La cabaña estaba situada en medio de un espeso bosque en un lugar remoto del suroeste de Pensilvania, precisamente en la zona que se adentra hacia Virginia Occidental. Solo se accedía a ella a través de un estrecho camino enlodado, con profundos surcos. Josh llegó a la puerta, con la nueve milímetros asomando por el cinturón, las botas cubiertas de arcilla roja y pinaza. Había aparcado la camioneta bajo el follaje de un alto nogal, si bien había tomado la precaución de cubrir el vehículo con un camuflaje vegetal. Lo que más le preocupaba era que le detectaran desde arriba. Afortunadamente, las noches seguían siendo cálidas. No podía arriesgarse a encender fuego; resulta imposible controlar la dirección del humo.
Rufus se sentó en el suelo, apoyando la ancha espalda contra el muro, la Biblia en su regazo. Estaba tomando un refresco y tenía al lado los restos de la comida. Se había puesto una ropa que le había comprado su hermano.
—¿Todo en orden?
—Aquí no estamos más que nosotros y las ardillas. ¿Qué tal?
—Endiabladamente feliz y asustado como el propio Satanás. —Rufus movió la cabeza sonriendo—. ¡Qué bien se está en libertad, tomando una Coca-Cola, sin tenerme que preocupar de quien va a saltarme encima de un momento a otro!
—¿Los guardianes o los otros reclusos?
—¿A ti qué te parece?
—Todos. No sé si sabes que yo también estuve un tiempo a la sombra. Creo que tú y yo podríamos escribir un buen libro.
—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?
—Un par de días. Esperaremos a que las cosas se calmen un poco Luego seguiremos hacia México. Buena vida en una tienda de campaña o lo que utilicen ahí. Después de la guerra fui unas cuantas veces. Tenía colegas del ejército instalados por allí. Nos ayudarán en lo que haga falta. Nos procuraremos un barco, pescaremos, viviremos en la playa. ¿Te parece bien?
—Me parecería bien incluso vivir en una alcantarilla. —Rufus se levantó—. Tengo que hacerte una pregunta.
Su hermano se apoyó en la pared y empezó a cortar una manzana con su navaja.
—Soy todo oídos.
—Llevabas la camioneta llena de provisiones, con dos rifles y la pistola que tienes ahí. Además, la ropa que llevo puesta ahora.
—¿Y qué?
—¿Es casualidad que vinieras a verme cargado con todo eso?
Josh mordió un trozo de manzana.
—Tengo que comer, ¿vale? Por lo tanto, me toca ir a la tienda de vez en cuando.
—Vale, pero no compraste nada que se estropeara, ni leche, ni huevos, ni nada por el estilo. Todo latas y envases.
—En el ejército comía latas. Creo que allí me aficioné a la comida preparada.
—¿Y siempre transportas las armas?
—Puede que aún esté acojonado del Vietnam, un síndrome u otro habré cogido.
Rufus se tocó la camisa, ancha como una sábana.
—Mi talla no es la más corriente. ¿Verdad que viniste preparado para rescatarme?
Josh acabó de cortar la manzana y echó el corazón de esta por la ventana. Se secó las manos en los vaqueros y luego se volvió hacia su hermano.
—Mira, Rufus, nunca he sabido por qué mataste a aquella niña. Pero siempre he tenido claro que tu cabeza no funcionaba cuando lo hiciste. Al recibir la carta aquella del ejército se me ocurrió que ahí había algo. Lo que no sabía es que se trataba de una tapadera por lo que te hicieron. El caso es que hoy en día hay gente que se pira, que hace maldades y los meten en un «chalódromo», y cuando están mejor los sueltan. A ti te han encerrado en un penal veinticinco años por algo que yo estoy seguro que no tenías intención de hacer. Pongamos que decidí que ya habías cumplido. Que habías pasado el tiempo reglamentario, eso que dicen, el rollo de «pagar la deuda con la sociedad». Creí que había llegado el momento de liberarte y yo tenía que proporcionarte la llave. Si te hubieras negado a salir, habría tenido que obligarte a cambiar de parecer. No sé si estoy en lo cierto, pero me da igual. Es lo que me propuse.
Los dos hermanos se miraron como mínimo durante un minuto sin decir nada.
—Eres un buen hermano, Josh.
—Tienes toda la puta razón.
Rufus se sentó de nuevo en el suelo, cogió la Biblia y fue pasando tranquilamente las páginas hasta que encontró lo que buscaba. Josh le miraba.
—¿Después de tanto tiempo sigues con ese rollo?
Rufus levantó la vista hacia él.
—Voy a leerla toda mi vida.
Josh soltó un bufido.
—Puedes hacer lo que te dé la gana con tu tiempo, pero yo creo que perderlo es una lástima.
Rufus le dirigió una mirada glacial.
—La palabra del Señor me ha mantenido vivo durante todos esos años. No ha sido una pérdida de tiempo.
Josh agitó la cabeza, miró hacia fuera y luego la volvió hacia Rufus. Tocó la culata de la pistola.
—Dios es esto. O bien una navaja, un cartucho de dinamita o la actitud de «aquí estoy yo». Y no un libro sagrado en el que sale un montón de gente que se mata entre sí, de hombres que se hacen con la mujer del otro, en el que encuentras prácticamente todos los pecados que se te pueden ocurrir…
—Pecados del hombre, no de Dios.
—Y ahora me dirás que fue Dios quien te dio la bola. Y fui yo.
—Dios te envió a mí, Josh. Su voluntad está en todas partes.
—¿Qué pasa, que Dios me mandó a buscarte?
—¿Por qué viniste?
—Ya te lo he dicho. A sacarte.
—¿Porque me quieres?
A Josh le sorprendió aquello.
—Sí —respondió.
—Esa es la voluntad de Dios, Josh. Tú me quieres, tú me ayudas. Así lo dispone Dios.
Josh agitó de nuevo la cabeza y apartó la vista. Rufus siguió leyendo.
El radar portátil de detección de la policía, que Josh había dejado en el suelo junto con la radio, soltó un silbido. Josh había localizado en el transmisor una emisora del suroeste de Virginia para captar la información que transmitieran sobre la fuga de Rufus.
—¿Has vuelto a oír tu nombre en la frecuencia de la policía? —preguntó Josh.
En las noticias del día anterior habían mencionado a Rufus Harms. Toda la información de las autoridades militares se reducía a que Harms era un asesino que había sido condenado y tenía un violento historial en la cárcel. Había huido con la ayuda de su hermano, un hombre también muy peligroso. Empleaban la jerga habitual, es decir, que los dos iban armados y eran temibles. Traducción: nadie debía sorprenderse ni hacer preguntas cuando las autoridades recuperaran sus cadáveres.
—Algo he oído —respondió Rufus—. Han centrado la búsqueda en el sur, como tú pensabas.
En aquellos momentos emitieron las noticias de la tarde. Los dos primeros bloques no les incumbían. El tercero, las noticias de última hora, obligó a los dos hermanos a fijar la vista en el aparato. Josh se volvió y subió el volumen. La información duró un minuto y cuando acabó, Josh apagó la radio.
—Rider y su mujer —dijo.
—Han simulado que había matado a su mujer para suicidarse luego —añadió Rufus, moviendo la cabeza lentamente con incredulidad—. Dos hombres acudieron a verme y los dos han muerto.
Josh miró a su hermano. Sabía perfectamente lo que estaba pensando.
—No puedes hacerles volver, Rufus, es algo que nadie ha conseguido nunca.
—Han muerto por mi culpa. Por intentar ayudarme. Y la mujer de Rider, además, ni siquiera estaba al corriente de nada.
—Tú no le pediste al tal Fiske que fuera a verte.
—Pero a Samuel, sí. De no ser por mí aún estaría vivo.
—Es lo mínimo que podía hacer, Rufus. ¿Por qué piensas, si no, que vino? Se sentía culpable. Era consciente de que en su momento no peleó como debía. Pretendía compensar el fallo.
—Pero está muerto, ¿o no? Por mi culpa.
—Aunque fuera verdad, ya no puedes hacer nada.
Rufus le miró a los ojos.
—Asegurar que su muerte no haya sido inútil. Esa gente me ha arrebatado muchos años de vida. Y ahora ha segado la de otros. Tú dices que estaremos tranquilos en México, pero ellos no dejarán nunca de buscarnos. Vic Tremaine es un loco de atar. Con solo mirarle a los ojos lo ves claro. Todos esos años ha intentado acabar conmigo. Puede que crea que ahora tiene la oportunidad de rematar el trabajo. De llenarnos a los dos de plomo.
—Si nos pilla el ejército antes que la policía, dispararán hasta vaciar los cargadores —asintió Josh. Cogió un Pall Mall, lo encendió y soltó el humo—. Pero yo también puedo disparar como es debido. Como mínimo se enterarán de lo que es un combate.
Rufus movió la cabeza con aire porfiado.
—Lo que han hecho tendrán que pagarlo como sea.
Josh sacudió la ceniza del cigarrillo mirándole.
—Vamos a ver, ¿qué piensas hacer exactamente? Presentarte a la policía diciendo: «¡Eh, muchachos, tengo que contaros un cuento! Vamos, ayudad a un hermano a acabar con un pez gordo blanco». —Josh apartó el cigarrillo de los labios y escupió en el suelo—. ¡No me jodas, Rufus!
—Necesito la carta del ejército.
—¿Dónde la dejaste?
—La escondí en la celda.
—Pues yo no vuelvo al penal. Y si tú te emperras en hacerlo, yo mismo te pego cuatro tiros.
—No tengo intención de volver a Fort Jackson.
—¿Qué harás, pues?
—Samuel era abogado. Los abogados hacen copias de los papeles.
Josh arqueó las cejas.
—¿Quieres ir al despacho de Rider?
—Tenemos que hacerlo, Josh.
Josh apuró el cigarrillo hasta el filtro antes de responder.
—Yo no tengo que hacer nada, Rufus. Todo el puñetero ejército del país te está dando caza. Y a mí. ¿Tú crees que puedes pasar desapercibido? Si a tu lado, George Foreman pasaría por un mariquita.
—A pesar de todo, hay que hacerlo, Josh. Como mínimo, yo tengo que hacerlo. Si consigo la carta puede que alguien me ayude. Tal vez escribiendo otra carta al Tribunal…
—Ya viste lo que sacaste con la primera. Yo no he visto que esos haraganes de magistrados corrieran en tu auxilio.
—Da igual que no quieras ir conmigo, Josh. Yo tengo que hacerlo.
—¿Y México, qué? ¡Maldita sea, Rufus, estás libre! Por el momento. Nos metemos a menear el asunto y ya te veo de nuevo en el trullo o lo que es peor, con los pies por delante. Hay que seguir huyendo mientras tengamos oportunidad de hacerlo, tío.
—Yo quiero la libertad, pero esto no puedo dejarlo así. Si me fuera ahora mismo a México, el sentimiento de culpabilidad acabaría conmigo, si es que el Señor no me mandaba un rayo antes.
—¿Culpabilidad? Has cumplido veinticinco años por nada. Cuando mueras, irás al cielo y Dios te sentará en su regazo. Más claro, el agua.
—Nada, Josh. No conseguirás hacerme cambiar de parecer.
Josh escupió de nuevo y miró por la sucia y astillada ventana.
—Estás más majara que un cencerro. La cárcel te ha jeringado el coco. ¡Joder!
—Puede que esté loco.
Josh le miró sorprendido.
—¿Dónde demonios está el despacho de Rider?
—A media hora de Blacksburg. Es todo lo que sé. No creo que sea muy difícil localizarlo.
—Será un hormiguero de pasma.
—No es tan seguro, si creen que solo él se montó la historia.
—¡Mierda! —Josh pegó una violenta patada a la pared y luego se volvió hacía su hermano—. Vale, esperaremos a que se haga de noche y saldremos para allá.
—Gracias, Josh.
—A mí no me agradezcas que te lleve al matadero. Son cosas que no me gusta que me agradezcan.