La bandera del edificio del Tribunal Supremo de Estados Unidos de América ondeaba a media asta. Los periódicos, la televisión y la radio cubrían las informaciones sobre los dos funcionarios asesinados. Los teléfonos del Departamento de Información al Público del Tribunal no dejaban de sonar. En la sala de prensa no cabía ni un alfiler. Las principales cadenas de televisión y radio transmitían en directo desde unas cabinas instaladas en la planta baja del edificio. La policía del propio Tribunal Supremo, con el refuerzo de cincuenta agentes del distrito de Columbia, de agentes de la Guardia Nacional y el FBI, acordonaban la zona.
Los pasillos situados fuera de los despachos de los magistrados estaban abarrotados de gente que charlaba con nerviosismo. Casi todos los magistrados se habían recluido en sus oficinas, de las que habían salido únicamente para asistir a las sesiones de pruebas orales, y sus mentes se hallaban bastante lejos de la abogacía y las cuestiones a dilucidar. Los jóvenes rostros de los ayudantes expresaban también el horror que les inspiraban aquellos crímenes.
La pequeña sala de la primera planta, que normalmente se utilizaba para reuniones de magistrados, estaba atestada. Sus paredes, con oscuros arrimaderos de madera, contenían en sus estantes los volúmenes encuadernados de dos años de veredictos del Tribunal. En una de ellas se veía una chimenea, sin encender, pues el día era cálido. Del techo colgaba una araña. Ramsey presidía la mesa. Knight y Murphy ocupaban sus puestos habituales.
Cuando Knight echó una ojeada a los reunidos, Murphy, jugando con un reloj que colgaba de una cadena cerca de su cintura, bajó la vista. Se encontraban también allí Chandler, Fiske, Perkins, Ron Klaus y McKenna. Las miradas de Fiske y McKenna se encontraron en algún momento, pero aquel sabía controlar sus reacciones.
Habían encontrado a Wright en un parque a unas cuantas manzanas de su piso, situado en Capitol Hill, con un disparo en la cabeza. La cartera, al igual que la de Michael Fiske, no había aparecido. El móvil aparente era el robo, aunque nadie en la sala pensaba que la respuesta pudiera ser tan simple. Los indicios preliminares daban a entender que le habían matado entre media noche y las dos de la madrugada.
De camino hacia el Tribunal, Chandler había puesto a Fiske al corriente sobre los últimos acontecimientos. Había concluido la autopsia de Michael Fiske, si bien esperaba aún el informe oficial sobre la hora exacta de su muerte. La causa de esta, sin embargo, se había determinado como un único disparo en la cabeza. Chandler había contactado con la sucursal de Wal-Mart de Virginia, adonde había acudido Fiske con su coche, pero allí nadie pudo proporcionarle una información que le sirviera de algo.
A Fiske se le había ocurrido algo que les había obligado a dar un rodeo antes de llegar al Tribunal. Volvieron al depósito municipal para echar otro vistazo al Honda de Michael. Allí Fiske revisó las bolsas portaobjetos del asiento de delante.
—Siempre guardaba un mapa aquí. Era curioso el miedo que tenía a perderse. Antes de coger la carretera, hacía un plan del viaje. No veo mapa alguno pero hay esto. —Le mostró un par de papeles adhesivos amarillos que encontró pegados al fondo de la bolsa. En ellos figuraban nombres de carreteras; direcciones, teniendo en cuenta el estado de la tinta, de algún viaje que había realizado hacía tiempo. Chandler echó un vistazo a los papeles amarillos—. Entonces, ¿por qué llevaba mapa?
—Seguro que había dejado las direcciones del lugar adonde iba en su interior.
—De forma que los kilómetros tendrán algo que ver con su muerte. Fiske vaciló un momento, pensando si tenía que contarle a Chandler lo del expediente de Harms. Aquella información destaparía la caja de Pandora y por el momento no estaba dispuesto a apechugar con las consecuencias.
—Tal vez —dijo por fin.
Tras aquello, él y Chandler se habían ido al Tribunal. En aquellos momentos se encontraban en la sala de reuniones, mirándose. Chandler, sin citar la procedencia de la información, acababa de decir que la noche anterior un intruso había entrado en el piso de Michael Fiske.
—Estamos en sus manos, inspector Chandler —dijo Ramsey—. Sin embargo, ahora me parece mucho más probable que nos encontremos ante un demente resentido contra el Tribunal que con un asunto en el que estuviera trabajando Michael.
—Deseo informarle —dijo McKenna— de que el FBI ha destinado cien agentes al caso. Hemos dispuesto también protección las veinticuatro horas para los magistrados.
—¿Y los ayudantes? —preguntó Fiske—. Han asesinado a dos de ellos.
—He anotado las direcciones particulares de todos ellos —dijo Chandler—. Hemos reforzado las patrullas en esas zonas. La mayoría viven en Capitol Hill, cerca del Tribunal. Estamos dispuestos a ofrecer alojamiento en algún hotel al funcionario que lo desee, donde podemos garantizarle la seguridad. He dado asimismo instrucciones a uno de nuestros expertos para que hable con ellos acerca de las medidas de seguridad, la vigilancia en cuanto a sospechosos, evitar que salgan solos de noche, y ese tipo de precauciones. —Echó un vistazo a los reunidos—. Por cierto, ¿dónde está Dellasandro?
—Está intentando coordinar las nuevas medidas de seguridad —informó Klaus—. Nunca le había visto tan preocupado. Creo que se lo está tomando como algo personal.
—Llevo casi treinta y tres años en el Tribunal y jamás imaginé vivir algo parecido —dijo el magistrado Murphy, abatido.
—Ninguno de nosotros lo habíamos imaginado, Tommy —respondió Knight con aire convincente. Miró deliberadamente a Chandler—. ¿Ninguna pista?
—Yo no diría tanto. Tenemos unos cuantos hilos de los que tirar. Me refiero a la muerte de Michael Fiske. En cuanto al asesinato de Wright, es pronto para poder afirmar algo.
—¿Pero considera que tienen alguna relación? —dijo Ramsey.
—Es pronto para poderlo afirmar.
—¿Qué nos recomendaría?
Chandler movió la cabeza.
—Seguir con su trabajo habitual. Si es obra de algún enajenado que pretende desbaratar las tareas que se llevan a cabo aquí, le estaríamos dando pasto si alteráramos el ritmo.
—También podríamos arriesgarnos a enfurecerle más y a incitarle a actuar de nuevo —dijo Knight.
—Esa es también una posibilidad, magistrada Knight —admitió Chandler—. Pero no estoy muy seguro de que lo que haga o no el Tribunal repercuta en ello. Suponiendo que los casos estén relacionados. —Miró a Ramsey—. Creo que valdría la pena repasar los casos en los que trabajaban los dos ayudantes, para cubrir ese vacío. Soy consciente de que es una posibilidad remota, pero podría arrepentirme más tarde de no haberlo abordado inmediatamente.
—Comprendo.
Chandler se volvió hacia el magistrado Murphy:
—¿Estarán libres usted y sus ayudantes hoy para repasar los casos que llevaba Michael Fiske?
—Sí —respondió rápidamente Murphy.
—Y les agradecería que se reunieran todos los magistrados para intentar dilucidar si alguno de los casos que se han visto aquí últimamente pudiera haber desencadenado una respuesta de este tipo —dijo Chandler.
Knight le miró agitando la cabeza.
—Muchos de los casos que llegan a nosotros, inspector Chandler, pueden provocar todo tipo de emociones en las personas. No sabríamos ni por donde empezar.
—Ya lo entiendo. Tal vez hemos tenido la suerte de que nadie haya intentado antes algo parecido.
—Pues si debemos seguir con nuestra rutina habitual, imagino que esta noche habrá que organizar la cena en honor del juez Wilkinson —dijo Knight.
Murphy se incorporó para protestar.
—Yo diría, Beth, que el asesinato de dos funcionarios del Tribunal aconseja aplazar la cena.
—Es algo muy fácil de decir, Tommy, pero resulta que no ha sido usted sino yo quien ha planificado la fiesta. Kenneth Wilkinson tiene ochenta y cinco años y un cáncer de páncreas. Yo no me arriesgaría a aplazarlo, a pesar de que tal vez no sea el día ideal. Es algo muy importante para él.
—Como lo es para usted, ¿me equivoco, Beth? —dijo Ramsey.
—En efecto. ¿Vamos a debatir de nuevo la ética legal, Harold? ¿Delante de toda esa gente?
—No —respondió él—. Ya sabe lo que opino al respecto.
—Lo sé, y la cena se celebrará.
Fiske quedó fascinado con el diálogo. Le pareció ver una sombra de sonrisa en la expresión de Ramsey cuando dijo:
—Perfecto, Beth. Nada más lejos de mi intención que hacerla cambiar de parecer en algo importante, y mucho menos en lo que raya en lo trivial.