37


El helicóptero del ejército, con Tremaine a bordo, aterrizó en el prado. Mientras aminoraba el giro de las aspas, él y Rayfield observaron el turismo aparcado cerca de la hilera de árboles. Se soltaron los cinturones y bajaron, inclinando el cuerpo al pasar por debajo de las palas, en dirección al coche. Rayfield se sentó delante y Tremaine atrás.

—Me alegra que lo hayáis conseguido —dijo el hombre que estaba al volante, volviéndose hacia Rayfield.

El coronel quedó asombrado.

—¿Qué te ha ocurrido?

Los moretones tenían un tono rojizo en el centro y amarillento en los extremos. Tenía uno de ellos junto al ojo derecho y los otros dos sobresalían del cuello de su camisa.

—Fiske —respondió.

—¿Fiske? ¡Si está muerto!

—John, su hermano —dijo el hombre, intranquilo—. Me pilló en el piso de Michael.

—¿Te reconoció?

—Llevaba puesta una máscara.

—¿Y qué hacía él en el piso de su hermano?

—Lo mismo que yo, buscar algo que pueda utilizar la poli para descubrir la verdad.

—¿Encontró algo?

—No había nada que encontrar. Nosotros ya teníamos el ordenador portátil de Fiske. —Miró a Tremaine—. Y tú le cogiste la cartera antes de matarle, ¿verdad? —Tremaine asintió—. ¿Dónde está? —preguntó el hombre.

—Se ha convertido en un montón de ceniza.

—Estupendo.

—¿Nos está causando problemas su hermano? —quiso saber Rayfield.

—Puede. Es expoli. Él y una de las ayudantes están husmeando por ahí. Él ayuda al inspector a investigar los asesinatos de los funcionarios.

Rayfield tuvo un sobresalto.

—¿Asesinatos? ¿Más de uno?

—Steven Wright.

—¿Qué coño pasa aquí? —exclamó Rayfield.

—Wright vio a alguien que salía del despacho de Michael Fiske. También oyó algo que no tenía que oír. No podíamos confiar en que mantuviera la boca cerrada, de modo que tuve que embaucarle para que saliera de allí y luego cargármelo. Se acabó el problema.

—¿Estás chalado o qué? Esto se está descontrolando —dijo Rayfield, irritado.

El hombre miró a Tremaine.

—Eh, Vic, dile a tu superior que se tranquilice. Creo que en Vietnam perdiste aplomo, Frank. Ya no eres el mismo desde entonces.

—¿Cuatro muertos y tan tranquilos? ¿Con Harms y su hermano corriendo por ahí?

—Nos faltan dos cadáveres. Los más importantes. ¿Eso ya lo entiendes, no, Vic?

—Claro —respondió Tremaine.

El hombre miró a Rayfield con expresión gélida.

—Creo que ya no hay vuelta atrás —dijo Rayfield, inquieto, tragando saliva.

—En eso estamos de acuerdo.

—John Fiske y esa ayudante: ¿qué hacemos con ellos? Si Fiske tiene la misión de encontrar al asesino de su hermano, puede crearnos problemas.

—Ya nos los está creando. Los tenemos bastante a raya. Y seguirán estándolo hasta que decidamos qué hacer con ellos.

—¿Lo que se traduce en? —preguntó Rayfield.

—Se traduce en cuatro cadáveres más en lugar de dos.

Sara estaba en su nuevo despacho. Chandler había decidido que no podía seguir en el espacio que compartía con Wright y había permitido que el personal del Tribunal trasladara el ordenador y los archivadores de Sara a aquel espacioso lugar. Tenía la lista de las cárceles estatales que le había pasado Fiske y se disponía a llamar. Al cabo de media hora colgó el teléfono, deprimida. En ninguna cárcel de aquellos estados figuraba un recluso con el nombre de Harms. Hizo un esfuerzo por recordar alguna otra palabra o frase de los documentos que había visto, pero finalmente claudicó. Se levantó y algo le llamó la atención. Había cambiado de lugar unos cuantos expedientes en el traslado y no se había fijado hasta ahora. El informe Chance. Aquel en el que Wright tenía órdenes de trabajar la noche anterior hasta acabar. En el exterior vio una nota manuscrita en la que le pedía que lo revisara.

Volvió a sentarse y apoyó la cabeza en la mesa. ¿Y si realmente existía un psicópata cuyo objetivo eran los ayudantes? ¿Era casualidad que hubieran matado a Wright y no a ella? Permaneció un momento allí sentada, inmóvil. «Vamos, Sara, tú puedes superarlo. Tienes que superarlo», insistió para sus adentros. Si echaba mano de su determinación, sería capaz de controlar la situación; se levantó y salió.

Un minuto después entraba en el despacho de los funcionarios y se dirigía a uno de los que estaba al cargo de la base de datos. Iba a formularle una pregunta que ya había planteado antes, pero quería tener la máxima seguridad.

—¿Podría mirar si existe algún caso en el que conste el nombre de Harms?

El empleado empezó a teclear. Al cabo de un minuto, negó con la cabeza.

—No encuentro nada. ¿Cuándo llegó?

—Hace poco. Dentro de los últimos quince días, más o menos.

—He retrocedido seis meses pero no sale. ¿No me lo había pedido ya antes?

Antes de darle tiempo a responder, oyó otra voz.

—¿Ha dicho Harms?

Sara miró al otro funcionario.

—Sí. Harms, de apellido.

—¡Qué curioso!

Sara notó un cosquilleo en la piel.

—¿Cómo?

—Esta mañana he recibido una llamada de un hombre que preguntaba por un recurso y ha citado ese nombre. Le he dicho que no habíamos recibido nada a nombre de Harms.

—¿Harms? ¿Seguro? —El funcionario asintió—. ¿Y de nombre? —preguntó Sara, intentando reprimir la emoción.

El funcionario reflexionó un instante.

—¿No empezaría por erre? —apuntó Sara.

El hombre hizo chasquear los dedos.

—Eso. Rufus, Rufus Harms. Parecía de pueblo.

—¿Se identificó el comunicante?

—No. Pero parecía disgustado.

—¿Recuerda algo más?

El hombre caviló de nuevo.

—Dijo algo así como que un tipo se estaba pudriendo en un penal, vete a saber a qué se refería.

Los ojos de Sara se abrieron como platos y se fue a todo correr.

—¿Qué significa todo eso, Sara? ¿Tendrá algo que ver con los asesinatos? —preguntó el funcionario. Pero Sara ya había salido. El otro vaciló un momento y echó una ojeada para comprobar si alguien 1; observaba. Luego cogió el teléfono y marcó un número. Cuando le respondieron, habló en voz baja.

Sara subió la escalera a toda velocidad. La referencia al penal le había demostrado que la lista de Fiske tenía una inmensa laguna. Llegó a su despacho, consultó la guía y marcó el número. Llamaba al centro de la Policía Militar. Fiske se había centrado en la población reclusa de las prisiones federales y estatales, pero no había pensado en las militares. El tío al que más quería Sara se había jubilado del ejército como general de brigada. Sabía perfectamente lo que era un penal militar: Rufus Harms era un preso del ejército estadounidense.

Habló con el sargento Dillard, el especialista en penitenciarías.

—No conozco su número de identificación como recluso, pero creo que se halla en una prisión militar situada en un radio de seiscientos kilómetros alrededor de Washington —dijo ella.

—No puedo facilitarle esa información. El procedimiento oficial consiste en dirigir una solicitud por escrito al director adjunto de personal y planificación. Dicho departamento, por su lado, hará llegar su petición a los de Legislación para la Libertad de Información. Pueden responder o no a su solicitud según las circunstancias.

—El caso es que necesito esa información ahora mismo.

—¿Pertenece usted a los medios de comunicación?

—No, llamo del Tribunal Supremo de Estados Unidos.

—¿Y cómo puedo confirmarlo yo?

Sara pensó un momento.

—Pida a información el número del Tribunal Supremo. Luego marque el número y pregunte por mí. Me llamo Sara Evans.

Dillard no parecía muy convencido.

—Es algo muy poco habitual.

—Por favor, sargento Dillard, es muy importante.

Se hizo el silencio al otro lado de la línea.

—Espere unos minutos.

Tras cinco larguísimos minutos pasaron la comunicación a Sara.

—Mire, sargento Dillard, he obtenido información de su departamento en otras ocasiones sobre presos militares sin tener que seguir el proceso burocrático.

—A veces el personal de aquí es demasiado generoso con la información.

—Yo quería saber donde se encuentra Rufus Harms, simplemente.

—En realidad, no creo que se planteara ningún problema con cualquier otro preso.

—No lo entiendo. ¿Qué tiene de especial Rufus Harms?

—¿No ha leído el periódico?

—Pues hoy no. ¿Por qué?

—Tal vez no sea una gran noticia, pero todo el mundo debería saberlo, aunque solo fuera por su propia seguridad.

—¿Qué es lo que tiene que saber la gente?

—Que Rufus Harms se ha fugado. —En pocas palabras, Dillard le contó todos los detalles.

—¿En qué penal estaba?

—En Fort Jackson.

—¿Dónde se encuentra?

Dillard se lo dijo y Sara lo anotó.

—Ahora soy yo quien va a formularle una pregunta, señora Evans. ¿Por qué se interesa por Rufus Harms el Tribunal Supremo?

—Porque presentó un recurso ante el Tribunal.

—¿Qué tipo de recurso?

—Lo siento, sargento Dillard pero es todo lo que puedo decirle. Nosotros también seguimos unas normas.

—Estamos de acuerdo, pero le daré un consejo: yo, de usted, dejaría en suspenso el recurso. No creo que los tribunales atiendan a los muertos.

—Puede darse el caso. ¿Qué hizo exactamente este hombre?

—Tendrá que consultar su expediente militar.

—¿Y cómo lo hago?

—¿No me ha dicho que era abogada?

—En efecto, pero he trabajado poco el tema militar.

Sara oyó como murmuraba al otro lado de la línea.

—Puesto que Rufus Harms es un preso militar, técnicamente ya no pertenece al ejército estadounidense. En el momento en que se le dictó condena, se le expulsaría por mala conducta o por comportamiento deshonroso. Probablemente su expediente militar pasó al Departamento de Personal Militar de St. Louis. Ellos guardan las copias. No consta en una base de datos ni otro sistema informatizado. A Harms le condenaron hace unos veinticinco años; por ello su expediente tendría que haberse convertido ya en microfilm, aunque me temo que la tarea va algo retrasada en este campo. Si usted o cualquier otra persona a excepción de Harms desea ver su expediente, tendrá que notificarlo.

Sara anotó la información.

—Gracias de nuevo, sargento Dillard, me ha sido de gran ayuda.

Sara tenía programas de mapas en el ordenador. Con la ayuda del ratón, trazó una línea para averiguar la distancia entre Washington y la situación aproximada de Fort Jackson.

—Unos seiscientos kilómetros —murmuró. Salió corriendo hacia la biblioteca de la tercera planta y utilizó una de las terminales de allí. Por razones obvias de seguridad y confidencialidad, ninguno de los ordenadores de los despachos de los ayudantes tenía conexión vía modem. En cambio, las terminales de la biblioteca sí disponían de esta. A través de Internet tecleó el nombre de Rufus Harms. Mientras esperaba que el ordenador soltara su polvillo mágico tecnológico, se dedicó a observar los paneles de roble de la sala.

Al cabo de unos minutos leía ya las últimas noticias sobre Rufus Harms, se enteraba de su historial y del de su hermano. Imprimió toda la información. En uno de los artículos se citaba al director del periódico de la ciudad en la que había vivido Harms. Por medio del directorio telefónico de Internet localizó el número del hombre. Seguía viviendo en la pequeña ciudad de Alabama, cerca de Mobile, donde se habían criado los dos hermanos.

Respondió al teléfono al tercer timbrazo. Sara se presentó a George Barker, aún director de la publicación.

—Ya he hablado con la prensa sobre ello —le dijo en tono rotundo.

El profundo deje sureño le recordó a Sara el ladrido de los mapaches y las nítidas jarras de whisky casero.

—Le agradecería que me respondiera a unas preguntas.

—¿Quién ha dicho que era?

—Le llamo de una agencia informativa independiente. Trabajo por mi cuenta.

—¿Y qué quiere saber exactamente?

—He leído que Rufus Harms fue condenado por el asesinato de una niña en la base militar en la que estaba destinado. —Consultó las noticias que acababa de imprimir—. Fort Plessy, cerca de Savannah, en Georgia.

—El asesinato de una niña blanca. Resulta que él es negro.

—Lo sé —dijo Sara con cortesía—. ¿Sabe usted el nombre del abogado que le representó en el juicio?

—En realidad no fue un juicio. Llegaron a un acuerdo. Y se declaró culpable. Yo mismo cubrí la noticia porque Rufus era de aquí, por aquello del profeta en su tierra pero al revés.

—¿O sea que sabe el nombre de su abogado?

—Tendría que mirarlo. Deme su número y la llamo.

Sara se lo dio.

—Si no me encuentra, deje el recado en el contestador. ¿Qué más puede contarme sobre Rufus y su hermano?

—Pues lo más chocante de Rufus era su altura. Tenía catorce años y ya medía metro noventa. Y no crea que era larguirucho y flaco: tenía ya el cuerpo de un hombre.

—¿Buen alumno? ¿Malo? ¿Problemas con la policía?

—Por lo que recuerdo, no era un buen estudiante. No acabó la secundaria, a pesar de que era realmente mañoso. De adolescente, trabajó en una pequeña imprenta con su padre. Su hermano también colaboraba. Ah, recuerdo una vez en que aquí se nos estropeó la imprenta. Nos mandaron a Rufus para arreglarla. No creo que tuviera más de dieciséis años. Le entregué el manual de la máquina pero no lo quiso. «Las palabras me complican la vida, señor Barker», dijo, o algo así. Entró y al cabo de una hora aquello funcionaba como el primer día.

—¡Qué curioso!

—Y nunca tuvo problemas con la policía. Su madre no se lo habría permitido. Debe comprender usted que esta es una población pequeña, nunca ha tenido más de mil habitantes, y hoy en día tendrá menos. Yo voy para los ochenta y aún llevo el periódico. Nadie ha estado tantos años aquí. Los Harms vivían en el barrio de los morenos, evidentemente, pero nos conocíamos todos. No es que yo me relacione con los morenos, pero siempre me parecieron buena gente. Ella trabajaba en la industria cárnica, como todo el mundo. En la limpieza, no en un empleo mejor pagado. Pero cuidaba mucho de sus hijos.

—¿Qué fue de su padre?

—Era una buena persona, no como otros de su ambiente, que se dedican a beber o a hacer salvajadas. Él trabajaba con ahínco, quizás con demasiado, porque un día ya no se despertó. Un ataque al corazón.

—Tiene usted muy buena memoria.

—Yo redacté su esquela.

—¿Y qué me dice de su hermano?

—La de Josh ya es una historia distinta. Era lo que aquí denominamos un negro malo. Exaltado, arrogante, de los que se dan pisto. Yo no estoy cargado de prejuicios ni nada que se le parezca y no tolero que en mi presencia se hable de «negratas», pero utilizaría esta palabra en concreto para describir a Josh Harms. Le caía mal a mucha gente.

—He leído que luchó en Vietnam y regresó como héroe de guerra.

—Pues sí, es cierto —reconoció en seguida Barker—. El héroe de guerra que ha recibido, de lejos, más condecoraciones de la zona. A todo el mundo le sorprendió, en realidad. Pero lo suyo es la pelea, hay que reconocérselo.

—¿Qué más?

—De hecho, Josh acabó la secundaria. —El tono de Barker cambió—. Pero donde le dio cien vueltas a todo el mundo fue en deporte. Aquí yo estoy solo y debo cubrir todos los campos informativos. Josh Harms ha sido el mejor atleta que he tenido yo el privilegio de ver. Tanto si hablamos de blancos, de negros, de verdes o granates, el muchacho corría más de prisa, saltaba a más altura, era más fuerte y rápido que nadie. También sé que los morenos son capaces de bordarlo, pero Josh en realidad era otra cosa. Dejó su nombre grabado en todos los deportes que practicó. ¿Sabía usted que todavía posee unos seis récords estatales en atletismo? —Y añadió con orgullo—: No sé si sabe que en Alabama se encuentran los mejores atletas.

Sara suspiró.

—¿Practicó el deporte a nivel universitario?

—La verdad es que le ofrecieron una serie de becas para el fútbol americano y el baloncesto. Incluso Bear Bryant pretendía llevárselo a Alabama, imagínese si era bueno. Tal vez habría llegado a ser una estrella de la NBA o de la Liga Nacional de Fútbol… Pero se desvió.

—¿Y eso?

—Pues ya sabe cómo va. Su gobierno le pidió que defendiera el país en su lucha contra el comunismo.

—En otras palabras, lo llamaron a filas y lo mandaron a Vietnam.

—Eso.

—¿Volvió a su casa luego?

—Sí, claro. Su madre aún estaba viva, aunque no duró mucho. Precisamente en aquella época fue cuando Rufus tuvo el enorme problema. Yo casi afirmaría que Rufus se metió en el ejército por Josh. Puede que quisiera parecerse al hermano mayor, al héroe. Tal vez quería que algo le saliera derecho en su vida, para variar. Tras la muerte de su padre, aquí ya no había sitio para él. Y curiosamente, todo acabó fatal. En fin, Josh acudió a mí para ver si yo podía hacer algo. Ya se sabe lo que dicen del poder de la prensa, pero realmente no podía hacer nada.

—¿Le sorprendió que Rufus matara a la niña? Me refiero a si tenía usted noticia de que en otras ocasiones hubiera aplicado la violencia.

—Que yo sepa, nunca había hecho daño a nadie. Era un gigante encantador. Cuando me enteré de lo de la niña no me lo creía. De haberse tratado de Josh, no me hubiera extrañado, pero sí de Rufus. Aunque las pruebas eran suficientemente claras.

—¿Siguió viviendo aquí Josh?

—Me lleva usted a un momento de los más problemáticos de la historia de esta población.

—¿Cuál?

—Preferiría no comentarlo.

Sara reflexionó rápidamente: ¿Cuál era el término que se usaba en periodismo?

—A nivel extraoficial.

—¿De verdad? —preguntó Barker con cautela.

—Totalmente extraoficial.

—Piense que acabo de grabar sus palabras. De forma que si leo en algún periódico lo que voy a decirle, presento una demanda contra usted y contra su publicación que les arruinará —dijo con dureza—. Yo también soy periodista y sé cómo funcionan esas cuestiones.

—Le prometo, señor Barker, que cualquier cosa que tenga que decirme no va a utilizarse bajo ningún concepto en un artículo.

—Perfecto. De todas formas, imagino que ha pasado tanto tiempo que ya no importa, es decir, a nivel legal. Aunque toda precaución es poca en este mundo. —Se aclaró la garganta—. Pues bien, la historia de Rufus llegó aquí, por supuesto. Una pandilla de muchachos empezó a beber, se fue juntando con otros y decidieron hacer algo. No podían hacerle nada a Rufus, pues estaba bajo la custodia del ejército. Pero sí podían hacerle algo al Harms que vivía aquí.

—¿Qué es lo que hicieron?

—Pues pegarle fuego a la casa de la señora Harms.

—¡Santo cielo! ¿Se encontraba ella dentro?

—Pues sí, hasta que Josh la sacó. Y además Josh persiguió a la pandilla. Por todas las calles. Yo lo observaba desde mi despacho. No sé si serían diez contra uno, pero Josh consiguió que al menos la mitad acabaran en el hospital, si bien los restantes le apalearon lo indecible. Jamás había visto algo igual y espero no volver a verlo.

—Organizaron un buen follón. ¿No acudió la policía?

Barker tosió, algo violento.

—Resulta que se rumoreó que un par de los muchachos, de los que quemaron la casa, pertenecían a…

—La policía —dijo Sara por él. Barker permaneció en silencio—. Espero que Josh Harms demandara a la ciudad hasta vaciar sus arcas —añadió.

—Al contrario, le demandaron a él. Me refiero a los que acabaron en el hospital. Josh no pudo demostrar nada en cuanto al incendio. Yo hice mis especulaciones pero eso es todo. Y la policía se montó la historia de la resistencia a la autoridad y tal. Fue la palabra de diez personas contra la de una, de un negro, por cierto. En resumidas cuentas: pasó un tiempo en la cárcel y les arrebataron todo lo que poseían, tanto él como su madre, y ya puede imaginar que era poco. La mujer no tardó en morirse. Imagino que no pudo soportar lo que les había ocurrido a sus hijos.

Sara estuvo a punto de chillar contra el hombre.

—Es el relato más desagradable que he oído en mi vida, señor Barker —dijo—. No conozco su población, pero no le aconsejaría a un amigo que se trasladara a vivir aquí.

—Tiene sus puntos positivos.

—Seguro… ¿Como esas bienvenidas a un héroe de guerra?

—Lo sé. He reflexionado sobre ello. Uno lucha por su país, le hieren, vuelva a casa y se encuentra con eso y a la fuerza tiene que preguntarse por qué demonios luchó.

—Al parecer, usted sabía la verdad. ¿No utilizó el poder de la prensa en aquella ocasión?

Barker suspiró profundamente.

—Esto ha sido siempre mi casa, señorita Evans, uno no puede atacar tantas veces al poder, aunque se lo merezca. Tampoco puedo afirmar que me sitúe en el bando de los negros, porque no es así. Le mentiría si le dijera que defendí la causa de Josh Harms, porque francamente no lo hice.

—Pues, en cierta manera, para esto están los tribunales: para evitar que las personas como las de su población vayan por ahí haciendo de las suyas contra personas como Josh Harms. Hágame el favor de llamarme para facilitarme el nombre del abogado de Harms.

Colgó. El cuerpo se le estremecía de rabia al recordar lo que acababa de oír. ¿Cuántos negros había conocido de pequeña en Carolina? Los muchos que vivían en la carretera. Los jornaleros que llevaba su padre a la propiedad durante la siega. Ella había observado a aquellos hombres desde el porche, había visto la fina tela de las camisas empapada de sudor, la piel aún más oscura tras la exposición al sol. Ella y su madre les llevaban gaseosa, comida. Ellos murmuraban una palabra de agradecimiento, sin mirarlas nunca a los ojos, tragaban la comida y seguían en la oscuridad. En la escuela a la que había acudido Sara solo había blancos, a pesar del rosario de casos que se presentaban al Tribunal Supremo exigiendo la igualdad. Aquellos casos eran los campos de batalla del siglo veinte en los que se luchaba por la igualdad racial, en sustitución de los Antietam, Gettisburg y Chickamauga del siglo pasado. Y algunos presentarían argumentos igualmente triviales. En el Tribunal, por ejemplo, había un magistrado negro, que ocupaba el cargo de supervisor; y de treinta y seis ayudantes, solo uno era negro. La mayor parte de magistrados nunca había tenido un ayudante perteneciente a una minoría. ¿Cuál era el mensaje de aquello? ¿En el tribunal de justicia de más alto rango del país?

Mientras corría por el pasillo en busca de Fiske, Sara se preguntaba si algún día descubrirían la verdad. Caso de que el ejército alcanzara antes que nadie a los hermanos Harms, casi seguro que la verdad moriría con ellos.