Josh Harms conducía el camión de su amigo por la desierta carretera rural. El frondoso bosque, que conformaba una especie de cúpula sobre la estrecha calzada, le proporcionaba una cierta tranquilidad. El aislamiento, una mampara entre él y quienes podían incordiarle, había sido un objetivo que Josh había perseguido siempre en la vida. Como ebanista de gran talento, siempre había trabajado solo. Y en los momentos de asueto se iba a cazar o a pescar, también solo. En realidad no deseaba la conversación de los demás y en contadísimas ocasiones ofrecía la suya. Todo aquello había cambiado de pronto. Aún no había terminado de digerir la responsabilidad que conllevaba, pero intuía que era considerable. Sabía también que había tomado la decisión correcta.
El camión llevaba una caravana y su hermano se encontraba atrás, supuestamente descansando, aunque Josh tenía sus dudas sobre si sería capaz de conciliar el sueño. La parte trasera de la caravana llevaba también comida y agua para un mes, dos rifles para ciervos y una pistola semiautomática, además de la que llevaba metida en el cinturón. Aquel arsenal era insignificante si se tenía en cuenta el despliegue que se organizaría para su seguimiento, pero Josh era consciente de que había vivido muchos tragos y había sido capaz de superarlos.
Encendió un cigarrillo y echó el humo por la ventanilla. Estaban ya a unos doscientos setenta y cinco kilómetros de Roanoke y su objetivo era poner la máxima distancia entre ellos y dicha ciudad. A esas alturas ya habrían descubierto la fuga. Estarían estableciendo controles en las carreteras, aunque no tan lejos, imaginaba él. Los dos hermanos tenían ventaja, pero la distancia podía acortarse con rapidez. Los muchachos de verde disponían de más efectivos en cuanto a personal y equipo. Sin embargo, Josh llevaba veinte años pescando y cazando en la zona. Conocía todas las chozas abandonadas, todos los valles escondidos, los más remotos claros en la espesura del bosque. Había ejercitado su pericia en la supervivencia tanto ahorrando para poder vivir en América como esquivando la muerte en la otra punta del mundo, en Vietnam.
A pesar de que desconfiaba plenamente de la autoridad, no transgredía la ley a la ligera. Jamás había considerado a su hermano pequeño como un enajenado asesino. Rufus jamás tenía que haberse alistado en el ejército, pues aquello no era lo suyo. Y por aquellas ironías de la vida, Josh había sido condecorado como héroe de guerra y a él lo habían llamado a filas. Su hermano había ido voluntario y se había pasado todo el tiempo en una prisión militar. A Josh siempre le había repugnado aquello de coger un fusil por un país que había sido tan injusto con él como con todos los de su color. Pero una vez estuvo en el ejército, luchó y se distinguió. Hizo aquello por él mismo y por los hombres que estaban en su compañía, por ninguna otra razón. No tenía otra motivación para luchar y para matar a unos hombres contra los que no tenía nada personal. Redujo la marcha y cogió una pista que se adentraba en el bosque, Rufus le había contado algunos detalles de lo ocurrido veinticinco horas antes, sobre lo que le habían hecho aquellos hombres. A Josh se le encendió el rostro al recordar un incidente que había mantenido oculto. Aquello despertó en él la rabia, el odio. Lo que había hecho aquella población de Alabama a la familia Harms al difundirse la noticia del crimen de Rufus. Había tratado de proteger a su madre pero fracasó. «Voy a enfrentarme con los que han hecho eso a mi hermano. ¿Me has oído, Dios? ¿Me escuchas?».
Su plan consistía en esconderse un tiempo y lanzarse de nuevo a la carretera cuando las cosas se calmaran. Tal vez intentar pasar a México y desaparecer. Josh tampoco dejaba tantas cosas atrás. Una familia deshecha, un negocio de carpintería del que sacaba poquísimo provecho a pesar de su pericia. Se daba cuenta de que Rufus era el único familiar que le quedaba. Y de que para Rufus, él era todo lo que tendría en la vida. Les habían separado durante un cuarto de siglo. Ahora, en la plenitud de la vida, tenían la oportunidad de vivir más cerca el uno del otro de lo que suelen encontrarse los hermanos en ese estadio de la vida. Suponiendo que Josh y Rufus lograran sobrevivir. Tiró el cigarrillo fuera y siguió conduciendo.
Al fondo de la caravana, Rufus realmente no dormía. Estaba tumbado boca arriba, cubierto a medias por una lona negra, idea de Josh, para que pudiera confundirse con el colchón negro en el que estaba tumbado. A su alrededor, un montón de cajas de comida, atadas con un pulpo, idea también de Josh, un muro de protección para que nadie pudiera verle. Intentó desperezarse, relajarse un poco. El movimiento del camión era inquietante. No había viajado en un automóvil civil desde la época en que Richard Nixon era presidente. ¿Era posible? ¿Cuántos presidentes había visto desde aquello? El ejército siempre le había transportado de prisión en prisión en helicóptero, pues al parecer no le interesaba que se encontrara tan cerca de la carretera, de la libertad. Cuando uno se escapa de un helicóptero, no tiene otra salida que caer al vacío.
Intentaba mirar por entre las cajas de cartón el paisaje nocturno. Estaba demasiado oscuro. La libertad. ¡Cuántas veces se había preguntado cuál sería la sensación! Aún no la conocía. Estaba demasiado asustado. Un montón de gente le estaba buscando. Con la idea de matarle. Y ahora también a su hermano. Sus dedos se cerraron contra la textura poco familiar de la Biblia del hospital. La que le había regalado su madre estaba en la celda. La había guardado junto a él durante todos esos años, leyendo una y otra vez las escrituras como agarradero contra todo lo que constituía su existencia. Sin ella notaba el cerebro y el corazón vacíos. Ya era demasiado tarde. Sintió que se le aceleraba el corazón. Imaginó que era una mala señal: demasiada tensión. Recitó de memoria las consoladoras palabras de su preciado tesoro: la Biblia. ¡Cuántas noches había murmurado los Proverbios, los treinta y un capítulos, los ciento cincuenta Salmos, todos ellos reveladores y enérgicos, cada uno con un significado específico, indicios de lo que estaba viviendo!
Cuando acabó, se incorporó un poco y abrió la ventana de la caravana. Veía el rostro de su hermano reflejado en el retrovisor.
—Pensaba que dormías —dijo Josh.
—No puedo.
—¿Qué tal el corazón?
—El corazón ya no me da quebraderos de cabeza. Si muero, no será por culpa de él.
—No, a menos que lo abra una bala.
—¿Hacia dónde vamos?
—A un lugar perdido en el mundo. He pensado que podríamos quedarnos allí un tiempo, dejar que las cosas se enfríen y seguir cuando esté totalmente oscuro. Probablemente pensarán que vamos hacia el sur, camino de la frontera con México, por ello se me ha ocurrido ir en dirección norte, hacia Pensilvania, por lo menos de momento.
—Me parece bien.
—¡Eh! Has dicho que Rayfield y el otro cabrón…
—Tremaine. Vic.
—Eso, dices que te han estado vigilando todo este tiempo. Si han pasado tantos años, ¿qué significa que sigan pegados a ti? ¿No se imaginan que de recordar algo lo habrías dicho ya? ¿Por ejemplo, en el juicio?
—Ya lo he estado pensando. Puede que crean que por aquel entonces no recordaba nada pero que algún día se me puede ocurrir. No es que pueda demostrar nada, pero el simple hecho de abrir la boca podría traerles problemas o mover a alguien a investigar. Lo más fácil era liquidarme. Puedes creer que lo intentaron pero no funcionó. Quizás pensaron que les engatusaba, que me hacía el loco esperando a que bajaran la guardia y luego hablaría. Quedándose en el penal conmigo me tenían en un puño. Leían mi correo, controlaban mis visitas. Si surgía algo raro, me quitaban de en medio. Seguro que les parecía la mejor forma. De todos modos, después de tantos años, me imagino que se despistaron un poco. Permitieron la entrada a Samuel y a aquel tipo del Tribunal.
—Ya me lo imaginé. Pero yo sigo guardando la carta del ejército. No estaba al corriente de todo el barullo pero tampoco quería que le echaran el ojo.
Los dos permanecieron un rato en silencio. Josh era reservado por naturaleza y Rufus no estaba acostumbrado a tener a alguien con quien charlar. El silencio por un lado le liberaba y por el otro le oprimía. Tenía muchísimas cosas que decir. Durante las visitas de treinta minutos de Josh a la cárcel todos los meses, Rufus hablaba y su hermano casi solo escuchaba, como si notara la acumulación de palabras, de pensamientos, en su cabeza.
—No creo que te lo haya preguntado nunca: ¿Has vuelto alguna vez a casa?
Josh se revolvió en su asiento.
—¿A casa? ¿Qué casa?
Rufus siguió:
—¡Donde nacimos, Josh!
—¿Y por qué coño tendría que volver yo allí?
—¿No es donde está la tumba de nuestra madre? —dijo Rufus en voz baja.
Josh pensó un momento y luego asintió.
—Sí, claro que está allí. Tenía el terreno y también el entierro pagado. No podían hacer otra cosa, y no creas que no lo intentaron.
—¿Tiene una bonita tumba? ¿Quién cuida de ella?
—Oye, Rufus, mamá está muerta, ¿vale? Y hace mucho tiempo, además. No creo que le importe lo más mínimo el aspecto de su tumba. Y yo no me pego un viaje a Alabama para quitar cuatro hojas de aquel maldito suelo, sobre todo después de lo que ocurrió. De lo que hicieron con la familia Harms. Ojalá se quemen todos en el infierno, hasta el último habitante de ese rincón del mundo. Si es verdad que existe un Dios, cosa que dudo muchísimo, eso es lo que tendría que procurar el tipo ese. Si a ti lo que te preocupan son los muertos, adelante. Yo voy a centrarme en lo que son habas contadas: seguir con vida tú yo.
Rufus continuó observando a su hermano. «Existe un Dios», quería decirle. El Dios que mantuvo firme a Rufus durante aquellos años en que solo deseaba hacerse un ovillo y hundirse en el olvido. Y todo el mundo debe respetar a los difuntos y a su último lugar de reposo. Pensaba que si superaba todo aquello iría a ver la tumba de su madre. Se encontrarían de nuevo. Para toda la eternidad.
—Yo le hablo a Dios todos los días.
Josh soltó un bufido.
—¡Qué bien! Me alegra que haga compañía a alguien.
Siguieron en silencio hasta que Josh dijo:
—Oye, ¿cómo se llamaba el tipo que vino a verte?
—¿Samuel Rider?
—No, no, el joven.
Rufus pensó un momento.
—Michael no sé qué.
—¿Dijiste que era del Tribunal Supremo? —Rufus asintió—. Pues lo mataron. Michael Fiske. En fin, creo que lo mataron. Lo he visto por la tele antes de ir al hospital.
Rufus bajó la vista.
—¡Maldita sea! Lo que imaginaba.
—¡Vaya estupidez! Acercarse a la cárcel de aquella forma.
—Intentaba ayudarme. ¡Maldita sea! —repitió Rufus y luego guardó silencio mientras el camión siguió su camino.