A las diez de la mañana, el alguacil del Tribunal Supremo, Richard Perkins —ataviado con un frac gris marengo, vestimenta tradicional de los letrados del Tribunal Supremo—, de la Oficina del procurador general del Estado, se levantó, en el extremo de una imponente mesa tras la cual había nueve sillas de alto respaldo, tapizadas de cuero, de distintos estilos y tamaños, y golpeó la madera con el mazo. La atestada sala quedó en silencio.
—Su señoría, el presidente del Tribunal, y los magistrados adjuntos de Estados Unidos —anunció Perkins.
La impresionante cortina de color burdeos situada tras la mesa se abrió por nueve puntos y aparecieron los magistrados, con aire envarado e incómodo, con sus negras togas, como si se hubieran despertado con sobresalto al descubrir una multitud junto a sus camas. Mientras tomaban asiento, Perkins prosiguió.
—Atención, atención. Instamos a todos a acercarse y prestar atención, puesto que el Tribunal acaba de constituirse. Dios salve a Estados Unidos y a su honorable Tribunal.
Perkins se sentó y observó la gran sala. Aquel techo de ciento setenta metros cuadrados casi obligaba a los ojos a buscar alguna nube perdida. Tras una serie de preliminares y el ceremonial del juramento de los nuevos miembros del Tribunal Supremo, se convocaría el primero de los dos casos que se oirían esa mañana. Aquel día, miércoles, únicamente se oirían esos dos casos, puesto que las sesiones de tarde se celebraban solo los lunes y los martes. Los jueves y los viernes no había vistas orales. Y así seguiría funcionando el Tribunal, tres días a la semana cada dos semanas, hasta que acabara el mes de abril, cuando se llevaran celebradas aproximadamente ciento cincuenta sesiones, con los magistrados en el papel de Salomón para el pueblo de Estados Unidos.
A ambos lados de la sala, se veían unos frisos impresionantes. A la derecha, las figuras de unos legisladores de la era precristiana, y a la izquierda, sus homólogos del período cristiano. Dos ejércitos dispuestos a enfrentarse, quizá para decidir quién había tenido razón. Moisés contra Napoleón, Hammurabi contra Mahoma. La ley implicaba muchas veces dolor, y hasta derramamientos de sangre. Por encima de la mesa se veían dos figuras talladas en mármol, que representaban la grandeza de la ley y el poder del gobierno, y en un entrepaño, la tabla de los Diez Mandamientos. Los bajorrelieves se arremolinaban en la vasta sala como bandadas de palomas —salvaguarda de los derechos del pueblo, genios de la sabiduría y el arte de gobernar, defensa de los derechos humanos—, ilustrando las funciones del Tribunal. Suponiendo que pudiera existir un escenario perfecto para juzgar asuntos de máxima importancia, aquel parecía acercársele. No obstante, la topografía podía resultar engañosa.
Ramsey se encontraba en el centro de la mesa y Elizabeth Knight en el extremo derecho. Un brazo articulado con un micrófono colgaba del techo. Madres y padres se habían puesto nerviosos con la aparición de los magistrados. Incluso sus desgarbados y aburridos hijos se habían enderezado un poco en el asiento. Era comprensible, incluso para los que no estaban muy al corriente de la fama de aquel lugar. Allí se notaba el poder en estado puro, se mascaba la importancia de las inminentes confrontaciones.
Aquellos nueve magistrados de toga negra decían a las mujeres cuándo podían abortar legalmente; ordenaban a los escolares adonde tenían que ir para instruirse; dictaminaban qué lenguaje era obsceno y cuál no; decretaban que la policía no podía registrar y detener arbitrariamente ni conseguir confesiones por medio de la fuerza. Sus cargos eran vitalicios, inmunes a cualquier desafío. Los magistrados actuaban tan secretamente que, en comparación, los personajes públicos y las venerables instituciones federales parecían presuntuosos. Se enfrentaban constantemente con grupos de activistas de todo el país que ponían bombas en las clínicas donde se practicaban abortos y se manifestaban frente a las cárceles donde se encontraban los condenados a muerte. Juzgaban las complejas cuestiones que exasperarían a la civilización hasta llevarla a su extinción. Y mostraban una imperturbable tranquilidad.
Se anunció la primera vista, un caso de acción positiva en las universidades públicas: actos contra la discriminación. Frank Campbell, el abogado defensor, apenas había tenido tiempo de terminar su primera frase cuando Ramsey se le echó encima.
El presidente señaló que la Decimocuarta Enmienda precisaba de forma inequívoca que nadie sufriría discriminación. ¿Acaso no significaba aquello que la Constitución tampoco toleraba ningún tipo de actuaciones contra la discriminación?
—Pero existen grandes injusticias que están llevando a…
—¿Por qué la diversidad se equipara a la igualdad? —preguntó de pronto Ramsey a Campbell.
—Un colectivo estudiantil amplio y diverso expresa ideas distintas, representa distintas culturas, lo que sirve para acabar con los estereotipos.
—¿Acaso basa toda su argumentación en el hecho de que los negros y los blancos piensan de forma distinta? ¿Que un negro de un hogar acomodado, pongamos por caso, de San Francisco, cuyos padres son profesores universitarios, aportará un conjunto de valores e ideas distintos a una universidad de los que posee una persona blanca educada en el mismo ambiente próspero de San Francisco? —El tono de Ramsey estaba impregnado de escepticismo.
—Siempre hay diferencias —respondió Campbell.
—En lugar de basarnos en el color de la piel, ¿no sería más adecuado tener en cuenta la posición económica? —preguntó la magistrada Knight. Ramsey le echó una mirada llena de curiosidad—. Sin embargo, en su argumentación no señala esas diferencias, ¿verdad? —añadió Knight.
—No —admitió Campbell.
Michael Fiske y Sara Evans se encontraban en una hilera de asientos reservados a letrados, perpendicular a la mesa. Michael miró a Sara mientras escuchaba aquellos argumentos. Ella no le devolvió la mirada.
—Uno no puede escapar al texto de la ley. Tendríamos que invertir la Constitución —insistió Ramsey, apartando la vista de Knight.
—¿Y qué me dice del espíritu que subyace en el texto? —replicó Campbell.
—Los espíritus son algo tan amorfo que yo me inclino por lo concreto.
Las palabras de Ramsey desencadenaron algunas carcajadas en la concurrencia. El presidente del Tribunal siguió atacando y con implacable precisión machacó los precedentes y la línea de razonamiento de Campbell. Knight no volvió a intervenir, se limitó a mantener la vista fija en el fondo de la sala, como si sus pensamientos se ocuparan de otros asuntos. Cuando se encendió la luz roja del atril del abogado, indicando que a Campbell se le había acabado el tiempo, este se dirigió a su asiento casi corriendo. Cuando el abogado contrario a las actividades antidiscriminatorias inició su argumentación, los magistrados parecían ajenos a sus palabras.
—¡Vaya eficacia la de Ramsey! —comentó Sara. Ella y Michael se encontraban en la cafetería del Tribunal, tras haberse retirado los magistrados para la tradicional comida después de la vista—. Ha pulverizado los argumentos del abogado de la universidad en cinco segundos.
Michael mordió su bocadillo.
—Durante los últimos tres años —dijo luego—, ha estado a la espera de un caso que le permitiera cargarse la acción positiva. Pues ya lo tiene. Tendrían que haberlo resuelto antes de que llegara aquí.
—¿De verdad crees que Ramsey irá tan lejos?
—¿Lo preguntas en serio? Espera a ver el dictamen. Probablemente lo redactará él mismo, para relamerse. Eso está finiquitado.
—En parte comprendo su lógica —dijo Sara.
—Por supuesto. El caso lo ha traído un grupo conservador, seleccionando con sumo cuidado al demandante. Raza blanca, inteligente, de ascendencia obrera, persona trabajadora, a la que nunca se le ha regalado nada. Y para colmo, mujer.
—La Constitución dice que nadie será discriminado.
—Sabes muy bien, Sara, que la Decimocuarta Enmienda se aprobó justo al acabar la Guerra Civil para que los negros no sufrieran discriminación. Ahora se está convirtiendo en un palo para aplastar a los que debería ayudar. Pues bien, los atacantes tienen asegurada la batalla.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que los pobres que mantienen la esperanza empiezan a empujar y los que no la tienen sacuden por su cuenta. ¡Bonito panorama!
—¡Uf! —Sara miró a Michael con intensidad. Él abordaba los temas con una vehemencia que a veces incomodaba a sus interlocutores. Aquella era una de sus características que Sara admiraba y también temía.
—Mi hermano te contaría un montón de historias sobre el tema —añadió Michael.
—Seguro. Ojalá llegue a conocerlo.
Michael la miró a los ojos y enseguida volvió la cabeza.
—La visión del mundo de Ramsey está muy distorsionada. Si él ha conseguido situarse donde está, ¿por qué no pueden hacerlo los demás? De todas formas, yo le admiro. Trata igual a los pobres y a los ricos, al Estado y al individuo. No tiene predilecciones. Eso hay que reconocérselo.
—Tú también has salvado muchos obstáculos.
—Sí. Y no quiero jactarme, pero mi coeficiente intelectual es de ciento sesenta. No todo el mundo puede decir lo mismo.
—Claro —respondió Sara, pensativa—. Mi cerebro jurídico me dice que lo ocurrido hoy es correcto. Pero mi corazón opina que es una tragedia.
—Oye, que estamos hablando del Tribunal Supremo. No es tarea fácil. Por cierto, ¿qué pretendía Knight? —A Michael le intrigaba todo lo que ocurría en el Tribunal, sus secretos, los rumores, las estrategias de los magistrados para imponer determinadas filosofías y puntos de vista en los casos que debatían. Y tenía la impresión de no haber captado todo el sentido de la intervención de Knight aquella mañana, y eso le inquietaba.
—Han sido solo un par de frases, Michael.
—¡Vaya! Dos frases contundentes. ¿Los derechos de los pobres? Ya has visto cómo lo aprovechaba Ramsey. ¿Será que Knight piensa en el futuro? ¿Estará intentando colar un caso?
—Parece mentira que preguntes eso. Es algo reservado.
—Trabajamos en el mismo equipo, Sara.
—¡Claro! ¿Y cuántas veces Knight y Murphy coinciden en su votación? Muy pocas. Además, tú mismo sabes que aquí hay nueve compartimientos cerrados.
—¡De acuerdo, nueve reinos de taifas! Pero es que si Knight tiene algo en la manga, me gustaría saber de qué se trata.
—¡No puedes saber todo lo que se cuece aquí! ¡Ya posees mucha más información que el resto de los funcionarios, y que la mayoría de los magistrados! ¿A cuántos funcionarios conoces que pasen por la sala del correo al rayar el alba para ponerse al corriente de las apelaciones del día?
—A mí no me gusta hacer las cosas a medias.
Sara le miró, y estuvo a punto de decir algo, pero se reprimió. ¿Por qué complicar las cosas? Ya le había dado una respuesta. En realidad, a pesar de ser ella también una persona impulsiva, no se veía casada con alguien de la talla de Michael Fiske. Ella nunca lo alcanzaría, ni sabría conservarlo. El solo hecho de intentarlo la perjudicaría.
—No hay lugar para las confidencias, Michael. Sabes tan bien como yo que esto es un campo de batalla. Una lengua larga puede desbaratar una ofensiva. Y uno tiene que vigilar la retaguardia.
—En general estoy de acuerdo contigo, pero no en este caso. Sabes que Murphy es un anticuado, un anticuado encantador, pero un progresista de cuidado. Se apuntará a lo que sea por ayudar a los pobres. Qué duda cabe que él y Knight coincidirán en ese punto. Siempre está dispuesto a poner alguna traba en el engranaje de Ramsey. Tom Murphy llevaba el Tribunal antes de que Ramsey tomara la delantera. No creas que es muy agradable tener que discrepar siempre cuando te encuentras en el crepúsculo de tu carrera.
Sara movió la cabeza.
—La verdad es que no acabo de verlo claro.
Michael soltó un suspiro y cogió el bocadillo.
—Lo que estamos haciendo es alejarnos el uno del otro en todas las cuestiones, ¿no te parece?
—No es cierto. Tú eres el que intenta que parezca así. Sé que te ha hecho daño mi negativa y lo siento.
Él rio de pronto.
—Tal vez haya sido por el bien de los dos. Somos tan tercos que podríamos acabar matándonos.
—El muchacho de Virginia y la moza de Carolina —dijo ella lentamente—. Puede que tengas razón.
Michael la miró a los ojos mientras jugaba con el vaso.
—Si opinas que soy terco, tendrías que conocer a mi hermano.
Sara seguía sin mirarle.
—Ya lo sé. Estuvo fenomenal en el juicio.
—Estoy muy orgulloso de él.
Por fin Sara le miró.
—¿Por qué, pues, tuvimos que entrar y salir a hurtadillas para que él no se percatara de nuestra presencia en la sala?
—Eso tendrías que preguntárselo a él.
—Te lo estoy preguntando a ti.
Michael se encogió de hombros.
—Tiene un problema conmigo. Digamos que me ha borrado de su vida.
—¿Por qué?
—La verdad es que no lo sé. Y puede que él tampoco. Pero puedo asegurarte que eso no le hace muy feliz.
—Por lo poco que vi, no me pareció una persona con tendencia a la depresión o algo así.
—¿De verdad? ¿Qué impresión te causó?
—Simpático, inteligente, capaz de interesarse por los demás.
—Por lo visto te ha conquistado.
—Ni siquiera se enteró de que estaba allí.
—Pero te habría gustado que lo hubiera hecho, ¿no?
—¿A qué viene eso?
—No soy ciego. Toda mi vida he permanecido a su sombra.
—Tú eres el niño genial con un futuro sin límites.
—Y él, el expoli heroico que ahora defiende a los que antes detenía. Tiene además algo de mártir, un punto al que yo jamás he podido acceder. Es una buena persona que se exige mucho.
Michael movía la cabeza. ¡Todo el tiempo que había pasado su hermano en el hospital! Sin que nadie supiera si llegaría al día siguiente. Michael nunca había experimentado aquel miedo, el temor a perder a su hermano. Pero lo había perdido de todas formas, al parecer, y no a causa de aquellas balas.
—Tal vez también él tenga la impresión de vivir a tu sombra.
—Lo dudo.
—¿Se lo has preguntado?
—Ya te dije que no nos hablamos. —Hizo una pausa y luego añadió en voz baja—: ¿Por eso me has rechazado?
Michael la había observado cuando miraba a su hermano. Había quedado embelesada con John Fiske desde el primer momento. La idea de ir juntos a ver a su hermano le había parecido divertida. Ahora se arrepentía de ello.
Sara se ruborizó.
—Ni siquiera lo conozco. ¿Qué sentimientos puede despertar en mí?
—¿A quién se lo preguntas, a mí o a ti?
—No pienso responder. —Su voz temblaba—. ¿Y tú, qué? ¿Le quieres?
Con gesto brusco, Michael se levantó y la miró a los ojos.
—Siempre querré a mi hermano, Sara. Siempre.