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A primera hora de la mañana, Michael Fiske avanzaba canturreando en voz bajísima por el amplio vestíbulo de alto techo camino de la sala del correo. Al entrar allí, un funcionario levantó la vista.

—Llega en el momento justo, Michael. Acabamos de recibir un envío.

—¿Algo procedente de las cárceles? —preguntó Michael refiriéndose al número de peticiones de los presos que aumentaba día a día. La mayor parte redactadas in forma pauperis, lo que significaba, literalmente, en la forma paupérrima. Existía un apartado exclusivo para dichas peticiones, y eran tantas que habían asignado un funcionario para ocuparse exclusivamente de ellas. Las peticiones in forma pauperis o IFP, como las denominaba el personal del Tribunal, constituían en general el lugar idóneo donde descubrir el punto de humor en alguna demanda ridícula o bien, de vez en cuando, un caso que mereciera la atención del Tribunal. Michael sabía que algunas de las decisiones más importantes del Tribunal habían salido de casos IFP, por ello llevaba a cabo todas la mañanas el ritual de la criba en busca del oro en paño en los montones de papel.

—Por los garabatos manuscritos que he estado descifrando hasta ahora, afirmaría que estamos de suerte —respondió el funcionario.

Michael arrastró una de las cajas hacia una esquina. Contenía una serie de reclamaciones, calamidades manuscritas, un rosario de protestas sobre injusticias, de contenido y descripción diversa. Ahora bien, todas ellas tenían su importancia. Muchas procedían de reclusos condenados a muerte; para ellos, el Tribunal Supremo constituía la última esperanza antes de la aniquilación legal.

Michael pasó dos horas revolviendo en la caja. Tenía ya mucha práctica en ello. Se había convertido en una especie de experto en desgranar maíz, pues su mente leía a gran velocidad los largos documentos, separaba sin esfuerzo alguno el lenguaje estereotipado de los puntos importantes, comparándolos tanto con los casos pendientes como con los precedentes a lo largo de cincuenta años, que extraía de su memoria enciclopédica, para archivarlos en su sitio y seguir adelante. Al cabo de las dos horas, de todas formas, no había encontrado nada de mucho interés.

Se estaba planteando ir hacia el despacho cuando su mano topó con el sobre marrón. Llevaba la dirección mecanografiada aunque no señas de remitente. Aquello le pareció extraño. En general, las personas que presentaban una alegación sobre su caso al Tribunal querían que los magistrados supieran donde encontrarles por si se producía la rara circunstancia de que el Tribunal decidiera responder. Sin embargo, en la parte superior izquierda del sobre, se adjuntaba el impreso de carta certificada. Abrió el sobre y extrajo de él dos hojas. Uno de los cometidos de la sala de correo consistía en asegurar que todos los envíos cumplieran con las estrictas normas del Tribunal. Aquellos que se acogían a la situación de indigente, suponiendo que se aceptara su petición, tenían derecho a prescindir de determinadas exigencias en cuanto a impresos y honorarios, incluso podían disponer de parte de los gastos de abogacía, si bien el abogado no presentaba minuta del tiempo invertido. Representaba un honor presentarse ante el Tribunal en calidad de letrado. Para obtener la categoría de indigente hacía falta un recurso que autorizara su archivo en la sección de los menesterosos, o bien una declaración jurada firmada por el preso en la que afirmara su condición de necesitado. Michael vio enseguida que aquel sobre no contenía ninguno de estos documentos. Habría que rechazar el recurso.

Cuando Michael empezó a leer lo que contenía el sobre tuvo que descartar toda idea de defecto de presentación. Al acabar, el sudor de sus manos resbalaba sobre el papel. Primero pensó volver a meter los folios en el sobre y olvidar que los había visto. Pero, al igual que la persona que acaba de ser testigo de un delito, sentía la necesidad de hacer algo.

—Michael, acaban de llamarle del despacho de Murphy —dijo el funcionario. Al ver que Fiske no respondía, repitió—: ¿Michael? El magistrado Murphy le está buscando.

Michael movió la cabeza con gesto afirmativo, consiguiendo por fin centrarse en algo que no fueran los papeles que tenía en la mano. El funcionario siguió con su tarea y Michael metió de nuevo los papeles en el sobre marrón. Vaciló un instante. Durante los próximos segundos podía decidirse toda su carrera en el campo legislativo, su vida entera. Entonces, como si sus manos actuaran independientemente de sus pensamientos, metió el sobre en la cartera. Al hacerlo antes de que el Tribunal procesara de forma oficial la petición, estaba cometiendo, entre otros delitos, un robo de la propiedad federal, un delito mayor.

Salió a todo correr de la sala del correo y estuvo a punto de chocar frontalmente con Sara Evans.

De entrada, ella le sonrió, pero cambió su expresión al ver la cara de Michael.

—¿Qué te ocurre?

—Nada. No pasa nada.

Ella le cogió el brazo.

—Tú no te encuentras bien. Estás temblando y estás blanco como la cera.

—Creo que me está rondando algo.

—Pues deberías ir para casa.

—Le pediré una aspirina a la enfermera. Me pondré bien.

—¿Seguro?

—Tengo que irme, Sara. —Pegó un tirón para soltarse ante la sorpresa de ella.

El resto del día transcurrió a un ritmo inmutable para Michael; sin darse cuenta, se encontraba mirando fijamente la cartera, pensando en lo que contenía. Ya de noche, al acabar su jornada en el Tribunal, cogió la bici y pedaleando frenéticamente volvió a su piso de Capitel Huí. Cerró bien la puerta de la casa y sacó otra vez el sobre. Sacó también un bloc de notas amarillo de la cartera y lo llevó todo a la pequeña mesa que tenía junto a la cocina.

Al cabo de una hora se disponía a revisar el sinfín de notas que había tomado. Enchufó el ordenador portátil y las mecanografió, realizando cambios en ellas, arreglos, reflexionando de nuevo mientras lo hacía, pues aquel era un hábito que seguía desde hacía mucho tiempo. Había decidido abordar el problema como lo haría con cualquier otro. Iba a comprobar la información contenida en la petición con la máxima minuciosidad. Y lo más importante: tendría que confirmar que todos los nombres que figuraban en la petición correspondieran exactamente a las personas que él creía que eran. Si le parecían conformes, devolvería la apelación a la sala del correo. Caso de confirmar que se trataba de algo sin fundamento, de la obra de una mente desequilibrada o de un preso que daba palos a ciegas, decidiría destruir el documento.

Michael miró por la ventana al otro lado de la calle, hacia la apiñada hilera de casas que habían convertido en pisos idénticos al suyo. Los jóvenes lobeznos del gobierno se amontonaban como en un panal en aquel barrio. La mitad seguían trabajando, el resto se había acostado ya y se hallaba inmerso en la pesadilla de una interminable lista de tareas de importancia nacional, como mínimo hasta el toque de diana de las cinco de la madrugada. La oscuridad que se extendía ante sus ojos quedaba interrumpida tan solo por el reflejo de la farola de la esquina. El viento soplaba con más fuerza y la temperatura había bajado: se preparaba la tormenta. Aún no habían conectado la calefacción del antiguo edificio y Michael de pronto sintió un escalofrío junto a la ventana. Cogió el jersey del armario, se lo echó encima y volvió a la ventana a observar la calle.

Nunca había oído hablar de Rufus Harms. Según los datos que figuraban en la carta, habían encarcelado a aquel hombre cuando Michael tenía tan solo quince años. La ortografía del texto era fatal, la caligrafía torpe recordaba incluso los primeros intentos de un niño ante un papel y un lápiz. La carta mecanografiada contenía información sobre los antecedentes del caso y se veía a la legua que la había redactado una persona con muchísima más cultura. Quizás un abogado, pensó Michael. El vocabulario tenía un aire legal, a pesar de que daba la impresión de que quien había compuesto el texto pretendía ocultar su identidad profesional, al igual que la personal. En la nota procedente del ejército, según la carta mecanografiada, se pedía determinada información a Rufus Harms. No obstante, el tal Rufus Harms negaba haber participado en el programa en el que constaba al parecer según los archivos del ejército. Harms alegaba que se trataba de una tapadera para un crimen que había derivado en un terrible error judicial, en un descalabro legal que se había llevado un cuarto de siglo de su vida.

Al recuperar de golpe el calor, Michael apoyó la frente en la fría ventana y aspiró profundamente, empañando el cristal con el aliento. Lo que había hecho él representaba una flagrante interferencia en el derecho de una de las partes a disponer de un juicio. Toda su vida Michael había creído en la opción inalienable de una persona de acceder a la justicia, independientemente de que aquella fuera rica o pobre. No se trataba de un papel que pudiera anularse o declararse carente de valor. Se tranquilizaba algo pensando en que iban a desechar la apelación a causa de una serie de irregularidades técnicas.

De todas formas, aquel caso era distinto. Aun cuando pudiera ser falso, era capaz de causar terribles perjuicios a gente muy importante. ¿Y si era cierto? Cerró los ojos. «¡Dios mío, no lo permitas!», suplicó.

Volvió la cabeza y miró hacia el teléfono. De repente se le ocurrió que podía llamar a su hermano para que le aconsejara. John poseía una experiencia mayor que su hermano pequeño. Él sabría cómo abordar la situación. Dudó un rato, incapaz de admitir que necesitaba ayuda, sobre todo si procedía de una fuente problemática, tan alejada. Aunque por otro lado aquello podía representar un reencuentro con su hermano. El error no procedía enteramente de una parte; Michael había madurado lo suficiente para comprender que la culpa era escurridiza.

Cogió el teléfono y marcó el número. Escuchó el contestador y eso en cierta manera le satisfizo. Dejó un mensaje en el que pedía ayuda a su hermano aunque sin precisar para qué. Colgó y volvió a la ventana. Probablemente había sido mejor que John no respondiera al teléfono. Su hermano tendía a ver las cosas de forma rígida, blanco o negro, lo que decía mucho sobre su forma de vida.

Ya de madrugada, Michael se quedó dormido, más tranquilo de poder enfrentarse a una posible pesadilla, fuera la que fuera.