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Guiada por Fiske, Sara llegó hasta el barrio de su padre, en las afueras de Richmond, y paró el coche en la avenida de gravilla. Se veían rodales de hierba amarillenta, debidos a aquel verano en el que, como tantos, había dominado el calor y la humedad; delante de la casa, no obstante, destacaban los parterres de flores perfectamente cuidados, lozanos gracias al riego constante.

—¿Se crio usted en esta casa?

—Es la única que pudieron llegar a comprar mis padres en toda su vida. —Fiske echó una ojeada al edificio moviendo la cabeza—. No veo Su coche.

—Puede que lo tenga en el garaje.

—Allí no hay sitio. Fue mecánico durante cuarenta años y acumuló un montón de chatarra. Aparca en la avenida. —Miró el reloj—. ¿Dónde demonios estará? —salió del coche. Sara hizo lo mismo.

Él la miró por encima del techo.

—Puede quedarse aquí, si quiere.

—Le acompañaré —se apresuró a decir ella.

Fiske abrió la puerta principal y entró en la casa. Encendió la luz y pasaron por la pequeña salita, hacia el comedor adyacente, donde Sara vio una serie de fotos encima de la mesa. Había una en la que se veía a Fiske en uniforme de fútbol americano; un poco de sangre en la cara, manchas de hierba en las rodillas, sudoroso. Extraordinariamente atractivo. Se sorprendió con el pensamiento y apartó la mirada, sintiéndose culpable de pronto.

Se fijó en otras fotos.

—¿Practicaban muchos deportes?

—Mike era el atleta nato de la familia. Cuando yo establecía algún récord, él lo superaba. Con toda tranquilidad.

—Una familia atlética.

—Obtuvo también el premio extraordinario de final de carrera, reunió la máxima puntuación de la zona norte y la casi perfección en selectividad y facultad.

—Parece un hermano mayor orgulloso de ello.

—Muchos estaban orgullosos de él —dijo Fiske.

—¿Y usted?

Él la miró fijamente.

—Me sentía orgulloso de él por algunas cosas y no tanto por otras, ¿de acuerdo?

Sara cogió una foto.

—¿Sus padres?

Fiske se acercó a ella.

—En su trigésimo aniversario. Antes de que mamá cayera enferma.

—Parecen felices.

—Lo eran —respondió él enseguida. Se sentía violento con los comentarios de ella sobre el pasado—. Espere un momento aquí.

Fiske se fue a la habitación del fondo, la que en otra época había compartido con su hermano y ahora se había convertido en un cuarto de trabajo. Comprobó el contestador. Su padre no había oído sus mensajes. Se disponía a salir cuando vio el guante de béisbol en un estante. Lo cogió. Era de su hermano, tenía el canalé algo roto pero el cuero estaba perfectamente engrasado, tarea de su padre, sin duda. Michael era zurdo, pero la familia no le había podido comprar un guante especial, de forma que Mike había aprendido a parar y devolver la pelota así, sin guante. Había llegado a tal perfección que lanzaba con la misma velocidad que un diestro. Fiske recordaba aquella eficacia, consciente de que no había obstáculo que no pudiera superar su hermano. Dejó el guante en su sitio y se fue al comedor.

—No ha oído mis mensajes.

—¿Tiene idea de dónde puede haber ido?

Fiske pensó un instante e hizo chasquear los dedos.

—Normalmente se lo dice a la señora Germán.

Cuando se hubo marchado, Sara inspeccionó un poco más la estancia. Se fijó en una pequeña carta enmarcada expuesta en un pedestal de madera. Contenía una medalla. Cogió el cuadro y leyó la carta. Se trataba de una medalla al valor concedida al agente John Fiske, y la carta conmemoraba el acontecimiento. Miró la fecha. Con un rápido cálculo decidió que le habían entregado el premio más o menos en la época en que Fiske había abandonado el cuerpo. Seguía sin saber por qué lo había hecho, un tema que jamás tocaba Michael. Oyó que se abría la puerta y dejó rápidamente el cuadro en su sitio.

Fiske entró.

—Se ha ido a la caravana.

—¿Qué caravana?

—La que tiene junto al río. Va allí para pescar, para navegar.

—¿Y no puede llamarle allí?

Fiske negó con la cabeza.

—No tiene teléfono.

—Pues iremos en coche. ¿Dónde está eso?

—Ya ha hecho mucho más de lo que debía.

—No me importa, John.

—Estará a una hora y media de aquí.

—De todas formas, la noche es bastante corta.

—¿Le importa que conduzca yo? Hay mal camino.

Ella le pasó las llaves.

—Creí que no me lo iba a pedir.