Jordán Knight observaba a su esposa desde el umbral de la puerta de su despacho. Elizabeth Knight estaba sentada en su escritorio con la cabeza inclinada hacia adelante. Tenía unos cuantos libros abiertos ante ella pero quedaba claro que no leía.
—¿Por qué no lo dejas por hoy, cariño?
Ella levantó la vista, sobresaltada.
—¡Jordán! Pensaba que te habías ido a la reunión.
Él se le acercó y empezó a hacerle un masaje en la nuca.
—La he cancelado. Y ya es hora de que nos vayamos para casa.
—Tengo aún trabajo. Vamos muy atrasados. Es tan duro…
Él la cogió del brazo y la ayudó a incorporarse.
—Por importante que sea el asunto, Beth, nunca lo será tanto. Vamos a casa —repitió con firmeza.
Unos minutos después, un coche oficial les llevaba a su piso. Tras tomar una relajante ducha, comer algo y tomar una copa de vino, Elizabeth Knight empezaba a sentirse medio normal, ya tumbada en la cama. Su marido se sentó a su lado, puso sus pies sobre el regazo y empezó a acariciarlos.
—A veces pienso que les exigimos demasiado a nuestros ayudantes. Les obligamos a trabajar muy duro. Esperamos demasiado de ellos —dijo al cabo de un rato.
—¿Lo dices de verdad? —Jordán Knight le cogió la barbilla—. ¿No te estarás echando la culpa de la muerte de Michael Fiske? No creo que trabajara hasta tarde la noche en que le mataron. Me dijiste que había llamado diciendo que no se encontraba bien. El hecho de que se encontrara en un callejón de un barrio peligroso de la ciudad no tiene nada que ver contigo ni con el Tribunal. Alguien, una escoria de la sociedad, le mató. Pudo tratarse de un robo o puede que se encontrara en el lugar que no debía y a la hora que no debía, pero tú no tienes nada que ver con eso.
—La policía cree que fue un robo.
—Creo que es pronto para afirmarlo, pero esa será la tesis prioritaria.
—Uno de los ayudantes ha preguntado hoy si la muerte de Michael Fiske podía tener alguna relación con el Tribunal.
Jordán Knight reflexionó un instante.
—Todo es posible, pero no veo cómo. —De repente pareció preocupado—. Por si acaso, de todas formas, voy a disponer que te asignen una escolta adicional. Mañana mismo llamo y tendrás a tu disposición a un agente de los servicios secretos o del FBI las veinticuatro horas del día.
—Eso no hace falta, Jordán.
—Solo quiero cerciorarme de que no llegue algún loco que te aparte de mí. He pensado mucho en ello, Beth. Algunas de las resoluciones del Tribunal son muy impopulares. De vez en cuando recibes amenazas de muerte. No puedes hacer como si no existieran.
—No lo hago. Pero intento no pensar en ello.
—Muy bien, pero no te enojes porque yo lo haga.
Elizabeth sonrió y le acarició el rostro.
—Te preocupas demasiado por mí.
Él sonrió.
—Uno no puede hacer otra cosa cuando posee algo tan preciado.
Se besaron tiernamente y luego Jordán la tapó con las sábanas, apagó la luz y se fue a su estudio a acabar su trabajo. Elizabeth Knight no se durmió enseguida. Estuvo tumbada en la oscuridad con los ojos abiertos viviendo una serie de emociones. En el preciso instante en que todo amenazaba con abrumarla, se dejó llevar, agradecida, por el sueño.
—No puedo ni imaginarme lo que está viviendo, John. Sé lo mal que me siento yo y hace relativamente poco tiempo que conocía a Michael.
Estaban en el coche de Sara; acababan de cruzar el río Potomac y se adentraban en Virginia. Fiske se preguntaba si lo que pretendía ella era hacerle suponer que tenía poca información que ofrecerle.
—¿Cuánto tiempo trabajaron juntos los dos?
—Un año. Michael me convenció para que me quedara otro año.
—Ramsey dijo que a usted y a Michael les unía una gran amistad. ¿Hasta qué punto? —Ella le dirigió una penetrante mirada.
—¿Qué está sugiriendo?
—Simplemente recojo datos sobre mi hermano. Quiero saber quiénes eran sus amigos. Si salía con alguien.
La miró directamente para calibrar su reacción. Caso de que aquello la hubiera afectado, no lo demostró.
—¿Vivía a dos horas de aquí y no sabía nada de su vida?
—¿Esa opinión es suya o de alguien más?
—Soy capaz de hacer observaciones por mí misma.
—Eso es un camino de ida y vuelta.
—¿Las observaciones o las dos horas de viaje?
—Ambas.
Se detuvieron en el aparcamiento de un restaurante del norte de Virginia. Entraron, cogieron mesa y pidieron comida y bebida. Un minuto después, Fiske tomó un trago de su Corona y Sara un sorbo del margarita.
Fiske se secó los labios.
—¿De modo que procede de familia de abogados? Todo el mundo parece que va por lotes.
Ella sonrió negando con la cabeza.
—Yo procedo de una granja de Carolina del Norte. Una población que tiene un solo semáforo. Pero es cierto que mi padre tenía relación con la justicia.
Fiske se mostró algo interesado en el tema.
—¿En qué sentido?
—Era juez de paz de la zona. Oficialmente, su sala consistía en un reducido espacio en la parte de atrás de la cárcel. Pero a menudo resolvía sus casos sentado en su John Deere en medio de un campo.
—¿Es así cómo nació su interés por las leyes?
Ella asintió.
—Mi padre tenía más aspecto de juez con sus sucias ropas de campo que muchos que he visto en los más refinados tribunales.
—¿Incluyendo al que hemos dejado hace poco?
Sara parpadeó y de pronto volvió la cabeza. Fiske se sintió culpable por haber hecho aquel comentario.
—Apuesto a que su padre era un gran juez de paz. Con sentido común, justo en sus decisiones. Un hombre de su tierra.
Ella le miró de pronto para comprobar si le estaba tomando el pelo, pero vio sinceridad en su semblante.
—Eso era exactamente. En general tenía que enfrentarse a cazadores furtivos y a cuestiones de tráfico, pero no creo que nadie saliera con la impresión de que se le había tratado injustamente.
—¿Lo ve a menudo?
—Murió hace seis años.
—Lo siento. ¿Su madre sigue viva?
—Murió antes que papá. La vida en el campo es muy dura.
—¿Hermanas o hermanos?
Ella movió la cabeza y pareció aliviada al ver llegar la comida.
—Ahora me doy cuenta de que no he comido nada en todo el día —dijo Fiske tomando un buen bocado de tortilla mexicana.
—A mí me ocurre a menudo. Creo que esta mañana he comido una manzana.
—Muy mal. —La miró de arriba a abajo—. No es que tenga exceso de reservas.
Ella hizo lo mismo. A pesar de sus anchos hombros y sus redondeadas mejillas, se le veía algo chupado, el cuello de la camisa le quedaba algo grande y tenía la cintura demasiado estrecha en relación con su cuerpo.
—Usted tampoco.
Al cabo de veinte minutos, Fiske apartó su plato vacío y se apoyó en el respaldo de la silla.
—Sé que está muy atareada y no voy a hacerle perder el tiempo. Mi hermano y yo nos veíamos poco. Tendré que solucionar algunas lagunas informativas si quiero descubrir quién lo hizo.
—Creía que de eso se ocupaba el inspector Chandler.
—Es tarea mía, extraoficialmente.
—¿Porque fue poli? —preguntó Sara. Fiske arqueó las cejas—. Michael me hablaba mucho de usted.
—¿En serio?
—En serio. Estaba muy orgulloso de usted. De su experiencia en la policía y también como abogado. Michael y yo tuvimos conversaciones muy interesantes al respecto.
—La verdad es que me preocupa que alguien a quien no conozco converse sobre mi vida.
—No tiene por qué inquietarse. Simplemente considerábamos que era un cambio de carrera interesante.
Fiske encogió los hombros.
—Cuando era poli, me pasaba la vida sacando a los delincuentes de la calle. Ahora me gano la vida defendiéndolos. A decir verdad, empezaba a sentir lástima por ellos.
—Creo que nunca había oído que un poli lo admitiera.
—¿De verdad? ¿A cuántos polis conoce?
—Tengo por costumbre pisar fuerte. Me ponen un montón de multas. —Sonrió con aire burlón—. Ahora en serio, ¿a qué se debió el cambio?
John jugaba con el cuchillo con aire ausente.
—Detuve a un tipo que llevaba un paquete de coca. Hacía de camello de unos traficantes, su papel era de los más insignificante; tenía que limitarse a llevar el material del punto A al punto B. Yo tenía otras razones para pararle y registrarlo. Me encuentro con el paquete, y el tipo, con el vocabulario de un niño de primaria, me dice que creía que era un pedazo de queso. —Fiske la miró a los ojos—. ¿Se imagina? Lo normal hubiera sido decir que no sabía lo que llevaba. Su abogado, por lo menos, podía haberse agarrado a lo de la duda razonable en cuanto al cargo sobre posesión de drogas. Cuando intentas venderle a un jurado que una persona con aspecto, conducta y lenguaje de lo más bajo realmente creía que algo valorado en diez mil dólares era un pedazo de gruyere, la verdad, tienes problemas. —Agitó la cabeza—. Metes en la cárcel a diez chavales como ese y tienes a cien haciendo cola para coger su puesto. No tienen otro sitio a dónde acudir. De lo contrario, lo aprovecharían. La cuestión es que si no proporcionas esperanzas a las personas, les da igual lo que hacen con su vida o con la de los demás.
Sara sonrió.
—¿He dicho algo gracioso? —preguntó él.
—Es la viva estampa de su hermano.
Fiske hizo una pausa y recorrió con el dedo el redondel que había dejado la botella en la mesa.
—¿Pasaba mucho tiempo con Mike?
—Sí, bastante.
—¿Saliendo también?
—Íbamos a tomar algo, a cenar, de paseo… —Tomó un sorbo de su copa y sonrió—. Nunca me habían interrogado antes.
—Los interrogatorios pueden llegar a ser muy molestos.
—¿Ah sí?
—Pues sí, como este, por ejemplo: algo me dice que no parece sorprendida por la muerte de Mike. ¿Es eso cierto?
Sara dejó en el acto su actitud despreocupada.
—No. Me horrorizó.
—Le horrorizó, vale. ¿Pero le sorprendió?
Llegó la camarera para preguntarles si querían postre o café. Fiske pidió la cuenta.
Cogieron el coche en dirección a Washington. Empezaba a caer una fina lluvia. Octubre era un mes raro en lo que se refiere al tiempo en aquella zona. Podía hacer calor, frío o una temperatura apacible. En aquellos momentos lo destacable era el calor y la humedad; Sara tuvo que poner el aire acondicionado.
Fiske la miró, a la expectativa. Ella captó su expresión, aspiró inquieta y empezó a hablar despacio.
—Últimamente me pareció que Michael estaba nervioso, trastornado.
—¿Algo fuera de lo normal?
—Durante las últimas seis semanas hemos trabajado a fondo con los informes. Todo el mundo está agotado, aunque Michael disfrutaba con ello.
—¿Usted cree que eso tiene alguna relación con algo del Tribunal?
—Michael tenía poca vida aparte del Tribunal.
—¿Aparte de usted?
Ella le miró bruscamente pero no dijo nada.
—¿Algún caso polémico pendiente? —preguntó él.
—Todos los casos son importantes y polémicos.
—¿Pero nunca le mencionó algo específico?
Sara siguió con la vista al frente y decidió no responder.
—Todo lo que pueda usted decirme, Sara, me será de ayuda.
Ella redujo la velocidad.
—Su hermano era una persona curiosa. ¿Sabía que era capaz de presentarse a la sala del correo al clarear el alba para ponerse al corriente de los casos interesantes que habían llegado?
—No me extraña. Nunca hizo las cosas a medias. ¿Cómo se procesan normalmente las apelaciones?
—Se abren y se procesan los expedientes en la sala del correo. Cada uno de ellos pasa a un analista de casos para determinar si siguen lo que exigen las normas del Tribunal y todos los requisitos. Suponiendo que sea un manuscrito, como ocurre con la mayoría de los que se presentan in forma pauperis, deben cerciorarse de que dicho manuscrito sea legible. Luego la información pasa a una base de datos bajo el nombre de quien presenta la apelación. Finalmente se hacen copias del expediente y se mandan a todos los magistrados.
—Mike me contó en una ocasión lo que ocurre con muchas apelaciones en el Tribunal. Los magistrados no tienen tiempo material para leerlas todas.
—No pueden hacerlo. Las peticiones se dividen entre los despachos de los magistrados, y los ayudantes de estos son los encargados de elaborar los resúmenes. Pueden recibirse, por ejemplo, unas cien apelaciones en una semana. Disponemos de nueve magistrados, o sea que cada despacho recibe aproximadamente unas doce. De las doce que llegan al despacho de la magistrada Knight, yo redacto el informe de tres. Dichos informes circulan por todos los despachos. A partir de aquí, los ayudantes de los otros magistrados leen mi informe, y elaboran una recomendación en la que aconsejan a su magistrado si el Tribunal debe darle curso o no.
—Los ayudantes, pues, tienen un gran poder.
—En algunos campos, aunque no en los dictámenes. El borrador de dictamen de un ayudante es, más que nada, un resumen de los hechos del caso y una planificación de la comparecencia. Los magistrados se sirven de los ayudantes para llevar a cabo el trabajo rutinario, el esquema. Donde influimos más es en la criba de las apelaciones.
Fiske parecía pensativo.
—¿O sea que un magistrado puede incluso no ver los documentos reales presentados al Tribunal y tener que decidir si le da curso o no a un caso, habiendo leído solo el informe y la recomendación del ayudante?
—Ni siquiera el informe, a veces solo la recomendación. Los magistrados celebran reuniones dos veces por semana en general. Allí es donde se discuten todos los recursos que han pasado por la criba de los ayudantes y se vota si se les da curso, siempre que tengan como mínimo cuatro votos a favor, los mínimos necesarios para la vista del caso.
—¿De modo que la primera persona que ve en realidad una apelación dirigida al Tribunal es un funcionario que acude a la sala del correo?
—Así funciona normalmente.
—¿Cómo «normalmente»?
—Me refiero a que no existe seguridad de que siempre se hagan las cosas siguiendo las normas.
Fiske reflexionó sobre aquello un instante.
—¿Sugiere que mi hermano se podía haber hecho con una apelación antes de que fuera procesada en la sala del correo?
Sara soltó un bufido sordo, pero se repuso enseguida.
—Es algo que puedo contarle solo confidencialmente, John.
Él movió la cabeza.
—No voy a prometerle algo que no pueda cumplir.
Sara soltó un suspiro y en unas concisas frases contó a Fiske cómo había descubierto los papeles en el portafolios de su hermano.
—No tenía intención de husmear. Pero últimamente se había comportado de forma extraña y me preocupaba. Una mañana me topé con él cuando salía de la sala del correo. Me pareció que estaba muy inquieto. Creo que acababa de coger la apelación que encontré en su cartera.
—Ese expediente que vio usted, ¿era un original o una copia?
—Un original. Con una página manuscrita y otra mecanografiada.
—¿Normalmente circulan los originales?
—No. Solo las copias. Y las copias de los expedientes no van en el sobre original en el que llegaron.
—Recuerdo que Mike me contó que a veces los ayudantes se llevaban expedientes a casa, incluso algún original.
—Es cierto.
—Pues tal vez ese fuera el caso.
Sara lo negó con la cabeza.
—No tenía el aspecto de un expediente normal. En el sobre no figuraba ningún remite y la hoja mecanografiada no llevaba firma. La manuscrita me recordó una solicitud informa pauperis, pero no llevaba solicitud o declaración jurada de indigencia, al menos que pudiera ver yo.
—Se fijó en algún nombre que figurara en los papeles, en algo que pudiera identificar a la persona implicada.
—Sí. Por eso comprendí que Michael se había llevado un expediente.
—¿Cómo?
—Le di una ojeada a la primera frase de la hoja mecanografiada. En ella constaba la persona que presentaba la apelación. Al salir del despacho de Michael consulté la base de datos del Tribunal. No encontré en ella dicho nombre.
—¿Cuál era?
—El apellido, Harms.
—¿Y el nombre?
—No lo vi.
—¿Recuerda algo más?
—No.
Fiske se apoyó en el asiento.
—La cuestión es que si Mike cogió la apelación tenía que estar seguro de que nadie se daría cuenta de que había desaparecido el expediente, como por ejemplo el abogado que lo presentó, suponiendo que fuera un abogado.
—De hecho, en el sobre había un resguardo de certificado. Quien lo mandó tiene que tener confirmación de que ha llegado al Tribunal.
—De acuerdo. ¿Y por qué una hoja manuscrita y otra mecanografiada?
—Dos personas distintas. Puede que la persona quisiera mantenerse en el anonimato, aunque pretendía ayudar a Harms.
—Y del montón de apelaciones que llegan al Tribunal, Mike escoge precisamente esta, ¿por qué?
Ella le miró inquieta.
—¡Dios mío, si resulta que eso tiene alguna relación con la muerte de Michael! En ningún momento pensé… —De pronto pareció que iba a deshacerse en lágrimas.
—No pienso contarle eso a nadie. Al menos de momento. Usted se arriesgó por Mike. Y yo se lo agradezco. —Se hizo un largo silencio y por fin lo rompió Fiske diciendo—: Se hace tarde. Siguieron el camino y luego Fiske añadió:
—Hemos comprobado que en los dos últimos días Mike recorrió más de mil kilómetros con su coche. ¿Tiene alguna idea de adónde pudo dirigirse?
—No. Creo que no le gustaba conducir. Iba a trabajar en bici.
—¿Qué opinión tenían de él los demás ayudantes?
—Lo respetaban muchísimo. Se entregaba totalmente al trabajo. Me imagino que lo hacen también todos los ayudantes del Tribunal Supremo, pero Michael parecía no descansar nunca. Yo misma me considero una persona trabajadora, pero pienso que es bueno un equilibrio en la vida.
—Michael siempre fue así —dijo Fiske, algo fatigado—. Su objetivo era la perfección.
—Eso debe venir de familia. Michael me contó que, de jóvenes, usted hacía dos o tres trabajos a la vez.
—Me gusta tener dinero para poderlo gastar.
El dinero nunca se quedaba en los bolsillos de Fiske. Pasaba a su padre, quien no reunía nunca más de quince mil miserables dólares al año después de haber dejado la piel en el trabajo durante cuarenta años. En aquellos momentos lo destinaba a su madre y a las astronómicas facturas a las que tenía que hacer frente para poder sufragar su tratamiento médico.
—También fue usted a la universidad mientras trabajaba como policía.
Fiske tamborileaba impaciente contra la ventanilla.
—¡La ruinosa universidad Commonwealth de Virginia, el Stanford del siglo que viene!
—Y además hacía de lector. —Fiske la miró airado—. Por favor, no se enfade, John. Soy muy curiosa.
Fiske suspiró.
—Hice de pasante de un abogado de Richmond especializado en lo penal. Aprendí muchísimo. Saqué el título y me puse a ejercer. —Y añadió con sequedad—: Es la única forma de llegar a abogado cuando uno es tonto y no llega a los baremos establecidos en la selectividad de derecho.
—Usted no tiene nada de tonto.
—Gracias, pero ¿usted cómo lo sabe?
—Le estuve observando en un juicio.
Él se volvió para mirarla.
—¿Perdón?
—En verano, Michael y yo fuimos a Richmond y le vimos en un juicio.
—Iba a mencionarle la segunda ocasión en que se desplazó para verle también en un tribunal.
—¿Por qué no se acercaron a hablar conmigo?
Sara encogió los hombros.
—Michael pensó que usted se iba a molestar.
—¿Cómo va a molestarme ver a mi hermano?
—¿Y a mí me lo pregunta? Él era su hermano. —Al ver que Fiske no respondía siguió—: Quedé realmente impresionada. Creo que me motivó para ejercer como abogado defensor algún día. Como mínimo una temporada, para probar y poder ver de qué se trata en realidad.
—¡Vaya! ¿Cree que le gustaría eso?
—¿Por qué no? La ley puede ser una actividad noble. La defensa de los derechos de los demás. De los pobres. Me gustaría que me contara alguno de sus casos.
—¿Lo dice en serio?
—Totalmente —respondió ella, entusiasmada.
Fiske se reclinó en el respaldo, simulando reflexionar a fondo.
—Vamos a ver… Tengo el caso de Ronald James. Ese era su nombre de verdad, aunque prefería que le llamaran «el amo del ojete». El nombre tenía su relación con la posición que adoptó con las seis mujeres a las que violó brutalmente. Planteé la declaración de culpabilidad por delito menor a pesar de que las seis mujeres le identificaron en la rueda de sospechosos. Contaba, de todas formas, con algo a su favor. Cuatro de las mujeres se veían incapaces de enfrentarse a él en una sala. El terror puede tener esas consecuencias. La quinta víctima tenía un pasado algo dudoso, que tal vez podíamos utilizar para atacar su credibilidad. La última mujer estaba dispuesta a todo para hundirle. Y ya se sabe, no es lo mismo un buen testigo que media docena de ellos. En definitiva: al fiscal le dio el canguelo y al del ojete le cayeron veinte años con libertad bajo palabra.
»Está también la historia de Jenny, una niña encantadora que clavó un cuchillo de carnicero en el cráneo de su abuela porque, tal como ella misma me explicó, llorosa, la vieja zorra no la dejaba ir al centro comercial con sus amigas. La madre de Jenny, la hija de la mujer a la que mató brutalmente la niña, está pagando mis honorarios en plazos de dos dólares al mes.
—Creo que ya sé por dónde va —dijo Sara, lacónicamente.
—No es que quiera desilusionarla. El tipo al que acabo de sacar por un robo me ha pagado al contado, probablemente con el dinero en metálico que sacó de vender lo robado. He aprendido a no hacer preguntas. En fin, consigo llegar a fin de mes y hace muchísimo tiempo que no he tenido que enfrentarme con una pistola a uno de mis clientes. Y todos los días pienso que mañana será otro día. —Volvió a apoyarse en el asiento—. A por ellos, señorita Evans.
—¿Verdad que disfruta dejando a la gente pasmada?
—Usted me lo pidió.
—¿Y por qué demonios lo hace, pues?
—Alguien tiene que hacerlo.
—No era esa la respuesta que esperaba, pero vamos a dejarlo —dijo Sara con rudeza—. Le agradezco que me haya pinchado el globo, ha sido todo un detalle.
—Eso es lo que tiene que hacer, darme las gracias por pincharle el globo —respondió él, enojado. Luego, ya más tranquilo, añadió—: Mire, Sara, yo no soy un caballero andante. La mayor parte de mis clientes son culpables. Lo sé yo, lo saben ellos, lo sabe todo el mundo. Y presento la declaración de culpabilidad por delito menor en el noventa por ciento de los casos justamente por ello. El día en que me aparezca alguien haciendo gala de su inocencia, puede que me dé un ataque al corazón. Yo no soy el defensor de nadie, me limito a negociar la sentencia. Mi tarea consiste en asegurar que la condena sea justa en relación con el resto. En las pocas ocasiones en las que llego a juicio, el truco consiste en soltar una cortina de humo alrededor del caso de forma que el jurado no consiga hacerse una idea global de todo y abandone. Debo conseguir que sientan interés por discutir el destino de una persona a la que no conocen y que además les importa un pimiento.
—¡Vaya! ¿Y la verdad, qué?
—A veces la verdad es el peor enemigo de un abogado. Uno no puede trabajar con eso. De cada diez casos, con la verdad perdería en nueve. Si bien es cierto que no me pagan para perder, yo intento ser justo. Todos damos nuestros rodeos cada día; las redes de atún se lanzan de noche y capturan un montón de pescado fresco, y todos danzamos al mismo son. Es el cuento de nunca acabar.
—¿Su versión de la vida real? —preguntó ella.
—No se preocupe, no tendrá que enfrentarse nunca a ella. Tendrá una cátedra en Harvard o trabajará para un bufete de Nueva York con una placa dorada en la puerta. Si algún día paso por allí, la saludaré desde el camión de la basura.
—¿Quiere callarse, por favor? —exclamó Sara.
Siguieron en silencio hasta que a Fiske se le ocurrió algo.
—Si es cierto que me vio en un juicio, ¿por qué hizo la comedia de que no me conocía cuando Perkins nos ha presentado en el Tribunal?
Sara aspiró rápidamente.
—No lo sé. Puede que ante Perkins no se me ocurriera una forma ingeniosa de decirle que ya le había visto en otra ocasión.
—¿Y por qué tenía que ser ingeniosa?
—Ya sabe lo que dicen de la primera impresión. —Tuvo que agitar la cabeza ante aquella idea. «¡Dios Santo!».
Fiske la observó, ya sin rastro de hostilidad.
—No permita que mis gilipolleces cínicas acaben con su entusiasmo, Sara. —Y añadió en voz baja—: Nadie tiene derecho a eso. Lo siento.
Sara volvió la cabeza hacia él.
—Creo que se preocupa mucho más de lo que da a entender. —Vaciló un momento preguntándose si se lo contaba o no—. Usted conoce a un niño llamado Enis, ¿verdad? —Fiske clavó la vista en ella—. Le vi hablando con él.
Aquello se lo aclaró todo a Fiske.
—La sala. Sabía que la había visto antes. ¿Qué hacía allí, seguirme?
—Sí.
Su sinceridad lo cogió por sorpresa.
—¿Por qué? —le preguntó lentamente.
Ella también respondió tomándose su tiempo.
—Es un poco difícil de explicar. No creo que ahora mismo pueda. Pero no le estaba espiando. Me di cuenta de lo difícil que le resultaba hablar con Enis y con su familia.
—Es lo mejor que podía sucederles. La próxima vez puede que el padre los hubiera matado.
—Aun así, perder al padre de esta forma…
—No era el padre de Enis.
—Perdón, creí que sí lo era.
—Bueno… Enis es su hijo. Pero eso no implica que él sea el padre. Un padre no hace lo que hizo el tipo ese a su familia.
—¿Qué será de ellos?
Fiske hizo un gesto de indiferencia.
—Lucas no tardará ni dos años en caer muerto en algún callejón con doce agujeros de bala. Y lo más triste es que él lo sabe.
—Tal vez le dé una sorpresa.
—Sí. Tal vez.
—¿Y Enis?
—Sobre ese ya no sé nada. Ni quiero hablar más del tema.
Siguieron en silencio hasta llegar a la comisaría.
—Tengo el coche aparcado delante.
Sara le miró sorprendida.
—Pues ha tenido suerte. Llevo dos años viviendo en esa ciudad y no creo que nunca haya encontrado un hueco para aparcar en la calle.
Fiske fijó la mirada en un punto.
—Juraría que había aparcado aquí.
Sara miró por la ventanilla.
—¿Se refiere al espacio vacío que hay al lado de la señal de prohibición?
Fiske saltó del coche cuando empezaba a caer un chaparrón, miró la señal y el espacio vacío donde había dejado el coche. Entró de nuevo al coche, se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. Las gotas de agua seguían en su rostro y pelo.
—¡Un día realmente increíble!
—Puede llamar y pedir que se lo traigan. —Sara cogió el móvil y marcó el número de teléfono que veía en la señal. Sonó diez veces pero nadie respondió. Colgó—. No creo que recupere el coche esta noche.
—No puedo irme a dormir hasta comunicarle la noticia a mi padre.
—¡Vaya…! —Reflexionó un momento—. Bueno, lo llevo yo.
Fiske miró hacia fuera, hacia la lluvia que no cesaba.
—¿Seguro?
Ella puso el coche en marcha.
—Vamos a buscar a su padre.
—¿Podemos hacer una parada antes?
—Claro, ¿dónde?
—El piso de mi hermano.
—No creo que sea una buena idea, John.
—Pues a mí me parece extraordinaria.
—No podremos entrar.
—Tengo llave —dijo Fiske. Ella pareció desconcertada—. Le ayudé en el traslado cuando se vino a trabajar aquí.
—¿No lo habrá precintado o algo así la policía?
—Chandler me ha dicho que iban a registrarlo mañana. —La miró—. Tranquila, usted se queda en el coche. Si ve algo raro, se larga.
—¿Y si encuentra allí a la persona que mató a Michael?
—¿Lleva una llave para las ruedas en el maletero?
—Sí.
—Entonces es mi día de suerte.
Sara aspiró un poco de aire.
—Espero que sepa lo que está haciendo.
«Eso mismo pienso yo», dijo Fiske para sus adentros.