Descendiendo por George Washington Parkway, al sur del casco viejo de Alexandria, Fiske vio cómo un ciclista avanzaba, como un fantasma, por la hilera de árboles que seguía el carril para bicicletas. Despertó a Sara con un suave codazo y ella le indicó el punto por el que tenía que salir de la avenida, al tiempo que le dirigía una rápida mirada. Durante el viaje de vuelta no había salido a colación el enfrentamiento con el padre. Parecía que habían establecido en silencio un pacto para evitar el tema.
Ella le iba guiando y Fiske bajó por otra carretera asfaltada para girar otra vez hacia una avenida de gravilla que descendía en picado hacia el agua. Detuvo el coche frente a la pequeña casa de madera, cuidada y austera, bajo las ramas de los árboles, las zarzas y las flores silvestres, cual esposa de predicador en una merienda campestre en la que empiezan a dominar los excesos. Las tablas de madera de la construcción tenían un montón de capas de pintura blanca, aplicada año tras año durante los cincuenta que llevaba en pie; las contraventanas eran negras y destacaba desde el exterior la amplia chimenea de color terracota. Fiske observó a una ardilla que seguía el hilo telefónico, saltaba al tejado y giraba alrededor de la chimenea.
Marcaba uno de los límites de la propiedad una vincapervinca en flor cuyo tronco tenía la textura y el color de la piel de ciervo. Contra el otro lado de la casa se alzaba un acebo de unos seis metros, con sus rojas bayas en contraste con las hojas verde oscuro. En medio se levantaba una valla de casimiroa y a su alrededor un lecho de hojas granate. Por detrás de la casa, Fiske vio una escalera que descendía hacia el agua. Desde el punto en que se encontraba, creyó vislumbrar la punta del mástil de un barco. Cogió la ropa limpia que había recogido en su piso. Los dos salieron del coche.
—Bonito lugar —comentó.
Sara se desperezó y soltó un profundo bostezo.
—Cuando me contrataron en el Tribunal, me dediqué a buscar casa Al principio tenía la idea de alquilar una pero encontré esta y me enamoré de ella. Me fui a Carolina del Norte, vendí la propiedad familiar y la compré.
—Tiene que resultar difícil vender el lugar donde has crecido.
Sara lo negó con la cabeza.
—Lo que tenía importancia de allí para mí había muerto. No quedaba más que un montón de tierras con las que no podía hacer nada.
Aún desperezándose, se dirigió hacia la casa.
—Voy a preparar café. —Miró el reloj y soltó un gemido—. Llegaré tarde para las pruebas orales. Tendría que llamar pero me da miedo.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, lo comprenderán.
—¿Verdad que sí? —respondió ella, no muy convencida.
Fiske vaciló un momento.
—¿Tiene algún mapa por aquí?
—¿De qué tipo?
—De la parte oriental de Estados Unidos.
Ella reflexionó un instante.
—Mire en la guantera.
Así lo hizo Fiske y encontró uno. Mientras entraban en la casa, ella le preguntó:
—¿Qué busca?
—He estado pensando en los mil doscientos kilómetros que figuraban en el cuentakilómetros de Mike.
—¿Quiere comprobar qué hay a mil doscientos kilómetros de aquí?
—No, a seiscientos. —Sara parecía desconcertada—. Pudo recorrer seiscientos kilómetros y él mismo u otra persona volver al distrito de Columbia.
—También podría tratarse de una serie de viajes más cortos, ciento cincuenta kilómetros aquí y otros tantos allí.
Fiske agitó la cabeza.
—Los restos humanos en un maletero un día de calor no resultan muy agradables. Yo ya he vivido esa experiencia —añadió con aire sombrío.
Mientras Sara preparaba el café en la cocina, Fiske se situó junto a la ventana que daba al río. Desde allí veía perfectamente el embarcadero de madera y el barco de vela amarrado a él.
—¿Navega a menudo?
—¿Solo o con leche?
—Solo.
Ella sacó dos tazas.
—No tanto como antes. La zona donde vivía antes, en Carolina del Norte, no tenía salida al mar. Alguna vez iba a pescar con mi padre o a bañarme en un estanque que quedaba a unos kilómetros de casa. Fue en Stanford donde cogí la afición. Uno no puede hacerse la idea de lo grande que es algo hasta que ha visto el océano Pacífico. Comprobé que a su lado todo queda pequeño.
—Nunca he estado allí.
—Cuando decida ir, me avisa, puedo hacerle de guía. —Apartó un mechón de pelo de sus ojos, le sirvió el café y le pasó la taza.
—Lo apuntaré en la agenda —respondió él con sequedad.
—Solo tengo un cuarto de baño, o sea que tendremos que ducharnos por turnos.
—Vaya usted. Quiero mirar el mapa.
—Si no he bajado dentro de veinte minutos, llame a la puerta; puede que me duerma en la ducha.
Fiske tenía la vista fija en el mapa, iba tomando su café y no contestó. Sara se detuvo en la escalera.
—¿John? —Él levantó la vista—. Perdone lo de anoche. —Siguió parada, como si siguiera meditando lo que acababa de decir—. Aunque creo que no merezco el perdón.
Fiske dejó la taza y la miró. La luz del sol penetraba por la ventana formando un grácil ángulo que iba directo al rostro de Sara, acentuando el brillo de sus ojos y el sensual contorno de sus labios. Llevaba el pelo lacio a causa del agua del río, el sudor y haber dormido en el coche. El poco maquillaje que se había aplicado había perdido toda su función, llevaba los párpados y las mejillas manchados y todo el cuerpo parecía al borde del agotamiento. Aquella mujer había provocado tal vez la peor ruptura entre él y su padre, un hombre al que adoraba. Sin embargo, Fiske tuvo que reprimir el deseo de desnudarla y acostarse con ella allí mismo en el suelo.
—Todo el mundo merece el perdón —dijo por fin y seguidamente volvió la vista hacia el mapa.
Mientras Sara se duchaba, Fiske entró en la habitación contigua a la cocina. Se fijó en que ella la utilizaba como estudio, pues tenía allí un escritorio, un ordenador, unos estantes llenos de libros de derecho y una impresora. Extendió el mapa en la mesa. Buscó la escala, convirtió los centímetros en kilómetros y buscó una regla en un cajón. Tomando Washington como epicentro, trazó una serie de líneas en dirección hacia el norte, el oeste y el sur, cuyos extremos unió con otra línea. Dejó la parte este a un lado, pues seiscientos kilómetros le habrían llevado al interior del Atlántico. Confeccionó una lista con los distintos estados que quedaban en el interior de la tosca circunferencia, cogió el teléfono y llamó a información. Al cabo de un minuto ya estaba hablando con un empleado de la Dirección Federal de Instituciones Penitenciarias. Le dio el nombre de Harms y le citó el radio geográfico en el que podía encontrarse. Se le había ocurrido que su hermano podía haber ido a visitar a Harms a la cárcel. La idea casaba con la llamada que le había hecho pidiéndole consejo. John Fiske conocía mucho más los entresijos de las cárceles que su hermano pequeño.
Cuando la persona con la que estaba hablando se puso de nuevo en contacto con él, a Fiske se le cayó el alma a los pies.
—¿Está seguro de que no hay ningún preso con ese nombre en ninguna cárcel federal de la zona geográfica que le he indicado?
—He consultado incluso las que quedan a unos cientos de kilómetros de esa zona.
—¿Y las cárceles estatales?
—Puedo facilitarle el número de teléfono de cada uno de los esta dos. Tendrá que llamarlos uno por uno. ¿Sabe cuáles se encuentran en esa zona?
Fiske miró el mapa y se los fue recitando. Más de doce. Anotó los números que le dio el otro y colgó.
Reflexionó un momento y decidió comprobar si tenía mensajes en casa y en el despacho. Uno de ellos era de una agente de seguros. Fiske le llamó, en el distrito de Columbia.
—Le acompaño en el sentimiento por la muerte de su hermano, señor Fiske —le dijo la mujer.
—No sabía que mi hermano tuviera un seguro de vida.
—A veces los beneficiarios no están al corriente. En realidad, la compañía de seguros no tiene ninguna obligación de ponerse en con tacto con los beneficiarios aunque se entere de la defunción de su cliente. Dicho de otra forma, el cliente nunca reclama en ese caso.
—¿Pues por qué me llamó?
—Porque me horrorizó la muerte de Michael.
—¿Cuándo contrató la póliza?
—Hace unos seis meses.
—No tenía esposa ni hijos. ¿Por qué la póliza?
—Precisamente por eso le llamo. Dijo que el dinero tenía que ser para usted, en caso de que a él le ocurriera algo.
Fiske notó un nudo en la garganta y apartó un poco el auricular.
—Ese dinero les convendría mucho más a mis padres que a mí —consiguió decir por fin.
—Me dijo que usted probablemente se lo entregaría a sus padres pero también quería que una parte fuera para usted. Creía que usted sabría administrarlo mejor que sus padres.
—Comprendo. ¿Y de qué suma estamos hablando?
—De medio millón de dólares. —Ella le leyó la dirección para confirmar que tenía los datos correctos—. Por si le sirve algo, yo gestiono muchísimas pólizas al día, por razones muy distintas, y no todas ellas podrían calificarse de ejemplares, y por si no lo tuviera claro, le diré que su hermano le quería a usted mucho. Ojalá estuviera yo tan unida al mío.
Cuando Fiske colgó el teléfono se dio cuenta de que no estaba a punto de llorar. Estaba a punto de empezar a aporrear la pared.
Se levantó, se metió la lista en el bolsillo, salió fuera, cogió la escalera, pasó por entre las plantas de enea y los helechos y llegó al pequeño embarcadero. El cielo tenía un azul intenso, con algún toque de nubes, la brisa era estimulante, la humedad se había evaporado de momento. Miró hacia el norte, hacia las casas de cuatro plantas valoradas en un millón de dólares del cinturón externo de Alexandria, para volver la vista luego al largo y serpenteante puente de Woodrow Wilson. Al otro lado del río divisó la orilla de Maryland, el reflejo del borde de Virginia flanqueado de árboles. Pasó un avión con el tren de aterrizaje bajado, camino del aeropuerto nacional, a unos kilómetros de allí. Vio el fuselaje tan cerca del suelo que se le ocurrió que casi podría alcanzarlo con una piedra.
En cuanto hubo desaparecido el avión y se hizo de nuevo el silencio se metió en el velero por la parte de proa. Se balanceó suavemente bajo su peso; el sol le dio de lleno en el rostro. Se sentó, apoyó la cabeza en el mástil, olió la tela de la vela plegada y cerró los ojos. ¡Qué rendido estaba!
—Parece que ha encontrado el lugar ideal.
Se despertó de un sobresalto y miró a un lado y otro antes de volverse y descubrir a Sara de pie ante él. Llevaba un traje chaqueta negro y una blusa de seda blanca con cuello vuelto. Lucía un discreto collar de perlas, se había recogido el pelo en un moño y un toque de maquillaje y de lápiz de labios rojo pálido intensificaban el color en su rostro.
Sara sonrió.
—Siento haberle tenido que despertar. Dormía tan apaciblemente…
—¿Lleva mucho rato observándome? —le preguntó Fiske aunque luego no supo por qué lo había hecho.
—Un rato. Puede ducharse si quiere.
Fiske se levantó y salió del embarcadero.
—Bonito velero.
—Tengo la suerte de que la orilla desciende abruptamente en este punto. No tengo que dejarlo en uno de los puertos deportivos. Puedo llevarle a dar un paseo, si quiere, aún queda tiempo antes de que llegue el invierno.
—Quizás.
Pasó por delante de ella y se fue hacia la casa.
—¿John?
Él se volvió. Sara, apoyada en la barandilla, miraba hacia el velero como si deseara tallar una cuña de paz en su tranquila estructura.
—Aunque sea lo último que haga en mi vida, voy a aclarar las cosas con su padre —dijo.
—El problema es mío. No tiene por qué hacerlo.
—Sí, debo hacerlo, John —repitió ella, decidida.
Al cabo de media hora, Fiske cogió el coche y se dirigió hacia la avenida. Dos turismos negros que se les acercaban le obligaron a pegar un frenazo. Sara chilló. Fiske saltó del coche. Se detuvo en cuanto se dio cuenta de que le estaban apuntando.
—¡Manos arriba! —gritó uno de los hombres.
Fiske obedeció inmediatamente.
Sara salió en el preciso instante en que Perkins salía de uno de los vehículos y el agente McKenna del otro.
El primero reconoció a Sara.
—Bajen las armas —dijo a los dos de paisano.
Retumbó la voz de McKenna:
—Esos hombres están bajo mi mando. Bajarán las armas solo si yo se lo ordeno —dijo y se detuvo frente a Fiske.
—¿Está usted bien, Sara? —preguntó Perkins.
—Claro que estoy bien. ¿Qué demonios ocurre aquí?
—Le he dejado un mensaje urgente.
—No he escuchado los mensajes. ¿Algún problema?
McKenna se fijó en la escopeta del asiento de atrás. Apuntó con su arma directamente a Fiske. Observó las magulladuras en su rostro.
—¿Le retiene contra su voluntad este hombre? —preguntó McKenna a Sara.
—¿Quiere dejar ya de hacer tanto teatro? —dijo Fiske. Bajó las manos y el extremo del cañón le atizó en pleno estómago. Fiske cayó de rodillas, jadeando. Sara corrió hacia él y le ayudó a apoyarse contra la rueda del coche.
—Mantenga las manos arriba hasta que la señora responda a mi pregunta. —McKenna se las levantó con gesto brusco—. ¡Las malditas manos arriba!
Sara gritó:
—¡Por el amor de Dios, claro que no me ha retenido! ¡Basta ya! ¡Déjenle tranquilo! —Apartó de él las manos de McKenna.
Perkins se les acercó.
—Agente McKenna —empezó, pero este le cortó con una gélida mirada.
—Lleva una escopeta en el coche —dijo McKenna—. Si quiere correr el riesgo con sus hombres, adelante. Yo no trabajo así.
Se detuvo otro coche y de él salieron Chandler y dos agentes de uniforme apuntando con sus armas.
—¡Todo el mundo quieto! —gritó Chandler.
McKenna se volvió.
—Diga a sus hombres que guarden las armas, Chandler. Tengo la situación bajo control.
Chandler se acercó a McKenna.
—Diga a sus hombres que enfunden las armas ahora mismo, McKenna. De lo contrario, esos agentes tendrán que detenerle aquí mismo por asalto y lesiones. —McKenna no movió un dedo. Chandler acercó el rostro al suyo—. Inmediatamente, agente especial Warren McKenna o tendrá que reclamar asesoramiento legal del FBI desde un calabozo de Virginia. ¿Le interesa que conste eso en su ficha?
Por fin el hombre dio su brazo a torcer.
—Enfunden las armas —ordenó.
—Y ahora, ¡humo! —gritó Chandler.
McKenna se apartó lentamente de Fiske con los ojos clavados en Chandler al retroceder.
Este se arrodilló y cogió a Fiske por el hombro.
—¿Está bien, John?
Fiske asintió con un gesto de dolor, sin quitar la vista de encima a McKenna.
—¿Harán el favor de decirnos qué sucede? —preguntó Sara.
—Han encontrado a Steven Wright muerto —dijo Chandler.