25


Chandler echó una ojeada al despacho de Michael Fiske. Estaba situado en la segunda planta del edificio, era grande, con un techo alto y unas molduras de casi veinticinco centímetros de ancho. Había allí dos escritorios de madera maciza, ambos equipados con su ordenador, estantes llenos de libros de derecho y sobre casos judiciales, así como un carrito para trasladar libros. Sobre los escritorios se veían también archivadores de madera y expedientes amontonados. El lugar estaba organizado de forma desordenada, concluyó Chandler.

Perkins le miró.

—Tiene que haber alguna persona del Tribunal aquí mientras usted efectúa el registro. Se guardan muchos documentos confidenciales. Borradores sobre dictámenes, informes redactados por los magistrados o ayudantes, cosas de ese tipo, relacionadas con casos pendientes de resolución.

—De acuerdo. No vamos a llevarnos nada que tenga relación con los casos pendientes.

—¿Pero cómo lo sabrá usted?

—Se lo voy a preguntar.

—Yo tampoco lo sé. Ni siquiera soy abogado.

—Pues traiga aquí a alguien que lo sea porque pienso empezar —dijo Chandler.

—Puede que hoy no sea posible. ¿No puede esperar hasta mañana? Creo que todos los funcionarios han salido ya. El presidente del Tribunal, Ramsey, ha decidido que no trabajaran hasta tarde, teniendo en cuenta lo ocurrido.

—Quedan aquí algunos magistrados, Richard —dijo Klaus.

Perkins dirigió una fría mirada a Klaus, quien, por su lado, se volvió hacia Dellasandro.

—No he querido traer a los magistrados aquí hasta comprobar que fuera algo completamente necesario. Vamos a ver qué se puede hacer —dijo—. Lo siento pero tendré que cerrar la puerta hasta que vuelva.

Chandler se acercó a Perkins.

—Lo siento, Richard, el policía soy yo. Puede que me equivoque y que haya interpretado mal lo que yo he considerado un comentario estúpido.

Perkins se puso colorado, pero dejó la puerta abierta, hizo un gesto a Klaus para que le acompañara y los dos salieron. Dellasandro se quedó allí hablando con McKenna.

Chandler se acercó a Fiske.

—Me da la impresión que todo eso se planificó mucho antes de que llegáramos nosotros.

—McKenna sabía su nombre antes de que se hicieran las presentaciones.

—Queda claro que han hecho un registro.

—Tampoco es tan extraño…

—Tendré que hablar con McKenna —dijo Chandler—. Uno nunca sabe cuándo tendrá que pedir un favor a los federales.

Fiske se apoyó en la pared y consultó su reloj. Aún no había localizado a su padre.

Se abrió una puerta cercana a la del despacho de Michael y un joven salió por ella.

Fiske movió la cabeza.

—Mucho trabajo aquí.

—¿Ha venido usted con la policía?

Fiske lo negó con la cabeza y le tendió la mano.

—A título de observador. Soy John Fiske. Mike era mi hermano.

El joven palideció.

—¡Dios mío! ¡Ha sido terrible, terrible! ¡Cuánto lo siento! —Estrechó la mano de Fiske—. Soy Steven Wright.

—¿Conocía bien a Mike?

—En realidad, no. He empezado este año. Trabajo para la magistrada Knight. Pero sé que todo el mundo le tenía en gran consideración.

Fiske miró la puerta por la que había salido Wright.

—¿Es ese su despacho? —Wright asintió—. Por lo que se ve, ha habido mucha actividad en el despacho de mi hermano.

—¡Y que lo diga! No ha parado de entrar y salir gente todo el día.

—¿Cómo el señor Perkins, el comisario Dellasandro?

—Y el caballero de ahí.

Fiske miró hacia donde le señalaba.

—Es el agente McKenna, del FBI —dijo Fiske.

Wright agitaba la cabeza, abatido.

—En mi vida había conocido a alguien que fuera… —se detuvo, desconcertado.

—Tranquilo, ya sé a lo que se refiere.

De repente, un par de personas que se acercaban captaron la atención de Fiske. Su mirada, sin embargo, se centró tan solo en una. Pese a que era una mujer atractiva, Fiske concluyó que tenía el aspecto de un muchachote. Alguien con quien uno puede jugar al fútbol o al ajedrez. Y acabar perdiendo.

Sara Evans miró a Fiske. Le había visto entrar en el edificio un poco antes y se preguntó a qué había ido. Se mantuvo cerca por si tenían que hablar con alguno de los funcionarios. Por ello Perkins la había «encontrado» enseguida. Se detuvo justo delante de Fiske, y Perkins tuvo que hacer lo mismo.

—¡Ah! —dijo este—. John Fiske, Sara Evans.

—¿Es usted el hermano de Michael?

—Si no me equivoco, él nunca habló de mí —dijo Fiske.

—En realidad, sí lo hizo.

Se estrecharon la mano con firmeza. Sara tenía los ojos enrojecidos, al igual que la punta de la nariz. Por el tono de voz parecía cansada. Fiske se fijó en que tenía un pañuelo en la otra mano. Tuvo la impresión de que no era la primera vez que la veía.

—Siento muchísimo lo de Michael —dijo ella.

—Gracias. Ha sido una conmoción terrible. —Fiske parpadeó. ¿Había notado algo en los ojos de la mujer al decir aquello? ¿Algo que demostrara que para ella no había sido tan terrible?

Perkins miró a Wright.

—No sabía que estuviera usted en su despacho.

—Podía haberlo comprobando llamando —sugirió Fiske.

Perkins le dirigió una mirada poco amistosa y se fue directo hacia Chandler y McKenna.

—¡Hola, Sara! —dijo Wright con una leve sonrisa.

Por el modo en que la miró, Fiske vio claro que le atraía aquella mujer.

—Hola Steven. ¿Qué tal te va?

—No creo que nadie haya trabajado mucho hoy. Estaba pensando en salir pronto.

Sara miró a Fiske.

—Todo el mundo quería mucho a su hermano. Todos estamos destrozados, desde el presidente del Tribunal hasta el último empleado. Pero sé que no puede compararse con lo que pueda sentir usted.

Lo dijo en un tono tan raro que a Fiske le costó reaccionar. Antes de decidir la respuesta, Perkins se les acercó.

—Bien, el inspector Chandler del Departamento de Homicidios del distrito de Columbia nos está esperando junto a un caballero del FBI —dijo Perkins a Sara.

—¿Por qué quieren registrar el despacho de Michael?

El tono de Perkins fue brusco.

—Ese no es asunto suyo.

—Forma parte de la investigación, señorita Evans —le explicó Fiske—, por si existe alguna relación con el asesinato.

—Creí que fue un robo.

—Fue un robo y cuanto antes convenzamos al inspector Chandler de que no tiene nada que ver con el Tribunal, mejor —dijo Perkins de mal humor.

—Si se confirma que es así —respondió Fiske.

—Por supuesto que lo es. —Perkins se volvió hacia Sara—: Tal como le he explicado, su tarea consiste en asegurar que no se consulten ni desaparezcan los documentos confidenciales.

—¿Que significa exactamente confidencial? —preguntó ella.

—Pues cualquier cosa que tenga que ver con algún caso pendiente, dictámenes, informes, documentos de ese tipo.

—¿No tendría que consultárseme tal decisión, Richard? —preguntó una nueva voz—. ¿O es que queda fuera de mi jurisdicción?

Fiske reconoció en el acto al hombre que se acercaba a ellos. Harold Ramsey avanzaba como un trasatlántico que se acerca con aire majestuoso al puerto.

—No le había visto, señoría —dijo Perkins, nervioso.

—Evidentemente. —Ramsey miró a Fiske—. Creo que no nos conocemos.

—Es John Fiske, el hermano de Michael —intervino Sara.

Ramsey le tendió la mano; aquellos largos y huesudos dedos parecían envolver doblemente la mano de Fiske.

—No sabe cuánto lo siento. Michael era un joven extraordinario. Usted y su familia tienen que estar muy afligidos con esta terrible pérdida. Si hay algo que podamos hacer, no dude en ponerse en contacto con nosotros.

Fiske aceptó el pésame de Ramsey, con la sensación de ser un desconocido en un velatorio que acepta el pésame de todos sin conocer apenas al finado.

—Lo haré —dijo solemnemente.

Ramsey miró a Perkins y luego volvió la cabeza hacia Chandler y McKenna.

—¿Quiénes son esos y qué quieren?

Perkins le puso al corriente de la situación con gran destreza, aunque quedó claro que al terminar sus explicaciones Ramsey ya había llegado mucho más lejos.

—¿Me hará el favor de llamar al inspector Chandler y al agente McKenna, Richard?

Cuando hubieron acabado las presentaciones, Ramsey se dirigió a Chandler.

—Creo que la mejor forma de abordar el problema sería una reunión con el magistrado Murphy y sus ayudantes para hacer un inventario oral de los casos que llevaba Michael. Comprenda que intento establecer un equilibrio entre su derecho a investigar el crimen y la responsabilidad que tiene el Tribunal de mantener la confidencialidad de sus actuaciones hasta que llegue el momento de hacerlas públicas.

—De acuerdo. —«Lo último que quisiera es que alguien me intentara colar alguna filtración», dijo Chandler para sus adentros.

Ramsey siguió:

—No veo por qué no pueden examinar los efectos personales de Michael, si es que dejó alguno aquí. Lo único que pido es que dejen a un lado todos los documentos relacionados con el trabajo del Tribunal hasta haberse reunido con el magistrado Murphy. Luego, caso de que aparezca alguna relación entre un caso que él llevara entre manos y su muerte, se harán las gestiones pertinentes para que puedan investigar a fondo cualquier vínculo.

—Perfecto, señoría —dijo Chandler—. Ya he tenido unas palabras con el magistrado Murphy.

McKenna estuvo enseguida de acuerdo con el planteamiento.

Ramsey se volvió hacia Perkins.

—Por favor, Richard, avise al magistrado Murphy y a sus ayudantes de que el inspector Chandler va a reunirse con ellos en cuanto sea posible. ¿Le parece que mañana, después de las pruebas orales, sería un buen momento?

—Perfecto —respondió Chandler.

—Pondré a su disposición asimismo el asesoramiento legal del Tribunal para ayudarle en la coordinación y resolución de cualquier tema que surja relacionado con la confidencialidad. ¿Está usted libre mañana, Sara? Le unía una gran amistad a Michael…

Fiske la miró. «¿Qué tipo de amistad?», se preguntó.

Ramsey tendió de nuevo la mano a Fiske.

—Le agradecería que me tuviera al corriente sobre lo del funeral.

Luego se volvió hacia Perkins:

—Cuando haya hablado con el magistrado Murphy, Richard, pase por mi despacho, por favor. —La intención quedaba clara en su tono.

En cuanto se hubieron marchado Ramsey y Perkins, Chandler observó cómo McKenna miraba otra vez el interior del despacho de Michael Fiske.

—Comisario Dellasandro —dijo Chandler—, para provocar el mínimo trastorno, mañana traeré un equipo para llevar a cabo el registro del despacho, así solo tendrá que hacerse una vez.

—Se lo agradecemos —respondió Dellasandro.

—De todas formas, quiero que la puerta se mantenga cerrada hasta que yo vuelva —añadió Chandler—. Que no entre nadie, y con ello me refiero a usted, al señor Perkins, a… —señaló al inspector McKenna— a cualquier otro.

McKenna miró irritado a Chandler mientras Dellasandro asentía.

Fiske echó una ojeada y se fijó en que Wright no perdía de vista a Chandler. Acto seguido, el ayudante cerró de golpe la puerta de su oficina y Fiske oyó que pasaba la llave. «Un hombre listo», pensó.

Fiske y Chandler se disponían a salir del edificio cuando les detuvo una voz.

—¿Les importa que les acompañe? —dijo Sara.

—Por mí, no hay inconveniente —respondió Chandler—. ¿John?

Fiske hizo un gesto de indiferencia. Chandler comentó sonriendo:

—¿Por qué tendré la impresión de que hace un momento estábamos en presencia del Todopoderoso?

—El presidente del Tribunal da esa impresión a todo el mundo —dijo Sara, también con una sonrisa.

—¿De modo que usted es ayudante de la magistrada Knight? —preguntó Fiske.

—Es ya el segundo año.

Al doblar una esquina, estuvieron a punto de chocar con Elizabeth y Jordan Knight.

—Ah, magistrada Knight, precisamente estábamos hablando de usted —dijo Sara. Hizo las presentaciones.

—Le agradecemos lo que hace por el distrito, senador —dijo Chandler—. Sin los fondos especiales que acaba de destinar al departamento de policía, ahora mismo estaría llevando a cabo las investigaciones desplazándome en bicicleta.

—Nos queda mucho por hacer, como bien sabrá usted. Arrastramos los problemas desde hace mucho y vamos a tardar también mucho en ponernos al día —dijo Knight en el típico tono de discurso electoral. Miró a Fiske y lo suavizó algo—: Le acompaño en el sentimiento, John. Yo no conocía personalmente a su hermano. No paso muy a menudo por el Tribunal. Si voy a comer todos los días con mi esposa, los medios de comunicación creen que intento influir en sus decisiones. A veces creo que olvidan que compartimos casa y cama. Pero le ruego que acepte mis sinceras condolencias, que dirijo tanto a usted como a su familia.

Fiske se lo agradeció y luego añadió:

—Por si le sirve de algo, yo voté por usted.

—Todos los votos cuentan. —Miró a su esposa y le dirigió una cálida sonrisa—. Tal como ocurre aquí, ¿no es cierto, señora magistrada? ¿Cómo era aquello de Branan? ¿Uno necesita cinco votos para hacer lo que sea? ¡Madre mía, si yo tuviera que preocuparme tan solo de cinco votos pesaría quince kilos menos y no tendría ni una cana!

Elizabeth Knight no sonrió. Tenía los ojos tan enrojecidos como los de Sara y la piel más pálida de lo normal.

—Quisiera que se reuniera conmigo, Sara, mañana tras la sesión de la tarde —dijo. Se aclaró la garganta—. Y también que hablara con Steven sobre el informe Chance. Tiene que estar en mis manos lo más tarde mañana. Aunque tenga que trabajar toda la noche, lo necesito. —Su voz era casi estridente.

Sara pareció alterarse.

—Se lo diré ahora mismo, magistrada Knight.

Knight le cogió la mano.

—Muchas gracias. —Tragó saliva con dificultad—. Y no olvide que la cena en honor del juez Wilkinson tendrá lugar mañana a las siete en mi casa.

—Lo tengo en la agenda —respondió Sara con poco entusiasmo.

Elizabeth Knight miró luego a Fiske.

—Su hermano era un extraordinario abogado, señor Fiske. Sé que puede parecer algo cruel que estemos hablando de esos detalles, pero piense que los asuntos del Tribunal no se detienen para nadie. —Luego añadió, con gesto fatigado—: Una lección que aprendí hace mucho tiempo. Le repito que lo siento muchísimo. —Miró el reloj—. Vas a llegar tarde a la reunión del Hill, Jordán. Yo tengo trabajo que acabar. —Miró a Fiske—. Si nos disculpa…

Fiske encogió los hombros.

—Como ha dicho usted, la maquinaria no se detiene para nadie.

Cuando los Knight se hubieron alejado, Sara comentó:

—La magistrada Knight es dura pero justa. —Dirigió una rápida mirada a Fiske—. Estoy convencida de que no pretendía ser brusca.

—Pues yo creo que sí —respondió Fiske.

Intervino Chandler:

—En mi opinión, ha tenido que trabajar el triple que un hombre para llegar a donde está. Son experiencias que no se olvidan.

—Una opinión que demuestra que tiene usted una mente muy abierta —dijo Sara.

—Si conociera a mi esposa, lo entendería.

Sara sonrió.

—Ramsey y Knight tienen procedencias distintas pero se inclinan a trabajar juntos en muchas cuestiones. Él parece extraordinariamente complaciente con ella. Puede que no le guste enfrentarse a las mujeres. Pertenece a otra generación.

—No creo que la diferencia por razón de sexo tenga nada que ver ahí —comentó Fiske en tono brusco.

—Ella es una brillante jurista —dijo Sara, a la defensiva.

Todos oyeron el sonido del busca. Chandler se sacó el aparato del cinturón y miró el número que aparecía en la pantalla.

—¿Puedo llamar por teléfono? —preguntó a Sara.

Ella le acompañó.

Chandler se reunió otra vez con ellos al cabo de un minuto, agitando la cabeza, cansado.

—Tengo que interrogar a otros dos. Disparos en la cabeza. ¡Mi día de suerte!

—¿Puede llevarme hasta la comisaría y así cojo mi coche? —preguntó Fiske.

—En realidad voy en sentido contrario.

—Ya le llevo yo —dijo enseguida Sara. Los dos la miraron—. Ya he acabado por hoy. Y no es que haya hecho gran cosa. —Bajó la vista sonriendo, algo pensativa—. Y lo más curioso es que estoy convencida de que Michael no estaría de acuerdo. Jamás he conocido a alguien tan entregado, que trabajara tan duro. —Dirigió una mirada profunda a Fiske, como para añadir algo de fuerza a sus palabras.

—Vayan a comer algo —sugirió Chandler—. Creo que los dos tienen muchas cosas de que hablar.

Fiske apartó la mirada, incómodo con la sugerencia, pero por fin asintió.

—¿Está a punto?

—Un minuto. —Movió la cabeza con gesto abatido—. Tengo que decir a Steven que debe trabajar toda la noche —dijo, y luego se fue.

—Descubra todo lo que pueda, John —dijo Chandler—. Tenía mucha relación con su hermano. —Y añadió—: A diferencia de usted.

—El espionaje no es mi fuerte —respondió Fiske, sintiéndose culpable de tramar algo a espaldas de Sara. De todas formas tenía que ponerse al día; ni siquiera conocía a aquella mujer.

Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Chandler siguió:

—Sé que es inteligente y atractiva, John, que trabajaba con su hermano y que está muy afectada por su muerte. Pero tenga presente una cosa.

—¿Cuál?

—No son razones suficientes para confiar en ella. —Y con el comentario como despedida, Chandler se marchó.