Tres días después de que Michael Fiske hubiera retirado el expediente de la sala del correo, Rufus Harms llamó de nuevo al despacho de Sam Rider y allí le dijeron que el abogado había salido de la ciudad por asuntos de trabajo. Mientras le acompañaban de nuevo a la celda, Rufus pasó por delante de un hombre en el pasillo.
—Llamas mucho últimamente, Harms. ¿Qué, ahora te dedicas a algún negocio de venta por catálogo?
Los guardianes soltaron una carcajada ante el comentario. Vic Tremaine era un hombre que no llegaba a metro ochenta, de pelo rubio muy claro, cortísimo, y piel curtida, cuyo aspecto recordaba una torreta de tanque. Era el segundo de a bordo de Fort Jackson y se había propuesto hacer la vida completamente imposible a Harms. Este no respondió y permaneció quieto con aire paciente mientras Tremaine le miraba de arriba abajo.
—¿Qué quería tu abogado? ¿No saldrá con otra defensa por haber apiolado a la niña aquella? ¿Eso es lo que pretende? —Tremaine se acercó al preso—. ¿Sigues viéndola en tus sueños? Eso espero. Piensa que te oigo llorar en la celda. —El tono de Tremaine era abiertamente provocador; se le tensaban los músculos de los brazos y los hombros a cada palabra y las venas del cuello sobresalían a la espera de que Harms respondiera, intentara algo que pudiera acabar con la vida del preso en aquel lugar—. Lloras como un puto bebé. Apuesto a que los padres de la niña también lloraron. A que deseaban hundir sus dedos en tu cuello. Como hiciste tú con su hijita. ¿Nunca has pensado en ello?
Harms ni siquiera parpadeó. Sus labios seguían dibujando una línea recta, sus ojos, fijos más allá de Tremaine. Harms había sufrido el aislamiento, la soledad, las mofas, los malos tratos físicos y mentales, sobre él había caído todo lo que un hombre puede recibir de otro de su especie, había soportado la crueldad, los actos generados por el miedo y por el odio. Las palabras de Tremaine, independientemente de su contenido y de cómo las pronunciara, no conseguían romper el muro tras el que él se había refugiado, que le había mantenido vivo.
Al darse cuenta de ello, Tremaine retrocedió.
—¡Quitádmelo de delante! —y mientras el grupo seguía por el pasillo, Tremaine le gritó—: ¡Vuelve a leer tu Biblia, Harms! Es lo más cercano al cielo que podrás conseguir.
John Fiske avanzaba deprisa por el vestíbulo del palacio de justicia detrás de una mujer.
—¡Janet! ¿Tienes un minuto?
Janet Ryan era una fiscal muy avezada en poner a buen recaudo a los clientes de Fiske. Una mujer también atractiva, divorciada. Se volvió hacia él sonriendo.
—Para ti, dos minutos.
—Es sobre Rodney…
—Espera, refréscame la memoria. Tengo un montón de Rodneys.
—Robo, tienda de electrónica, zona norte.
—Con disparos, persecución policial, antecedentes… ¡Ahora me acuerdo!
—Exacto. En fin, no pretendemos llevar a juicio al primo ese.
—Traducido, John: tu caso es espantoso y el mío abrumador.
Fiske agitó la cabeza.
—Podrías tener problemas con algunas de las pruebas.
—¿No crees que «podrías» es una palabra curiosa?
—Y existen lagunas en la declaración.
—Siempre las hay. Tu cliente es un experto delincuente. Conseguiré un jurado que lo pondrá a la sombra una buena temporada.
—Entonces, ¿por qué malgastar el dinero del contribuyente?
—¿Qué propones, pues?
—Aceptará robo, posesión de propiedad robada. Dejar la historia del tiroteo. Total, cinco años y fianza por el tiempo cumplido.
Janet se dispuso a seguir su camino.
—Nos veremos en la sala.
—Está bien, está bien, ocho, pero tengo que hablar con el tipo.
Ella se volvió e hizo el gesto de contar con los dedos.
—Lo aceptará todo, incluyendo «la historia del tiroteo», le caerán diez años, que se olvide del tiempo cumplido, y aquí no queda nada en el tintero. Y libertad bajo vigilancia durante otros cinco después. Si la caga, entra a cumplir otros diez, sin más. Si va a juicio, estamos hablando de la friolera de veinte. Y quiero una respuesta ahora mismo.
—¡Jolín, Janet! ¿Y la compasión?
—Se guarda para quien la merezca. Como ya debes suponer, mi lista es muy corta. Además, es un trato hecho con amor. ¿Aceptas o no?
Fiske tamborileó contra la cartera.
—De acuerdo, trato hecho.
—Me encanta tratar contigo, John. Por cierto, ¿por qué no me llamas algún día? Ya me entiendes… Fuera de horas de trabajo.
—¿No crees que podría presentarse algún conflicto?
—Ni hablar. Con mis amigos soy más dura todavía.
Se alejó canturreando mientras Fiske se apoyaba en la pared moviendo la cabeza.
Una hora después volvió a su despacho y dejó la cartera. Cogió el teléfono y se dispuso a escuchar los mensajes que tenía en el contestador de casa mientras iba tomando notas para la próxima vista a la que tenía que acudir. Oyó la voz de su hermano y ni siquiera dejó de escribir. Levantó un dedo y borró el mensaje. Le parecía raro aunque no insólito que Mike llamara. El nunca respondía a sus mensajes. Pensó que su hermano había adoptado la táctica de provocarle. En cuanto hubo elaborado la idea, se dio cuenta de que aquello no era cierto. Se levantó y se fue hacia un estante en el que tenía cuadernos de notas sobre juicios y libros de leyes. Cogió la foto enmarcada que estaba también allí. Una vieja instantánea. Él, con uniforme de policía, y Mike a su lado. El hermano pequeño orgulloso de entrar en el mundo de los adultos y el hermano mayor de rostro severo, que ya había visto gran parte de la perdición del mundo y contaba ver mucho más antes de retirarse. En realidad, había experimentado en su propia carne la faceta más desagradable de la humanidad, y seguía haciéndolo, aunque ahora sin uniforme. Le bastaba su cartera, un traje barato y unos labios raudos y veloces. Había cambiado las balas por palabras. Hasta el fin de sus días. Dejó otra vez la foto y se sentó. Pero no fue capaz de apartar la vista de ella; de pronto se sentía incapaz de concentrarse.
Unos días más tarde, Sara Evans llamó a la puerta del despacho de Michael Fiske y luego entró en él. No encontró a nadie. Había prestado un libro a Michael y ahora lo necesitaba. Echó una ojeada por allí pero no lo vio. Luego se fijó en la cartera, que había dejado bajo el escritorio. La cogió. Por el peso, pensó que estaba llena. La había cerrado, pero ella sabía la combinación, pues Michael se la había dejado un par de veces. La abrió y comprobó que contenía dos libros y unos cuantos papeles. Ninguno de los dos era el que estaba buscando. Iba a cerrar de nuevo pero no lo hizo inmediatamente. Sacó los papeles y miró el sobre que estaba entre estos. Iba dirigido al Tribunal. Acababa de echar un vistazo al manuscrito y a la carta mecanografiada cuando oyó pasos. Lo colocó todo en su sitio, cerró la cartera y la puso bajo el escritorio. Un instante después entró Michael.
—¿Qué haces aquí, Sara?
Ella hizo todo lo posible por responder con normalidad.
—He venido en busca del libro que te dejé la semana pasada.
—Lo tengo en casa.
—Pues tal vez pase a cenar y me lo llevo.
—Estoy bastante ocupado.
—Todos lo estamos, Michael. Pero tú, la verdad, últimamente te relacionas muy poco. ¿De verdad que estás bien? ¿No te estarán jugando una mala pasada los nervios? —le sonrió para demostrarle que lo decía en broma. Pero vio que en realidad estaba bastante alterado.
—Estoy perfectamente. Mañana te traigo el libro.
—No te lo tomes tan a pecho.
—Te lo traigo mañana —dijo, algo irritado, con el rostro enrojecido, aunque enseguida se calmó—. De verdad que tengo mucho trabajo. —Miró hacia la puerta.
Sara se dispuso a marcharse, cogió la manecilla y volvió la cabeza.
—Si necesitas hablar con alguien, Michael, ya sabes dónde estoy.
—Sí, lo sé, gracias.
La acompañó hasta fuera y cerró la puerta por dentro. Se acercó al escritorio y cogió la cartera. Miró su interior y luego levantó la vista hacia la puerta.
Aquella noche, ya tarde, Sara bajó con el coche por la avenida de gravilla y se detuvo ante el pequeño chalet situado cerca de George Washington Parkway, una zona realmente bonita. Aquel chalet era la primera propiedad que había tenido en su vida y ella misma había trabajado mucho para cuidar hasta el último detalle. Una escalera descendía hasta el Potomac, donde tenía amarrado su pequeño velero. Ella y Michael habían pasado parte del poco tiempo libre que tenían navegando por el río hasta la orilla de Maryland, hacia el norte, pasando por el Memorial Bridge y después hasta Georgetown. Aquello constituía para los dos un remanso de paz, ya que uno y otro estaban inmersos en un mar de problemas en el trabajo. Michael había rechazado su última invitación para salir a navegar. En realidad, durante la última semana se había negado a hacer todo lo que ella había propuesto. Al principio, Sara pensó que se debía a su negativa por lo del matrimonio, pero después de haberle visto en su despacho tenía claro que había algo más. Se esforzaba por recordar exactamente lo que había visto en la cartera. Se trataba de una solicitud, de eso sí estaba segura. Había visto también un nombre en la carta mecanografiada. Este era Harms. Había olvidado el nombre de pila. Por lo poco que había conseguido leer antes de que entrara Michael, había comprendido que Harms había presentado algún tipo de apelación al Tribunal. Aunque no sabía sobre qué. La carta mecanografiada no llevaba firma.
Había ido inmediatamente a la sala de asuntos pendientes para comprobar si había llegado algún caso a nombre de Harms. Le parecía imposible estárselo planteando, pero pensaba: ¿Habrá cogido Michael un recurso antes de que se procesara y entrara en el sistema? De ser así, había cometido un serio delito. Podían echarle del Tribunal, e incluso mandarlo a la cárcel.
Entró a la casa, se puso unos vaqueros y una camiseta y volvió afuera. Ya había oscurecido. El personal del Tribunal Supremo pocas veces llegaba a casa con luz de día, a menos que les pillara el alba trabajando, y entonces iban a ducharse y cambiarse para volver al trabajo. Bajó las escaleras hasta el embarcadero y se sentó en el barco. Si Michael confiara en ella, Sara estaba dispuesta a ayudarle. A pesar de que afirmara lo contrario, Michael la había dejado de lado. Se había tomado mal la negativa. Normal, pensó ella.
De pronto saltó al embarcadero, corrió hasta la casa, cogió el teléfono y empezó a marcar su número, pero de detuvo a medias. Michael Fiske era un hombre obstinado. Si le confesaba lo que había visto, empeoraría las cosas. Colgó el teléfono. Tendría que esperar a que Michael acudiera a ella. Volvió afuera y se puso a contemplar el agua. Pasó un avión por allí y ella, con gesto instintivo, agitó el brazo para saludar, un ritual particular suyo. En realidad, en aquel punto los aviones volaban tan bajo que, con luz de día, un pasajero podía verla saludando. Al bajar la mano, notó que se sentía muy deprimida, algo que no había experimentado desde la muerte de su padre, cuando se quedó sola.
Tras aquella pérdida, empezó una nueva vida. Se trasladó a la costa oeste, a una facultad de Derecho, donde destacó, trabajó en el Tribunal de Apelación Ninth Circuit y posteriormente accedió al Tribunal Supremo.
Fue entonces cuando vendió la propiedad de Carolina del Norte y compró la que tenía en la actualidad. No huía de su vida anterior ni de la tristeza que se apoderaba de ella al pensar en que sus padres no estaban a su lado para ver su éxito o simplemente para apoyarla. Cuando menos, eso pensaba ella. Cuando le llegara el día de abandonar el Tribunal, no tenía ni idea de lo que le apetecería hacer. En el campo legal podía hacer lo que quisiera. El problema radicaba en que ni siquiera sabía si quería que la justicia formara parte de su vida. Tres años en la facultad, un año en el tribunal de apelación, había iniciado ya su segundo año aquí y se estaba agotando.
Pensó en su padre, agricultor y al mismo tiempo juez de paz de la ciudad donde vivían. Él no tenía a su disposición una selecta sala. A menudo impartía justicia con la máxima rectitud desde lo alto de su tractor, en el campo o bien mientras fregaba los platos. Para Sara, aquello era la ley, lo que significaba para la mayoría de la población, o como mínimo lo que tendría que significar. Buscar la verdad y luego impartir justicia una vez encontrada aquella. Ninguna planificación oculta, nada de juegos de palabras, tan solo el sentido común aplicado a los hechos. Soltó un suspiro. Pero nunca era tan sencillo. Ella lo sabía mejor que nadie. Volvió a entrar, subió a una silla y pescó un paquete de cigarrillos que tenía en lo alto de un armario de la cocina. Fue a sentarse en el columpio de los porches de atrás desde donde veía el agua. Levantó la vista hacia el cielo y localizó la Osa Mayor. Su padre había sido un apasionado astrónomo, si bien amateur, y le había enseñado a identificar muchas constelaciones. Sara a menudo se regía por las estrellas para navegar, una práctica que había iniciado en sus tiempos en Stanford. En una noche clara, nunca perdías de vista las estrellas, y con ellas una persona no podía perderse de verdad. Era algo tranquilizador. Mientras iba fumando el cigarrillo pensaba que ojalá Michael supiera lo que estaba haciendo.
Sus pensamientos pasaron al cabo de poco hacia otro Fiske: John. El comentario de Michael sobre su hermano había dado en el clavo a pesar de tus protestas. Desde el primer instante que vio a John Fiske, algo se disparó en algún conducto importante de su corazón, su cerebro y su alma, y ella no sabía cómo explicárselo. No acertaba a creer que pudieran despertarse unas emociones tan significativas con tanta intensidad y rapidez. Sabía que aquello no ocurría. Pero por ello estaba tan confusa, pues, en cierta forma, era lo que le había ocurrido. A cada movimiento de John Fiske, cada palabra pronunciada, cada mirada dirigida a alguien, o una simple risa, sonrisa o fruncimiento del ceño, ella tenía la impresión de que podría seguir observándolo eternamente y no cansarse nunca de hacerlo. Le pareció tan absurdo que casi le dio risa. Claro que, ¿tan alocado podía ser si lo vivía ella?
Y no fue aquella la única vez que observó al hombre. Sin decírselo a Michael, contactó con una amiga que trabajaba en el palacio de justicia de Richmond, quien le comunicó la planificación de juicios de Fiske durante quince días. Le sorprendió comprobar lo a menudo que acudía a los tribunales. Se desplazó allí en otra ocasión, en verano, cuando todo estaba algo aletargado en el Tribunal Supremo, y vio a John Fiske intervenir en una vista. Sara se puso un fular y gafas, por si más adelante resultaba que les presentaban o por si acaso él les había visto aquella primera vez que había acudido a la sala con Michael.
Estuvo escuchando cómo defendía enérgicamente a su cliente. En cuanto terminó, el juez condenó al hombre a cadena perpetua. Una vez se hubieron llevado a su cliente a la cárcel, Fiske recogió sus cosas y salió del palacio de justicia. Ya en la calle, Sara le vio cómo intentaba con solar u la familia de aquel hombre. Su mujer era delgada y enfermiza, el rostro lleno de moretones y ronchas.
Fiske dirigió unas palabras a la mujer, la abrazó y luego se volvió hacia el hijo mayor, un muchacho de catorce años que ya parecía destinado a la calle.
—Ahora eres el cabeza de familia, Lucas. Tienes que cuidar de todos —dijo Fiske.
Sara observó detenidamente al adolescente. Daba pena ver el odio marcado en su rostro. ¿Cómo podía guardar tanta hostilidad en su interior alguien tan joven?
—¡Ajá! —respondió Lucas mirando a la pared. Iba vestido al estilo de las bandas, con la cabeza cubierta con un pañuelo de colores. La ropa que llevaba no la conseguía quien vivía sirviendo hamburguesas en un McDonald’s.
Fiske se arrodilló ante el otro hijo. Enis tenía seis años y era vivo como el hambre.
—Hola, Enis, ¿qué tal? —le dijo Fiske, tendiéndole la mano.
Enis se la estrechó con cierta precaución.
—¿Dónde está mi papá?
—Tendrá que pasar una temporada fuera.
—¿Por qué?
—Porque mató… —empezó a decir Lucas, pero Fiske le cortó dirigiéndole una ceñuda mirada. Lucas soltó un taco en voz baja, dejó la temblorosa mano de su madre y se alejó.
Fiske volvió la vista hacia Enis.
—Tu padre hizo algo de lo que no se siente muy orgulloso. Ahora tendrá que repararlo.
—¿La cárcel? —preguntó Enis. Fiske asintió.
Mientras Sara observaba aquella conversación se le ocurrió que hoy en día tanto Fiske como los demás adultos en general solían sentirse ridículos en situaciones como aquellas, Como los personajes de las series de los años cincuenta intentando relacionarse con un crío del segundo milenio. A pesar de sus seis años, Enis probablemente sabía muchas cosas sobre el sistema de enjuiciamiento criminal. En realidad, seguro que el niño conocía muchísimo mejor que muchos adultos las facetas detestables de la vida.
—¿Cuándo saldrá? —preguntó Enis.
Fiske levantó la vista hacia la mujer y la centró de nuevo en el niño.
—No va a tardar mucho tiempo, Enis. Pero tu mamá estará a tu lado.
—Vale —respondió Enis sin apenas emoción. Cogió la mano de su madre y se fueron.
Sara se fijó en que Fiske los observaba un rato. Entonces casi habría jurado que sabía lo que estaba pensando. Un hijo tal vez perdido para siempre, el otro dejando atrás al padre como si nada, como a un perro perdido que uno encuentra en la calle.
Al cabo de un rato, Fiske se aflojó la corbata y empezó a andar.
Sara no sabía exactamente por qué pero decidió seguirle. Iba despacio y le resultó fácil no perderlo de vista. El bar en el que entró era como una pequeña grieta en un muro, con las ventanas oscuras. Sara dudó un momento y luego entró.
Fiske estaba en la barra. Por lo visto ya había pedido, pues el camarero le ponía una cerveza delante. Ella se fue rápidamente a una mesa del fondo, donde se sentó. Pese a que parecía un lugar sombrío, había bastante gente dentro y apenas habían dado las cinco. Se veía una interesante mezcla de trabajadores y oficinistas de la zona. Fiske se encontraba entre dos obreros de la construcción, que habían dejado sus amarillos cascos sobre la barra. Él se quitó la americana y se sentó. Era tan ancho de espaldas como sus fornidos compañeros de barra. Sara se fijó en que llevaba la camisa sin acabar de meter en el pantalón. Tuvo un rato la vista fija en el pelo negro que llegaba hasta el límite del cuello de su blanca camisa.
Hablaba con los que tenía al lado. Los obreros rieron a gusto con alguna de sus salidas y la propia Sara sonrió a pesar de no haber oído el comentario. Por fin una camarera se acercó a ella y pidió un ginger ale. Siguió observando a Fiske. Ya no hacía bromas con nadie. Tenía la vista fija en la pared y ella, sin darse cuenta, la clavó también en aquel lugar. Todo lo que vio fueron botellas de cerveza y licores, perfectamente alineadas; al parecer, Fiske veía algo más. Había pedido otra cerveza y, cuando se la sirvieron, acercó la botella a sus labios y no paró hasta vaciarla. Sara se fijó en sus manos: grandes, con dedos gruesos y de aspecto fuerte. No parecían las manos de una persona que pasa todo el tiempo con una pluma entre los dedos o sentado ante la pantalla de un ordenador.
Fiske dejó unas monedas sobre la barra, cogió la americana y se volvió. Por un instante Sara tuvo la impresión de notar la fuerza de su mirada. El hombre vaciló un instante antes de ponerse la americana. El rincón en el que estaba ella estaba bastante oscuro. No creía que pudiera haberla visto, pero ¿por qué había vacilado? Ya un poco nerviosa, esperó un minuto más, se levantó y se marchó dejando un par de dólares sobre la mesa.
En la calle, ya no lo vio. Tal cual, como en un sueño, había desaparecido. Movida por un impulso, entró de nuevo en el bar y pregunto al camarero si conocía a John. Él negó con la cabeza. Sara iba a preguntarle algo más pero la expresión del otro le indicó que no sacaría nada en claro si lo hacía.
Los de la construcción la miraron con gran interés. Decidió salir antes de que las cosas se complicaran. Se fue hacia el coche y se metió dentro. En parte sentía deseos de correr hacia Fiske pero por otro lado se sentía satisfecha de no haberlo hecho. ¿Qué podía decirle? ¿Hola, trabajo con tu hermano y digamos que te estoy siguiendo los pasos?
Aquella noche viajó hasta el norte de Virginia, tomó dos cervezas y se quedó dormida en el columpio de atrás. El mismo columpio en el que estaba sentada en aquellos momentos, fumando un cigarrillo y contemplando el cielo. Aquella había sido la última vez que había visto a John Fiske, casi cuatro meses atrás.
No podía estar enamorada de él pues ni siquiera le conocía; más que nada era un encaprichamiento. Puede que si algún día se lo presentaban aquello destruiría la impresión que se había hecho de él.
De todas formas, Sara no creía en el destino. Si algo tenía que ocurrir entre ellos, probablemente le tocaría a ella tomar la delantera. En realidad, no sabía cómo tendría que tomarla.
Dejó el cigarrillo y miró el cielo. Tenía ganas de salir a navegar. Le apetecía notar el viento en el pelo, el cosquilleo del agua salpicando contra su piel, el resquemor de la cuerda en la palma de la mano. Pero en aquellos momentos no deseaba experimentarlo sola. Lo quería hacer con alguien, con alguien en concreto. Aunque con lo que Michael le había contado de John Fiske, y con lo que ella misma había visto del hombre, dudaba de que algún día llegara a conseguirlo.
A ciento cincuenta kilómetros al sur de allí, John Fiske también levantó la mirada hacia el cielo un momento al salir del coche. El Buick no estaba en la avenida, pero Fiske no había acudido a ver a su padre. No se veía en el barrio más que a un par de adolescentes dos casas más abajo en un Chevrolet con un motor tan grande que parecía que había desmembrado el capó del coche.
Fiske había pasado todo el día en un juicio. Había presentado el caso, con defectos incluidos, lo mejor que había podido. El ayudante del fiscal había representado al Estado con la máxima energía. Ocho horas de intensas discusiones; Fiske apenas había tenido tiempo de ir al lavabo, a echar una meada, antes de que el jurado volviera con el veredicto de culpabilidad. El tercer tropezón de su defendido. Se había acabado todo para él. Lo curioso era que Fiske estaba convencido de su inocencia en aquel cargo concreto, algo que no podía afirmar de la mayoría de sus clientes. Pero el tipo había dado tantísimos golpes que el jurado inconscientemente lo medía todo con el mismo rasero. Y para colmo, Fiske moriría de viejo esperando sus honorarios. Los condenados a perpetua se preocupaban poco de saldar las deudas, en especial las que habían contraído con los abogados que habían perdido sus casos.
Fiske entró en el patio de atrás, abrió la puerta del garaje, se metió en él y cogió una cerveza del frigorífico. La humedad envolvía las botellas como si tuvieran un paño mojado; sujetó la fría botella contra la sien, dejando que el frescor penetrara hacia el fondo. En la parte del fondo del patio había unos cuantos árboles inclinados y una parra ya muerta que seguía agarrándose a las oxidadas estacas. Se acercó hasta allí y se apoyó contra uno de los olmos. Bajó la vista para centrarla en el punto en que la hierba estaba algo hundida. Ahí habían enterrado a Bo, el pastor belga con el que habían crecido los hermanos Fiske. Su padre lo había llevado a casa cuando el animal tenía el tamaño de un puño. En un año se convirtió en una belleza de pelo negro y blanco, amplio pecho, veinticinco kilos; era la admiración de los dos muchachos, sobre todo de Mike. Bo les seguía en sus rutas de reparto de periódicos, haciendo turnos con los dos muchachos. Pasaron casi nueve años juntos y felices hasta el día en que Bo cayó fulminado de un ataque mientras Mike jugaba con él. John nunca había visto a nadie llorar con tanto sentimiento. Ni su madre ni su padre fueron capaces de consolar a Mike. Se quedó en el patio llorando a lágrima viva, sujetando la piel del perro, intentando ponerle otra vez de pie para seguir jugando con él a la luz del sol. Aquel día, John había abrazado con fuerza a su hermano, llorando con él, acariciando la cabeza inerte de su querido perro.
Al día siguiente, cuando Mike estaba en la escuela, John y su padre enterraron el perro allí. Cuando llegó Mike, organizaron una pequeña ceremonia en honor de Bo. Mike leyó con gran convicción un pasaje de la Biblia y los dos hermanos colocaron en aquel lugar una pequeña lápida, en realidad un pedazo de hormigón, con el nombre de Bo grabado con una pluma, en la cabecera de la sencilla tumba. El trozo de hormigón seguía allí pero la tinta había desaparecido hacía muchísimo tiempo.
Fiske se arrodilló y pasó la mano por la hierba, lisa y fina en aquel lugar a la sombra. ¡Cuánto habían querido al perro! ¿Por qué tenía que desvanecerse con tanta rapidez el pasado? ¿Por qué uno recordaba siempre las buenas épocas como algo tan breve? Agitó la cabeza y una voz le sobresaltó.
—Recuerdo aquel perro como si fuera ayer.
Levantó la vista y vio a Ida Germán, quien le observaba desde el otro lado de la valla. Se levantó, algo avergonzado.
—¡Cuánto tiempo ha pasado, señora Germán!
Aquella mujer siempre olía a ternera con cebolla, al igual que su casa, recordó Fiske. Llevaba casi treinta años de viuda. Andaba lentamente; su cuerpo era menudo, achaparrado, grueso. La larga bata cubría aquellas piernas venosas, manchadas, y los hinchados tobillos. Pero a sus casi noventa años seguía con la cabeza despejada, el habla viva.
—Todo pasó hace muchísimo tiempo para mí. Pero no para ti. Todavía no. ¿Cómo está tu madre?
—Va tirando.
—Hace tiempo que digo que iré a verla, pero ese cuerpo mío no acaba de responder.
—Seguro que le encantará verla.
—Tu padre se fue no hace mucho. Algo de la Legión Americana o de los Veteranos de la guerra, creo.
—Me alegro que salga un poco. Y le agradezco a usted la compañía que le hace.
—No resulta muy agradable estar solo. Yo he perdido ya a tres de mis hijos. Lo más duro del mundo para una madre es tener que enterrar a sus propios hijos. No es natural. ¿Qué tal está Mike? Le veo poco.
—Está bastante ocupado.
—¿Quién habría dicho que aquel chaval mofletudo de pelo indómito llegaría tan lejos? A mí me parece extraordinario.
—Él mismo se lo ha ganado. —Fiske hizo una pausa. Aquello le había salido sin querer. Pero era cierto que su hermano se lo había ganado.
—Los dos lo habéis hecho.
—Creo que Mike ha apuntado un poco más alto que yo.
—¡Bah! ¡Que te crees tú eso! Tu padre no para de alabarte a ti. También habla de Mike, claro, pero aquí tú eres el rey de la casa.
—La verdad es que él y mamá nos educaron bien. Lo sacrificaron todo por nosotros. Es algo que uno no olvida. —«Tal vez Mike lo había hecho, pero él no lo haría nunca», pensó Fiske.
—En realidad, Mike tuvo tres excelentes modelos. —Fiske la miró lleno de curiosidad—. Aquel muchacho habría besado el terreno que pisabas tú.
—Todo el mundo cambia.
—¿Eso crees? Empezaron a caer gotas.
—Métase dentro, señora Germán, que parece que va a llover con ganas.
—Puedes llamarme Ida, si quieres. Fiske sonrió.
—Algunas cosas no cambian, señora Germán. La miró como se metía en su casa. El barrio ya no era tan tranquilo como en otro tiempo. Él y su padre habían colocado cerrojos en las puertas de la mujer, cristales de guillotina en sus ventanas y una mirilla en la puerta principal. Los viejos eran el punto de mira de toda la delincuencia.
Fiske echó una última ojeada a la tumba de Bo y la imagen de su hermano deshecho en llanto por la muerte del perro no se apartaba de su mente.