Fort Jackson, cual amenazante halcón, dominaba la desolada topografía del suroeste de Virginia, prácticamente equidistante de las fronteras de Tennessee, Kentucky y Virginia Occidental, en el centro de una comarca de explotación carbonífera. En Estados Unidos existen poquísimos penales militares aislados, por no decir ninguno; normalmente se encuentran junto a instalaciones militares, por tradición y también a causa de las limitaciones del presupuesto. En Fort Jackson había una base militar, aunque el rasgo dominante de aquel lugar sería siempre la cárcel, donde los delincuentes más peligrosos del ejército contaban en silencio el paso de los días.
Nadie había escapado de Fort Jackson, y aun cuando un interno consiguiera la libertad sin la intervención de un dictamen judicial, esta sería vana y de corta duración. El territorio circundante constituía una cárcel más amenazadora, con sus montes escarpados y llenos de bocas de minas, las traicioneras carreteras con sus hondos barrancos y los densos e inhóspitos bosques plagados de serpientes de cascabel. Y a lo largo de sus contaminados cursos de agua, al acecho, la criatura más agresiva, la serpiente mocasín, ávida del temeroso pie que se aventuraba en sus dominios. Además, la población autóctona del remoto «dedo del pie» de Virginia era aficionada al uso de armas de fuego y navajas, y no dudaba en servirse de ellas. Pese a todo, ahí estaban las laderas, las frondosas extensiones, los matorrales y las flores, el aroma de la vida silvestre relajada, la calma de las profundidades del océano, la belleza.
El abogado Samuel Rider cruzó el portal principal del fuerte, se colocó el distintivo pertinente y dejó el coche en el aparcamiento reservado a las visitas. Con paso nervioso, se dirigió a la entrada de la cárcel en el muro de piedra, la cartera golpeando ligeramente contra la pernera azul. Tardó veinte minutos en cumplir con los requisitos de seguridad, que incluían la identificación personal, la verificación de que figuraba en la lista de visitas, el cacheo, el paso por el detector de metales y finalmente el registro de la cartera. Los guardianes echaron un receloso vistazo al pequeño transistor pero le permitieron llevarlo consigo tras comprobar que no ocultaba nada. Le leyeron las normas del visitante y a cada una respondió afirmativamente, de forma audible. Sabía que de no tomar en consideración cualquiera de las estipulaciones, desaparecería de inmediato la apariencia cortés de los guardianes.
Echó una ojeada al entorno, incapaz de quitarse de encima el miedo y la ansiedad, con la idea de que el arquitecto del penal había conseguido introducir aquellos sentimientos en el esqueleto del edificio. Se le encogió el estómago y las manos se le humedecieron como si estuviera a punto de subir a un avión de veinte plazas con la amenaza de un huracán. Como militar durante la guerra del Vietnam, Rider nunca se había encontrado cerca de los lugares de combate, del peligro mortal. Resultaría irónico que se desplomara a causa de un infarto en un penal militar en suelo estadounidense. Aspiró profundamente, se esforzó por enviar una consigna tranquilizadora a su corazón y se preguntó por enésima vez qué hacía allí. Rufus Harms no se encontraba en la posición ideal para exigir algo. Sin embargo ahí estaba Rider. Aspiró de nuevo, enderezó el distintivo y asió con fuerza la cartera que le tranquilizaba, su amuleto de piel, mientras un guardián le acompañaba hasta la sala de visitas.
Al quedar unos minutos solo allí, observó aquellas paredes de tono pardo y apagado que parecían destinadas a deprimir todavía más a quienes vivían al borde del suicidio. Se preguntó cuántos hombres considerarían que aquello era su hogar, donde sus semejantes los habían sepultado. No obstante, todos ellos tenían una madre, incluso los más detestables; y algunos, pensaba Rider, incluso un padre, y no solo durante el momento en que introducía esperma en una vagina. Pese a todo, acababan allí. ¿Nacían malvados? Tal vez. Probablemente en poco tiempo se dispondría de un test genético que determinaría si un niño era la reencarnación de Ted Bundy, reflexionaba Rider. Ahora bien, ¿qué demonios haría uno cuando le comunicaran la mala noticia?
Las cavilaciones de Rider se interrumpieron cuando entró Rufus Harms, sobresaliendo entre los dos guardianes que le acompañaban. La primera impresión de Rider fue la de un señor con sus siervos, a pesar de que se trataba de todo lo contrario. Harms era el hombre más corpulento que hubiera conocido: un gigante con una fuerza fuera de lo normal. En aquellos momentos, su envergadura parecía ocupar toda la sala. Conformaban su pecho dos placas de hormigón ensambladas, y los brazos eran más gruesos que el tallo de muchos árboles. Llevaba grilletes en las manos y los pies, lo que le obligaba a adoptar el «andar carcelario», pero lo hacía con dignidad, los cortos pasos no carecían de elegancia.
Debía rondar los cincuenta, pensó Rider, aunque no aparentaba más de cuarenta; se fijó en las cicatrices faciales, en la informe curvatura del hueso bajo el ojo derecho. El joven al que él había representado tenía unos rasgos agradables, incluso atractivos. Rider se preguntó cuántas veces le habían pegado a Rufus allí dentro, qué huellas de malos tratos conservaba bajo su ropa.
Harms se sentó frente a Rider en una mesa de madera arañada por miles de uñas inquietas, desesperadas. No miraba a su abogado sino al guardián que seguía en la sala.
Rider captó la sugerencia y le dijo al guardián:
—Comunicación privada, soy su abogado y tendrá que guardar las distancias.
La respuesta fue inmediata:
—Este es un penal con presos clasificados como violentos y peligrosos. Estoy aquí para su seguridad.
Todos allí eran peligrosos, tanto los presos como los guardianes; así estaban las cosas, y Rider lo sabía.
—Lo comprendo —respondió el abogado—. No le estoy pidiendo que se retire, pero le agradecería que permaneciera un poco más lejos. Una prerrogativa de la relación abogado-cliente; ¿me comprende?
El guardián no respondió pero se apartó hacia el extremo de la sala, desde donde no podía oír la conversación. Fue entonces cuando Rufus Harms miró a Rider.
—¿Traes la radio?
—Una extraña petición, aunque me honra satisfacerla.
—Sácala y ponía en marcha, ¿vale?
Así lo hizo Rider. La melancólica música country inundó la sala. Su letra resultaba artificiosa y frívola en comparación con la miseria que se respiraba en aquel lugar, pensaba Rider, incómodo.
El abogado miró a Harms con aire inquisitivo y este volvió la vista hacia la sala.
—Aquí hay un montón de oídos al acecho, y muchos ni los vemos, ¿vale?
—Pinchar las conversaciones de un abogado y su cliente va contra la ley.
Harms volvió ligeramente las manos y las cadenas tintinearon.
—Hay montones de cosas que van contra la ley y la gente sigue haciéndolas. Dentro y fuera de aquí, ¿vale?
Rider asintió sin ni siquiera darse cuenta de ello. Harms ya no era un crío asustado. Era un hombre. Un hombre dominante a pesar de no poder gobernar casi ningún aspecto de su existencia. Rider observó que cada uno de sus movimientos era preciso, calculado; parecía estar en una partida de ajedrez, estirando el brazo lentamente para mover una pieza y retirándolo luego con la misma cautela. En aquel lugar un movimiento rápido podía resultar mortal.
El recluso se inclinó hacia adelante y empezó a hablar, tan bajo que Rider tuvo que hacer un esfuerzo para oírle.
—Te agradezco que hayas venido. Me sorprende que lo hayas hecho.
—¡Anda que no me sorprendió a mí tener noticias tuyas! Supongo que has despertado mi curiosidad.
—Tienes buen aspecto. Los años te han tratado bien.
Rider tuvo que reírse.
—He perdido todo el pelo y engordado más de veinte kilos, pero gracias de todas formas.
—No te haré perder el tiempo. Tengo algo que quiero que presentes en el tribunal.
La perplejidad de Rider era patente.
—¿Qué tribunal?
—El más alto. El Tribunal Supremo. —A pesar de la protección de la música hablaba en voz muy baja.
A Rider se le desencajó la mandíbula.
—¡Bromeas! —La expresión de los ojos de Harms le advirtió que no debía llegar a aquella conclusión—. De acuerdo, ¿qué quieres que presente exactamente?
A despecho de las esposas, con un movimiento rápido y preciso Harms sacó un sobre del interior de la camisa y se lo tendió. Al cabo de un instante, el guardián se acercó y arrebató el sobre de la mano de Rider, que protestó inmediatamente:
—Es una comunicación privada abogado-cliente, es decir, confidencial.
—Déjasela leer, Samuel, no tengo nada que ocultar —dijo Harms sin alterarse, mirando hacia otro lado.
El guardián abrió el sobre y leyó con gran atención la carta. Satisfecho, se la devolvió a Harms y volvió a su puesto de vigilancia.
Harms pasó el sobre y la carta a Rider, quien bajó la vista hacia el papel. Cuando la levantó de nuevo, Harms, que se había inclinado aún más hacia él, empezó a hablar, y siguió sin interrumpirse durante al menos diez minutos. En distintas ocasiones, Rider puso los ojos como platos ante las palabras de Harms. En cuanto terminó, el preso se apoyó de nuevo en el respaldo de su silla y le miró fijamente.
—¿Vas a ayudarme?
Rider no podía responder, pues todavía estaba digiriendo lo que acababa de oír. Si la cadena que llevaba sujeta a la muñeca no se le hubiera impedido, Harms habría puesto la mano sobre el brazo de Rider, un ademán que no sería una amenaza sino la súplica de un hombre que llevaba casi treinta años desamparado.
—¿Lo harás, Samuel?
Tras un momento de vacilación, Rider asintió.
—Te ayudaré, Rufus.
Harms se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Rider metió el papel en el sobre y lo guardó, junto con la radio, en su cartera. El abogado ignoraba que desde el otro lado de un gran espejo que colgaba en la pared de la sala una persona había estado observado el intercambio que había tenido lugar entre recluso y abogado, y ahora se frotaba la barbilla, inmersa en profundas y agitadas reflexiones.