Samuel Rider, quien había pasado unos días fuera por asuntos de trabajo, llegó pronto a su despacho. Sheila aún no había llegado. Mejor, pues Rider prefería estar solo. Cogió el teléfono, llamó a Fort Jackson, se identificó como el abogado de Harms y pidió hablar con él.
—Ya no está aquí.
—¿Cómo dice? Está cumpliendo cadena perpetua. ¿Dónde puede estar?
—Lo siento, pero no me está permitido transmitir esta información por teléfono. Si se personara usted aquí o solicitara la información por escrito en la debida forma…
Rider soltó el teléfono y se dejó caer sobre el sillón. ¿Estaría muerto Rufus? ¿Habrían descubierto lo que tenía entre manos? Tras haber presentado el recurso al Tribunal Supremo, tenía que haber dispuesto inmediatamente unas medidas de seguridad.
Sujetó con fuerza el extremo de la mesa con los dedos. Todo aquello suponiendo que hubiera llegado al Tribunal. Abrió el cajón del escritorio y sacó la hoja de color blanco del resguardo que contenía el número de referencia. Tenían que haber devuelto a su despacho la copia verde. ¡Sheila! Se levantó de un salto y se fue corriendo a la mesa de trabajo de Sheila. En general, cualquier resguardo se guardaba en el archivador adecuado. Sin embargo, Rufus Harms no tenía archivo para su caso. ¿Qué habría hecho con el maldito resguardo?
Como si respondiera a sus pensamientos, la mujer entró por la puerta. Le sorprendió ver a Rider allí.
—¡Qué pronto ha llegado, señor Rider!
Este intentó responder sin darle mucha importancia al asunto.
—Intentando ponerme al día en una serie de cuestiones.
Se alejó de la mesa de ella, a pesar de que Sheila se había percatado de sus intenciones.
—¿Busca algo?
—Pues ahora que lo dice, sí, buscaba algo. Mandé una carta certificada y ahora estaba pensando que no se lo había comentado. ¡Qué estúpido soy!
Las palabras de ella le hicieron soltar un suspiro interior de tranquilidad.
—¡Ah, era eso! Por un momento pensé que me había olvidado de abrir algún expediente. Quería preguntárselo cuando llegó.
—De modo que ha llegado —respondió Rider, intentando disimular su entusiasmo.
Sheila abrió un cajón y sacó de él un resguardo verde.
—Del Tribunal Supremo —dijo, pasándole el papel—. Recuerdo que pensé que tal vez tendríamos que acudir a esa instancia.
Rider se esforzó por poner la expresión imparcial del abogado.
—No, Sheila, se trata de una formalidad de la judicatura. De momento no es Washington quien va a proporcionarnos las lentejas.
—Ah, aquí tiene los mensajes telefónicos que han llegado mientras estaba fuera. Se los he dispuesto por orden de prioridad.
Él le estrechó la mano con gesto agradecido.
—Es usted la eficiencia en persona —le dijo galantemente.
La mujer sonrió y empezó a dedicarse a sus papeles.
Rider volvió a su despacho, cerró la puerta y miró el resguardo. El documento estaba entregado. Ahí estaba la firma. Pero ¿dónde estaba Rufus?
Rider pensaba pasar casi toda la mañana en reuniones en las que iba a discutirse la posible construcción de un centro comercial en unos terrenos que desde los años cuarenta se había utilizado como cementerio de coches. Una de las personas con los que se iba a entrevistar había llegado a Blacksburg, Virginia, en un avión privado desde Washington a primera hora de la mañana e iba a pasar por su despacho. Con tantas cosas en la cabeza, Rider tuvo que hacer un esfuerzo por simular normalidad cuando el hombre acudió poco después a verle. Aquel hombre llevaba un ejemplar del Washington Post. Mientras Sheila le preparaba un café, Rider echó un vistazo a los titulares del periódico. Uno de ellos le llamó la atención. El hombre se percató de ello.
—¡Qué vergüenza! —exclamó, señalando el artículo que miraba Rider—. Uno de los mejores y más brillantes —añadió mientras Rider recitaba para sus adentros el titular: «Asesinado un funcionario del tribunal supremo».
—¿Le conocía usted? —preguntó Rider. Aquello no podía tener ninguna relación. Ni muchísimo menos.
—No. Pero si trabajaba ahí, había llegado a lo más alto. Y le asesinan. Eso nos demuestra que vivimos en una época muy peligrosa. Ya nadie puede sentirse seguro.
Rider le miró un momento y luego volvió la vista hacia el periódico y la foto que incluía. Michael Fiske, treinta años. Se había licenciado en la Universidad de Columbia, desde donde había pasado a la Facultad de Derecho de Virginia, donde había dirigido la revista Law Review. Era ayudante del magistrado Thomas Murphy. No figuraban sospechosos ni móvil alguno, tan solo había desaparecido una cartera. «Ya nadie puede sentirse seguro». Sujetó el periódico mientras contemplaba la deprimente y difuminada foto del hombre que había muerto. No podía ser. De todas formas, tenía algo que comprobar.
Se disculpó con el cliente y se metió en su despacho, desde donde llamó al Tribunal Supremo.
—No ha llegado ningún caso a nombre de Harms, ni por vía regular ni in forma pauperis.
—Pero ha llegado a mi poder el resguardo que demuestra que les fue entregado. La voz del otro lado de la línea repitió mecánicamente el mensaje.
—¿No tienen forma de seguir la pista del correo que les llega? —La cortés respuesta que le dio el otro le sentó bastante mal. Gritó por el auricular—: Rufus Harms se está pudriendo en el maldito penal y ustedes son incapaces de seguir la pista al correo que llega. —Dicho esto, colgó.
Al parecer, la solicitud de Rufus Harms había desaparecido en algún momento entre su llegada y la entrada en el sistema. Y también había desaparecido Rufus Harms. De pronto Rider sintió un escalofrío.
Echó otra ojeada al periódico. Además, un funcionario del Tribunal Supremo había sido asesinado. Todo aquello parecía rocambolesco, pero él tenía presente la historia que le había contado Rufus. De repente, otra idea le produjo aún más impacto: si habían matado a Rufus y al funcionario, no iban a detenerse ahí. Si tenían en su poder la petición de Rider, sabrían el papel que jugaba él. Aquello podía significar ser el siguiente en la lista.
«Vamos —se dijo— te ha cogido la paranoia». Y entonces lo comprendió. El montón de mensajes que había recogido Sheila mientras él estaba fuera. Los fue ojeando, descartando los que no le parecieron importantes. El nombre, el maldito nombre.
Fue manoseando papeles hasta que encontró los de color rosa. Sus manos se movían con gran agilidad, comprobando, apartando los que no le interesaban, hasta que lo encontró. Se fijó en el nombre y notó que quedaba lívido. Michael Fiske le había llamado. Dos veces.
«¡Dios mío!». En una avalancha, las imágenes mentales de su esposa, de la propiedad en Florida, de sus hijos ya mayores, tantas horas dedicadas al trabajo, todo iba pasando por su mente. Pues nada, no esperaría a que fueran a por él. Pulsó el interfono, le dijo a Sheila que no se encontraba bien, que se lo comunicara a la persona que tenía allí y a los demás que iban a llegar al cabo de poco y que se ocupara de ellos como pudiera.
—No volveré en todo el día —le dijo al salir deprisa. «Espero poder hacerlo algún día, y no con los pies por delante», añadió en silencio.
—De acuerdo, señor Rider, cuídese.
Casi le hizo reír aquel comentario. Antes de salir, había llamado a su casa pero no había encontrado a su esposa. Ya en el coche decidió lo que iba a hacer. La pareja había hablado de unas vacaciones de otoño, de ir a las islas a por la última dosis de sol y playa antes de que empezara a helar de verdad. Pero tendrían que alargarlas un poco. Prefería invertir sus ahorros en seguir vivo que en asegurar las vistas de una puesta de sol en Florida que tal vez no le darían la oportunidad de contemplar.
Podían ir en coche a Roanoke, y allí coger un vuelo que les llevara a Washington o a Richmond, desde donde podían elegir destino. Le contaría a su esposa que era algo que se le había ocurrido de repente, que actuaba con espontaneidad, lo que ella siempre le había negado. Para su esposa era una persona metódica y responsable. El esposo que no hacía más que trabajar con ahínco, pagar sus facturas, educar a los hijos, amarla a ella e intentar arañar algún instante de felicidad de paso. «Yo mismo estoy redactando mi esquela», pensó.
Con tal decisión no podría echar una mano a Rufus, pero de todas formas imaginaba que el hombre ya estaría muerto. «Lo siento, Rufus», pensó. «Ya estás en un lugar muchísimo mejor, incomparable con el que habían destinado para ti en la tierra esos hijos de puta».
De repente se le ocurrió algo. Había dejado las copias del expediente de Rufus en el despacho. ¿Tenía que volver? Decidió por fin que su vida tenía más valor que unos papeles. Y por otro lado, ¿qué podía hacer con ellos?
Se concentró en la carretera. Entre el despacho y su casa no había mucho más que una serpenteante carretera, los pájaros y de vez en cuando un ciervo o un oso negro. Hasta aquel momento, Rider no se había sentido preocupado por el aislamiento. Pero de pronto le aterrorizó. En casa tenía una escopeta que utilizaba para salir a cazar codornices. Pensaba que ojalá la tuviera en el coche.
Pasó por una curva muy cerrada fijándose en que entre él y el precipicio de quince metros no había más que una oxidada barrera de protección. Pisó el freno para reducir la velocidad y quedó sin aliento. ¡Los frenos! «¡Dios mío, me he quedado sin frenos!». Iba a soltar un chillido. Pero consiguió controlar el vehículo. «No pierdas el juicio, Sam», dijo para sus adentros. Al cabo de unos minutos, superó la última curva y vio el buzón de su casa. Otro minuto y entró con el coche en el garaje. Vio el coche de su esposa al lado del suyo.
Al salir, echó un vistazo al asiento de delante. Notó que las piernas lo fallaban e iba a desplomarse. Su esposa estaba tumbada con la cara contra el asiento. Desde su posición, Rider vio la sangre que manaba de la herida de la cabeza. Aquel sería el último recuerdo que se grabaría en su mente. Una mano le agarró la cabeza apretando contra su cara una tela que olía a medicamento. Otra mano metió algo entre sus dedos. El abogado bajó la vista, con los ojos ya entornados, y notó la pistola aún caliente que empujaban contra su mano unos dedos protegidos por un guante de goma. Era la suya, la que utilizaba para el tiro al blanco. La que, ahora se daba cuenta, había matado a su esposa. Por la calidez del taco en el metal, pensó que lo habrían hecho al verle llegar. Le habrían estado esperando. Ladeó un poco la cabeza y distinguió los fríos y claros ojos de Víctor Tremaine mientras se iba sumergiendo cada vez más profundamente en la inconsciencia. Aquel hombre la había matado pero achacarían el asesinato a Rider. Tampoco le importaba tanto. Él también estaría muerto. Al concluir aquel pensamiento, los ojos de Samuel Rider se cerraron para siempre.