27


Cuando llegaron al edificio donde tenía el piso Michael Fiske, Sara detuvo el coche en el aparcamiento de la esquina.

—Abra el portaequipajes —dijo Fiske antes de salir.

Ella oyó que rebuscaba por allí atrás y luego al verle aparecer ante la ventanilla tuvo un sobresalto. Bajó rápidamente el cristal.

—Mantenga las puertas del coche cerradas, el motor en marcha y los ojos bien abiertos, ¿vale? —dijo él.

Ella asintió, fijándose en que llevaba la llave de tuercas en una mano y una linterna en la otra.

—Si se pone nerviosa o lo que sea, váyase y en paz. Ya soy mayor. Puedo llegar sólito a Richmond.

Ella movió la cabeza con gesto terco.

—Me quedaré aquí.

Mientras observaba como daba la vuelta la esquina, se le ocurrió algo. Esperó un minuto para darle tiempo para entrar en el edificio, giró el coche y aparcó frente al edificio de pisos. Cogió el móvil y lo dejó a mano. Si notaba algo remotamente sospechoso, llamaría al piso y avisaría a Fiske. Un excelente plan de emergencia, que esperaba no tener que utilizar.

Fiske cerró la puerta después de entrar, encendió la linterna y echó un vistazo. No notó señal alguna de que nadie hubiera registrado aquel lugar.

Entró en la pequeña cocina, separada de la salita por una barra de casi un metro. Buscó entre los cajones y encontró un par de bolsas de plástico, con las que se cubrió las manos para no dejar huellas. Vio una puertecita que llevaba a una despensa, pero no le hizo caso. Su hermano no era de los que se dedicaban a guardar montones de latas de maíz y guisantes.

Pasó por la salita de estar, miró el armario y no encontró nada en los bolsillos de las chaquetas. Se dirigió a la habitación, que estaba en la parte trasera del piso. El parquet estaba desgastado y las planchas crujían a cada paso. Abrió la puerta y miró el interior. La cama sin hacer, ropa por todas partes. Registró todos los bolsillos: nada. Vio un pequeño escritorio en la esquina. Lo revisó minuciosamente pero tampoco halló nada. Se fijó en un cable conectado a un enchufe de la pared y frunció el ceño al tirar de él y encontrarse con el otro extremo. Miró los alrededores del escritorio pero no encontró lo que esperaba: el ordenador portátil al que correspondía el cable. Tampoco estaba el portafolios de su hermano, el que le había regalado al acabar la carrera de Derecho. Pensó que tenía que preguntar a Sara si sabía algo de su ordenador o de su portátil.

Al dar por terminado el registro de la habitación volvió a la cocina. Se paró un momento y escuchó con atención. Sujetaba con fuerza la llave que tenía en la mano. Tomó una rápida decisión: empujó directa mente la puerta de la despensa, blandiendo la llave y enfocando la luz hacia el reducido espacio.

El hombre se abalanzó contra Fiske y le pegó con el hombro en el estómago. Fiske soltó un gruñido, la linterna voló por los aires, pero consiguió mantener el equilibrio y sujetar al hombre por el cuello con la llave. Oyó un grito de dolor; su adversario, sin embargo, se recuperó con más rapidez de la que él esperaba y arremetió contra Fiske, empujándole por encima de la barra. Fiske pegó contra el suelo y notó que se le entumecía el hombro. A pesar del dolor, se dio la vuelta y pegó un par de patadas al tipo, que salía corriendo hacia la puerta. Blandió de nuevo la llave, pero en la oscuridad falló el objetivo y pegó en el suelo. Un puño chocó contra su mandíbula, Fiske respondió y golpeó también con contundencia una parte sólida del cuerpo del hombre.

En unos segundos el tipo consiguió levantarse y salir por la puerta Fiske se incorporó dando bandazos y corrió también hacia la puerta, sujetándose el hombro. Oyó unos pasos que bajaban la escalera a toda prisa. Echó a correr tras el hombre y en la carrera oyó como se abría la puerta que daba a la calle. Diez segundos después, Fiske salía también Miró a derecha y a izquierda. Oyó un claxon.

Sara bajó el cristal de la ventanilla y le señaló hacia la derecha. Fiske echó a correr bajo la lluvia en aquella dirección y dobló la esquina. Sara puso el coche en movimiento, tuvo que esperar a que pasaran dos coches y luego aceleró hacia él. Dobló la esquina, pasó por delante del siguiente bloque pero no vio a nadie. Puso marcha atrás, entró por otro callejón, luego por otro, cada vez más frenética. Soltó un chillido de alivio cuando vio a Fiske en medio de la calle, jadeando.

Saltó del coche y corrió hacia él.

—¡John! ¡Gracias a Dios que no te ha ocurrido nada!

Fiske estaba furioso porque se le había escapado aquel hombre. Daba vueltas pegando con los pies en el suelo.

—¡Maldita sea! ¡Mierda!

—¿Qué demonios ha sido todo eso?

Fiske se fue calmando.

—Uno a cero, ganan los malos.

Sara lo cogió por la cintura y le acompañó hasta el coche. Le ayudó subir. Pasó al otro lado, se sentó al volante y le dio al contacto.

—Tiene que verle un médico.

—¡No! No es más que un golpe. ¿Ha visto al tipo?

Sara movió la cabeza negando.

—Pues no. Ha salido tan deprisa que he pensado que era usted.

—¿Más o menos de mi talla? ¿Alguna ropa característica? ¿Blanco, negro?

Evans reflexionó un instante intentando recordar lo que había visto.

—No sabría decir la edad. Más o menos de su talla. Creo que iba vestido de oscuro y con la cara cubierta. —Suspiró—. Ha pasado todo tan deprisa… ¿Dónde estaba?

—En la despensa. Al entrar no he oído nada, pero cuando iba a salir he oído el crujido del suelo. —Se frotó el hombro—. Y ahora viene lo peor. —Cogió el móvil y sacó una tarjeta que llevaba en la cartera—. Contarle a Chandler lo que acaba de ocurrir.

Fiske dejó recado a Chandler y el inspector le llamó unos minutos después. Cuando le contó lo que acababa de hacer, tuvo que apartar el aparato de su oído.

—¿Ligeramente molesto? —preguntó Sara.

—Pues sí, del mismo modo que el Saint Helens entró ligeramente en erupción. —Fiske acercó de nuevo el móvil a su oído—. Escúcheme, Buford…

—¿Qué le ha pasado por la cabeza para hacer algo tan estúpido? —gritó Chandler—. Usted fue poli.

—Precisamente eso tenía en la cabeza. Que seguía siéndolo.

—Pues empiece a plantearse que ya no lo es.

—¿Quiere una descripción del tipo o no?

—Aún no he terminado con usted.

—Ya lo sé, pero tiene para rato.

—Deme la maldita descripción —dijo Chandler.

Cuando Fiske hubo terminado, Chandler dijo:

—Mandaré a un equipo ahora mismo como medida de seguridad. Y pediré que los técnicos se acerquen en cuanto puedan.

—El portafolio de mi hermano no estaba en el piso. ¿Lo han encontrado en el coche?

—No, ya le dije que no contenía ningún efecto personal.

Fiske miró a Sara.

—¿El portafolio estaba en su despacho? No recuerdo haberlo visto ni tampoco el ordenador portátil.

Sara lo negó con la cabeza.

—No recuerdo haber visto el portafolio. Y él normalmente no llevaba el portátil al trabajo porque en los despachos hay ordenadores para todos.

Fiske habló de nuevo por teléfono.

—Al parecer ha desaparecido su portafolio. Y también su ordenador portátil; en su piso he visto el cable de conexión.

—¿Llevaba alguna de esas cosas el tipo?

—Iba con las manos vacías. ¡No lo sabré yo! Con una de ellas me ha pegado bien.

—Perfecto, de modo que hemos perdido un portafolio, un ordenador portátil, y me encuentro con un inútil de expoli que no sé si tendría que detenerlo ahora mismo.

—Oiga, que sus muchachos ya se han quedado con mi coche.

—Diga a la señorita Evans que se ponga.

—¿Por qué?

—Hágalo.

Fiske pasó el teléfono a Sara, quien le miró perpleja.

—¿Dígame, inspector Chandler? —dijo ella, haciendo girar con gesto nervioso un mechón de sus cabellos.

—Señorita Evans —empezó él, con gran cortesía—, yo pensaba que usted se limitaría a llevar al señor Fiske hasta su coche y tal vez a comer algo, pero no que se dedicarían a montar una película de James Bond.

—Pero resulta que la grúa se ha llevado su coche y…

Chandler cambió rápidamente de tono.

—No me gusta nada que los dos me compliquen aún más el trabajo. ¿Dónde se encuentran ahora?

—A apenas un par de kilómetros de la casa de Michael.

—Muy bien, pues llévelo a Richmond, señorita Evans. Y no le pierda de vista ni un instante. Si le da por hacer otra vez de Sherlock Holmes, me llama usted y voy directo a pegarle un par de tiros. ¿Me he explicado?

—Sí, inspector Chandler. Perfectamente.

—Y espero verles a los dos mañana en el distrito de Columbia. ¿Ha quedado eso también claro?

—Sí, ahí estaremos.

—Estupendo, pues póngame ahora con el Llanero Solitario.

Fiske cogió otra vez el auricular.

—Mire, sé que ha sido una estupidez, pero yo intentaba ayudar.

—Pues hágame un favor, no intente volver a ayudarme a menos que yo esté a su lado, ¿vale?

—Vale.

—Esta noche habrían podido pasar muchísimas cosas y casi todas negativas, John. Y no solo afectarle a usted sino a la señorita Evans.

Fiske se frotó el hombro y miró a la mujer.

—Lo sé —dijo en voz baja.

—Dele el pésame de mi parte a su padre.

Fiske colgó.

—¿Podemos irnos ya para Richmond? —preguntó Sara.

—Sí, podemos irnos ya para Richmond.