31


En su viaje hacia la caravana, Fiske se detuvo en unos almacenes abiertos las veinticuatro horas. Sara se quedó en el coche. Una oxidada señal de Esso se balanceó ruidosamente al paso de un vehículo y ella tuvo un sobresalto. Cuando volvió Fiske al coche, se fijó en la docena de latas de Budweiser que llevaba.

—¿Qué pretende, ahogar sus penas? Él no le hizo caso.

—Una vez estás allí, no hay forma de volver. Estás realmente en un lugar abandonado de la mano de Dios. A veces yo mismo me pierdo allí.

—Estoy dispuesta a dormir en el coche.

Media hora después, Fiske redujo la marcha, se metió en una estrecha pista de gravilla y se acercó a una casita a oscuras.

—Uno debe inscribirse aquí y pagar como visitante antes de entrar —le explicó—. Ya lo haré mañana antes de marcharnos.

Pasó por delante de la casita y se metió en el terreno del camping. Sara se fijó en las caravanas, dispuestas como en una calle de casas bajas. En la mayoría se veían luces de Navidad y astas de banderas, sujetas a la caravana, al porche o bien hundidas en el cemento. Con aquellas luces y el resplandor de la luna, la zona quedaba sorprendentemente iluminada. Pasaron por delante de unos parterres repletos de flores de otoño: balsamináceas, crisantemos rojos y rosas. Las clemátides trepaban por los muros de algunas de las casas. Mirara donde mirara, Sara veía figurillas de metal, mármol y resina. Se fijó también en una serie de parrillas de hormigón y en una columna de humo; la mezcla de olores de carne asada y carbón resultaba seductora en aquella atmósfera cálida y húmeda.

—Ese lugar es como un pueblo de mazapán edificado por gnomos —dijo Sara. Y viendo tantas banderas, añadió—: por gnomos patriotas.

—La mayoría proceden de la Legión Americana o son veteranos de la guerra. Mi padre tiene una de las astas más altas. Estuvo en la Arma da durante la Segunda Guerra Mundial. Lo de las luces de Navidad durante todo el año se impuso hace ya mucho tiempo.

—¿Pasaban mucho tiempo aquí, usted y Michael?

—Mi padre tenía solo una semana de vacaciones, pero en verano veníamos con mamá y nos quedábamos durante bastante tiempo. Algunos viejos nos enseñaban a navegar, a nadar y a pescar. Todo lo que papá nunca tuvo tiempo de hacer. Se ha resarcido desde la jubilación.

Paró el coche frente a una caravana. Tenía encendidas las luces de Navidad y estaba pintada en un tono azul poco intenso, relajante. El Buick de su padre, con una pegatina en la que se leía «Apoyemos a nuestra policía», estaba aparcado junto a la caravana. Frente a ella, un parterre de llantén. A lado del Buick había un vehículo de campo de golf. El asta de delante de la caravana se alzaba a unos nueve metros.

Fiske se fijó en el Buick.

—Menos mal que está aquí. —«Bueno, ahora sí, John, se acabaron las dilaciones», pensó.

—¿Hay un campo de golf por aquí?

Fiske la miró.

—No, ¿por qué?

—¿Pues qué hace ese vehículo aquí?

—Los propietarios de estas instalaciones los compran de segunda mano a los clubs de golf. Las carreteras son muy estrechas y, si bien puedes llegar con el coche hasta la caravana, está prohibido utilizarlo por los alrededores. Además, la gente suele ser mayor y utilizan estos vehículos para moverse.

Fiske salió del coche con las doce latas. Sara no se movió. Él la miró con expresión de interrogación.

—Creía que quería hablar a solas con su padre.

—Después de todo lo que hemos vivido esta noche, creo que se ha ganado el derecho a entrar. Claro que si no quiere hacerlo, lo comprenderé. —Echó un vistazo a la caravana y notó que estaba perdiendo el valor. Se volvió hacia ella—: No me vendría mal un poco de compañía.

Sara asintió.

—De acuerdo, espéreme un minuto.

Bajó la visera con espejito del coche para echar un vistazo a su rostro y su pelo. Hizo una mueca, cogió el bolso e hizo lo que pudo para mejorar su aspecto con un pintalabios y un cepillo. Se notaba sudorosa, el vestido pegado al cuerpo, el pelo imposible de arreglar por la lluvia y la humedad. Por trivial que pareciera preocuparse por su aspecto en aquellas circunstancias, se sentía tan mal que tenía necesidad de ello.

Soltó un suspiro, subió de nuevo la visera, abrió la puerta y salió. Mientras se acercaban al porche de madera, se iba alisando el vestido y arreglando el pelo.

Fiske se fijó en ello y dijo:

—No va a fijarse mucho en su aspecto. Sobre todo cuando haya hablado con él.

Ella suspiró.

—Ya lo sé. Lo único que no quería era parecer una pordiosera.

Fiske aspiró una bocanada de aire y llamó a la puerta. Esperó un poco y golpeó de nuevo.

—¡Papá! —Esperó un poco más y golpeó con más fuerza—. ¡Papá! —gritó sin dejar de golpear la puerta.

Al fin oyeron movimiento en la caravana y vieron que se encendía una luz. La puerta se entreabrió y Ed, el padre de Fiske, asomó la cabeza. Sara le miró detenidamente. Era alto como su hijo, y muy delgado, aunque se notaban en él los vestigios de la fuerte musculatura que era también característica de sus hijos. Tenía unos brazos enormes, algo parecido a unos gruesos troncos secados al sol. Pudo vérselos bien porque llevaba una camiseta imperio. Estaba muy bronceado, su rostro estaba surcado de arrugas y la piel empezaba a flojear, aunque se notaba que de joven había sido atractivo. El poco pelo que le quedaba era rizado y prácticamente gris, a excepción de unos mechones morenos en las sienes. Sara fijó la vista en sus largas patillas, una reliquia de los setenta, imaginó. Llevaba un pantalón con la cremallera a medio abrochar, que dejaba al descubierto una parte de los calzoncillos a rayas. Tenía los pies descalzos.

—¿Johnny? ¿Qué demonios haces aquí? —Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro—. Cuando vio a Sara, quedó algo desconcertado y se volvió inmediatamente, dándoles la espalda. Los dos observaron como se ponía bien el pantalón. Luego se volvió de nuevo.

—Tengo que hablar contigo, papá.

Ed Fiske miró de nuevo a Sara.

—Perdón… Sara Evans, Ed Fiske —dijo John.

—Buenas noches, señor Fiske —le saludó ella intentando mostrarse agradable y neutral al mismo tiempo. Con gesto torpe, le tendió la mano.

Él se la estrechó.

—Llámeme Ed, Sara. Encantando de conocerla. —Volvió la vista hacia su hijo, lleno de curiosidad—. ¿Qué ocurre? ¿Que os casáis o qué?

Fiske miró a Sara.

—¡No! Ella trabajaba con Mike en el Tribunal Supremo.

—¡Ah, vaya educación la mía! Vamos, pasad. Tengo el aire acondicionado en marcha. Aquí fuera hace un bochorno infernal.

Entraron en la caravana. Ed les señaló un raído sofá y Fiske y Sara se sentaron en él. Ed cogió una silla metálica de la cocina y se sentó frente a ellos.

—Perdonad que haya tardado tanto. Acababa de meterme en la cama.

Sara observó aquel reducido espacio. La estancia estaba recubierta por un arrimadero de contraplacado ennegrecido. Unos peces disecados clavados a unas placas colgaban de la pared. En la parte contraria tenía una escopeta de caza. En la esquina vio un recipiente largo y redondo del que sobresalían una caña y un carretel. Sobre la mesa de la pequeña cocina tenía un periódico doblado. Junto a la mesa, estaba la cocina, con una pila y una pequeña nevera. En otra esquina había un viejo sillón con un apoyo para los pies situado frente a un aparato de televisión. El recinto tenía una ventana. El aire acondicionado que refrescaba deliciosamente el habitáculo estaba adosado al techo. Sara sintió un escalofrío al adaptarse a aquella temperatura. El suelo estaba recubierto de linóleo basto y ondulado, una parte del cual estaba cubierto por una delgada alfombra.

Sara olió la atmósfera y tosió. Casi se veía el humo concentrado en el habitáculo. Como si fuera a responder a lo que ella estaba pensando, Ed cogió un paquete de Marlboro de la deslucida mesa auxiliar y con gran habilidad se puso un cigarrillo en los labios, se tomó el tiempo necesario para encenderlo y soltó el humo hacia el techo atestado de nicotina. Cogió un pequeño cenicero y echó la ceniza ahí. Con las manos apoyadas en las rodillas, se inclinó hacia delante. Sara se fijó en que tenía los dedos muy gruesos, las uñas resquebrajadas y ennegrecidas por algo que parecía grasa. Recordó que había sido mecánico.

—¿Y qué os trae por aquí tan tarde?

Fiske pasó a su padre un paquete de seis latas.

—Malas noticias.

El anciano quedó tieso y les miró fijamente a través del humo.

—No te referirás a tu madre, pues acabo de verla y está bien. —Apenas había acabado de decir aquello, lanzó una mirada a Sara. Su expresión estaba clarísima: ella «trabajaba» con Mike.

Volvió la vista hacia John.

—¿Por qué no me das la maldita noticia que has venido a traerme, hijo?

—Mike está muerto, papá.

Acabó de decir aquello y para él fue como si se hubiera enterado en aquel mismo instante. Notó que se le enrojecía el rostro como si lo hubiera acercado al fuego. Quizás había esperado a ver a su padre para compartir la aflicción. Era normal.

Notó que Sara le miraba pero no apartó la vista de su padre. Al observar como la desesperación se apoderaba del hombre, Fiske notó que le costaba muchísimo respirar.

Ed se quitó el cigarrillo de los labios y soltó el cenicero a causa del temblor de los dedos.

—¿Cómo?

—Un robo. Al menos, eso piensan. —Fiske hizo una pausa y añadió lo que ya estaba claro, puesto que sabía que su padre iba a preguntárselo de todas formas—. Alguien disparó contra él.

Ed cogió una de las cervezas y la abrió. Casi se la acabó de un trago; la nuez del cuello describía un movimiento ascendente y descendente.

Aplastó la lata contra su pierna y la lanzó a la pared. Se levantó, se acercó a la ventana, miró hacia fuera, con el cigarrillo colgando de la comisura de sus labios, aquellas inmensas manos abriéndose y cerrándose, las venas del brazo hinchándose y deshinchándose.

—¿Le has visto? —preguntó sin volverse.

—Esta tarde he ido a identificar el cadáver.

Su padre se volvió de pronto, hecho una furia.

—¿Esta tarde? ¿Y por qué demonios has tardado tanto en venir a decírmelo?

Fiske se levantó.

—He intentado localizarte durante todo el día. He dejado mensajes en tu contestador. Por fin he sabido que estabas aquí, porque se lo he preguntado a la señora Germán.

—Por ahí tenías que haber empezado —replicó su padre—. Ida siempre sabe donde estoy. No hace falta que te lo repita. —Se acercó a ellos con el puño en alto.

Sara, que se había levantado al tiempo que Fiske, retrocedió. Miró de reojo la escopeta y se preguntó si estaría cargada.

Fiske se acercó a su padre.

—En cuanto he sabido la noticia, papá, te he llamado. Luego he pasado por tu casa. Pero he tenido que ir al depósito. No te creas que ha resultado agradable para mí identificar el cadáver de Mike pero lo he hecho. Y el resto del día ha ido de mal en peor. —Tragó saliva, sintiéndose de repente culpable de que le afectara más la reacción airada de su padre que la muerte de su hermano—. No vamos a discutir por cuestiones de horario, ¿de acuerdo? Con ello no conseguiremos devolver la vida a Mike.

Al oír aquellas palabras, pareció que el enojo se disipaba del semblante de Ed. Unas frases tranquilas, racionales, que ni explicaban ni aliviaban la angustia que sentía. No se habían inventado aún las palabras que pudieran conseguirlo ni la persona capaz de pronunciarlas. Ed se sentó y su cabeza iba moviéndose de un lado a otro. Cuando levantó de nuevo la vista, tenía los ojos empañados.

—Siempre he dicho que uno no tiene que perseguir las malas noticias, pues llegan con más rapidez que las buenas. Con una rapidez incomparable.

Se le notaba un nudo en la garganta al hablar. Con aire ausente, aplastó el cigarrillo en la alfombra.

—Tienes toda la razón, papá.

—¿Han detenido a quien lo hizo?

—Todavía no. Pero trabajan en ello. El inspector que lleva el caso es extraordinario. Yo me he ofrecido para ayudarle.

—¿Distrito de Columbia?

—Sí.

—Nunca me gustó que Mike viviera allí.

Clavó su mirada en Sara, quien quedó completamente inmóvil ante aquella expresión acusadora. La señaló con el dedo.

—Allí arriba, la gente te mata por nada. ¡Enloquecidos cabrones! —Eso lo hacen hoy en día en todas partes, papá. Sara hizo un esfuerzo por recuperar la voz.

—Yo apreciaba y respetaba profundamente a su hijo. En el Tribunal todo el mundo consideraba que era una persona maravillosa. Lo he sentido mucho, muchísimo.

—Es verdad que era maravilloso —dijo Ed—. Eso, seguro. Ni siquiera sé cómo pudo salir así, de aquí, nuestro Mike.

Fiske bajó la vista. Sara notó la expresión apesadumbrada en su rostro.

Ed echó una ojeada al interior de la caravana: los recuerdos de los buenos tiempos con su familia le acechaban desde cualquier rincón de la estancia.

—Tenía el cerebro de su madre. —El labio inferior le tembló un instante—. Es decir, el cerebro que tenía antes ella. —Un sollozo apagado escapó de sus labios y se desplomó.

Fiske se arrodilló junto a su padre y le abrazó; los hombros de los dos temblaban al unísono.

Sara les miraba sin saber qué hacer. Se sentía violenta ante aquel instante tan íntimo y pensaba si no sería mejor salir corriendo hacia su coche. Por fin bajó la vista, cerró los ojos y dejó fluir con libertad las lágrimas, que fueron salpicando la basta alfombra.

Media hora después, Sara estaba sentada en el porche tomándose una lata de cerveza. Iba descalza; había dejado los zapatos al lado. Ensimismada, se friccionaba los dedos de los pies y tenía la vista fija en aquella oscuridad interrumpida de vez en cuando por una bombilla. Pegó una palmada a un mosquito y secó un reguero de sudor que bajaba por su pierna. Apoyando la lata de cerveza contra la frente, se planteó volver al coche, poner en marcha el aire acondicionado e intentar conciliar el sueño.

Se abrió la puerta y apareció Fiske. Se había cambiado y llevaba unos vaqueros descoloridos y una camisa sin planchar de manga corta. Él también iba descalzo. Llevaba en la mano dos cervezas que pendían del plástico que había anido a las seis. Se sentó a su lado.

—¿Cómo está su padre? Fiske encogió los hombros.

—Duerme, o por lo menos lo intenta.

—¿Quiere volver con nosotros?

Fiske hizo un gesto de negación.

—Irá a mi casa mañana por la noche. —Consultó el reloj y comprobó que estaba a punto de amanecer—. Quiero decir esta noche. Tengo que pasar por mi piso en el camino de vuelta para cambiarme.

Sara miró su vestido.

—¡Anda que no me conviene a mí! ¿De dónde ha sacado lo que lleva puesto?

—Lo había dejado aquí la última vez que estuve pescando.

Sara se secó la frente.

—¡Qué humedad tan terrible!

Fiske miró hacia el bosque.

—Junto al agua circula un aire más fresco. —Fueron hacia el vehículo del golf. Mientras circulaban por aquellos tranquilos caminos, Fiske le pasó una cerveza—. Esta está fresca.

Sara la abrió. Le supo a gloria e incluso la animó un poco. La colocó contra su mejilla.

El estrecho camino los llevó a través de un bosque de pinos, acebos, robles y abedules que tenían una corteza deshilachada que recordaba las virutas de sacar punta al lápiz. El paisaje se abrió y Sara divisó un embarcadero con unas cuantas barcas amarradas a él. Observó como se movía hacia arriba y hacia abajo la estructura de madera con el chapoteo del agua.

—Es un embarcadero flotante; se apoya en unos bidones de unos ciento cincuenta litros —le explicó Fiske.

—Ya lo imaginaba. Y eso, ¿es una rampa para las barcas? —preguntó, señalando un punto en el que el camino formaba un ángulo agudo y se introducía en el agua. Fiske asintió.

—La gente pasa en coche por otro camino para llegar aquí. Papá tiene una pequeña lancha motora. Aquella de allí. —Le señaló una embarcación blanca con rayas rojas que se balanceaba en el agua—. Normalmente las retiran de noche. Se habrá olvidado de hacerlo. La compró muy barata; se pasó un año arreglándola. No es un yate pero te lleva a donde quieres.

—¿Qué río es este?

—¿Recuerdas que bajando por la 95 viste indicadores de los ríos Marta, Po y Ni? —Sara asintió—. Pues bien, cerca de Fort A. P. Hill, al sureste de Fredericksburg, confluyen en el llamado «río Mattaponi». —Miró hacia el agua. Consideraba que existían pocas actividades tan relajantes como arrojar piedras rozando la superficie del agua—. Hay luna llena, la lancha tiene luces de posición y un faro guía, aparte de que conozco muy bien esta parte del río. En el agua, además, se está mucho más fresco. —Le dirigió una mirada interrogativa.

Sara no vaciló ni un instante.

—Me parece muy bien.

Se acercaron a la lancha y Fiske le ayudó a meterse en ella.

—¿Sabe quitar amarras? —le preguntó él.

—En realidad, participé en regatas cuando estudiaba en Stanford.

Fiske observó como deshacía los nudos y soltaba las amarras con gran soltura.

—El Mattaponi este parece un poco apagado.

—Eso a veces depende de la compañía.

Se sentó al lado de Fiske, quien metió la mano en el compartimiento que se encontraba junto al asiento del capitán y sacó unas llaves. Puso el motor en marcha y se alejaron lentamente del embarcadero. Se situaron en el centro del río y Fiske fue acelerando hasta que empezaron a avanzar a considerable velocidad. En el agua la temperatura había descendido unos cuatro grados. Fiske sujetaba el timón con una mano y en la otra tenía una cerveza. Sara dobló las piernas bajo las nalgas y se incorporó de forma que la parte superior del tronco le quedara por encima del corto parabrisas. Levantó los brazos para que la brisa le diera de lleno.

—¡Qué maravillosa sensación!

Fiske tenía la vista fija en el agua.

—Mike y yo organizábamos carreras cruzando el río. En algún punto es bastante ancho. A veces pensaba que uno u otro iba a ahogarse. Pero había algo que siempre nos mantenía en pie.

—¿El qué?

—Ninguno de nosotros soportaba la idea de que el otro ganara.

Sara se colocó bien en el asiento, lo hizo girar y se situó frente a él, al tiempo que se alisaba el pelo.

—¿Le importa que le haga una pregunta personal?

Fiske se puso algo tenso.

—Probablemente sí.

—¿No se lo tomará a mal?

—Seguro.

—¿Por qué no se relacionaban más usted y Michael?

—No existe ninguna ley que establezca que los familiares tienen que vivir pegados.

—Pero usted y Michael parecían tener tantas cosas en común… Él le tenía en un pedestal y, por lo que he comprobado, usted estaba muy orgulloso de Michael. Intuyo que tenían algunas diferencias. Pero no acabo de entender qué problema pudo surgir.

Fiske paró el motor y dejó la lancha a la deriva. Apagó también el faro y solo les quedó la luz de la luna. El río estaba completamente tranquilo y se encontraban en uno de los puntos en que alcanzaba mayor anchura. Fiske se levantó las perneras del pantalón, se colocó en uno de los flancos, se sentó y metió los pies en el agua.

Sara se situó a su lado, se levantó algo la falda y metió también los pies en el río.

Fiske seguía con la mirada fija en el agua, tomando cerveza.

—No tengo ninguna intención de fisgonear, John.

—Yo no estoy de humor para hablar. ¿Queda claro?

—Pero…

Fiske cortó el aire con la mano.

—No es el lugar ideal para hacerlo y a todas luces tampoco el momento, Sara, ¿de acuerdo?

—Lo siento. Es que me preocupo. Me preocupo por todos.

Siguieron sentados allí mientras la lancha seguía su movimiento y les llegaba como un murmullo el ruido de los grillos.

Por fin Fiske se desperezó.

—Encuentro que Virginia es un lugar precioso. Tiene agua, monte, bosque, playa, historia, cultura, centros de alta tecnología y antiguos campos de batalla. La gente se mueve con más lentitud, disfruta algo más de la vida. No podría imaginar vivir en otra parte. La verdad es que nunca he estado en otra parte.

—Y tienen además unos parques para caravanas preciosos —dijo Sara.

Fiske sonrió.

—Además eso.

—Veamos, ¿el discurso de las alabanzas del país implica que ha quedado cerrado oficialmente el tema de usted y su hermano? —Sara se mordió la lengua al concluir la frase. «¡Qué bocazas!», se reprendió a sí misma.

—Eso diría yo.

Fiske se levantó de repente. La lancha se balanceó y Sara estuvo a punto de caer al río. Fiske la sujetó del brazo. Se lo apretó con fuerza mirándola. Ella levantó la vista, con los ojos grandes como la luna que les iluminaba, las piernas separadas, al borde el agua, la falda mojada en la parte que se había sumergido.

—¿Qué tal un baño? —dijo ella—. Para refrescarnos un poco…

—No llevo bañador —dijo él.

—A mí ya se me ha mojado la ropa.

La ayudó a incorporarse y luego conectó otra vez el motor, rompiendo la paz.

—De acuerdo.

—¿Por qué no aquí?

—La corriente es demasiado fuerte.

Giró la lancha y la dirigió hacia el embarcadero. Cuando habían recorrido tres cuartas partes del camino, detuvo la embarcación y la dirigió hacia la orilla. Esta descendía gradualmente hacia el agua y al acercarse más, Sara se fijó en los bidones que flotaban separados entre sí unos seis metros. Al llegar junto a ellos, vio que estaban sujetos por una cuerda de la que pendía una red formando una piscina rectangular.

Fiske situó la lancha cerca de uno de los bidones y dejó que su impulso les guiara hasta poder tocar con la mano uno de estos. Ató un cabo a un gancho situado sobre este y soltó una pequeña ancla, en realidad un bote de pintura lleno de cemento, para más seguridad.

—El punto más profundo en el interior de las cuerdas está a unos tres metros. Existe una valla de tela metálica que rodea la zona y va hasta el fondo. Así, si la corriente se la lleva, no acabará en el Atlántico.

Sara se dispuso a quitarse el vestido y Fiske se volvió.

Ella sonrió.

—No me venga con remilgos, John. El bikini que suelo llevar deja más al descubierto.

Se tiró al agua en ropa interior y poco después se dio la vuelta en el agua.

—Le daré la espalda si se siente tan violento —le gritó.

—Aguantaré.

—Vamos, que no muerdo.

—Ya soy un poco mayor para nadar a pelo.

—El agua está fantástica.

—Eso parece.

Pero no movió ni un dedo para acercarse a ella.

Con la decepción marcada en el rostro, Sara por fin se volvió y se alejó de él a grandes brazadas.

Mientras Fiske la observaba, reseguía con el dedo la cicatriz de la herida, deteniéndose en las dos protuberancias circulares que habían dejado las balas al entrar. Con gesto brusco, apartó el dedo y se sentó.

El apellido «Harms» retumbaba en su cabeza. Teniendo en cuenta que la solicitud se había hecho in forma pauperis, probablemente procedía de un preso, suponiendo que el documento manuscrito fuera en realidad una apelación. Cambió de posición en el asiento y miró de nuevo hacia donde estaba Sara. A la luz de la luna, apenas la distinguía en el extremo menos profundo de la zona. No podía determinar si ella le estaba mirando o no.

Dirigió la vista al río, pues sus pensamientos le llevaron otra vez allí. Chapoteó en el agua, dos jóvenes nadando a toda velocidad, uno de ellos tomando la delantera y el otro superándole después. A veces ganaba Mike, otras, John. Luego hacían la carrera de vuelta. Y aquello día tras día, cada vez más bronceados, más esbeltos y fuertes. ¡Cuánto se habían divertido! Ninguna preocupación de verdad, ningún dolor de cabeza. Nadar, explorar el bosque, devorar bocadillos de salchicha con mayonesa a la hora de comer; para la cena, pinchitos de frankfurt asados al carbón hasta que la carne se abría. ¡Cómo disfrutaban! Fiske apartó la mirada del agua e intentó concentrarse.

Si Harms estaba preso, sería fácil localizarle. Como expolicía, Fiske sabía que no existía un grupo de seres humanos mejor controlado que los casi dos millones de habitantes que conformaban la población reclusa estadounidense. Tal vez el país no era capaz de localizar a todos sus niños o a las personas sin hogar pero seguía religiosamente la pista de todos sus presos. Además, en la actualidad, la mayor parte de la información se encontraba en bases de datos informatizadas. Volvió la vista y vio que Sara se acercaba a la lancha nadando. No se fijó en el resplandor de un cigarrillo que fumaba alguien que les estaba observando desde la orilla.

Un par de minutos después, Fiske ayudaba a Sara a subir a la lancha. Ella se sentó, jadeando.

—Hacía mucho tiempo que no nadaba tanto.

Fiske le tendió una toalla que había cogido del pequeño armario, evitando mirarla al hacerlo. Ella se secó rápidamente y se puso de nuevo el vestido. Al devolverle la toalla, los dos brazos se rozaron. Aquello movió a Fiske a mirarla. Sara seguía respirando con dificultad tras el ejercicio; el movimiento de sus pestañas resultaba hipnótico.

Él observó en silencio su rostro un momento y luego se centró en algo que vio en el cielo. Sara también volvió la cabeza para mirar hacia allí. Una especie de remolinos rosados asomaban en el oscuro horizonte al apuntar el alba. Miraran donde miraran, veían el suave resplandor del inicio de la luz. Los árboles, las hojas, el agua, conformaban una fachada inundada por la trémula luz mientras la lancha se balanceaba.

—¡Qué bonito! —dijo ella en voz baja.

—Sí, lo es —respondió él.

Al volverse hacia él, estiró el brazo, primero muy lentamente, su mirada buscando la de él a la espera de alguna reacción por su parte. Los dedos de Sara rozaron su barbilla, la cogieron y notó la aspereza de la incipiente barba contra su piel. La mano se deslizó hacia arriba, resiguiendo sus mejillas, sus ojos, deteniéndose luego en el pelo; cada caricia era más suave, más lenta. Al agarrarle por la nuca y empujar su cabeza hacia ella, notó que Fiske se echaba hacia atrás. A Sara le temblaron los labios al comprobar el brillo de sus ojos. Apartó la mano y se retiró.

De repente, Fiske fijó la vista en el agua, como si siguiera viendo allí los dos muchachos nadando frenéticamente. Se volvió hacia ella.

—Mi hermano está muerto, Sara —se limitó a decir con voz algo temblorosa—. Ahora mismo estoy hecho un lío. —Intentó decir algo más pero las palabras no salían de sus labios.

Sara fue a instalarse en uno de los asientos. Se secó los ojos y luego, algo avergonzada, se estiró el dobladillo de la falda, intentando alisarla y escurrir la humedad de ella. Hacía más viento y el río mecía la embarcación. Sara miró a Fiske.

—Apreciaba muchísimo a su hermano. Y no sabe cuánto siento que nos haya dejado. —Bajó la vista, como si buscara en sus pies las palabras adecuadas—: Y lo que siento también es lo que acabo de hacer.

Él apartó la vista.

—Yo podía haberle dicho algo antes. —Levantó los ojos hacia ella con expresión desconcertada—. No sé por qué no lo he hecho.

Ella se levantó y le rodeó los hombros con sus brazos.

—Tengo un poco de frío. Creo que será mejor volver.

Fiske levó el ancla mientras Sara soltaba la amarra y luego, con el motor ya en marcha, se dirigieron hacia el embarcadero, sin atreverse a mirarse a los ojos, por miedo a lo que pudiera suceder, a lo que sus cuerpos pudieran decidir, a pesar de las palabras que acababan de pronunciar.

Ya en la orilla, la persona del cigarrillo encendido se retiró en el momento en que Sara se acercaba a Fiske.