14


Rufus Harms apareció en el umbral de la puerta de la sala de visitas y pareció desconcertado al ver al joven. Siguió avanzando con dificultad. Michael se levantó para saludarle pero el guardián que Rufus tenía detrás vociferó:

—¡Siéntese!

Michael obedeció en el acto.

El guardián observó atentamente como Rufus tomaba asiento frente a Michael y luego se dirigió al abogado.

—Se le han comunicado las normas de conducta que debe seguir durante la visita. Por si se le ha olvidado alguna, ahí las tiene claramente especificadas. —Le señaló un gran cartel en la pared—. Queda prohibido en todo momento cualquier contacto físico. Y debe permanecer sentado todo el rato. ¿Lo ha entendido?

—Sí. ¿Debe usted permanecer en esta sala? Existe lo que se llama confidencialidad abogado-cliente. Además, ¿tiene que seguir encadenado así? —preguntó Michael.

—No hablaría así si estuviera al corriente de lo que ha hecho a muchos tipos de aquí dentro. Con cadenas y todo, sería capaz de romperle ese flaco cuello en un par de segundos. —El guardián se acercó a Michael—. Puede que en otras cárceles disfrute usted de más intimidad, pero esta no es como las demás. Aquí tenemos a los más importantes y a los peores y nos regimos por nuestras propias normas. Esta es una visita no programada, de modo que tiene usted veinte minutos porque luego el lobo feroz se irá a limpiar váteres. Y hoy le tocarán algunos bastante sucios.

—Siendo así, le agradeceré que nos permita ir a lo nuestro —dijo Michael.

El guardián no dijo nada más y se situó junto a la puerta.

Michael volvió la vista hacia Rufus y descubrió que aquel hombre tan corpulento la tenía fija en él.

—Buenos días, señor Harms. Me llamo Michael Fiske.

—Un nombre que no me dice nada.

—Lo sé pero he venido para hacerle unas preguntas.

—Me han dicho que era mi abogado. Usted no es mi abogado.

—Yo no he dicho que lo fuera. Lo han imaginado ellos. No trabajo con el señor Rider.

Los ojos de Rufus se empequeñecieron.

—¿Qué sabe usted de Samuel?

—Eso no tiene importancia. He venido a formularle unas preguntas porque he recibido un recurso de actuación.

—¿Qué ha recibido qué?

—Su apelación. —Michael bajó la voz—. Trabajo en el Tribunal Supremo de Estados Unidos de América.

Rufus quedó boquiabierto.

—¿Pues qué demonios hace aquí?

Michael se aclaró la garganta, incómodo.

—Sé que en realidad no es un procedimiento ortodoxo. Pero he leído su apelación y quería hacerle unas preguntas sobre ella. Incluye una serie de acusaciones muy peligrosas contra personas de alto rango. —Al mirar los helados ojos de Rufus, Michael se arrepintió de pronto de haber llegado hasta allí—. He consultado los antecedentes de su caso y hay algo que no me cuadra. Quisiera hacerle unas preguntas y luego, hecha la verificación, podemos pasar a lo de la apelación.

—¿Cómo, no está aún en marcha? ¿O es que no ha llegado al maldito tribunal?

—Sí, pero como tenía una serie de defectos técnicos, se le habría negado el procesamiento. Intentaré ayudarle con eso. Pero lo que quisiera evitar es un escándalo. Tiene que comprender, señor Harms, que el Tribunal recibe todos los años sacos y sacos de apelaciones que no merecen su atención.

Rufus arrugó las cejas.

—¿Me está diciendo que miento? ¿Es eso lo que me dice? ¿Por qué no se pasa usted veinticinco años aquí por algo que no ha hecho y luego me lo cuenta?

—Yo no digo que mienta. Tenga en cuenta que considero que hay algo en todo eso, de lo contrario, no habría venido hasta aquí. —Volvió la vista hacia la lúgubre sala. En su vida había visto un lugar como aquel ni se había encontrado frente a un hombre como Rufus. De pronto se sintió como un niño de primer curso de primaria que sale del autobús y se da cuenta de que ha llegado al instituto—. Créame —repitió—, todo lo que necesito es hablar con usted.

—¿Tiene alguna identificación que demuestre que es quién afirma ser? Llevo treinta años sin creerme casi nada.

Quienes trabajaban en el Tribunal Supremo no poseían tarjetas identificativas. El personal de seguridad del Tribunal tenía que aprender a reconocerles por su aspecto. Sin embargo, el propio Tribunal publicaba una guía oficial con los nombres y las fotos de sus funcionarios. Era también una forma de ayudar a los guardianes a reconocer sus rostros. Michael se la sacó del bolsillo y la mostró a Rufus. Este la estudió con gran detención, miró hacia el guardián y se volvió de nuevo hacia Michael.

—¿Lleva una radio en la cartera?

—¿Una radio? —Michael negó con la cabeza.

Rufus bajó aún más el tono.

—Pues empiece a tararear.

—¿Cómo? —respondió Michael, sorprendido—. Es que no sé… quiero decir que tengo muy poco oído.

Rufus movió la cabeza con aire impaciente.

—¿Tampoco lleva un bolígrafo?

Michael asintió como un bobo.

—Pues sáquelo y empiece a tamborilear sobre la mesa. Ya sé que a estas alturas habrán oído todo lo que les hace falta, pero les dejaremos alguna sorpresa.

Michael iba a decir algo, pero el otro le interrumpió.

—Ni una palabra, limítese a golpear. Y a escuchar.

Fiske empezó a tamborilear sobre la mesa con el bolígrafo. El guardián estiró el cuello pero no dijo nada.

Rufus hablaba tan bajo que Michael tenía que aguzar el oído.

—No tenía que haber venido aquí. No se imagina el peligro que corrí sacando aquel informe. Si lo ha leído, ya sabrá por qué. A nadie le importaría un pimiento que mataran a un preso negro que estranguló a una niña blanca. Eso, seguro.

Michael dejó de golpear.

—Ocurrió hace muchísimo tiempo. Las cosas han cambiado.

Rufus soltó un bufido.

—¡No me diga! ¿Por qué no va hasta la tumba de Medagar Evers o de Martin Luther King y se lo cuenta? Les dice: todo ha cambiado, ya vivimos en el mejor de los mundos. Alabado sea el Señor.

—Yo no me refería a eso.

Si las personas a las que cito en la carta fueran negras y yo blanco, y no me encontrara recluido aquí, ¿estaría usted ante mí «confirmando» mi historia?

Michael bajó la vista. Al levantarla de nuevo, mostró una expresión afligida.

—Quizás no.

—¡Ni quizás ni historias! Siga golpeando y no pare.

Michael hizo lo que le decía.

—Me crea o no, quiero ayudarle. Si es cierto lo que explica en la carta, quiero que se haga justicia.

—¿Y a usted qué narices le importa alguien como yo?

—Me importa la verdad —se limitó a decir Michael—. Si lo que me dice es cierto, puede tener por seguro que haré todo lo que esté en mi mano para sacarle de aquí.

—¡Qué fácil es decirlo!

—Tengo por norma, señor Harms, aplicar mi cerebro y mi experiencia para ayudar a los que no han sido tan afortunados como yo. Considero que es mi deber.

—Me parece muy bien, muchacho, pero no empiece acariciándome la cabeza porque podría morderle la mano.

Michael parpadeó, confuso, y luego captó la idea.

—Lo siento, no pretendía tratarle con condescendencia. Lo que quiero decir es que, si le han encarcelado por error, quiero ayudarle a alcanzar la libertad. Sin más.

Rufus permaneció un minuto en silencio, como si intentara calibrar la sinceridad de las palabras del joven. Cuando se inclinó de nuevo hacia adelante, su expresión se había apaciguado aunque seguía en guardia.

—No es prudente hablar de eso aquí.

—¿En qué otro lugar podemos hablar?

—En ninguno, que yo sepa. A los que son como yo no les dan vacaciones. Pero todo lo que he dicho es verdad.

—Usted citaba una car…

—¡Cállese! —exclamó Rufus. Echó una ojeada a la sala y sus ojos de clavaron un instante en el gran espejo—. ¿Acaso no la adjuntaron?

—No.

—De acuerdo, ya sabe quién es mi abogado. Antes ha dicho su nombre.

Michael asintió.

—Samuel Rider. He intentado ponerme en contacto con él pero no ha respondido a mi llamada.

—Golpee más fuerte. —Michael recuperó el ritmo. Rufus volvió de nuevo la cabeza y empezó a hablar—. Le diré que hable con usted. Él le contará lo que tenga que saber.

—¿Por qué dirigió la apelación al Tribunal Supremo, señor Harms?

—¿Existe otro más importante?

—No.

—Ya me parecía a mí. Aquí disponemos de periódicos. Alguna tele, radio… Llevo años viendo a esa gente. Cuando uno está aquí encerrado piensa mucho en los tribunales y esas historias. Las caras cambian, pero los jueces pueden hacerlo todo. Todo lo que se propongan. Yo mismo lo he visto. Todo el país lo ve.

—Pero desde el punto de vista puramente legal, debería seguir otros conductos en tribunales inferiores antes de plantear la apelación allí. Ni siquiera tiene usted un precedente de haber acudido a otro tribunal. En realidad, su apelación adolece de una serie de defectos.

Rufus agitó la cabeza, cansado.

—Llevo media vida aquí. Tampoco me queda tanto tiempo. Nunca me he casado, nunca voy a tener hijos. Lo último que se me ocurriría sería pasar años liándome con abogados, tribunales y cosas así. Quiero salir de aquí con la máxima rapidez. Quiero ser libre. Esos jueces de ahí arriba pueden sacarme si creen que deben hacer lo correcto. Y lo correcto es eso. Vuelva allí y cuénteselo. Se dicen representantes de la justicia, pues bien, eso es justicia.

Michael le miró intrigado.

—¿De verdad no hubo otra razón que le moviera a hacerlo llegar al Tribunal Supremo?

Rufus parecía no comprenderle.

—¿Cuál podía tener?

Michael espiró el aire que había retenido sin darse cuenta. Posiblemente Rufus no estaba al corriente de los cargos que ostentaban en aquellos momentos algunas de las personas que citaba en su apelación.

—Dejémoslo.

Rufus se apoyó en el respaldo de su asiento y miró a Michael de hito en hito.

—Vamos a ver: ¿qué opinan esos jueces de todo eso? Son ellos los que le han mandado aquí, ¿no?

Michael dejó de tamborilear y dijo, inquieto:

—En realidad, ni siquiera saben que estoy aquí.

—¿Cómo?

—De hecho, no he enseñado su papel a nadie, señor Harms. Quería… asegurarme de que todo tenía su fundamento.

—¿Usted es el único que lo ha visto?

—De momento, sí, pero tal como le he dicho…

Rufus miró la cartera de Michael.

—¿No tendrá mi carta aquí, supongo?

Michael siguió la mirada del otro hacia la cartera.

—Quería hacerle unas preguntas sobre ella. Resulta que…

—¡Lo que faltaba! —exclamó Rufus con tal violencia que el guardián se preparó para intervenir.

—¿Se la han registrado cuando ha entrado? Porque dos de los hombres que cito están en esta cárcel. Uno de ellos es el mandamás de este condenado penal.

—¿Están aquí?

—Michael palideció. Había comprobado que los hombres aludidos en la apelación volvieron al ejército durante los setenta. Sabía donde se encontraban dos de ellos pero no se había preocupado por localizar a los demás. Quedó paralizado al darse cuenta de pronto de que tal vez había cometido un error de funestas consecuencias.

—¿Le han cogido la cartera o no?

Michael tartamudeó:

—So… solo un par de minutos. Pero metí los documentos en un sobre cerrado y sigue cerrado.

—Acaba de matarnos a los dos —chilló Rufus. Y estalló como un géiser, llevándose por delante la sólida mesa, como si estuviera hecha de madera de balsa. Michael pegó un salto para apartarse, resbaló y se cayó al suelo. El guardián toco el silbato y agarró a Rufus por detrás con todas sus fuerzas. Michael observaba cómo aquel gigantesco preso, con esposas y todo, tumbaba al guardián que pesaba por lo menos cien kilos como si fuera un mosquito que le molestara. Entraron en la sala otros seis guardianes, que se precipitaron hacia el hombre, blandiendo sus porras. Rufus se los iba quitando de encima cual ratón contra una manada de lobos, y resistió como mínimo cinco minutos hasta que por fin cayó al suelo. Se lo llevaron a rastras y Rufus al principio berreaba pero ya en la puerta emitía unos sonidos guturales pues le había colocado una de las porras contra la garganta. Un instante antes de desaparecer de allí miró a Michael con el horror y la traición grabados en sus ojos.

Tras la agotadora batalla que siguió a lo largo del pasillo, los guardianes consiguieron atar a Rufus a una camilla.

—Llevadlo a la enfermería —gritó alguien—. Creo que le ha dado un ataque convulsivo.

A pesar de las esposas y de las gruesas correas de cuero, Rufus se agitaba frenéticamente y la camilla iba de un lado para otro. Siguió chillando hasta que alguien le metió un trapo en la boca.

—¡Aprisa, maldita sea! —dijo aquel hombre.

El grupo pasó veloz por la doble puerta y se metió en la enfermería.

—¡Santo cielo! —el médico de turno señaló hacia un espacio libre—. Déjenlo aquí.

Trasladaron la camilla hacia el lugar que les había indicado. El doctor se acercó a Rufus y él, empujando con el pie, casi se lo hundió en la barriga.

—Quítenle eso de la boca —dijo el médico, señalando el pañuelo que le habían introducido. El rostro del preso tenía un tono granate.

Uno de los guardianes le miró con cierto recelo.

—Ocúpese de él, doctor, porque ha perdido el juicio. Si le alcanza, le hará daño. Ya ha puesto fuera de combate a tres de mis hombres. Ese cabrón está chalado.

El guardián dirigió una mirada amenazante a Rufus. En cuanto le quitaron la tela de la boca, los chillidos del recluso resonaron en la estancia.

—Póngale un monitor —dijo el médico a uno de los enfermeros. Cuando consiguieron conectar los sensores a Rufus, el médico observó con interés la errática curva ascendente y descendente de la tensión sanguínea y el pulso. Se dirigió a otro de los enfermeros—: Colóquele una vía. —Y a otro—: Una dosis de lidocaína, ahora mismo, antes de que haga un paro cardíaco o una apoplejía.

Los guardianes y el personal médico se apiñaron alrededor de la camilla.

—¿Me harán el favor de apartarse de aquí? —gritó el médico al oído de uno de los guardianes.

El hombre movió la cabeza.

—Tiene fuerza para romper las correas y si lo consigue sin que nosotros estemos aquí, en un minuto se puede cargar a quien tenga delante. Créame, es capaz de hacerlo.

El doctor observó como colocaban la vía al recluso. El otro enfermero llegó con la lidocaína. El médico hizo un gesto a los guardianes.

—Vamos a necesitar su ayuda para sujetarlo. Tenemos que encontrarle la vena adecuada, y por lo que parece, no nos dará más que una oportunidad.

Los hombres se colocaron alrededor de Rufus, aguantándolo. Ni el peso de todos parecía suficiente.

Rufus les miraba con tal furia, con tal expresión de terror que parecía haber perdido el juicio. Al igual que le ocurrió la noche en que murió Ruth Ann Mosley. Le rasgaron la manga de la camisa, dejando al descubierto aquel nervudo antebrazo y las protuberantes venas. Rufus cerró los ojos y volvió a abrirlos al ver cómo le acercaban la reluciente aguja. Los cerró de nuevo. Cuando los abrió otra vez ya no estaba en la enfermería de Fort Jackson. Se encontraba en el calabozo de Carolina del Sur, un cuarto de siglo atrás. El médico irrumpió en la celda y tras él un grupo de hombres con el aire de ser los dueños de aquel lugar, los dueños de su vida. Solo vio a uno que no conocía de vista. Pensó que sacarían las porras, que notaría sus secos golpes contra las costillas, contra las nalgas y los brazos. Aquello se había convertido en un ritual de mañana y noche. Cuando fuera recibiendo los porrazos en silencio, recitaría interiormente una oración de la Biblia, su fondo espiritual le alejaría de la tortura física.

Pero en lugar de ello le colocaron un arma contra la cabeza. Le ordenaron que se arrodillara en el suelo y cerrara los ojos. Entonces fue cuando ocurrió. Recordó la gran sorpresa, la conmoción que sintió al levantar la vista hacia aquel grupo que reía con aire triunfal. Las risas se desvanecieron cuando, unos minutos después, Harms se incorporó, se deshizo de aquellos hombres como si fueran un puñado de plumas, salió volando de la celda, pasó a toda velocidad por delante del guardián de turno y se encontró fuera de los calabozos, corriendo como un desalmado.

Parpadeó y se situó de nuevo en la enfermería, vio aquellos rostros y cuerpos que se inclinaban junto a él. Siguió la aguja camino de su brazo. Miraba hacia arriba: era la única persona que lo hacía. Fue entonces cuando vio como una segunda aguja perforaba la ampolla conectada a la vía, el líquido de la jeringuilla penetrando en la solución de lidocaína.

Vic Tremaine había llevado a cabo su cometido con tranquilidad y temple, como si se dedicara a regar las flores en lugar de cometer un asesinato. Ni siquiera miró a su víctima. Rufus giró bruscamente la cabeza y vio la jeringuilla que tenía el médico en la mano. Estaba a punto de pinchar su piel, de introducir en su cuerpo el veneno que hubiera elegido Tremaine para acabar con él. Ya le habían arrebatado la mitad de su vida. No estaba dispuesto a que le robaran el resto, por lo menos de momento.

Rufus controló la acción lo mejor que pudo.

—¡Mierda! —chilló el médico cuando Rufus se liberó del agarre, le cogió la mano y le zarandeó hasta hacerle perder el equilibrio. La vía cayó al suelo; la ampolla se rompió. Tremaine, hecho una furia, aprovechó la oportunidad para salir de la enfermería. Rufus notó una súbita compresión en el pecho, una dificultad para respirar. El médico se levantó como pudo y miró al recluso: le vio tan inmóvil que tuvo que consultar al monitor para comprobar si seguía vivo. Con la vista fija en los signos vitales, que habían descendido a unos niveles peligrosos, dijo—: Nadie puede aguantar unas pautas tan extremas. Podría sufrir un shock. —Se volvió hacia un enfermero—: Pida un helicóptero para el traslado. —Miró al jefe de la guardia—: No disponemos de material para abordar una situación como esa. Vamos a estabilizarle para poder trasladarlo al hospital de Roanoke. Hay que actuar con rapidez. Me imagino que le destinará una unidad de vigilancia.

El guardián se frotó la mandíbula herida y miró al dócil Rufus.

—Le destino toda una sección si cabe en el maldito aparato.