Qué tal, mamá? —Michael Fiske acarició el rostro de su madre. Era pronto y Gladys no estaba de buen humor. Su expresión se ensombreció al apartarse de la mano de él. Michael la miró un instante y la tristeza se reflejó en sus ojos al comprobar la hostilidad de su mirada.
—Te traigo algo.
Abrió la bolsa que llevaba y sacó de ella una caja envuelta con papel de regalo. Ella no hizo gesto alguno para abrirla y él decidió hacerlo por ella. Le mostró la blusa: su color preferido, el tono lavanda. La sostuvo entre las manos pero la mujer no la cogió. Cada vez que iba a visitarla ocurría lo mismo. Apenas le decía nada y la encontraba siempre de mal humor. Tampoco aceptaba nunca sus regalos. Él intentaba por todos los medios iniciar una conversación pero su madre se negaba a ello.
Michael se sentó suspirando. Le había contado a su padre que la madre no quería saber nada con él. Pero el pobre hombre no podía hacer nada por cambiar las cosas. Nadie era capaz de controlar las decisiones de Gladys respecto a los demás. Por ello, Michael cada vez iba menos a verla. Había intentado también comentárselo a su hermano pero John no le había hecho caso. Michael estaba convencido de que su madre jamás trataba así a John. Para ella, John era su preferido. Por más que Michael Fiske llegara a presidente de los Estados Unidos de América o le concedieran el Premio Nobel, ante sus ojos sería siempre el segundo. Dejó la blusa sobre la mesa, le dio un rápido beso y se marchó.
Ya en el exterior, vio que empezaba a caer la lluvia. Se subió el cuello del tabardo y se metió en el coche. Le aguardaba un largo viaje. La visita a su madre no era la única razón que le había llevado hacia el sur. Se dirigía hacia el suroeste de Virginia. Iba a Fort Jackson. A ver a Rufus Harms. Por un instante se planteó pasar a ver a su hermano. John no había contestado a su mensaje, lo que tampoco le sorprendía. De todas formas, el viaje que iba a emprender conllevaba cierto riesgo personal, y a Michael le hubiera gustado contar con el consejo de su hermano e incluso con su presencia. Pero apartó la idea de la cabeza. John Fiske era un abogado muy atareado y no tenía tiempo para salir en busca de la confirmación de las ilógicas teorías de su hermano pequeño. Tendría que enfrentarse a ello en solitario.
Como de costumbre, Elizabeth Knight se levantó pronto, hizo unos ejercicios de estiramiento en el suelo y seguidamente una carrera en el pasillo mecánico que tenían instalado ella y su esposo, el senador Jordán Knight, en una habitación de su piso en el edificio Watergate. Se duchó, se vistió, preparó el café y las tostadas y se dispuso a repasar unos informes para preparar las vistas de la próxima semana. Al ser viernes, los magistrados iban a dedicar parte del día a la reunión en que votarían sobre los casos ya vistos. Ramsey llevaba una planificación muy ajustada de dichas reuniones. A Knight le parecía decepcionante el poco debate que se llevaba a cabo en esos encuentros. Ramsey resumía los puntos más destacados de cada caso, emitía su voto oralmente y esperaba a que los demás magistrados hicieran lo mismo. Si se situaba en la mayoría, como solía ocurrir, emitía dictamen. Si no, lo emitía el magistrado más antiguo dentro de la mayoría, en general Murphy, su adversario ideológico, pues él y Ramsey raramente coincidían el voto.
Cuando Knight terminó el café, empezó a rememorar sus primeros tres años en el Tribunal. Aquello había sido un torbellino. Por ser mujer, se la catalogó inmediatamente como abanderada de los derechos de la mujer y también de las causas que en general apoyan la mayoría de mujeres. La gente no lo consideraba un encasillamiento y en cambio era una evidente forma de estereotipo; ella lo sabía. Era jueza y no política. Tenía que plantearse cada caso por separado, al igual que había hecho como jueza en los tribunales. Sin embargo, tenía que admitir que el Tribunal Supremo era distinto. Las consecuencias de sus decisiones tenían tal alcance que los magistrados se veían obligados a ir más allá de los límites de cada caso y plantearse las consecuencias de sus decisiones sobre todo el mundo. Aquello había sido lo más duro para Knight.
Echó un vistazo a su lujoso piso. Ella y su marido vivían muy bien juntos. Se les consideraba en general la pareja con más poder de la capital. En cierta forma eso eran. Ella lo llevaba tan bien como podía, incluso al enfrentarse al aislamiento en el que se veía obligado a vivir todo magistrado. Cuando alguien accedía al Tribunal, sus amigos dejaban de llamarle, todo el mundo lo trataba de forma distinta, se les veía cautelosos, vigilantes respecto a lo que decían a su alrededor. Knight había sido siempre una persona sociable, amante de salir. Ahora lo era mucho menos. Se agarraba a la vida profesional de su marido como forma de mitigar el impacto de un cambio tan brusco. A veces se sentía como una monja con ocho monjes como compañeros en su vida.
Como si pretendiera responder a sus pensamientos, Jordán Knight, aún en pijama, se acercó a ella por detrás y la abrazó.
—No sé si sabes que ninguna norma estipula que tengas que levantarte al hacerse de día. Hacer un poco el remolón en la cama es bueno para la salud —dijo él.
Ella le besó la mano y se volvió también para estrecharle entre sus brazos.
—No recuerdo que hayas sido de los que se les pegan las sábanas, senador.
—Creo que los dos tendríamos que hacer un esfuerzo para conseguirlo. ¿Quién sabe a dónde podría llevarnos? Dicen que las relaciones sexuales son la mejor defensa contra el envejecimiento.
Jordán Knight era un hombre alto y corpulento, de pelo grisáceo, ya algo escaso, y rostro curtido, con incipientes arrugas. Siguiendo la injusta forma en que el mundo catalogaba el aspecto físico del hombre y la mujer, se le habría considerado atractivo, incluso a pesar de las arrugas y los kilos de más. Daba bastante la talla en las páginas del Post, en las revistas e incluso en programas de televisión nacionales, donde hasta las más eruditas autoridades políticas quedaban a veces abrumadas por su ingenio, experiencia e inteligencia.
—La verdad es que tienes opiniones muy interesantes.
El senador se sirvió un café mientras ella seguía con sus papeles.
—¿Sigue entrenándote Ramsey para convertirte en un excelente miembro de su facción?
—¡Huy! Está tocando todas las teclas posibles, diciendo todo lo adecuado. Pero me temo que algunos de mis actos recientes no acaban de encajar con él.
—Tú sigue tu camino, Beth, como siempre. Eres más lista que todos ellos. ¡Si deberías ser presidenta del Tribunal!
Ella puso el brazo en sus fornidos hombros.
—¿Al igual que tú deberías llegar a presidente?
Él encogió los hombros.
—Creo que el Senado de Estados Unidos de América constituye un desafío suficiente para mí. Quién sabe, puede que este sea realmente el definitivo para ti.
Ella retiró el brazo de su hombro.
—De hecho no hemos hablado de ello.
—Ya lo sé. Los dos estamos muy atareados. Nos exigen mucho. Cuando todo se apacigüe, lo comentaremos. Pienso que tenemos que hacerlo.
—Te veo muy serio.
—Uno no puede seguir eternamente la rueda, Beth.
Ella soltó una carcajada que dejaba ver la preocupación.
—Lo siento, pero me he comprometido para siempre.
—Es lo bueno que tiene la política. Siempre puedes decidir no seguir. O perder tu escaño.
—Creía que aún te quedaban muchas cosas por resolver.
—No podrá ser. Demasiados obstáculos. Demasiados juegos. Si he de serte sincero, estoy ya algo cansado.
Beth Knight iba a decir algo pero cambió de parecer. Ella se había lanzado con firmeza al «juego» del Tribunal Supremo.
Jordán Knight cogió el café y le dio un beso en la mejilla.
—A por ellos, señora magistrada.
Mientras el senador se alejaba, ella se frotó la mejilla que Jordán le había besado. Intentó concentrarse de nuevo en sus informes pero descubrió que no lo conseguía. Permaneció allí sentada y de pronto su cabeza giró en mil direcciones.
John Fiske tenía la foto de él y su hermano en la mano. Llevaba al menos veinte minutos con ella, sin mirarla todo el tiempo. Al final la colocó en la estantería, se acercó al teléfono y marcó el número de su hermano. Este no respondió y Fiske no le dejó mensaje. Llamó luego al Tribunal Supremo, donde le dijeron que Michael todavía no había llegado. Volvió a intentarlo media hora después y otra persona le comunicó que Michael no estaría allí en todo el día. Gente importante, pensó. Cuando se había armado de valor para dar el paso, no localizaba a su hermano. ¿Se trataba de eso, de valor? Se sentó e intentó trabajar pero sus ojos se iban desviando hacia la foto.
Por último preparó la cartera, aliviado con la idea de tener que ir a un juicio, aliviado de poder huir de unos sentimientos tan insistentes.
Durante la mañana tenía dos vistas completamente distintas. Una de ellas la ganó de forma convincente; en la otra, le desmontó el juez, quien, al parecer, aprovechó hasta la última oportunidad para poner en ridículo sus argumentos legales, mientras el ayudante del fiscal del Estado permanecía de pie, con aire cortés, reprimiendo una sonrisa; uno tenía que mantener la fachada profesional, pues la próxima vez podían ponerte en aprietos. Ahí eso lo sabía todo el mundo. O cuando menos los que se veían atrapados en ello.
Luego se trasladó a la cárcel municipal de Richmond, para seguir hacia la del condado de Henrico, a hablar con unos clientes. Con uno de ellos abordó la estrategia a seguir en el próximo juicio de aquel hombre. El interno propuso subir al estrado y mentir. «Lo siento, pero eso no vas a hacerlo», le dijo Fiske. Con el otro habló sobre el manido tema de la declaración de culpabilidad en delito menor. Meses, años, décadas. ¿Cuánto tiempo? ¿Me concederán la provisional? ¿Una condena condicional? Una ayuda, colega. Tengo mujer e hijos. Un negocio del que ocuparme. De acuerdo. ¿Qué significa un asesinato y un acto de violencia de tres al cuarto comparado con todo eso?
Con su último cliente, las cosas tomaron un cariz distinto.
—Lo tenemos mal, León. Creo que habrá que declararse culpable —le aconsejó Fiske.
—Nada. Vamos a juicio.
—Tienen dos testigos.
—¿De verdad?
A León le acusaban de disparar contra una niña. En una pelea entre bandas de cabezas rapadas, la pequeña se había colocado en medio, una tragedia bastante corriente por aquellos días.
—No van a hacerme nada si esos no declaran, ¿verdad?
—¿Por qué no van a declarar? —respondió Fiske sin alterarse. No era la primera vez que se encontraba con aquello. ¿Cuántas veces en su vida de poli se le habían ido las cosas de las manos porque los testigos de pronto olvidaban lo que habían visto con tanta claridad y habían recordado antes?
León hizo un gesto de indiferencia.
—No sé, las cosas salen inesperadamente. La gente falla a las citas.
—La policía les tomó declaración.
León le dirigió una adusta mirada.
—Vale, pero tengo que enfrentarme a los que declaran contra mí, ¿no? Y tú puedes tenderles una trampa en el estrado, ¿o no?
—Veo que conoces la Constitución —respondió Fiske con sequedad. Aspiró profundamente. Estaba hasta la coronilla del juego de la intimidación de los testigos—. Vamos, León, soy tu abogado, esto no saldrá a la luz, dime, ¿por qué no van a declarar contra ti?
León soltó una carcajada.
—No hace falta que lo sepas.
—Pues yo creo que sí. Solo me faltaría una sorpresa. Nunca se sabe lo que va a intentar el fiscal. No es la primera vez que me encuentro con un caso parecido. Si sale algo y yo no estoy preparado, te echan a los leones.
El detenido parecía algo preocupado. Quedaba claro que no se lo había planteado. Se frotó la esvástica del brazo.
—No saldrá a la luz, ¿vale? Eso acabas de decir.
—Exactamente. —Fiske se inclinó un poco hacia él—. Quedará entre tú, yo y Dios.
León se echó a reír.
—¿Dios? ¡Esa sí que es buena! —se encogió un poco y habló en vez baja—: Tengo un par de colegas. Harán una visita a los testigos. Para asegurarse de que han olvidado lo que vieron. Ya está todo montado.
Fiske se dejó caer pesadamente sobre la silla.
—¡Conque ya lo has hecho!
—¿El qué?
—Aclararme lo que debo decir al juez.
—¿De qué coño me hablas?
—A nivel legal y ético, no puedo divulgar una información que me ha confiado un cliente.
—¿Pues dónde está el problema? Yo soy tu cliente y te acabo de pasar la maldita información.
—Sí, pero lo que tal vez no sepas es que la norma tiene una excepción importante. Me acabas de contar un delito que has planificado para el futuro. Eso sí tengo que comunicarlo al tribunal. No puedo permitir que cometas el delito. Debo aconsejarte que no lo hagas. Considérate avisado. Si ya está consumado, no pasa nada. ¿Cómo demonios se te ha Ocurrido contármelo? —Fiske le miró con cara de asco.
—No sabía que lo marcaba la ley. Yo no soy un puto abogado.
—¡No me digas, León, tú conoces mejor la ley que muchos abogados! Has mandado al carajo tu propio caso. Ahora no nos queda más remedio que la declaración de culpabilidad.
—¡Pero qué dices!
—Si vamos a juicio y no aparecen los testigos, tendré que comunicar al tribunal lo que me has contado. Y si aparecen, te van a freír.
—Pues no le digas nada a nadie.
—Esa no es una alternativa, León. Si no lo hago y por lo que sea, sale, me retiran de los tribunales. Y por bien que puedas caerme, no cambio un cliente por la licencia. Sin ella, no como. Tú has sido quien lo ha jodido todo, muchacho, no yo.
—¡No te fastidia! Yo creía que uno se lo podía contar todo al puto abogado.
—Veré qué se puede hacer en la declaración de culpabilidad. Tendrás que pasar una temporada a la sombra, León, eso no te lo quita nadie. —Fiske se levantó y le dio una palmada en la espalda—. Tranquilo, que conseguiremos rebajarlo al máximo.
Fiske salió de la sala de visitas esbozando la primera sonrisa del día.