Custodiado por un guardián armado, Michael Fiske circulaba con paso vacilante por el vestíbulo. Al final del pasillo vio al oficial que le había interrogado antes. Llevaba dos papeles en la mano.
—Cuando nos hemos conocido, no me he presentado, señor Fiske. Soy el coronel Frank Rayfield. Estoy al mando del penal.
Michael se humedeció los labios. Frank Rayfield era uno de los hombres citados por Rufus en su recurso. En un primer momento, aquel nombre no le había llamado la atención. En el interior de aquella cárcel, se traducía en la muerte para él. ¿Quién podía imaginar que dos de los hombres a los que Rufus acusaba básicamente de asesinato en su apelación se encontrarían precisamente allí? Pero ahora que lo pensaba detenidamente veía que era el lugar ideal para no perder ni un instante de vista a Rufus Harms.
Centró la vista de nuevo en Rayfield preguntándose dónde enterrarían su cadáver. Como le había ocurrido tantas veces de niño, de repente deseó contar con la ayuda de su hermano. Con expresión pálida, recogió los papeles que le entregaba Rayfield y vio como este hacía señas al guardián para que se retirara. Con los papeles ya en la mano, se fijó en la expresión de disculpa de Rayfield.
—Creo que mis hombres han puesto un celo excesivo en su trabajo —dijo Rayfield—. Habitualmente no fotocopiamos los documentos que están en un sobre cerrado.
Así pues, Rayfield lo había abierto y él mismo había hecho las fotocopias. Ninguno de sus hombres había visto el contenido.
Michael bajó la vista hacia los papeles.
—No lo entiendo. El sobre seguía cerrado.
—Se trata de un sobre corriente. Han puesto los papeles en uno nuevo y lo han cerrado.
Michael maldijo su propia estampa por no haber pensado en algo tan lógico.
Rayfield soltó una risita.
—¿He dicho algo gracioso? —preguntó Michael.
—Esta es la quinta vez que Rufus Harms me cita en alguna disparatada demanda, señor Fiske. ¿Qué puedo hacer sino reír?
—¿Cómo?
—Pero nunca había apuntado tan alto como el Tribunal Supremo, de donde viene usted, ¿verdad?
—No tengo ninguna obligación de responderle.
—De acuerdo. Pero si es cierto, su presencia aquí es algo fuera de lo corriente.
—Eso es asunto mío.
—Y el mío es dirigir la cárcel de forma escrupulosa, militar —le espetó Rayfield pero enseguida suavizó el tono—: no le culpo a usted. Harms es un tipo hábil. Al parecer ha engatusado a su antiguo abogado militar para que le ayudara, y la verdad es que Sam Rider podía tener un poco más de juicio.
—¿Cómo? ¿Resulta que Rufus Harms tiene por costumbre presentar demandas a la ligera?
—¿Acaso no lo hacen todos los presos? ¡Disponen de tanto tiempo! En fin, el año pasado acusó al presidente de Estados Unidos de América, al Secretario de Defensa y al suyo de conspiración en una trampa para incriminarle en un asesinato que él mismo había cometido en presencia como mínimo de media docena de personas.
—¿En serio? —Michael parecía escéptico.
—Pues sí, en serio. Por fin se desechó la demanda pero la broma costó unos cuantos miles de dólares en concepto de letrados gubernamentales. Sé que los tribunales están abiertos a todo el mundo, señor Fiske. Pero una demanda sin fundamento es una fastidiosa demanda, y francamente yo ya me estoy empezando a cansar de ellas.
—Pero en su petición hacía constar…
—De acuerdo, la he leído. Hace dos años, afirmaba que había actuado bajo los efectos del agente naranja que arrastraba desde la guerra del Vietnam. ¿Y sabe una cosa? Rufus Harms nunca estuvo expuesto al agente naranja pues nunca entró en combate. Pasó gran parte de los dos años que estuvo en el ejército en el calabazo por insubordinación, entre otras cosas. No es un secreto para nadie. Usted mismo puede comprobarlo. Es decir, si todavía no lo ha hecho. —Miró directamente a Michael, quien había bajado la vista—. Y ahora coja sus papeles, vuelva a Washington y deje que sigan su curso en el sistema. Los desestimarán como los demás. Unas cuantas personas inocentes se sentirán de lo más avergonzadas, pero América funciona así. Me imagino que precisamente por eso luché yo por ese país: para afianzar todas esas libertades. Incluso para que se abuse de ellas.
—¿Me deja marchar sin más?
—Usted no está preso aquí. Tengo un montón de internos de quienes he de preocuparme, incluyendo al que acaba de poner fuera de combate a tres de mis hombres. Tendrá que responder a unas preguntas que le formulará enseguida uno de mis subordinados. En relación con lo que ha ocurrido en la sala de visitas. Lo necesitamos para nuestro informe sobre el incidente.
—Pero eso implica que constará en el expediente oficial. Mi presencia aquí y tal…
—En efecto, va a constar. Fue decisión suya venir, yo no se lo pedí. Tiene que apechugar con las consecuencias.
—Lo sé. Pero no imaginaba nada de todo esto.
—Ya se sabe que la vida nos da muchas sorpresas.
—Oiga, ¿de verdad tiene que hacerlo constar todo?
—Sea como sea, su presencia aquí tiene que constar de forma oficial, señor Fiske, independientemente de lo que haya ocurrido en la sala de visitas. Usted figura en el libro de visitas con el número que se le ha asignado.
—Imagino que no me lo había planteado de esta forma.
—Eso creo. ¿No tendrá mucha experiencia en cuestiones militares? —Michael quedó paralizado, abatido y Rayfield reflexionó un instante—. Mire, tenemos que elaborar el informe, pero si no intervienen otros factores, podría no incluirle de forma oficial. Tal vez podríamos suprimir su presencia aquí en la cárcel. Michael soltó un suspiro de alivio.
—¿Podría hacerlo usted?
—Quizás. Usted es abogado. ¿Qué me dice de un quid pro quo?
—¿A qué se refiere?
—Yo me deshago del informe y usted se deshace del recurso. —Hizo una pausa para mirar fijamente al joven—. Le ahorrará al gobierno otra minuta astronómica. Quiero decir que benditos sean los derechos de una persona a exigir que se le administre justicia, pero eso empieza a quedar anticuado.
Michael apartó la mirada de él.
—Tengo que pensarlo. De todas formas tenía algunas deficiencias técnicas. Puede que tenga usted razón.
—La tengo. Y mi intención no es la de arruinarle la carrera. Vamos a olvidar lo que ha ocurrido. Y espero no leer nada más sobre el caso en los periódicos. De lo contrario, puede que tenga que salir a la luz su presencia aquí. Y ahora si me disculpa… —Rayfield giró sobre sus talones y se alejó dejando a Michael Fiske completamente afligido.
Rayfield se fue directo a su despacho. La sospecha de Rufus tenía su fundamento; habían colocado bajo la mesa de la sala de visitas un dispositivo de escucha preparado para quedar disimulado en el dibujo de la madera. Rayfield escuchó de nuevo la conversación entre Michael y Rufus. Una parte había quedado inaudible a causa del tamborileo de Michael. La radio se había encargado de obstruir la anterior conversación de Rufus con Rider. Rufus no tenía ni un pelo de tonto. De todas formas, Rayfield había oído y leído lo suficiente para saber que podían encontrarse ante un grave problema. La conversación con Michael, por otro lado, tampoco le había solucionado el dilema, cuando menos de forma permanente. Cogió el teléfono y marcó un número. Por medio de unas concisas frases, Rayfield relató los acontecimientos a la persona que se encontraba al otro lado del hilo.
—¡Habrase visto! Parece imposible.
—¡Y que lo digas!
—¿Y todo eso ha sucedido hoy?
—Bueno, ya te conté lo de Rider, pero sí, eso ha sucedido hace muy poco.
—¿Por qué demonios le has permitido ver a Harms?
—¿No habrían aumentado sus sospechas si se lo hubiera negado? ¿Acaso tenía otra salida, después de leer lo que había escrito Harms en la maldita carta que dirigió al Tribunal Supremo?
—Tenías que haberte encargado del cabrón ese antes. Has tenido veinticinco años para hacerlo, Frank.
—Ese era el plan hace veinticinco años, matarle —saltó Rayfield—. Y fíjate lo que sucedió. Tremaine y yo nos hemos pasado media vida sin perderlo un instante de vista.
—Pero tampoco puede decirse que lo hayáis hecho por amor al arte. ¿Qué has conseguido amasar ya? ¿Un millón? Tendrás un retiro de aquí te espero. Aunque ni tú ni yo lo disfrutaremos si sale a la calle.
—No creas que no he intentado quitármelo de encima. El propio Tremaine hoy se ha dedicado a ello en la enfermería, pero ¡qué barbaridad!, se diría que el tipo tiene un sexto sentido. Rufus Harms es astuto como una serpiente cuando se encuentra entre la espada y la pared. Los guardianes están siempre ahí y tenemos a quienes nos vigilan de cerca, inspecciones sorpresa, la escoria de los derechos civiles, no veas. El hijo de puta no muere. ¿Por qué no vienes y pruebas tú?
—Bien, bien, no hace falta discutir. ¿Seguro que nos cita a todos en la carta? ¿Cómo es posible? Si ni siquiera sabía quién era yo.
Rayfield no vaciló ni un instante. La persona con la que estaba hablando no estaba incluida en la carta de Rufus, pero eso no pensaba decírselo. Todos estaban en el atolladero.
—¿Y yo qué sé? Lleva veinticinco años pensando.
—¿Cómo ha sacado la carta?
—Eso es lo que más me desconcierta. El guardián vio el maldito papel. Eran sus últimas voluntades y el testamento, nada más.
—Pues de una forma u otro lo coló.
—Sam Rider está metido en ello. Eso seguro. Trajo una radio y el ruido me impidió oír por el micrófono que habíamos instalado, de modo que no sé lo que se dijeron. Tenía que haberme imaginado que algo ocurría.
—Nunca me he fiado del tipo ese. De no ser por las patrañas de alegación de demencia de Rider, Harms llevaría ya mucho tiempo muerto, cortesía del ejército.
—La segunda carta que llevaba Fiske en la cartera estaba mecanografiada. No llevaba señas en el lugar de la firma, era del estilo de las que mecanografía una secretaria particular, por lo que he deducido que probablemente la picó Rider. Por cierto, los dos documentos eran originales.
—¿Y por qué ahora? ¡Maldita sea! ¿Después de tanto tiempo?
—Harms recibió una carta del ejército. En el papel que sacó hacía referencia a ella. Puede que aquello le refrescara la memoria. Te juro que hasta hace poco o bien no recordaba nada de lo sucedido o lo ha estado guardando en el fondo durante veinticinco años.
—¿Por qué lo haría? ¿Y por qué coño el ejército tenía que enviarle algo después de todo ese tiempo?
—No lo sé —respondió Rayfield nervioso. En realidad sí lo sabía. En la apelación de Rufus al Tribunal constaba la razón. Pero Rayfield había decidido mantener esa carta oculta.
—¿Y tampoco tendrás la misteriosa carta del ejército?
—No. Quiero decir, de momento.
—Tiene que estar en su celda, pero sigo sin comprender cómo la paso. —El tono volvía a ser acusador.
—A veces pienso que tiene algo de mago —dijo Rayfield.
—¿Ha tenido alguna otra visita?
—Solo su hermano, Josh Harms. Viene una vez al mes.
—¿Y cómo está ahora Rufus?
—Parece que lo ha pagado muy caro. Una apoplejía o un ataque al corazón. Aunque salga de esa, ya no será el mismo.
—¿Dónde está ahora?
—Lo han trasladado al hospital de Roanoke.
—¿Por qué demonios le has permitido salir?
—Lo ha ordenado el médico. Él tiene la obligación de salvar la vida del hombre, esté preso o no. ¿No crees que habría despertado sospechas si me negaba a su petición?
—Pues no pierdas de vista la historia y reza para que su corazón no aguante. Caso de que lo supere, es asunto tuyo.
—Vamos, ¿quién va a creerle?
—Podrías tener alguna sorpresa. Y ese Michael Fiske, ¿es el único que está al corriente de todo, aparte de Rider?
—En efecto. Al menos eso creo. Vino a comprobar la historia de Harms. No se lo había dicho a nadie, o eso le dijo a Harms. Hemos tenido suerte con eso —dijo Rayfield—. Le he contado un cuento sobre Harms y sus manías carcelarias. Creo que lo ha tragado Tenemos la sartén por el mango porque él se la juega si su visita trasciende. No creo que dé curso a la apelación.
La voz del otro lado de la línea aumentó unos cuantos decibelios.
—¿Tú estás chalado o qué? El tal Fiske no podrá decidir sobre el tema.
—¿No ves que es funcionario del Tribunal Supremo? Él mismo se lo ha dicho a Harms, yo lo he oído.
—Eso ya lo sé. Lo sé de sobra. Pero te voy a decir exactamente lo que tienes que hacer: ocuparte de Fiske y de Rider. Y lo harás ipso facto.
Rayfield palideció.
—¿Pretendes que mate a un funcionario del Tribunal Supremos y a un abogado de aquí? No fastidies, ellos no poseen prueba alguna. No pueden perjudicarnos en nada.
—Eso no lo sabes. No sabes lo que contenía la carta del ejército. Tampoco sabes qué otra información pueden haber conseguido Fiske o Rider en el Ínterin. Piensa que Rider lleva treinta años haciendo de abogado. No habría dado curso a algo que creyera poco serio, sobre todo presentándolo al Tribunal Supremo. Y por si no lo sabes, un funcionario del Tribunal Supremo no es ningún imbécil. Fiske no hizo tantos kilómetros con la idea de ver a un chalado. Por lo que me has dicho, las cartas contenían datos muy específicos sobre lo que ocurrió en la prisión militar.
—Así es —le confirmó Rayfield.
—Por eso mismo. Pero esa no es la única laguna. Recuerda que Harms no es el típico preso que se las da de abogado. Aún no había presentado ningún recurso. Si Fiske hace sus comprobaciones, descubrirá que le has mentido. Y cuando lo haya hecho, porque tengo que pensar que lo hará, todo va a estallar.
—No es que haya tenido mucho tiempo para urdir un plan —respondió Rayfield, acalorado.
—No digo lo contrario. Pero al mentirle le has ofrecido un agarradero. Además se nos plantea otro problema.
—¿Cuál?
—Todo lo que afirma Harms en el recurso resulta que es verdad. ¿O es que lo has olvidado? ¡Qué curiosa es la verdad! Empiezas a mirar acá y allá y de repente se desmorona el castillo de mentiras. ¿Y a qué no sabes a dónde va a parar? ¿De verdad quieres correr el riesgo? Porque cuando caiga al suelo ya sé dónde vas a jubilarte: en Fort Jackson. Y esta vez al otro lado de la puerta de la celda. ¿Te seduce la idea, Frank?
Rayfield aspiró con dificultad y echó una ojeada al reloj.
—¡Mierda, preferiría mil veces volver a Vietnam!
—Creo que todos nos lo hemos tomado demasiado a la bartola. Pero ha llegado el momento de sudar el sueldo, Frank. Tú y Tremaine ocuparos de liquidar el asunto. Y entretanto recuerda eso: o sobrevivimos junto o nos hundimos todos.
Treinta minutos después, tras contestar a las preguntas del ayudante de Rayfield, Michael salió del edificio de la cárcel y se dirigió hacia el coche andando bajo la fina lluvia. ¡Qué gilipollas había sido! Le entraron ganas de romper los papeles del recurso pero no lo hizo. Tal vez podía devolverlos a su sitio. Sentía lástima por Rufus Harms. Tantos años encarcelado se hacían sentir. Al salir del aparcamiento, ni por asomo sabía que casi todo el líquido que llevaba en el radiador había pasado a un cubo, que habían vaciado en el bosque cercano.
Cinco minutos después observó consternado el vapor que soltaba el capó del coche. Salió, lo levantó con cuidado y pegó un salto hacia atrás al verse envuelto en una nube de humo. Soltando maldiciones, miró hacia uno y otro lado: ni un coche ni una persona a la vista. Reflexionó un momento. Podía volver a pie a la cárcel, utilizar el teléfono y llamar a una grúa. Para colmo, la lluvia arreciaba.
Miró hacia adelante y se animó. Se acercaba una furgoneta que venía de la zona de la cárcel. Agitó el brazo para llamarle la atención. Al hacerlo, volvió la cabeza y comprobó que el vapor seguía saliendo. Le pareció curioso, pues había hecho revisar el coche antes del viaje. Al centrar de nuevo la vista en la camioneta el corazón de le disparó. Volvió la cabeza hacia un lado y otro y echó a correr alejándose del vehículo. Este aceleró, le alcanzó en un instante y le bloqueó el paso. Iba a meterse en el bosque cuando vio que bajaba el cristal de la ventanilla y le apuntaban con un arma.
—Para adentro —le ordenó Victor Tremaine.