17


Era lunes y John Fiske se encontraba en su escritorio, asimilando otro informe de detención de uno de sus clientes. Se había habituado ya a este proceso. A mitad del informe veía clara la suerte que iba a correr la persona a quien defendía. No estaba mal ser experto en algo.

La llamada a la puerta del despacho le sobresaltó. Su mano derecha se deslizó hacia el cajón superior del escritorio. Dentro tenía una nueve milímetros, un último vestigio de su época de poli. No podía decir que su clientela fuera de la máxima confianza. Así pues, pese a defenderles con la máxima profesionalidad, no podía permitirse la ingenuidad de no guardarse las espaldas. En alguna ocasión le había llegado un cliente drogado o borracho que no le perdonaba algún supuesto error. Le animaba, pues, el tacto del duro acero contra la palma de la mano.

—Adelante, está abierto.

El agente de policía uniformado que se detuvo ante el umbral le hizo esbozar una sonrisa y cerrar el cajón.

—Hola, Billy, ¿qué tal?

—He tenido días mejores, John —respondió el agente Billy Hawkins.

Al acercarse Hawkins a él para sentarse, Fiske se fijó en los moretones multicolores del rostro de su amigo.

—¿Qué demonios te ha ocurrido?

Hawkins se tocó uno de los rasguños.

—La otra noche un tipo se descontroló en un bar y me pegó un par de mamporros. —Y añadió enseguida—: Pero no he venido por eso, John.

Fiske sabía bien que Hawkins era un hombre de buen talante que no se dejaba abrumar por las presiones del trabajo. Siempre había sido de fiar y serio en su trabajo y fuera de él, campechano y amigo de sus amigos.

Hawkins miró inquieto a Fiske.

—¿No le ocurrirá nada a Bonnie o a los niños? —preguntó Fiske.

—No se trata de mi familia, John.

—¿Ah no? —al observar la mirada de preocupación de Hawkins, Fiske notó una opresión interior.

—Maldita sea, John, tú mismo sabes lo mal que lo pasábamos cuando íbamos en busca del pariente más próximo y ni siquiera le conocíamos.

Fiske se levantó lentamente y la boca se le secó al instante.

—¿El pariente más próximo? ¡Dios mío! ¿No será mi madre? ¿Mi padre?

—No, John, ni una ni otro.

—Por favor, dime lo que tengas que decirme, Billy.

Hawkins se humedeció los labios y empezó a hablar deprisa.

—Hemos recibido una llamada de la policía del distrito de Columbia.

Fiske quedó un instante perplejo.

—¿Del distrito de Columbia? —en cuanto lo hubo dicho, el cuerpo se le paralizó—. ¿Mike?

Hawkins asintió.

—¿Un accidente de coche?

—No fue un accidente. —Hawkins hizo una pausa para aclararse la garganta—. Un homicidio, John. Tiene todas las trazas de un robo con complicaciones. Encontraron su coche en un callejón. En un barrio de mala nota, me ha parecido entender.

Fiske fue digiriendo las horribles noticias. Como poli y ahora como abogado, había vivido las consecuencias de muchísimos asesinatos en otras personas, otras familias. Ese era un nuevo terreno.

—¿No se lo habrás dicho a mi padre, verdad? —dijo despacio.

Hawkins lo negó con la cabeza.

—He pensado que querrías hacerlo tú. Sobre todo sabiendo cómo está tu madre.

—Yo me ocuparé de ello —dijo Fiske.

Las siguientes palabras de Hawkins interrumpieron sus pensamientos.

—El inspector que lleva el caso ha pedido una identificación del pariente más próximo, John.

Como agente de policía, ¿cuántas veces le había tocado a Fiske comunicar una noticia como aquella a un padre afligido?

—Iré hacia allí.

—Lo siento muchísimo, John.

—Lo sé, Billy, lo sé.

Cuando Hawkins se hubo marchado, Fiske se fue hacia donde tenía la foto de él y su hermano y la cogió. Le temblaban las manos. Lo que le acababa de decir Hawkins no podía ser verdad. Él había superado dos heridas de bala y se había pasado casi un mes en el hospital, con su madre y su hermano pequeño a su lado casi todo el tiempo. Si John Fiske había sobrevivido a aquello, si seguía vivo ahora mismo, ¿cómo podía estar muerto su hermano? Dejó la foto en el estante. Fue a buscar el abrigo pero las piernas no le respondieron. Se quedó allí plantado.