9


John Fiske entró en un edificio del West End de Richmond. Aquel lugar se denominaba oficialmente casa de reposo, pero era ni más ni menos el sitio donde iban a morir los ancianos. Al avanzar por el pasillo, Fiske hizo un esfuerzo por no oír los gritos y los gemidos. Veía aquellos débiles cuerpos, las cabezas colgando, las extremidades inservibles, confinados a sus sillas de ruedas, alineadas como carritos de la compra contra la pared, a la espera de un compañero de baile que jamás iba a aparecer.

Él y su padre habían tenido que echar mano de toda su resolución para trasladar a la madre a aquel lugar. Michael Fiske no había sabido enfrentarse con valentía al hecho de que su madre hubiera perdido el juicio, que se lo hubiera minado el Alzheimer. Los buenos tiempos eran fáciles de disfrutar. La auténtica valía de una persona se demostraba en las malas épocas. En opinión de John Fiske, su hermano Michael había suspendido irremediablemente este examen.

Consultó en el mostrador.

—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó a la subdirectora. Como quiera que visitaba asiduamente el centro, conocía a todo el personal.

—Ha tenido días mejores, John, pero su presencia puede que la anime —respondió la mujer.

—Vamos a ver —murmuró Fiske, dirigiéndose a la sala de visitas.

Su madre lo esperaba allí, vestida como siempre, con la bata y las zapatillas. Movía los ojos sin rumbo, gesticulaba con la boca pero no articulaba palabra alguna. Al ver aparecer a Fiske en el umbral de la puerta, levantó la vista y esboza una sonrisa. Él se acercó a su madre y se sentó frente a ella.

—¿Cómo está mi Mikey? —preguntó Gladys Fiske, acariciándole con ternura el rostro—. ¿Cómo está el pequeño de mamá?

Fiske aspiró profundamente. Siempre aquel maldito asunto, como mínimo los dos últimos años. Para la mente perturbada de Gladys Fiske él era Mike, siempre sería su hermano hasta el último instante de la vida de su madre. De una u otra forma, John Fiske se había esfumado completamente de su memoria, como si nunca hubiera nacido.

Le tocó las manos con cariño, haciendo todo lo posible por acallar la gran frustración que sentía en su interior.

—Estoy bien. Las cosas me funcionan perfectamente. A papá también. —Luego añadió, despacio—: A Johnny también le va bien, me ha preguntado por ti. Siempre lo hace.

Ella le dirigió una mirada inexpresiva.

—¿Johnny?

Fiske se lo introducía cada vez y siempre obtenía la misma respuesta. ¿Por qué le había olvidado a él y no a su hermano? Debía tener algo muy enraizado que le había permitido que el Alzheimer borrara de su vida la identidad de él. ¿Sería que su existencia nunca había tenido mucha fuerza, nunca le había importado mucho a ella? Sin embargo, John había sido siempre el hijo con quien habían podido contar sus padres. Les había ayudado de niño y seguía haciéndolo como hombre. Habían contado con él para todo, desde entregarles buena parte de sus ingresos hasta subir al tejado un asfixiante día de agosto, hallándose él inmerso en un infernal juicio, para ayudar al padre a colocar las tablillas pues él no tenía dinero para pagar a alguien que se lo hiciera. Y Mike, siempre el preferido, siempre a la suya, siguiendo su inclinación egoísta, pensaba Fiske… Siempre habían ensalzado a Mike como el mejor, como el orgullo de la familia. En realidad, sus padres nunca habían exagerado tanto en el modo de ver a sus hijos; eso también lo sabía Fiske. Pero el enojo había confundido la realidad, inclinando la balanza hacia lo malo y alterando lo bueno.

—¿Mikey? —dijo ella, inquieta—. ¿Cómo están los niños?

—Muy bien, perfectamente, van creciendo como pimpollos. Son idénticos a ti. —Aquello de simular ser su hermano y haber tenido hijos le hacía entrar ganas de ponerse a berrear.

Ella sonrió alisándose el pelo. Fiske aprovechó el gesto.

—Tienes muy buen aspecto. Papá dice que estás más guapa que nunca.

Gladys Fiske había sido una mujer atractiva durante casi toda su vida y había concedido una gran importancia a su aspecto. Luego, los efectos del Alzheimer le habían acelerado el proceso de envejecimiento. Fiske era consciente de que si se hubiera visto en aquellos momentos, se habría sentido muy triste. Esperaba que su madre siguiera viéndose como cuando tenía veinte años, en sus mejores momentos.

Le alargó un paquete que le había traído. La mujer lo cogió con la satisfacción de un crío, rompiendo el envoltorio. Tocó con delicadeza el cepillo y se lo pasó con cuidado por el pelo.

—Nunca había visto algo tan bonito.

Lo decía de cualquier cosa que le traía. Pañuelos, lápiz de labios, un libro ilustrado. Nunca había visto nada tan bonito. Mike. Cada vez que acudía a visitarla, su hermano ganaba puntos. Fiske se esforzaba por apartar aquellas ideas de su cabeza y pasar una hora agradable con su madre. La quería mucho. De haber podido, la habría liberado de la terrible enfermedad que le destruía el cerebro. Al no poder, hacía todo lo posible para pasar el máximo tiempo con ella. Aunque fuera con otro nombre.

Fiske salió de la casa de reposo y se fue en coche a casa de su padre. Al enfilar aquella calle que le resultaba tan familiar, echó un vistazo a los límites hechos añicos de sus primeros dieciocho años de vida: casas en ruinas con la pintura desconchada y los porches que se hundían, vallas combadas y descuidados jardines que daban a unas estrechas y abandonadas calles donde habían dejado hileras de Fords y Chevrolets estropeados. Cincuenta años atrás, el barrio había albergado la típica población esperanzada de la posguerra que confiaba a ciegas en que la vida tenía que mejorar. Para aquellos que no habían cruzado el puente de la prosperidad, el cambio más palpable en sus arrastradas vidas era una rampa de madera para la silla de ruedas adosada a la puerta principal. Al observar una de aquellas rampas, a Fiske se le ocurrió que hubiera preferido la silla de ruedas al deterioro del cerebro de su madre.

Aparcó en el camino de acceso a la casa relativamente bien conservada de su padre. Cuanto más se desmoronaba el barrio a su alrededor más empeño ponía aquel viejo en mantenerse a flote. Tal vez lo hacía en un intento de mantener vivo el pasado un tiempo más. O movido por la esperanza de que algún día volviera a casa su esposa, otra vez con veinte años y la cabeza nueva y llena de salud. Ahí estaba el viejo Buick, con la carrocería algo oxidada aunque con el motor en perfecto estado gracias a la habilidad del dueño en el campo de la mecánica. Fiske vio a su padre en el garaje, vestido como de costumbre con camiseta blanca y pantalón de trabajo azul, agachado junto a una pieza del motor. Ya jubilado, Ed Fiske se lo pasaba en grande con las manos cubiertas de grasa ante un montón de piezas esparcidas sin orden ni concierto.

—En la nevera encontrarás cerveza —dijo Ed sin levantar la cabeza.

Fiske abrió el viejo frigorífico que tenía su padre en el garaje y sacó una botella de Miller. Se sentó en una tambaleante silla de cocina para observar el trabajo de su padre, igual como hacía cuando era niño. Siempre le había fascinado la habilidad de las manos de su padre, la seguridad con que iba colocando cada una de las piezas.

—Hoy he visto a mamá.

Haciendo girar la lengua en un gesto ya muy practicado, Ed empujó el cigarrillo que se estaba fumando hacia la comisura derecha de sus labios. Flexionó el musculoso antebrazo y lo relajó seguidamente al asegurar un tornillo.

—Yo iré mañana. Voy a vestirme de punta en blanco y le llevaré flores y comida que me va a preparar Ida. Será algo especial. Ella y yo a solas.

Ida Germán era la vecina; la persona que llevaba más tiempo en el barrio. Había apoyado mucho a su padre desde que su madre estaba fuera.

—Le encantará. —Fiske tomó un sorbo de cerveza y sonrió pensando en los dos ahí juntos.

Ed acabó lo que tenía entre manos y en un minuto se limpió utilizando gasolina y un trapo. Cogió también una cerveza y se sentó sobre una caja de herramientas frente a su hijo.

—Ayer hablé con Mike —dijo.

—¿De verdad? —preguntó Fiske sin mostrar interés.

—Le va bien ahí arriba en el Tribunal. No sé si sabes que le han pedido que se quede otro año. Tiene que ser bueno.

—Estoy convencido de que nunca han tenido a nadie igual.

Fiske se levantó y se fue hacia el portal abierto. Aspiró profundamente y dejó que sus pulmones se llenaran con el aroma del césped acabado de cortar. Cuando era pequeño, todos los sábados él y su hermano cortaban el césped, ayudaban en la casa y luego toda la familia montaba en la inmensa furgoneta para iniciar el viaje semanal al supermercado A amp;P. Si se habían portado muy bien, si habían cumplido los encargos perfectamente y no habían cortado demasiado el césped, tenían como premio un refresco de la máquina situada junto a la puerta del supermercado. Para los niños aquello era oro líquido. Fiske y su hermano pensaban en aquel refresco durante toda la semana. ¡Qué unidos habían estado de pequeños! Habían repartido juntos el Times Dispaich, practicado deporte los dos, a pesar de que John era tres años mayor que su hermano. A Mike se le daba tan bien el ejercicio físico que en primero de carrera había jugado en la selección de la facultad. Los hermanos Fiske. Todo el mundo les quería y les respetaba. ¡Qué tiempos tan felices! Una época que había terminado. Se volvió para mirar a su padre.

Ed movía la cabeza.

—¿Sabías que Mike rechazó un puesto de profesor en una de las importantes facultades de derecho, en Harvard o no sé dónde, para seguir en el Tribunal? Pues sí, y tuvo un montón de ofertas de una serie de importantes bufetes. Él mismo me las enseñó. ¡Madre mía, el dinero que le ofrecían, casi me parece imposible! —El orgullo quedaba patente en el tono de su voz.

—Más poder para él —respondió Fiske secamente.

De repente, Ed le pegó una palmada en el muslo.

—¿Qué te ocurre, Johnny? ¿Qué demonios tienes contra tu hermano?

—No tengo nada contra él.

—¿Por qué, pues, ya no os lleváis como antes? He hablado con Mike. No es cuestión suya.

—Oye, papá, él tiene su vida y yo la mía. Y no recuerdo que tú y tío Ben fuerais uña y carne.

—Mi hermano era un holgazán y un borracho. El tuyo no es ni lo uno ni lo otro.

—La holgazanería y las borracheras no son los únicos vicios de este mundo.

—¡Maldita sea, no te entiendo, hijo!

—Sigues la corriente.

Ed dejó el cigarrillo sobre el cemento, se levantó y se apoyó contra un montante de la pared.

—No están bien los celos entre hermanos. Deberías alegrarte por lo que ha conseguido en su vida.

—¡Vaya! ¿De modo que crees que estoy celoso?

—¿Y no lo estás?

Fiske tomó otro trago de cerveza mientras observaba la valla de casi un metro que rodeaba el patio trasero de su padre. Ahora estaba pintada de verde oscuro. En el transcurso de los años había tenido muchísimos colores. John y Mike la pintaban todos los veranos, del color con el que habían pintado aquel año el despacho de la empresa de transportes para la que trabajaba Ed. Fiske se fijó en el manzano del rincón del patio. Lo señaló con la cerveza.

—Tienes orugas. Tráeme un soplete.

—Ya me ocuparé yo de ellas.

—Si tú no te sientes seguro ni montado en una silla, papá.

Fiske se quitó la americana, cogió una escalera del garaje y se llevó el soplete que le dio su padre. Lo encendió, colocó la escalera bajo el abultado nido y subió por los peldaños. En cuestión de unos minutos la bola se fue disolviendo al calor de la llama. Fiske bajó y apagó el soplete mientras su padre amontonaba los restos del nido.

—Y tú no has visto más que mi problema con Mike.

—¿Cómo? —Ed parecía perplejo.

—¿Cuándo fue la última vez que apareció Mike por aquí a echar una mano? ¿A verte a ti o a ver a mamá?

Ed se rascó la incipiente barba y buscó otro cigarrillo en el bolsillo del pantalón.

—Tiene trabajo. Viene cuando puede.

—Seguro.

—Lleva a cabo un importante trabajo para el gobierno. Ahí arriba, ayudando a los jueces. Es el tribunal más importante del país. Tú ya lo sabes.

—No sé si te imaginas, papá, que yo también estoy atareado.

—Lo sé, hijo, pero…

—Sé la respuesta, pero… es distinto. —Fiske se puso la americana sobre los hombros y se secó el sudor de los ojos. Pronto aparecerían los mosquitos. Aquello le hizo pensar en el agua. Su padre tenía una caravana en un camping junto al río Mattaponi—. ¿Hace tiempo que no has estado en la caravana?

Ed movió la cabeza, aliviado con el cambio de tema.

—Sí, pero pensaba ir un día de esos. Sacar el bote antes de que haga demasiado frío.

Fiske volvió a quitarse el sudor de la frente.

—Avísame cuando vayas, porque igual te acompaño.

Ed miró fijamente a su hijo mayor.

—¿Cómo te van las cosas?

—¿A nivel profesional? Esta semana he perdido dos y he ganado dos. Yo lo consideraría un promedio aceptable teniendo en cuenta los tiempos que corren.

—Anda con cuidado, hijo. Sé que crees en lo que estás haciendo y tal, pero defiendes a una cuadrilla de desalmados. Algunos pueden acordarse de ti, de tus tiempos de poli. A veces me despierto de noche pensando en eso.

Fiske sonrió. Quería a su padre tanto como a su madre y, por alguna sutil inclinación masculina, incluso más. La idea de que su padre no pudiera conciliar el sueño a causa de él, le tranquilizaba mucho. Le dio una palmada en la espalda.

—No te preocupes, papá, jamás bajo la guardia.

—¿Y qué me dices de lo otro?

Fiske se tocó el pecho con gesto instintivo.

—Voy bien. Soy capaz de llegar a los cien.

—Eso espero, hijo —dijo su padre, convencido, mientras observaba como se alejaba.

Ed agitó la cabeza al pensar en cuánto se habían separado sus hijos y su incapacidad para remediarlo. «¡Maldita sea!», fue todo lo que pudo decir antes de sentarse otra vez sobre la caja de herramientas para acabar la cerveza.