Unas tres horas después de que Billy Hawkins hubiera informado a John Fiske sobre la muerte de su hermano, John se encontraba en uno de los pasillos del depósito de cadáveres del distrito de Columbia; le acompañaba un empleado con bata blanca. Fiske había tenido que identificarse y demostrar a aquel hombre que él era el hermano de Michael Fiske. Se había preparado para ello cogiendo unas fotos en las que se les veía juntos. Intentó ponerse en contacto con su padre antes de salir de la ciudad pero no lo consiguió. Se acercó incluso a la casa familiar pero no encontró a nadie. Le dejó una nota a su padre sin citar detalle alguno. Tenía que asegurarse de que se trataba de su hermano, y la única forma para hacerlo era el procedimiento que estaba siguiendo.
Quedó sorprendido al entrar en uno de los despachos, y mucho más desconcertado cuando el empleado del depósito sacó de una carpeta una foto hecha con una Polaroid y se la entregó.
—No voy a identificarle por medio de una foto. Quiero ver el cadáver.
—Aquí no seguimos este procedimiento, señor Fiske. Actualmente estamos en proceso de instalación de un sistema de video para poder llevar a cabo las identificaciones mediante aparatos de televisión, pero aún no está en funcionamiento. Hasta poder contar con ello, utilizamos la Polaroid.
—En mi caso no se hará.
El hombre iba señalando la foto que tenía en la mano en un intento de despertar la curiosidad de Fiske.
—La mayoría prefiere hacerlo por medio de una foto. Es algo muy poco corriente.
—Yo no soy «la mayoría» y considero que el asesinato de un hermano es poco corriente. Como mínimo lo es para mí.
El empleado cogió el teléfono y transmitió instrucciones para que prepararan el cadáver para su exposición. Seguidamente abrió la puerta del despacho e indicó a Fiske que le siguiera. Tras un corto recorrido, entraron en una pequeña sala que desprendía un olor medicinal muchísimo más intenso del que se respira en los hospitales. En el centro había una camilla. Destacaban bajo la blanca sábana unos bultos correspondientes a la cabeza, la nariz, los hombros, las rodillas y los pies del cadáver. Fiske se acercó a la camilla aferrándose a la irracional esperanza con la que hubiera contado cualquiera en sus circunstancias: que la persona que se encontraba bajo la sábana no fuera su hermano, que su familia permaneciera razonablemente intacta.
Mientras el empleado levantaba el extremo de la sábana, Fiske se apoyó en el tubo metálico de la camilla, agarrándolo con fuerza. Cuando se alzó la sábana y quedaron al descubierto la cara y la parte superior del tronco del difunto, Fiske cerró los ojos, levantó la cabeza y murmuró en silencio unas palabras. Aspiró profundamente, retuvo el aliento, abrió los ojos y bajó la mirada. Sin ser consciente de ello, asintió con la cabeza.
Intentó mirar hacia otro lado pero no pudo. Incluso un desconocido habría mirado la inclinación de la frente, la disposición de los ojos y la boca, la prominencia de la barbilla y habría decidido que entre los dos hombres existía un estrecho vínculo familiar.
—Es mi hermano.
El empleado cubrió de nuevo el cadáver y entregó a Fiske un documento de identificación para firmar.
—Aparte de los objetos que ha retenido la policía, le entregaremos a usted sus efectos personales. —El empleado miró la camilla—. Hemos tenido una semana muy atareada, llevamos un cierto retraso con los cadáveres, pero imagino que pronto tendremos los resultados de la autopsia. En realidad esta no parece ofrecer complicaciones.
A Fiske le entró un sofoco de ira, que reprimió enseguida. A aquel hombre no le pagaban para que actuara con tacto.
—¿Encontraron la bala que le mató?
—Solo la autopsia puede determinar la causa de la muerte.
—¡No me venga con rollos! —El empleado parecía sorprendido—. He visto el orificio de salida en la parte izquierda de su cabeza. ¿La encontraron o no?
—No. Al menos de momento.
—Me han comentado que fue un robo —dijo Fiske. El empleado hizo un gesto afirmativo—. ¿El cadáver estaba en el coche?
—En efecto, sin la cartera. Hemos tenido que descubrir su identidad a través de la matrícula del coche.
—Y si se trata de un robo, ¿por qué no se llevaron el coche? Parece que hoy en día lo corriente es guindar el coche. Sacarle a la víctima el número secreto de su tarjeta y una vez liquidada la persona, coger el coche, sacar todo el dinero posible del banco, abandonar el vehículo e ir a por otro. ¿Por qué no lo han hecho así en este caso?
—No sé nada sobre esto.
—¿Quién se encarga del caso?
—Ocurrió en el distrito de Columbia. Debe ser el Departamento de Homicidios del distrito de Columbia.
—Mi hermano era un empleado federal. Del Tribunal Supremo de Estados Unidos. Quizá también estará en ello el FBI.
—Tampoco sé nada sobre eso.
—Querría saber cómo se llama el inspector de Homicidios del distrito de Columbia. —El empleado no respondió y en lugar de ello, anotó algo en el expediente, quizás con la esperanza de que si no decía nada, Fiske se marcharía.
—De verdad me interesaría ese nombre —repitió Fiske acercándosele un poco.
El empleado, con un suspiro, sacó una tarjeta de la carpeta y se la pasó a Fiske.
—Buford Chandler. Puede que tenga que hablar con usted de todas formas. Es una buena persona. Tal vez pesque a quien lo hizo.
Fiske miró un instante la tarjeta y se la puso en el bolsillo del abrigo. Clavó la mirada en el empleado.
—Vamos a detener a quien lo hizo. —El extraño tono de su voz hizo levantar la vista del empleado—. Y ahora le agradecería que me dejara un rato a solas con mi hermano.
El empleado echó una ojeada a la camilla.
—Por supuesto. Esperaré fuera. Me avisa cuando haya terminado. Cuando el otro se hubo marchado, Fiske acercó una silla a la camilla y se sentó. No había derramado una sola lágrima desde que le comunicaran la suerte de su hermano. Pensó que era a causa de que no tenía confirmada la identificación, pero una vez asegurada, seguía sin llorar. En el camino hacia allí, sin darse cuenta, se fijó en que estaba contando las matrículas de fuera del Estado, un juego con el que habían pasado muchas veces el rato, de niños, los dos hermanos. Un juego en el que solía ganar Mike Fiske.
Levantó un poco la sábana y cogió la mano de su hermano. Estaba fría pero notó sus dedos flexibles. La estrechó suavemente. Fijó la mirada en el suelo de cemento y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, unos minutos después, solo dos lágrimas habían caído al suelo. Levanto rápidamente la vista y una bocanada de aire salió de sus pulmones. Todo aquello le parecía forzado y de pronto pensó que no valía la pena seguir allí.
En su vida de poli, había acompañado a un montón de padres de muchachos borrachos que habían acabado empotrados en un árbol o en un poste de teléfonos. Les había consolado, expresado su comprensión, incluso les había abrazado. Había llegado al convencimiento de hallarse muy cerca, de tocar incluso, las profundidades de su desesperación. ¡Cuántas veces se había preguntado qué iba a sentir si tuviera que vivirlo él! Sabía perfectamente que no era lo mismo.
Hizo un esfuerzo para pensar en sus padres. ¿Cómo iba a explicarle en concreto a su padre que había muerto la niña de sus ojos? ¿Y a su madre? Como mínimo, sabía la respuesta a la última pregunta: no podía ni debía decírselo.
A Fiske le habían educado en la religión católica pero no era un hombre religioso; por tanto decidió hablar con su hermano en lugar de hacerlo con Dios. Presionó la mano de este contra su pecho y le habló de una serie de cosas de las que se arrepentía, de lo mucho que le había querido, de cuánto deseaba que no hubiera muerto, por si el espíritu de su hermano seguía ahí, a la espera de esa comunicación, de esa silenciosa declaración de culpa y remordimiento del hermano mayor. Luego quedó en silencio y cerró otra vez los ojos. Notaba cada uno de los contundentes golpes de su corazón, sonido que de una forma u otra ahogaba la inmovilidad del cuerpo que tenía a su lado.
El empleado asomó la cabeza por la puerta.
—Tenemos que llevar a su hermano abajo, señor Fiske. Ha pasado media hora.
Fiske se levantó y pasó por delante del hombre sin decirle nada. Iban a llevar a su hermano a un lugar terrorífico, donde unos extraños hurgarían en sus entrañas en busca de una pista sobre quién le había matado. Mientras trasladaban la camilla, Fiske salió del edificio dejando a su hermano pequeño allí.