El hombre se deslizó con la agilidad de un gato pasillo abajo. Medía casi metro noventa, era delgado aunque fuerte, con unos anchos hombros que destacaban en relación con su estrecho cuello. Su rostro era largo y angosto; la piel, morena y suave, aparte de los profundos surcos que se notaban alrededor de sus ojos y boca y dibujaban unas espiras como las huellas dactilares. Llevaba una arrugada gorra de béisbol en la que se leía «Virginia Tech». Una corta barba grisácea perfilaba su mandíbula. Llevaba unos vaqueros gastados y una camisa del mismo material, descolorida, manchada por el sudor, con las mangas arremangadas, que dejaba al descubierto unos brazos sólidos y venosos. Un paquete de Pall Mall sobresalía del bolsillo de la camisa. Llegó al final del pasillo y dobló la esquina. Inmediatamente, el soldado que se encontraba sentado junto a la puerta de la última habitación se levantó y alzó la mano.
—Lo siento, pero esa zona es de acceso prohibido, a excepción del personal médico imprescindible.
—Mi hermano está ahí —dijo Joshua Harms— y he venido a verlo.
—Lo siento, pero eso es imposible. Harms se fijó en la placa con el nombre del soldado.
—Yo diría que no, soldado Brown. Acudo siempre a visitarle a la cárcel. Usted me dejará entrar, ¿me oye?
—No creo.
—Entonces tendré que entrevistarme con el director del hospital, con el jefe de policía de aquí, con quien esté al mando de Fort Jackson y contarles que usted ha negado a un familiar la visita a una persona moribunda. Verá usted como establecen los turnos para echarle a patadas, soldado. ¿Sabe usted que pasé tres años en Vietnam y conseguí suficientes medallas para enterrar todo su puñetero cuerpo? ¿Me deja pasar o tenemos que seguir la otra vía? Quiero una respuesta y la quiero ya.
Brown, algo nervioso, miró a un lado y otro sin saber bien qué hacen.
—Tengo que hacer una llamada.
—No tiene que llamar a nadie. Puede registrarme si quiere, pero yo entro. No tardaré mucho, lo haré ahora mismo.
—¿Cómo se llama usted?
—Josh Harms. —Sacó la cartera—. Aquí tiene mi permiso de conducir. Llevo un montón de años yendo a la cárcel y no recuerdo haberle visto nunca.
—No trabajo en la cárcel —dijo él—. Se me ha asignado aquí temporalmente. Pertenezco a la reserva.
—¿A la reserva? ¿Y custodia a un preso?
—Los especialistas del penal que custodiaron a su hermano en el vuelo volvieron a sus puestos esta mañana. Mañana mandarán refuerzos para sustituirme.
—Pues muy bien para ellos. ¿Qué, empezamos?
El soldado Brown le miró por espacio de unos segundos.
—Dese la vuelta —dijo por fin.
Josh obedeció. Brown inició el cacheo. Antes de que llegara al bolsillo delantero del pantalón, Josh le dijo:
—No se emocione, pero ahí llevo una navaja. Sáquela y guárdemela. Con cuidado de no extraviarla, amigo mío, que le tengo mucho cariño.
El soldado Brown acabó el cacheo y se incorporó.
—Tiene diez minutos, ni más ni menos. Y yo entro con usted.
—¡Sí, hombre! ¡Entra conmigo y abandona el puesto! Atrévase a abandonar el puesto en el ejército o en la reserva y puede acabar donde está mi hermano. —Observó las jóvenes facciones del soldado. El típico primavera, decidió. Probablemente de lunes a viernes su herramienta era el bolígrafo y el fin de semana vestía uniforme y llevaba arma por la emoción de la aventura—. Y le diré más: la cárcel no me parece el lugar adecuado para alguien como usted.
El soldado Brown tragó saliva con gesto nervioso.
—Diez minutos.
Los dos hombres se miraron fijamente.
—Se lo agradezco muchísimo —dijo Josh Harms sin el mínimo resquicio de sinceridad.
Entró en la habitación y cerró la puerta.
—Rufus —dijo en voz baja.
—No pensaba que fueras tan rápido, hermano.
Josh se acercó a la cama y le miró.
—¿Qué demonios te ha ocurrido?
—No creo que quieras oír los detalles.
—Es por la maldita carta que recibiste, ¿verdad? —Josh colocó una silla junto a la cama.
—¿Cuánto tiempo te ha dejado el guardián?
—Diez minutos, pero ese no me preocupa.
—En diez minutos no te podré contar mucho. Pero una cosa sí es segura: volveré a Fort Jackson y me matarán en cuanto ponga los pies allí.
—¿Quién te matará?
Rufus movió la cabeza.
—Y otra cosa: luego irán por ti.
—Estoy aquí a tu lado, ¿no? Ese mequetrefe de fuera es estúpido, pero no lo es tanto como parece. Me va a borrar de la lista de visitas. Eso ya lo sabes.
Rufus tragó saliva con dificultad.
—Claro, quizás no tendrías que haber venido.
—Pero aquí estoy. De modo que empieza a hablar.
Rufus reflexionó un minuto.
—Oye, Josh, esa carta del ejército… Cuando la recibí, recordé todo lo sucedido aquella noche. Exactamente todo. Como si me lo hubieran metido de pronto en la cabeza.
—¿Te refieres a la niña? —Rufus iba asintiendo.
—A todo. Sé por qué lo hice. Y en realidad no fue culpa mía. Su hermano le miraba, escéptico.
—Vamos, Rufus, tú mataste a la niña, no hay vuelta de hoja.
—Matar y querer matar son dos cosas distintas. En fin, tengo a mi abogado desde entonces…
—Querrás decir a tu fantoche de abogado.
—¿Leíste la carta?
—Claro que la leí. ¿O es que no llegó a mi casa? Apuesto a que era la última dirección de tu vida civil que tenía el ejército. Vaya maquinaria más inútil la que ignora que te estás pudriendo en una de sus putas cárceles.
—Conseguí que Rider presentara algo por mí. Al Tribunal.
—¿Qué presentó?
—Una carta que escribí.
—¿Una carta? ¿Y cómo la sacaste?
—De la misma forma que conseguí la carta del ejército.
Los dos sonrieron.
—La cárcel dispone de imprenta —dijo Rufus—. La maquinaria es caliente y sucia, y los guardianes te proporcionan muy poco espacio. Puede hacer mi magia.
—¿O sea que crees que el Tribunal leerá tu caso? Yo no me jugaría el pellejo, hermanito.
—No parece que vaya a cruzarse de brazos.
—Pues menuda sorpresa nos daría. Rufus miró hacia la puerta.
—¿Cuándo vuelven los guardianes de la cárcel?
—El chaval ha dicho que mañana por la mañana.
—Pues tengo que salir de aquí esta noche.
—La mujer que me ha llamado me ha dicho que tuviste algo así como un ataque al corazón. Madre mía, ¡cómo te tienen, atado a esa mierda! ¿Crees que podrías llegar muy lejos?
—¿Y muerto, llegaría muy lejos?
—¿De verdad piensas que intentarán matarte?
—No quieren que eso salga a la luz. Tú mismo has dicho que habías leído la carta del ejército.
—Afirmativo.
—Pues yo nunca participé en el programa que ellos dicen.
Josh le dirigió una dura mirada.
—¿Qué quieres decir?
—Simplemente lo que he dicho. Alguien lo introdujo en los archivos. Querían dar la impresión de que yo estaba en ello, como cobertura a lo que me hicieron. La razón por la que maté a la niña. Supongo que tuvieron que hacerlo por si alguien hacía alguna comprobación. Pensaban que para entonces ya estaría muerto.
A Josh le costó digerir las palabras de su hermano pero finalmente lo comprendió.
—¡Dios Todopoderoso! ¿Cómo pudieron joderte de esta manera?
—¿A mí me lo preguntas? Me odiaban. Me consideraban una mierda. Me querían muerto.
—De haber sabido lo que ocurría, puedes tener por seguro que hubiera vuelto para repartir algún trancazo.
—Bastante trabajo tenías con protegerte del Vietcong. Pero si ahora vuelvo al penal se asegurarán de no fallar.
Josh echó una ojeada a la puerta y luego clavó la vista en las ataduras de su hermano.
—Necesito tu ayuda para hacerlo, Josh.
—¡Y que lo digas, Rufus!
—No tienes ninguna obligación conmigo. Puedes pasar esta puerta y salir directo hasta la calle. Yo seguiré queriéndote. Me has apoyado durante todos esos años. No es justo lo que te estoy pidiendo. Lo sé perfectamente. Has trabajado duro, has edificado tu vida. Lo comprenderé.
—Entonces tú no conoces a tu hermano.
Rufus estiró lentamente el brazo y cogió la mano de su hermano. Los dos apretaron con fuerza como en un intento de armarse de valor y determinación de cara a lo que les esperaba.
—¿Alguien te ha visto entrar?
—Aparte del guardián, nadie. Tampoco es que haya entrado por la puerta principal.
—Entonces puedo simular que te he dejado inconsciente y salir de aquí por mi propio pie. Saben que soy un cabrón y que estoy loco. Capaz de matar a su propio hermano sin pensárselo dos veces.
—Tonterías. Eso no cuela, Rufus. No sabrías ni a dónde coño dirigirte. Te echarían el guante en diez minutos. Trabajé en ese hospital, en mantenimiento, más de dos años, lo conozco como la palma de la mano. He entrado por un acceso cerrado, solo lo conocen las enfermeras. Se esconden allí para fumar.
—¿Qué tienes en la cabeza, pues?
—Salir los dos por donde he entrado. Al final del vestíbulo, a la izquierda. No hay que pasar por delante de ningún mostrador con enfermeras ni nada. Tengo la camioneta aparcada en la puerta. Puedo contar con un colega que vive a media hora de aquí. Me debe un favor. Dejo mi camioneta en uno de sus cobertizos y cojo su vehículo. No me va a preguntar nada ni abrirá la boca si aparece la policía. Carretera y manta y ya se verá.
—¿Seguro que estás dispuesto? ¿Y tus hijos?
—Se fueron todos. Casi no los veo.
—¿Y Louise?
Josh bajó la vista.
—Louise cogió la puerta hace cinco años y no he sabido más de ella.
—¡Nunca me lo habías contado!
—¿Me habrías solucionado algo, si lo hubiera hecho?
—Lo siento.
—¡Yo siento tantas cosas! Pero no creas que es fácil vivir conmigo. No puedo echar la culpa a ninguno de ellos. —Encogió los hombros—. Ya ves, volvemos a estar los dos solos. Mamá sería feliz si estuviera viva.
—¿Estás seguro?
—No vuelvas a preguntármelo, Rufus.
Este levantó las manos sujetas con las esposas.
—¿Qué hacemos con eso?
Su hermano ya estaba sacando algo de la bota. Se incorporó y le enseñó una fina pieza de metal ligeramente curvada en su extremo.
—¡No me digas que el chaval ese no te ha cacheado!
—¿Tú crees que sabía dónde mirar? En cuanto se ha hecho con la navaja ha pensado que se había apoderado de todas mis armas peligrosas. Ni se le ha ocurrido pensar en las botas. —Con una risita, Josh introdujo la pieza metálica en la cerradura de las esposas.
—¿Crees que podrás?
Josh se detuvo y miró a su hermano con cierto desdén.
—Si fui capaz de huir de los malditos vietcong, ¿no podré abrir una mierda de esposas fabricadas por el ejército?
En el pasillo, el soldado Brown consultó su reloj. Habían pasado los diez minutos. Abrió un poco la puerta de la habitación.
—Vamos, Harms, se acabó el tiempo. —Empujó un poco más la puerta—. ¿Señor Harms? ¿Me ha oído? Se ha acabado el tiempo. —Brown oyó un leve gruñido. Sacó la pistola y abrió de par en par—. ¿Qué ocurre aquí?
El gruñido fue aumentando. Brown buscó el interruptor de la luz. Fue entonces cuando tropezó con algo. Se arrodilló y al centrar la vista vio que tocaba el rostro del hombre.
—¿Señor Harms? ¿Se encuentra bien, señor Harms?
Josh abrió los ojos.
—Yo perfectamente. ¿Y usted?
Una enorme mano agarró el arma de Brown y se la arrebató. La otra mano le tapó la boca y notó que lo levantaban del suelo e inmediatamente que un contundente puño se clavaba en su mandíbula tumbándole.
Rufus colocó a Brown en la cama y lo tapó con la sábana. Josh colocó las esposas en los brazos y las piernas del soldado, ya inconsciente, y se las apretó con fuerza. Con esparadrapo y gasa que encontró en uno de los armarios le tapó la boca. Lo último que hizo fue registrar al soldado y recuperar la navaja.
Al volverse hacia su hermano, Rufus le estrechó con todas sus fuerzas. Josh le devolvió el abrazo; era la primera vez que los dos hermanos establecían un contacto físico en veinticinco años. Con los ojos empapados, Rufus se estremeció un poco al notar que Josh se apartaba.
—Ahora no me vengas con sensiblerías. No hay tiempo para ello.
Rufus sonrió.
—Pero es agradable abrazarte, Josh. Este le puso una mano en el hombro.
—Jamás pensé que volveríamos a tener ocasión de hacerlo. Ni hay que dar por supuesto que repetiremos.
—¿Y ahora qué?
—Desde el vestíbulo no se ve el punto donde estaba el chico. Pero el hospital tiene su propio personal de seguridad. —Josh consultó el reloj—. Cuando yo trabajaba aquí hacían rondas a cada hora en punto. Y hora es y cuarto. Los muchachos siguen su plan de seis rondas y les importa un pimiento lo que ocurre al lado de un orinal, aunque en un momento u otro se darán cuenta de que ya no está. ¿Estás a punto?
Rufus ya se había puesto el pantalón del penal y los zapatos. Había dejado la camisa y decidido salir en camiseta. En la mano llevaba la Biblia. Aún no se sentía libre pero sabía que era cuestión de segundos.
—He estado dispuesto veinticinco años.