquel momento lo eliminaste del historial, ¿cómo puede mandarle el ejército esta carta después de tantos años?

—¿Quién sabe? Algún funcionario capullo habrá topado con el papel y lo habrá adjuntado al expediente, y con los tiempos que corren, en la base de datos. Una vez ha entrado en los archivos oficiales del ejército, ya no sabes si algo saldrá otra vez a la superficie, por más que intentes enterrarlo. Es la burocracia más odiosa del mundo. Nunca puedes tenerlo todo previsto.

—Pero tu trabajo consistía en estar encima del asunto.

—A mí no me digas en qué consiste mi trabajo. He intentado estar encima, pero no te creas que he podido controlarlo hasta el último puto día durante un cuarto de siglo.

Se oyó un suspiro al otro lado del hilo.

—De modo que ahora ya sabemos qué es lo que despertó la memoria de Harms.

—Toda estrategia tiene sus riesgos.

—Puede que Rider tuviera una copia de esa carta.

—No creo que Rufus Harms pudiera acceder a una fotocopiadora, además, tenemos constancia de que la carta no formaba parte de la documentación que presentó al Tribunal.

—Pero tampoco tenemos la seguridad de que no lo hizo. Razón de más para que vayas esta noche al despacho de Rider.

Rayfield miró a Tremaine y luego, dirigiéndose al auricular, dijo:

—De acuerdo, lo resolveremos esta noche. Con rapidez y contundencia.