Rufus miró cómo se abría lentamente la puerta. Se armó de valor pensando en que entrarían un montón de hombres vestidos de verde y se precipitarían hacia él, pero el temor se desvaneció cuando descubrió de quien se trataba.
—¿Otro control?
Cassandra se acercó a la cama.
—¿Acaso no es la cruz que nos toca llevar a las mujeres, la de controlar siempre a los hombres?
Las palabras tenían gracia pero su tono no era alegre. Miró las pantallas, hizo unas anotaciones echándole una ojeada de vez en cuando.
—A mí me encanta. No estoy acostumbrado a ello. —Tuvo cuidado en no hacer chirriar las esposas al incorporarse un poco.
—He llamado a su hermano.
Rufus puso una expresión grave.
—¿De verdad? ¿Qué ha dicho?
—Que viene a verle.
—¿Ha dicho cuándo?
—Bastante pronto. Hoy, en realidad.
—¿Qué le ha contado?
—Que estaba enfermo pero se recuperaba con rapidez.
—¿Ha comentado algo más, él?
—Me ha parecido un hombre de pocas palabras —precisó Cassandra.
—Así es Josh.
—¿Es tan grande como usted?
—No. Es pequeñito. Metro noventa o así, poco más de noventa kilos. —Cassandra movió la cabeza y se dispuso a salir—. ¿Tiene un momento para charlar? —preguntó Rufus.
—De hecho estoy en mi tiempo libre. Solo he entrado a decirle lo de su hermano. Tengo que irme. —Parecía algo incómoda.
—¿Está usted bien?
—Y aunque no lo estuviera, tampoco podría solucionarme nada. —El tono era impaciente, brusco.
Rufus la miró un momento.
—¿Hay alguna Biblia por aquí?
Ella se volvió, sorprendida.
—¿Por qué?
—Leo la Biblia cada día. Lo he hecho desde que tenía uso de razón.
Cassandra miró la mesilla de noche, se acercó a ella y sacó una Biblia del cajón.
—No se la puedo dar. No me está permitido acercarme tanto. Los de la cárcel dejaron clarísimo ese punto.
—No hace falta que me la dé. Si no le importa, le agradecería que me leyera un pasaje.
—¿Que se lo leyera yo?
—No tiene ninguna obligación de hacerlo —se apresuró a decir él—. Puede que a usted no le interesen ni la Biblia ni las actividades religiosas.
Ella lo miró con una mano en la cadera y la otra sujetando la Biblia de tapas verdes.
—Canto en el coro de mi parroquia. Mi marido, que en paz descanse, era auxiliar del pastor.
—Eso está muy bien, Cassandra. ¿Y sus hijos?
—¿Cómo sabe que tengo hijos? ¿Por qué no soy flacucha?
—No…
—¿Pues por qué?
—Tiene todo el aire de sentirse inclinada por las cosas pequeñas.
Aquellas palabras la sorprendieron y una sonrisa se dibujó rápidamente en la nube de su semblante.
—Tendré que vigilarle.
Cassandra se fijó en que miraba la Biblia como un sediento y ella tenía en sus manos el vaso de agua más fresco que podía haberle proporcionado en toda la historia del mundo.
—¿Qué quiere que le lea?
—El Salmo ciento tres.
Cassandra vaciló un instante, cogió una silla y se sentó.
Rufus se tumbó en la cama.
—Gracias, Cassandra.
Mientras leía, le dirigía una mirada de vez en cuando. Él tenía los ojos cerrados. Siguió leyendo y cuando volvió a levantar la vista comprobó que Rufus movía los labios y luego paraba. Miró la próxima frase, la memorizó rápidamente y la recitó mirándole. Rufus recitaba en silencio cada una de las palabras al tiempo que las pronunciaba ella. Se calló y él siguió hasta el final. Al comprobar que se había detenido, él abrió los ojos.
—¿Sabe el Salmo de memoria? —preguntó ella.
—Sé casi toda la Biblia de memoria. Todos los Salmos y los Proverbios.
—Me parece impresionante.
—He tenido mucho tiempo para aprenderlos.
—Pues si lo sabía, ¿por qué me ha pedido que lo leyera?
—Me ha parecido que estaba un poco preocupada. Se me ha ocurrido que una ojeada a las Sagradas Escrituras podía ayudarla.
—¿Ayudarme? —Cassandra centró la vista en la página y leyó en voz baja: «Él perdona todos mis pecados. Él me cura. Él me rescata del infierno. Él me envuelve con su bondad y su afectuosa compasión». El trabajo resultaba deprimente. Cada día conseguía controlar menos a sus hijos adolescentes. Había rebasado ya los cuarenta, tenía veinte kilos demás y ni un hombre que valiera la pena a la vista. Con todo aquello que la abrumaba, al contemplar al preso, aquel asesino encadenado que iba a morir en la cárcel, sintió unas profundas ganas de llorar ante tanta amabilidad, tanta consideración frente a su calvario.
El Salmo ciento tres tenía también un atractivo especial para Rufus, en concreto uno de sus versículos. Recitó para sus adentros: «Él imparte justicia a todos los que son tratados injustamente».
—¿Lo reconoce? —preguntó Chandler cuando se acercaron al Honda plateado modelo 1987 que se encontraba en el aparcamiento de la policía.
Fiske asintió.
—Se lo regalamos cuando se licenció en la universidad. Todos pusimos nuestro grano de arena, mis padres y yo.
—Yo tengo cinco hermanos. Nadie hizo esto por mí.
Chandler abrió la puerta del lado del conductor y se apartó para que Fiske mirara en su interior.
—¿Dónde encontró las llaves del coche?
—En el asiento de delante.
—¿Había algún efecto personal? —Chandler movió la cabeza en señal de negación. Fiske observó el asiento delantero, el salpicadero, el parabrisas y las ventanillas, claramente desconcertado—. ¿Lo han limpiado?
—No. Está tal como lo encontramos, a excepción del ocupante.
Fiske se incorporó para mirar al inspector.
—Si usted coloca una pistola de gran calibre contra la sien de una persona y aprieta el gatillo en un lugar cerrado como este, la sangre salpica el asiento, el volante y el parabrisas. Incluso se esparcen fragmentos de hueso y tejido. Aquí no veo más que alguna mancha, probablemente en los puntos en que se apoyó la cabeza en el asiento.
Chandler parecía divertirse.
—¿De verdad?
Fiske apretó violentamente los dientes.
—No le estoy contando nada que no sepa usted. ¿Me está sometiendo a otra prueba de las suyas?
Chandler movía la cabeza lentamente.
—Podría ser. Quizás es otra de las razones. ¿Recuerda que le he dicho que tenía cinco hermanos?
—Sí.
—Pues bien, antes tuve seis. Uno de mis hermanos fue asesinado hace treinta y cinco años. Trabajaba en una gasolinera, apareció un desalmado y se lo cargó por los doce dólares que encontró en la caja registradora. Por aquel entonces yo tenía solo dieciséis años pero recuerdo todos los detalles como si hubiera ocurrido hace cinco minutos. En fin, no encuentro muchas familias que tras identificar a alguno de sus seres queridos acudan a mi despacho a ofrecerme sus servicios. Sufren y se consuelan mutuamente, que es lo más lógico. Claro que algunos también vociferan y despotrican durante un tiempo hablando de pescar al cabrón que les ha llevado hasta allí, pero realmente no quieren implicarse en el proceso. Yo lo comprendo, ¿a quién le interesa? Además, no encuentras a alguien con un pasado en las fuerzas de orden público, de forma que enseguida detecté que usted sí podría contribuir positivamente. Y acaba de demostrármelo.
»Comprendo la rabia que tiene que sentir, John, se sintiera o no unido a su hermano. Alguien le arrebató algo a usted, algo importante, se lo arrancó por la fuerza, en realidad. En mi caso, han pasado treinta y cinco años y sigo sintiendo la misma rabia.
Fiske echó un vistazo a todos los coches de propiedad privada del aparcamiento. Dio por supuesto que cada uno esperaba su turno para revelar los secretos de otra tragedia. Se volvió hacia Chandler.
—Creo que la rabia es suficiente. —Y añadió, lentamente, bajando la vista—: Hasta que surja algo más.
—Su tono no revelaba una gran esperanza.
—Vale. —Chandler siguió con su análisis—. La ausencia de toda prueba física que acaba de mencionar me desconcierta.
—No parece que le mataran en el coche.
—En efecto. Más bien que encontró la muerte en otra parte y posteriormente colocaron su cadáver en el asiento delantero. Y esa única conclusión nos lleva a un nuevo campo de posibilidades.
—Estaríamos hablando, pues, de algo más deliberado que un secuestro y un asesinato al azar.
—Posiblemente, aunque podían haberle secuestrado unos delincuentes, obligarle a salir del coche e intentar aprovecharse de su tarjeta. Él se niega y los otros lo liquidan. Se asustan y lo arrojan de nuevo al coche.
—Entonces se habría encontrado alguna prueba física por lo que se refiere a la tarjeta. ¿Alguna novedad?
—No, pero hay cajeros a montones.
—Y los utilizan muchísima gente. Si ya ha pasado un día, alguien podía haber detectado algo.
—Puede, pero no tenemos ninguna seguridad. Estamos intentando seguir la pista de los movimientos de su hermano durante las últimas cuarenta y ocho horas. Le vieron por última vez en su piso hace dos días. Después de eso, nada de nada.
—Suponiendo que alguien se lo llevara con el coche, ¿y las huellas? Esa gentuza que va en busca de tarjetas no es tan sofisticada como para llevar guantes.
—Seguimos con la investigación en ese punto.
—¿Me acepta otro comentario?
—¡Adelante!
Fiske abrió la puerta del coche y le señaló la parte interior de la jamba, el punto que uno no ve cuando la puerta está cerrada. Chandler buscó sus gafas, se las puso y vio lo que le indicaba Fiske. Sacó también unos guantes de goma del bolsillo de la americana, cogió con cuidado el minúsculo fragmento de pegajoso plástico, se lo puso en la palma de la mano y lo observó detenidamente.
—Su hermano acababa de retirar el coche de Wal-Mart.
—Recomienda efectuar el próximo cambio de aceite al cabo de tres meses o de cuatro mil quinientos kilómetros, lo uno o lo otro. Hacen constar la fecha y el kilometraje futuros en la pegatina para recordar cuándo debe uno volver. Según la fecha que consta aquí, restándole tres meses, mi hermano acudió a la casa tres días antes de que se encontrara su cadáver. Ahora fijémonos en los kilómetros que se recomiendan antes del próximo servicio y les restamos cuatro mil quinientos kilómetros Con ello tendremos la cifra aproximada que tendría que constar ahora mismo en el cuentakilómetros.
Chandler efectuó rápidamente la operación mental.
—Ciento veintinueve mil ochocientos catorce.
—Ahora fijémonos en lo que marca el cuentakilómetros.
Chandler se agachó para leerlo. Miró a Fiske con los ojos bastante abiertos.
—En los últimos tres días alguien añadió mil doscientos kilómetros al coche.
—Efectivamente —dijo Fiske.
—¿Adónde demonios iría?
—La pegatina no precisa a qué sucursal de Wal-Mart acudió, pero probablemente fue a alguna situada cerca de su domicilio. Debería llamar y tal vez le cuenten algo que pueda sernos útil.
—De acuerdo. Me parece increíble que nos hubiera pasado por alto —dijo Chandler. Metió la pegatina de plástico en una bolsa transparente con cremallera que se sacó del bolsillo y escribió algo encima—. ¡Eh John!
—¿Sí?
Le mostró la bolsita.
—Se acabaron las pruebas de aptitud, ¿vale?