Rufus Harms abrió lentamente los ojos. La estancia estaba a oscuras, entre sombras. Se había acostumbrado, sin embargo, a ver sin luz y con los años se había convertido en un experto en el tema. Los años de cárcel le habían aguzado también el oído, hasta tal punto que casi podía oír los pensamientos de alguien. En la prisión uno hace básicamente dos cosas: escuchar y pensar.
Cambió lentamente de posición en su cama del hospital. Seguía con los brazos y las piernas sujetos. Sabía que había un guardián junto a la puerta de su habitación. Rufus le había visto unas cuantas veces con el entrar y salir de gente a la habitación. No era un policía; llevaba ropa de faena e iba armado. Del ejército o de la reserva, Harms no lo sabía a ciencia cierta. Aspiró lentamente. Durante los dos últimos días había escuchado a los médicos durante las visitas. No había sufrido un ataque al corazón pero estuvo cerca. No recordaba el nombre que le daban los doctores, pero su ritmo cardíaco era irregular y por ello le mantenían en cuidados intensivos.
Recordó la última hora que pasó en la cárcel. Se preguntó si Michael Fiske había salido ya del penal antes de que le mataran. Curiosamente a él la complicación cardiaca le había salvado la vida. Como mínimo estaba fuera de Fort Jackson. De momento. Pero si su salud mejoraba, le mandarían de nuevo allí. Donde moriría. A menos que le mataran aquí.
Había observado a fondo a todos los médicos y al personal de enfermería que le atendían. Se fijaba en concreto en los que le administraban medicamentos. Le tranquilizaba pensar que, si se veía en peligro, podía romper los brazos de la cama. Tal como estaban las cosas, no podía hacer más que recuperar fuerzas, esperar, observar y mantener el ánimo. Si no alcanzaba la libertad por medio del sistema judicial, la obtendría de otra forma. No estaba dispuesto a volver a Fort Jackson. Mientras le quedara una pizca de aliento.
Se pasó dos horas contemplando a los que entraban y salían. Cada vez que se abría la puerta de su habitación, miraba al guardián de fuera. Un joven que se sentía muy importante con su uniforme y su arma. Dos guardianes le habían acompañado en el helicóptero, pero el de fuera no era ninguno de ellos. Quizás hacían turnos. Cuando se abría la puerta, el de fuera inclinaba la cabeza y sonreía a quien entraba o salía, sobre todo si la persona era joven y del sexo femenino. Cuando había dirigido la mirada hacia el interior, Rufus había detectado dos emociones distintas en sus ojos: odio y miedo. Aquello tenía mal cariz. Indicaba que tenía una oportunidad. Ambas cosas podían desembocar en algo que Rufus necesitaba desesperadamente: que cometiera un error.
Pensó que el hecho de que destinaran a un solo guardián implicaba que le veían bastante incapacitado; pero no sabían que no lo estaba. Los monitores mostraban unos números y unas curvas que para él no significaban nada. No eran más que aves de presa en una jaula metálica a la espera de que se desvaneciera para lanzarse sobre él. Pero Rufus notaba que iba recuperando las fuerzas; era algo tangible. Flexionaba y estiraba los dedos con la ilusión de poder mover al fin los brazos.
Dos horas más tarde, oyó la puerta y se encendió la luz. La enfermera llevaba un bloc con un soporte metálico y le sonrió mientras comprobaba el monitor. Imaginó que tendría unos cuarenta y cinco años. Era guapa y rellenita. Mirando sus anchas caderas, Rufus se imaginó que habría tenido unos cuantos hijos.
—Eso va mucho mejor hoy —le dijo al darse cuenta que la miraba.
—No puedo decir que me alegre.
Ella lo miró boquiabierta.
—Muchos de los que están ingresados aquí darían cualquier cosa por ese diagnóstico.
—¿Dónde estoy exactamente?
—En Roanoke, Virginia.
—Nunca he estado en Roanoke.
—Una bonita ciudad.
—No tan bonita como usted —dijo Rufus, con una tímida sonrisa, pues aquellas palabras se habían escapado de sus labios. Hacía casi treinta años que no se había encontrado tan cerca de una mujer. La última que había visto en persona era su madre, llorando a su lado cuando se lo llevaban a cumplir la sentencia de cadena perpetua. Murió aquella misma semana. Su hermano le contó que algo había explotado en su cerebro. Pero él estaba convencido de que se le había roto el corazón.
Arrugó un poco la nariz al notar el perfume. Le parecía algo fuera de lugar en un hospital. Al principio, Harms no se dio cuenta de que lo que olía era el perfume de la enfermera: una mezcla de esencia suave, de crema hidratante y de mujer. ¡Maldición! ¿Qué más había olvidado sobre la vida real? Una lágrima tembló en la comisura de su ojo derecho a raíz de aquel pensamiento.
La enfermera le miró levantando las cejas, con una mano en la cadera.
—Me han dicho que vaya con cuidado con usted.
Él la miró fijamente.
—Yo nunca le haría daño, señora.
Su tono era solemne, sincero. Ella vio la lágrima colgando del ojo. No sabía realmente qué añadir.
—¿No podría poner en ese gráfico que me estoy muriendo o algo así?
—¿Se ha vuelto loco? No puedo hacer una cosa así. ¿Es que no quiere recuperarse?
—Enseguida que lo consiga, volveré a Fort Jackson.
—Y no es un lugar agradable, me imagino.
—He vivido más de veinte años en la misma celda. Tiene su gracia ver otra cosa, para variar. Poco que hacer aparte de contar los latidos del corazón y mirar el hormigón.
La enfermera pareció sorprendida.
—¿Veinte años? ¿Qué edad tiene usted?
Rufus reflexionó un momento.
—A decir verdad, no lo sé exactamente. No más de cincuenta.
—¡Vamos! ¿No sabe qué edad tiene?
Él la miró fijamente.
—Los presos que llevan un calendario son los que van a salir algún día. Yo cumplo cadena perpetua, señora. No saldré nunca. ¿Qué importancia tiene mi edad? —Lo dijo con tanta naturalidad que la enfermera notó el rubor en sus mejillas.
—¡Ah! —Su voz era trémula—. Creo que ya le entiendo.
Él cambió de posición con sumo cuidado. Las esposas tintinearon contra el metal de la cama. Ella se retiró un poco.
—¿Me haría el favor de llamar a alguien, señora?
—¿A quién? ¿A su esposa?
—Yo no tengo esposa. A mi hermano. No sabe dónde estoy. Quisiera comunicárselo.
—Creo que tendré que preguntárselo al guardián.
Rufus miró hacia la puerta.
—¿Al chaval de ahí fuera? ¿Qué tendrá él que ver con mi hermano? Si tiene el aspecto de no saber hacer ni pipí solo.
Ella se puso a reír.
—Pues lo han mandado a vigilarle a usted, que no es precisamente un bebé.
—Mi hermano se llama Joshua. Joshua Harms. Le llaman Josh. Si tiene un lápiz, le doy su número de teléfono. Le llama y le dice dónde estoy. Aquí uno se encuentra un poco solo. No vive muy lejos de aquí. ¿Quién sabe? Puede que venga a verme.
—Es cierto que uno se siente solo aquí —dije ella con cierta nostalgia. Miró aquel cuerpo alto y fuerte, lleno de tubos y parches. Y lo que le llamó más la atención fueron las esposas.
Rufus se dio cuenta de ello. Ya sabía que un horrible encadenado producía normalmente aquel efecto en la gente.
—¿Y qué hizo? Para que le encarcelaran…
—¿Cómo se llama usted?
—¿Por qué?
—Porque me gustaría saberlo. Yo me llamo Rufus. Rufus Harms.
—Ya lo sabía. Está en su ficha.
—Pero yo no tengo ficha suya para verle el nombre.
Ella vaciló un momento, echó una ojeada a la puerta y volvió la mirada a él.
—Me llamo Cassandra —dijo.
—Un nombre precioso. —La mirada de Rufus pasó a su cuerpo—. Le encaja a la perfección.
—Gracias. ¿De modo que no va a decirme lo que hizo?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Simple curiosidad.
—Maté a alguien. Hace mucho tiempo.
—¿Y por qué? ¿Pretendían hacerle daño?
—No me había hecho nada.
—¿Pues por qué lo hizo?
—No sabía lo que hacía. Estaba fuera de mí.
—¿Es verdad? —Tras las palabras de él, ella retrocedió un poco—. ¿No es lo que dicen todos?
—Pero resulta que en mi caso es cierto. ¿Va a llamar a mi hermano?
—No lo sé. Quizás.
—Mire, yo le doy el número. Si no lo hace, no lo hace. Y si lo hace, se lo agradeceré muchísimo.
Ella le miró llena de curiosidad.
—No parece usted un asesino.
—Tendría que andarse con cuidado con eso. Los más zalameros son los que acaban haciéndote daño. He visto a muchos de ese estilo.
—¿O sea que no debería confiar en usted?
Los ojos de Rufus se clavaron en los de ella.
—La decisión es suya.
Ella lo pensó un momento.
—¿Cuál es el número de su hermano?
Anotó el teléfono, se metió el papel en el bolsillo y se dispuso a salir.
—¡Eh, señora Cassandra! —ella se volvió—. Tiene usted razón. No soy un asesino. Vuelva para hablar un rato más conmigo… Si le apetece, claro. —Consiguió esbozar una leve sonrisa e hizo tintinear las esposas—. Yo no voy a salir de aquí.
Ella le miró desde el otro lado de la habitación y Rufus creyó ver la sombra de una sonrisa en sus labios. Se volvió y salió. Rufus estiró el cuello para ver si hablaba con el guardián, pero comprobó que pasaba por delante de él sin pararse. Rufus se tumbó y empezó a mirar el techo. Aspiró profundamente, absorbiendo los restos de su perfume. Unos segundos después, una sonrisa se dibujó en su rostro. Tras ella, las lágrimas.