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Media hora después, Chandler y Fiske entraban por la puerta principal al edificio del Tribunal Supremo de Estados Unidos de América.

Por dentro era un lugar inmenso, intimidante. Pero lo que más llamó la atención a Fiske fue el silencio, tan exagerado que incluso le pareció inquietante. Aquello parecía rayar la alucinación al intentar imaginar el mundo en funcionamiento fuera de aquellas puertas. Fiske pensó en el último lugar silencioso que había visitado aquel día: el depósito.

—¿A quién tendríamos que acudir? —dijo.

Chandler le señaló un grupo de hombres que avanzaban decididos por el vestíbulo hacia ellos.

—A ellos.

Conforme se fueron acercando, los pasos del grupo se iban convirtiendo en el estampido de un cañón en el túnel acústico. Uno de aquellos hombres llevaba traje; los otros dos iban uniformados, con un arma en la cadera.

—¿Inspector Chandler? —el hombre del traje le tendió la mano—. Soy Richard Perkins, jefe de policía del Tribunal Supremo. —Perkins mediría metro ochenta y cinco, era muy delgado, tenía las orejas inclinadas hacia adelante como un niño y el pelo blanco, peinado sobre la frente, que recordaba los carámbanos de una fuente. Le presentó a sus compañeros—: El comisario Leo Dellasandro; su ayudante, Ron Klaus.

—Encantado —dijo Chandler mientras observaba como Perkins fijaba la mirada en Fiske—. John Fiske —añadió—. El hermano de Michael Fiske.

Todos se apresuraron a darle el pésame.

—Una tragedia. Una estúpida tragedia —dijo Perkins—. Michael gozaba de gran consideración aquí. Todo el mundo le echará de menos.

Fiske se esforzó por demostrar que apreciaba aquellos gestos, abrumado de pronto por tanta condolencia.

—¿Ha cerrado usted el despacho de Michael Fiske como le pedí? —preguntó Chandler.

Dellasandro asintió.

—Ha sido algo difícil porque lo compartía con otra persona. Dos por despacho es aquí la norma.

—Esperemos que no tengamos que mantenerlo así mucho tiempo.

—Podemos reunimos en mi despacho, si quiere, y seguir con su orden del día, inspector Chandler —propuso Perkins—. Está al final del vestíbulo.

—Vamos pues.

Fiske avanzó con ellos y Perkins se detuvo para mirar a Chandler.

—Perdón, creía que el señor Fiske estaba aquí por algo que no tenía relación con esta investigación.

—Él me está proporcionando determinada información sobre su hermano —respondió Chandler.

Perkins dirigió a Fiske una mirada que este juzgó como hostil.

—Ni siquiera sabía que Michael tuviera un hermano —dijo—. Jamás le mencionó a usted.

—¿Qué importancia tiene? Él tampoco le mencionó a usted —respondió Fiske.

El despacho de Perkins se encontraba al final del vestíbulo camino de la sala. Estaba amueblado en estilo colonial anticuado y su arquitectura y acabado pertenecían a una época en que el gobierno liberó tres billones de dólares en deuda pública y presupuestos en números rojos.

En una mesa auxiliar del despacho de Perkins se encontraba un hombre de más de cuarenta y cinco años. Tenía el pelo rubio, muy corto, y su rostro largo y estrecho reflejaba un aire de firme autoridad. El porte de seguridad en sí mismo insinuaba que disfrutaba con el ejercicio de dicha autoridad. Cuando se levantó, Fiske se dio cuenta de que medía más de metro noventa y de que su cuerpo demostraba que todos los días dedicaba un tiempo al gimnasio.

—¿Inspector Chandler? —El hombre le tendió una mano mientras con la otra mostraba su tarjeta de identificación—. Warren McKenna, agente especial del FBI.

Chandler miró a Perkins.

—No estaba al corriente de que el FBI llevaba también el caso.

Perkins iba a decir algo, pero McKenna se le adelantó con energía:

—Tal como debe saber, el fiscal general y el FBI están legalmente autorizados para investigar a fondo el asesinato de cualquier empleado del gobierno de Estados Unidos. El FBI, no obstante, no pretende tomar el control de la investigación ni herir la susceptibilidad de nadie.

—Me alegra saberlo porque incluso la mínima presión puede hacerme perder el control —dijo Chandler sonriendo.

La expresión de McKenna no experimentó cambio alguno.

—Procuraré tenerlo presente.

Fiske le tendió la mano.

—Soy John Fiske, agente McKenna. Michael Fiske era mi hermano.

—Le acompaño en el sentimiento, señor Fiske. Sé lo duro que habrá sido para usted —dijo McKenna, estrechándole la mano. El agente del FBI se volvió de nuevo hacia Chandler—. Caso de que los acontecimientos exijan un papel más activo por parte de nuestra organización, espero su plena colaboración. Tenga en cuenta que la víctima era un empleado federal. —Miró a su entorno—. Trabajaba en una de las instituciones de más prestigio del país. Y tal vez en una de las más temidas.

—El temor es fruto de la ignorancia —puntualizó Perkins.

—Temida de todas formas. Tras los casos Waco, World Trade Center y Oklahoma City hemos aprendido a poner una atención especial —dijo McKenna.

—Lástima que sus hombres no aprendieran más rápido —respondió Chandler con sequedad—. Pero las batallas por el territorio constituyen una gran pérdida de tiempo. Yo soy más partidario de compartir y hacerlo con igualdad, ¿no le parece?

—Por supuesto —dijo McKenna.

Chandler pidió que se le asignara media hora para formular una serie de preguntas, en las que básicamente intentó averiguar si algún caso en los que había estado trabajando Michael Fiske en el Tribunal podía haber desembocado en aquel asesinato. Los representantes de este dieron la misma respuesta a cada una de sus preguntas: «Imposible».

McKenna efectuó muy pocas preguntas pero escuchó atentamente las que formulaba Chandler.

—Los detalles concretos de los casos que tiene pendientes el Tribunal están tan lejos del alcance del público que nadie tiene forma de conocer lo que lleva o no entre manos un funcionario específico en un momento dado. —Perkins pegó una palmada a la mesa para dar más relieve al comentario.

—A menos que dicho funcionario lo comente con alguien.

Perkins negó con la cabeza.

—Personalmente les adiestro en lo que se refiere a seguridad y confidencialidad como parte de su trabajo. Las normas éticas a que están sometidos son muy estrictas. Incluso se les proporciona un manual sobre el tema. No se permiten las filtraciones.

Chandler no parecía muy convencido.

—¿Cuál es la media de edad de esos funcionarios? ¿Veinticinco? ¿Veintiséis?

—Algo así.

—Son críos y trabajan en el tribunal más importante del país. ¿Afirma usted que es imposible que tengan un desliz? ¿Para impresionar a la persona con quien salen, por ejemplo?

—Llevo muchos años de vuelo para saber que no debo utilizar la palabra imposible a la hora de describir algo.

—Yo soy inspector de homicidios, señor Perkins, y créame, me encuentro con el mismo maldito problema.

—¿Podríamos retroceder un poco para dejar algo claro aquí? —dijo Dellasandro—. Por lo que conozco del caso, parece que el robo fue el motivo. —Extendió las manos y miró a Chandler, a la expectativa—. ¿Qué relación tiene eso con el Tribunal? ¿Han registrado ya su piso?

—Todavía no. Mañana mandaré a un equipo allí.

—¿Cómo sabemos que no se trata de algo relacionado con su vida personal? —preguntó Dellasandro.

Todo el mundo miró a Chandler esperando una respuesta. El inspector bajó la vista hacia las notas que llevaba sin concentrarse en realidad en ellas.

—Me limito a cubrir todos los flancos. Acudir al lugar de trabajo de la víctima de un homicidio y formular una serie de preguntas no tiene nada de extraordinario, caballeros.

—Por supuesto —dijo Perkins—. Puede contar con nuestra plena colaboración.

—¿Por qué no echamos un vistazo al despacho del señor Fiske, pues? —dijo Chandler.